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Samizdat de La Habana
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Libro electrónico246 páginas2 horas

Samizdat de La Habana

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El cuaderno de viaje al final es un mapa, no de un territorio sino de un sujeto.
En Cuba intenté -refiere Ferreira- una escritura de paso. Con ella entretejí un texto que da cuenta de dos viajes, unificados en alternancia cronológica, donde entrelazo citas, glosas, definiciones y géneros diversos -reseña, entrevista, crónica- para producir un relato unitario que brinde una mirada personal y externa de la realidad cubana.
Busqué transmitir la curiosidad y el asombro que me causó La Habana, y la sensación de incomodidad que me golpeó en Colombia al llegar de la isla donde triunfó una revolución socialista y escaseaba el pan. Cuba te confronta con todo lo que has pensado de ti mismo. Cuba te confronta con lo que tú creías que era Cuba. Con lo que creías que era Libertad y Pobreza. Cuba no se parece a ningún otro país, porque Cuba, para quien no haya vivido ahí en el último medio siglo, es indescifrable. Este libro se llama Samizdat porque en Cuba encontré esa palabra de origen soviético y hallé un auténtico samizdat: "cuaderno peligroso" o "cuaderno clandestino". Ese samizdat no es precisamente este.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 dic 2023
ISBN9786078923878
Samizdat de La Habana

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    Samizdat de La Habana - Daniel Ferreira

    2012

    En vísperas del viaje

    En vísperas del viaje conocí a una pareja de cubanos asilados en Bogotá. Enviarían una encomienda a sus familiares. De ellos oí los primeros consejos sobre el cambio de dinero, sobre las dos monedas paralelas de Cuba (la nacional y la divisa llamada cuc que equivale al valor del dólar). Recomendaciones sobre las tarifas del transporte y la forma de usar los taxis almendrones (los Oldsmobile de los años cincuenta) o los cocotaxis (motocicletas de tres ruedas con forma de coco) que son los más económicos. Hicieron un mapa a mano alzada del lugar donde está el Hotel y el lugar donde está la fortaleza del Morro. Hablaron de un túnel, construido por los ingleses en la mitad de la Bahía y que atraviesa un tramo bajo el mar cuando va uno a la fortaleza. Había que cruzarlo en uno de esos almendrones, viejos carros de los años cincuenta, para llegar al lugar donde se realizaba la Feria del Libro. Hablamos de comida tradicional. Los cubanos se mostraron descrestados por la variedad de frutos que había en Colombia. Aparte de nuestro país, solo habían estado en la urss donde todo era hielo cuando estudiaron, y en una misión médica en Zambia, donde las cebollas eran del tamaño de calabazas y las cucarachas del tamaño de patinetas y los sapos tan altos como canguros, pero no había tantos frutos como en Colombia. O como en Venezuela (pero aclararon que allá las naranjas se cultivaban en el supermercado). Ella, la cubana, era médica. Hubiera podido quedarse en Zambia y tal vez habría seguido el destino de sus colegas que hoy están en Holanda, Portugal y Alemania ejerciendo de médicos. Pero no lo hizo. ¿Por qué? No lo explica, aún. Dice que para entenderse con los pacientes con el abismo de una lengua partida en 27 dialectos zambianos hizo un diccionario en una librera de autógrafos con las versiones de los mismos términos vertidos a todas las muestras fonéticas. Cuando un paciente llegaba, lo primero que hacía era verificar la tribu para ubicar el dialecto. Una breve guía de síntomas y el idioma inglés era lo que necesitaba para hablar con sus colegas y vivir en aquella arca de Noé que era Zambia en 1995. De las cosas que más la sorprendieron fue conocer a una mexicana casada con un inglés que mataba serpientes que tenían el grosor de un gasoducto. Otra anécdota más abominable es la de aquella noche en que se quedó sola en la cabaña y al salir en busca del baño se encontró frente a un sapo negro gigante y sicodélico que llegaba a sus rodillas y la miraba a los ojos sin parpadear. Las ganas de orinar se escurrieron por su pantorrilla, pero fue incapaz de salir o de gritar. Estaba sola, en medio de África, frente al sapo más grande que hubiera imaginado en la peor de sus pesadillas. En esos tres años tuvo dos veces malaria y jamás aprendió a cocinar en africano. El día que decidió regresar a Cuba dijo a sus colegas que no podía acompañarlos más en la idea de emigrar a Europa, porque en Cuba había dejado a su madre, y ahora estaba gravemente enferma y si no iba ella a cuidarla tal vez se iba a morir y nunca la volvería a ver. Volvió a ejercer entonces de médica en el hospital de siempre, por cinco años más. En esos cinco años pasó un poco de todo y de más: cayó la Unión Soviética, Cuba envejeció cincuenta años en diez, y ya no hubo más carne enlatada de Moscú, ni televisores de bombillo ni pintura en las paredes, ni importaciones de carros Fiat, o polaquitos, y el país se convirtió en ese retrato de sepia saturada que parecía una realidad enmascarada por los filtros de las polaroids que simula Instagram. Quince años después, la llamó el supervisor para pedirle que cubriera la sala de urgencias del hospital porque no había personal disponible. Cuando llegó, había cuatro enfermos de gravedad. Las paredes estaban manchadas con sangre. Fue a sentarse en el escritorio, pero la silla se rompió y el buró se arrodilló en sus dos patas traseras y cayó sobre ella. Alzó la mirada y vio un edificio escarchado, sin ventanas; por entre las columnas se enredaban lianas secas. Pensó: Algo tiene que significar esto, algo tiene que pasarme, porque yo no aguanto más. Fue la rueda de la fortuna ese pensamiento que concentró toda su fuerza de voluntad, porque dos días después recibió ese llamado en que la invitaban a trabajar de médica en Colombia. Si se iba a vivir fuera de Cuba, ya solo podría volver como visitante. Decidió no volver.

    ―Entréguele esto a mi hermana, y esto es para mi hijo.

    ―¿Qué puede llevar uno para obsequiar en Cuba?

    ―Todo lo que puedas llevar a Cuba, allá nos sirve. No te imaginas. Además de que no ingresan alimentos, la ropa escasea, el café lo rinden con chícharos.

    ―¿Chícharos?

    ―Frijoles.

    ―Qué curioso: en Colombia el café de los pobres lo rinden con cafeto vietnamita y ecuatoriano.

    Agrega que gracias a Venezuela llega petróleo, de lo contrario aún estarían en la era de las bicicletas chinas.

    ―Allá las llaman las forever. Pero lo que entra de Venezuela (lotes de lavadoras, enlatados) se revende y es caro. Venezuela se lleva a los médicos (más de diez mil médicos cubanos trabajan en las brigadas del barrio adentro), pero les pagan salarios simbólicos. Ellos soportan, porque aún con lo poco que obtienen de esos salarios pueden ayudar a sus familias en Cuba.

    Los encargos para sus familiares iban en una caja de cartón.

    2015

    Hotel Nacional

    12 de febrero, Hotel Nacional. Junto a mi habitación, placa conmemorativa: Hab. Histórica. Aquí durmió Churchill, allí Ava Gardner, más allá Sartre con Simone, Rómulo Gallegos y unas cuantas mulatas más. Un hotel barroco con decoración de capos de los años cincuenta, donde la guerra entre los trabajadores y los turistas está mediada por el valor del líquido: una botella de agua cuesta más que un porrón en el desierto en esta porción de tierra rodeada de mar. Sesenta años hace de la conferencia de la mafia, cincuenta hace de las crisis de los misiles atómicos (una de las baterías estaba en la catacumba de los jardines de este hotel, etcétera). Así que aquí estoy, en la Hab. Histórica.

    Por la primera conversación con la escritora cubana, comprendí que tenía un humor cáustico, lleno de sarcasmos que enamoran, y que iba a ser mi amiga o a hacerla mi amiga a como diera lugar. Me dicen que aún falta el arribo de un cuarto escritor, argentino. Que se trata de un loco. Que tenga cuidado con él. Me gustan los locos, pienso.

    Como llego de noche, nada qué hacer: desempacar la maleta, ducharse, oír el concierto de ópera que dan en el bar al aire libre y me sumerjo en los canales locales para examinar el panorama isleño. Luego enciendo unas varillas de incienso en la ventana del baño para que no salte la alarma antiincendios. A último minuto, antes de pasar migración, acepté subir al avión una maleta a una desconocida cubana solo porque me dijo que era ingeniera agrónoma y porque me pidió el favor imposible ya que la iban a multar con 70 dólares. Trasladé a mi maleta lo que tenía en su morral tras examinarlo detalladamente: zapatos y varillas de incienso. El cálculo interno fue: es cubana, ingeniera agrónoma, equipaje lleno, mercancías simples, zapatos chinos e incienso para Yemanyá. En fin, no parece pesar lo suficiente como para contener cocaína, así que lo que lleva es bisutería para parientes o para surtir el negocio familiar. Dijo que impartía talleres de tai chi y por eso me cautivó. Pasé su exceso de equipaje a cambio de algunas varillas de sándalo y de San Miguel (violetas), que son los inciensos que enciendo. Luego fue ella la persona con la que hablé durante las largas cuatro horas del retraso por daño en el avión. Me contó cosas de su vida en Colombia, sobre los viajes que hace regularmente a Cuba para llevar mercancías, sobre su hija deportista, sobre su marido colombiano que trabaja en una universidad, sobre los largos años sin empleo del exilio voluntario, sobre el periodo especial en que no había comida ni medios para irse. Le pregunté si era santera. Se inquietó. Le expliqué que estaba leyendo sobre prácticas yorubas, y ella entonces mencionó el título de un libro que podría interesarme, porque sabía describir los ritos pero no el origen histórico de las prácticas. Fue extraño que a lo largo de esa espera los viajeros cubanos se fueron identificando entre sí en el aeropuerto y aglomerándose para comer y comentar las vidas y la política venezolana. Parecían todos parientes que se reconocían por las formas de la cara o por el tono de voz. Dos cubanos jóvenes decían provenir de Ecuador. Allá todo les había parecido más barato, pero estaban sobrecogidos por los atracos a machete en pleno centro de Quito.

    El mar está detrás del hotel. Más allá de la rampa que conduce al malecón. Voy a correr bordeando el mar de la Bahía de La Habana. Muchas personas hacen yoga y estiramientos sobre la muralla de hormigón erosionado por el mar. Parece un vasto gimnasio al aire libre. El viento me arranca el pelo y los pensamientos y hace de barrera. En los pronósticos anuncian un frente frío. Las avenidas cubanas tienen pocos vehículos a esa hora: y todos los carros parecen sacados de un catálogo de carros clásicos.

    Regreso, me ducho y bajo a comer. Ya están las escritoras reunidas en el salón de desayunos del sótano. Una de las escritoras viene con su esposo, español. La invitada por Feria del Libro era ella, pero él había invertido una pequeña fortuna en acompañarla porque estaban recién casados. Les recomendé que aprovecharan para hacer todo lo que no tuviera que ver con sus obligaciones habituales o se perderían de ver La Habana (como me pasó unos años antes). Pero ellos parecen empeñados en que hay mucho trabajo por hacer y que lo van a realizar ahí, en el hotel Nacional de La Habana. Hablan de sus vidas en Ecuador (noté que hablaban por los dos en lugar de uno, y pensé que eso era casarse: hablar de dos donde antes se decía yo), hablan como profesores de universidad, como una pareja que coopera en todo, como un matrimonio cansado, o al final de un largo noviazgo. Vidas conjugadas en tercera persona del singular. Desayunaron y se fueron. Yo seguía estancado entre las aguas petroleras de ese expreso doble, hablando con la cubana de los sarcasmos suavizados.

    La cubana comentó de la pareja que parecían un par de ancianos y que no sería raro que ya no hicieran el amor a pesar de no haber cumplido todavía un año de matrimonio.

    Desde entonces los llamamos así: los ancianos, a pesar de que eran muy jóvenes. Y creo que, desde ese momento y durante todo el viaje, comenzamos a tratarnos más como amigos que como colegas. El sarcasmo también aproxima.

    Luego fui a los corredores del hotel a terminar de leer el Inventario secreto de La Habana de Estévez. Es una crónica familiar sobre La Habana, pero me voy hastiando del tono apologético hacia las cosas ordinarias, un tono que desvía al lector hacia las piedras y el salitre y las paredes leprosas y las fachadas derruidas de La Habana, donde todo parece gastado y sin color. Me entretengo más con los datos históricos y las viejas leyendas. Pero poco me interesa la historia familiar de Estévez y el origen de su nostalgia. Hay una tergiversación sentimental en confundir una ciudad con la historia familiar y distribuir esa historia particular entre datos históricos. A veces el tiempo personal puede convertirse también en tiempo histórico, pero los datos son la obsolescencia del periodismo. El futuro llenará los vacíos que dejan los datos con pies de página. El libro podría ser mejor con un montaje fotográfico, porque adopta el carácter de un álbum: una especie de secuencia de fotos en las que saltas al primer plano, o destaca el fondo y se distorsiona lo próximo. En La Habana real todo está estático, salvo el oleaje del mar en este frente frío. Abro una revista que traje donde se incluye un dossier de La Habana vista por el fotógrafo mexicano Francisco Mata Rosas. Son fotos de un viaje hecho en los años noventa. Hay un hombre mirando a su perro muerto que es un pellejo cubriendo un bulto de huesos. Hay una cabeza de chivo cortada. Hay una fachada destruida donde puede verse el interior de un conjunto habitacional donde la privacidad es solo imaginaria. Hay un Obatalá, el mayor de los dioses Orishas, que acompaña a un grupo de hombres en un Almendrón. Hay una jinetera limándose las uñas en el malecón y al fondo los grandes hoteles. Hay un líder omnipresente tras vallados y fachadas. Hay ancianos homosexuales (los mismos que fueron confinados por el régimen) dando muestras de amor ante la cámara. Las fotografías muestran siempre yuxtaposiciones significativas: pobreza-opulencia, decadencia-salud, sensualidad-prostitución, apertura-cierre. Esos contrastes significativos se imponen a cada momento si caminas no solo por el Centro Habana, sino por los municipios que conforman la ciudad. La Habana que vio Mata fue la de los años noventa, acosada entre la ideología y el hambre. La Habana es otra de las ciudades invisibles, que para poder verlas, como decía Calvino, hay que cambiar el sentido de la mirada: el ojo no ve cosas sino figuras de cosas que significan otras cosas. Dudo que la ciudad esté siempre en momento presente. La Habana tiene el esplendor de lo obsolescente, por eso las fotos más actuales parecen noticias de un tiempo remoto. La gente que la ha habitado conserva las huellas del tiempo en su rostro y en sus prácticas, así como las paredes están labradas por el salitre y la expropiación. Dejo el libro de Estévez y llevo en mi mochila las fotografías de Francisco Mata, como una suerte de catálogo que me ayude a observar los contrastes, las cosas que significan otras cosas.

    Recuerdo el primer viaje que hice a La Habana unos años atrás. Castro se había retirado dando paso a su hermano Raúl, a quien algunos llamaban el chino. Flotaba en el aire salitroso una expectativa intensa frente a los cambios que se avecinaban. Aún no se sabía que Obama habría de aproximarse al gobierno cubano y establecería relaciones diplomáticas, líneas aéreas y cruceros, ni era posible quizá imaginar el concierto de The Rolling

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