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Madrid canalla
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Libro electrónico169 páginas4 horas

Madrid canalla

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Por este libro pasan aproximadamente unos trescientos personajes. Sin duda son muchísimos más los que han pasado por el histórico Café Gijón del Paseo Recoletos. Pero no todos tienen méritos suficientes para aparecer en este relato memorial del autor que es, probablemente, arbitrario y a merced de los designios no siempre objetivos ni neutrales del mismo. Para pertenecer a la tribu del Gijón hay que haber sido un bohemio cuando todavía existía la bohemia, tener detrás a la policía o, por lo menos, a la dueña de la pensión en que habitabas y que no veía la forma de cobrar. Y estar más nutrido de vino, libros y tiempo ocioso, que de buenos alimentos. Haber amado hasta la extenuación y ser amado hasta el límite. Y haber participado en querellas de amor y en incruentas, aunque malvadas, reyertas literarias. Imprescindible un vislumbre de gloria, aunque sin demasiadas expectativas. Con estas exigencias, la condición de gijonero queda necesariamente restringida. El término "canalla" no es estricto y tiene más de muchedumbre y ternura que de maldad, es decir, participa de la grandeza y las miserias de la picaresca española. Este libro es, sobre todo, generoso; pese a lo cual, a algunos se les podría advertir: temblad, temblad malditos.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento30 oct 2020
ISBN9788416100606
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    Madrid canalla - Javier

    WQ

    Introducción

    No todos los que han tomado un café en el Gijón forman parte de la mítica del lugar. De los miles y miles que han pasado por allí, sólo figuran en este libro, y eso haciendo una criba muy abierta, hasta doscientos personajes, puede que trescientos. Lo que pudiéramos llamar la fauna, e incluso la flora, del Gijón genuino. Ha dado éste una raza especial de pícaros ilustrados, de bohemios, poetas, menestrales, cómicos, putas y semiputas; la golfemia intelectual, seres que se trabajaron a conciencia una biografía más o menos maldita: un mundo aparte. Los chaperos de la esquina de Prim hasta la esquina de Conde de Xiquena no cuentan; nunca entraban en el Café y mucho menos en Oliver. Nunca entendí ese mercado caníbal en los alrededores del Gijón. A no ser que desconociera las aficiones sodomitas y alquilonas de algunos con los que compartía el café.

    Hay que haber estado allí para saber lo que fue el Gijón: imprimía carácter como algunos sacramentos, y eso no se adquiere en media hora ni en una tarde. Es como la guerra; no basta con decir «la bala me pasó rozando y se llevó por delante al colega de al lado»; hay que acreditar que se estuvo en la trinchera y que la bala, efectivamente, pasó silbando a pocos centímetros. El Café de Gijón es un territorio difuso: histórico, mítico y cotidiano; navega entre la magia y la realidad. Restaurante, cafetería y, en cierta medida, museo y Academia de las Buenas Letras; sólo en cierta medida y sin exagerar. Éste es un libro arbitrario y en él se entra no por merecimientos, sino por simpatías o capricho del autor; o por la ubicación diaria en el Café, que viene a ser lo mismo. Los merecimientos siempre son aleatorios; ¿qué criterios pueden seguirse para acreditar méritos tan difusos y discutibles como los de estas historias golfas? Pues, la verdad, no lo sé.

    Los derechos de autor derivados de este libro, si llega a devengar alguno, tendré que repartirlos con los espejos de cuyas confidencias soy albacea. Y los fantasmas son implacables; no perdonarán a los editores como hacemos los poetas. Pagan poco, pero que paguen. No hay en estas páginas orden ni concierto en el sentido lineal de una cronología ordenada; me muevo entre espectros y en estos la idea de tiempo no es verificable; el libro, aunque sea en zigzag y con saltos atrás y hacia adelante, responde a una idea fundamental: mi paso por el Café de Gijón que coincide con el tardofranquismo y la transición. No es la biografía del Gran Café de Gijón; es mi biografía en el Café de Gijón. No tendría importancia mi presencia en él si la Santa Transición (Umbral dixit) no hubiera estado rodeada de sucesos y de gentes unas muy principales y otros menos, de una forma u otra ligadas al Café. Madrid Canalla cierra el ciclo de mi memoria sentimental y la evocación de algunas peripecias políticas que siempre me acompañarán. Lo menos que puede hacer uno, si no quiere hacer el ridículo ni despeñarse por la autocompasión, es asumir su biografía y su edad.

    Madrid canalla es el paso de la dictadura caudillista a la dictadura cleptocrática de los partidos; se trata de unas memorias apócrifas en complicidad con los espejos del Café que siempre fueron mis confidentes. Apócrifas pero verídicas. Si alguna irreverencia o distorsión apareciese en estos recuerdos, cúlpese en primer lugar a la arbitrariedad de la memoria y en segundo, y en menor medida, a los fantasmas de los espejos; su lenguaje no siempre es fácil de interpretar. Lo mismo les ocurrirá a quienes sigan contando cosas del Café en venideros años, pues es de creer que el santuario de Recoletos pervivirá. Lo que ignoro es si para entonces, cuando vengan nuevos relatores, habrá personajes que merezcan la atención y la memoria del azogue. Lo que puedo afirmar es que los libros más realistas y pendejos sobre el Café siempre han originado trifulcas y alguna que otra bofetada. Espero que éste, pese a su título, Madrid canalla. Historias intelectuales y golfas del Café Gijón, escape a ese destino maldito. Aunque si ocurriera tampoco habrá de qué lamentarse. Él se lo habrá buscado.

    1

    Aunque parezca extraño, el Café de Gijón existía antes de que entrara en él Francisco Umbral, una rara noche en la que el gentío discutía sobre el sexo de los ángeles o buscaba el sexo de las muchachas en flor noctívagas y sabatinas. Debía de ser un sábado, y así lo aventura Umbral en las primeras líneas, si es que hubo esa primera noche como hay un primer polvo, un primer deslumbramiento o un primer gatillazo. Yo, desde luego, no estaba allí. Y si estaba no me di cuenta de que entraba Paco Umbral porque, en aquellos tiempos, muy pocos sabían quién era o iba a ser Paco Umbral. Y mucho menos podía suponerlo un célebre poeta, muy amigo suyo después, que una tarde profetizó «éste no pasará de su propio apellido». Hay poetas que cambian un chiste por el riesgo de un vaticinio aventurado. Ese día yo sí estaba allí y puedo dar fe del fallido augurio; debió de ser en un paréntesis de mi etapa catalana de la Costa Dorada y con el Libro de Buen Amor de vademécum para las rutas licenciosas de la vida. Cosas más difíciles hacíamos por la costa lujuriosa y tostada, como aplicar al ligue de extranjeras el método Stalisnavsky pasado por Strasberg, muy poco conocido entonces, con academia de enseñanza incluida que daba unos resultados catastróficos. Yo había aprendido algunos rudimentos en la escuela de interpretación de Coll y Espona que no me servían de nada. Luego, cuando albañiles y camareros no ligaban ni con método ni sin método, querían que les devolviéramos el dinero. Se planteaba con años de adelanto una metáfora aplicable a los actores españoles: el que vale, vale. El seductor es un seductor, tiene un don natural, además de golpes de suerte. En contrapartida, aquellos fracasos didácticos y amatorios cimentaron mi posterior pasión por el teatro; el método despertó la conciencia del actor español, aunque, como todo lo aprendido mal y aplicado peor, también hizo mucho daño. Ni métodos ni leches, decía un albañil andaluz que en verano hacía de camarero, a por ellas en corto y por derecho, que a eso vienen las extranjeras. Curiosa deducción de un senequismo mostrenco: las extranjeras liberadas venían a España, un país de reprimidos y masturbadores, a fornicar. Los ibéricos siempre hemos sido muy alabanciosos en cuestiones de sexo. Umbral, perplejo, se partía de risa cuando le explicaba la aplicación del método a la jodienda.

    He sacado a colación al Arcipreste porque en esa época era ejemplo para muchos de nosotros y en especial para Celedonio Perellón, el más persistente propagador de su doctrina en el Gijón. Cada vez que Perellón llevaba una señorita a su estudio para pintarla desnuda, rezaba antes a san Juan Ruiz. Nunca nos informó de los resultados de esas preces, pues una modelo de pintor debía ser, estrictamente, un bello cuerpo pictórico. O eso decía Celedonio. José María Balcells, catedrático y antólogo de la poesía de cárcel, sabedor de mis aficiones taurinas, me mandaba versos de toros del jocundo Arcipreste: «Sé muy bien tornear vacas / y domar bravo novillo». Esta cita acabó desplazando la preferida de Perellón: «por dos cosas labora el hombre en este mundo; la primera es por haber mantenencia, la segunda por haber juntamiento con fembra placentera».

    Por entonces el Gijón tenía una puerta giratoria, detalle que siempre me pareció metáfora inquietante. Esa puerta podía dar a la gloria; mas, a poco que te descuidaras, te devolvía a la intemperie con un remolino loco. También me fijé en los espejos porque en ellos escuchaba, igual que me pasa ahora, un murmullo como de almas en pena. A poco que uno tenga afinados vista y oídos, las mejores historias del Café las cuentan los espejos y los suaves crujidos del azogue. En estos días de aflicción, perdida la lejana juventud, a ellos recurro algunas mañanas solitarias, con ellos converso y finjo que escribo este libro que, en realidad, dictado está por ellos con la ayuda de algún despiece de mi memoria.

    Tras los espejos puede verse al pintor Quirós, disparando un tanque de la resistencia francesa y entrando en París con una columna de republicanos españoles; una noche Pepito Quereda, poeta decía él, le dijo a Quirós algo impertinente sobre su sexualidad y éste, izándolo a una mano como si fuera una pluma, lo puso en la puta calle. A Quirós le gustaba Ingrid Bergman en Casablanca, pero su verdadero héroe era Paul Henreid en el papel de jefe de la resistencia. Envuelto en un vaho gélido y cortante, se aparece Cristino Mallo ácido y puntual, a la misma hora de antes, la una de la tarde. Y Buero Vallejo está subiendo una escalera. Y García Pavón, disfrazado de Plinio, resuelve crímenes y organiza el tráfico por las calles de Tomelloso. Eladio Cabañero dice versos a conductores multados por el municipal detective y éste se sube a un andamio y flota en el aire en diálogo con Eladio. Y así muchas mañanas y algunas tardes. Eusebio García Luengo descansa agotado por la única novela que escribió en su vida, ganadora del primer premio Café de Gijón, con calvas en la barba y afeitado a pellizcos por los desdenes de una primera actriz; esa mujer le hubiera amargado la vida de no tener Eusebio tanta indolencia para los movimientos del espíritu y del cuerpo. No recuerdo si era de Eusebio o de Antonio Medrano, crítico taurino del Arriba —insobornable en época de trinque— de quien Manuel Alcántara contaba la siguiente anécdota; dormía un ocioso en un banco del Retiro y a pocos metros reposaba otro durmiente. Al lado de éste, alguien había perdido un billete de 100 pesetas y, en vez de levantarse y quedarse con él, el primer ocioso dijo: «qué suerte va a tener ese cuando despierte». Y siguió durmiendo.

    Mi diálogo con el pasado es un diálogo de muertos. Manuel Alcántara no aparece todavía ni siquiera entre las raspaduras del azogue porque está vivo y sigue siendo un maestro del artículo periodístico; más de ochenta años de edad y la misma cara de boxeador con la nariz aplastada. En cambio, sí aparece, con capa española, y sentado a una mesa sin patas, Otero Besteiro, el escultor predilecto de Cela y de Umbral, que llenó de joyas y esculturas los salones de la burguesía de Madrid y parte de España. Con Otero Besteiro inauguró Antonio Leyva la galería Puerta de Toledo, y fue un acontecimiento. Mientras Otero escribe una carta a su novia amantísima Geles Hornedo, sin derecho todavía a aparecer en los espejos, el mono rijoso que lo acompaña se dedica a lo suyo: levantar las faldas a las señoras. Yo creo que Otero Besteiro lo tenía amaestrado, pues a veces el simio se paraba perplejo ante una chica con pantalones, miraba a Otero y le tocaba el culo a la moza. El mono de Otero llegó a tales extremos, que hubieron de prohibirle la entrada en el Gijón, pese al jolgorio que provocaba en las chicas. Con quien mejor congeniaba el simio, que yo recuerde, era con Ángela, la ceramista. Ángela llevaba una falda larguísima inaccesible a las maniobras del mono, que se contentaba con cogerle de la mano y esperar una carantoña y un lingotazo de vino. Ángela irrepetible. Huyendo de la bohemia, se casó con un señor de buena posición y estabilizó una vida hasta entonces bastante turbulenta. Ella salió ganando y la escultura española no se ha resentido demasiado. No sé qué ha sido de ella. Espero que el matrimonio le dure lo que me ha durado a mí, y si alguna promesa o dádiva le hacen los amigos, la cumplan mejor de lo que ella cumplió conmigo. En la fiesta de mi boda, Ángela profetizó que Ana Merino Herrero y yo, juntos, no duraríamos un año. Y prometió que por cada dos años de matrimonio, nos regalaría una pareja de esculturas de barro, unos monstruitos primitivos en plan amoroso, de las que cocía en su horno. Nos regaló la primera pareja, ninguna más. O sea que el débito asciende a veinte parejas de esculturas, de las que Ángela hace tiempo quedó indultada sin rencores por mi parte.

    Mediados los sesenta sitúa Umbral su entrada en el Café; pero éste, palabra, ya estaba allí mucho antes. Exactamente desde el año 1888, fecha en que lo fundó un asturiano llamado Gumersindo García. Algunos piensan, y acaso no les falte razón, que empezó a existir de verdad la noche en que Umbral entró en él y dejó escrito testimonio. Las cosas sólo existen cuando de verdad se las nombra. El libro de Umbral se publicó en 1972 y, aunque había otros sobre el asunto, el acta fundacional del Gijón se levanta con La noche que llegué al Café Gijón. Hay en el título una evidente falta gramatical y debiera ser La noche en que llegué al Café Gijón. Eso a Umbral se la sudaba, pues era dueño del idioma y señor de la palabra y por ese dominio del lenguaje, superior a todo academicismo, no entró en la Academia. Lázaro Carreter le hizo muchas promesas pero no cumplió ninguna. Las promesas del gran lingüista eran como las de Ángela la ceramista, de difícil cumplimiento. Umbral desconfiaba de ellas aunque, para no perder del todo el apoyo de Lázaro, le sacara a menudo en las negritas de su columna. ¡Ay! el poder de las negritas de Umbral. Lo que debe hacerse con Lázaro Carreter es leer El dardo en la palabra, tratado de buenas costumbres para el idioma. Sabía mucho de teatro y era un pésimo autor que se forró con La Ciudad no es para mí, firmada con el seudónimo de Fernando Ángel Lozano, que Martínez Soria llevó al cine. Tardó en reconocer esa autoría, que acaso considerara indigna de un sabio del idioma y del teatro, y su recuerdo le molestaba; pero los abundosos dividendos que le proporcionó, supongo que no.

    El Café no nace con Francisco Umbral, aunque con él adquiere nombradía. A partir de aquí, todo lo acaecido cobra

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