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El guerrero que vino del mar
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Libro electrónico746 páginas11 horas

El guerrero que vino del mar

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Sus rasgos eran tan extraños que creyeron que era un dios.

Corre el año 985 y Argar, un joven cristiano de Al-Ándalus, acaba de abandonar su vida de copista de códices para dedicarse a las armas. En su primer combate, la lucha lo deja atrapado en un barco sin velas que navega a la deriva, hasta llegar al México precolombino en plenas guerras Floridas.

Argar aparece en una exuberante selva con armas que solo podrían haber sido forjadas por los dioses, y con rasgos físicos jamás vistos en tierra de mayas y toltecas, por lo que es recibido como el enviado prometido que debe liderar la conquista de Yucatán. A cambio, descubre un mundo lleno de espiritualidad, conocimiento, amor y fantasía que le hace replantearse los límites de lo posible.

El guerrero que vino del mar es un relato palpitante de encuentro de culturas que nos sumerge en escenarios descritos con tanta precisión que casi podemos oír los cánticos rituales, saborear exóticas frutas de vibrantes colores o experimentar un viaje místico a través del peyote. Una historia mágica que nos transporta en el tiempo y nos hace partícipes de las apasionantes aventuras de este extraño al otro lado del océano.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento25 oct 2019
ISBN9788417813994
El guerrero que vino del mar
Autor

Joaquín de Carranza Oviedo

Joaquín de Carranza nace en Vélez-Málaga (España) en 1926. Posteriormente, se traslada a Madrid y se licencia en Filosofía y Letras por la Universidad Complutense, donde también realiza los cursos de doctorado y se especializa en Historia del Arte. En 1962 y 1965 respectivamente, funda el Colegio León XIII y la Escuela de Turismo Costa del Sol, renovando los aires de la educación en Málaga. En 1981 queda entre los finalistas del Premio Planeta con el manuscrito El proceso de los iluminados; y en 1996, entre los finalistas del Premio de Novela Fernando Lara con El balneario de la eterna juventud. Su afán por la divulgación no cesa ni sobrepasados los ochenta años, por lo que en 2008 publica Esquemas de Arte, una obra basada en el material que empleó durante más de cuatro décadas en su trabajo como docente.

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    El guerrero que vino del mar - Joaquín de Carranza Oviedo

    El guerrero que vino del mar

    El guerrero que vino del mar

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417856014

    ISBN eBook: 9788417813994

    © del texto:

    Joaquín de Carranza Oviedo

    Victoria Molina de Carranza

    © de esta edición:

    Caligrama, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Nota de la autora

    Hay instantes que se nos clavan en el alma y yo tengo uno anquilosado en un sitio muy profundo de mi ser que, pese a estar instalado en un lugar prácticamente inaccesible, vuelve con fuerza de vez en cuando y me recuerda por qué hace ya varios años decidí embarcarme en este proyecto en el que he invertido tantas horas. Y es que mi abuelo, Joaquín de Carranza Oviedo, era profesor de Historia del Arte y un apasionado de la cultura clásica y postclásica precolombina. Hablaba de mayas, toltecas y olmecas con auténtica devoción y dedicó muchísimos años al estudio de sus adelantos en medicina, astronomía y cálculo. Como fruto de este aprendizaje surgió una novela, El guerrero que vino del mar, que terminó con ochenta y cinco años. Él sabía que a mí siempre me ha gustado escribir, por lo que en muchas ocasiones hablábamos del tema. Un día, antes de finiquitarla, incluso me pidió que yo terminase la novela si él, por su avanzada edad, no podía concluirla.

    Mi abuelo quería publicar, pero le costaba dar el paso. Como a todos los Carranza, que nos aterra exponernos, abrirnos en canal, dejar que cualquiera entre y opine. Según mi abuela, que es París y no Carranza: «Parecemos muy seguros, pero tenemos la moral de cristal». Y razón no le falta. Así que mi abuelo envió el manuscrito a un concurso y, al no recibir respuesta, lo dejó en un cajón.

    Una tarde, en una de esas conversaciones, le comenté que había hablado sobre la novela con uno de mis profesores del curso de Producción Audiovisual y que me había pedido que le enviase la obra, porque, según decía: «Es una pena que un libro interesante no vea la luz por unos euros». Entonces, mi abuelo Joaquín, que ya tenía el rostro lleno de arrugas y los ojos empequeñecidos por la edad, se iluminó con el fulgor de los que tienen una gran ilusión interna: sus pupilas se dilataron y sus ojillos se encendieron con una energía radiante, intensa, casi palpable, que me alcanzó de lleno y consiguió prender esa chispa también dentro de mí. Esa imagen, la de sus ojos esperanzados, me ha acompañado desde que hace cinco años mi abuelo falleció y mi abuela me pidió que comenzase a trabajar en la novela para publicarla.

    Al principio fue complicado. La materia prima era maravillosa: el trabajo de documentación era ingente y la historia que se planteaba, enormemente interesante. Contaba con eruditas y extensas descripciones de costumbres y rituales, con numerosos escenarios en diferentes partes del mundo y con personajes de distintas procedencias, culturas y religiones que presentaban, por su idiosincrasia, un relato muy complejo. Era como un bello collar de brillante oro blanco que esperaba guardado en un joyero con su cadena enmarañada, hecha un gurruño. Durante estos cinco años he desenredado cuidadosamente cada uno de los nudos, jugando con los estribos, tirando de los bucles; he añadido nuevos eslabones y he reforzado los ya existentes, intentando que la cadena sea más sólida y robusta; y, día tras día, he sacado brillo al metal con mucha delicadeza hasta alcanzar ese momento mágico en el que surge la forma y puedes deslizar los dedos suavemente por su superficie.

    Ya está hecho. Lo conseguimos.

    El códice

    Lo que sigue a continuación iba a ser una tesis doctoral sobre la cultura maya, pero terminó convirtiéndose en un libro de ficción.

    Mi propósito era estudiar el controvertido tema de la destrucción de códices y obras de arte mayas por los conquistadores españoles, por lo que me desplacé a Madrid y a Sevilla, donde conseguí bastante material que completé con mis estancias en Ciudad de México y en la península de Yucatán. Allí, durante mi tercer viaje, tuve un extraordinario golpe de suerte en una visita a la iglesia de San Miguel Arcángel de Maní, esa que está extrañamente pintada de vivo color rojo. En esta ciudad fue en la que, en 1562, el franciscano Diego de Landa hizo la hazaña, tristemente célebre, de organizar un auto de fe durante el cual se destruyeron cinco mil ídolos mayas y se quemaron muchos y valiosos códices de cientos de años de antigüedad, bajo la acusación de que eran perniciosos para los indios por supersticiosos e idolátricos. Repito las palabras de fraile Diego: «Encontramos un gran número de libros antiguos que no contenían otra cosa que no fueran falsedades y mentiras del demonio, así que los quemamos todos, hecho que lamentaron en grado sumo los indios y les causó gran congoja». Era propósito del bienintencionado sacerdote que en aquella hoguera se destruyera el paganismo de los indígenas porque, según él, los códices representaban falsos dioses y seres diabólicos contrarios al sentido común y a la religión cristiana.

    De este tema hablé con el párroco actual de San Miguel Arcángel y él defendió con entusiasmo la memoria del fraile Diego de Landa, intentando convencerme de que todo lo que se decía contra el buen franciscano era falso, acusaciones exageradas de los anglosajones, prestos siempre a arremeter contra nuestros conquistadores de América. Según el sacerdote, estos enemigos de siempre aseguraban con maldad que habían sido derribadas decenas de templos y destruidas toneladas de libros, pero mentían, según la opinión del párroco, porque, en esta ocasión, solo se habían quemado en Maní veintisiete códices y destruido algunas esculturillas de barro cocido feas y deformes fabricadas en la antigua ciudad de Jaina, que eran semejantes a las que ahora se venden a los turistas y que están huecas y no tienen nada dentro sino paganismo y fantasía. No quise contradecirle, aunque yo sabía que los mayas de entonces estaban convencidos de que, si el chamán hacía bien el encantamiento, los dioses vendrían tras la llamada para ayudar a los dueños de las figurillas de terracota.

    El párroco de San Miguel y yo sabíamos que fray Diego de Landa tenía a su favor el haber sido el escritor contemporáneo que más libros había escrito sobre Yucatán. Entre ellos, un diccionario maya-español sin el cual habría sido imposible traducir las inscripciones de las pirámides, de las estelas y de los pocos códices supervivientes. Sin la colaboración de fraile Diego de Landa, nadie llamaría hoy a los mayas «los griegos de América».

    El párroco, además, me hizo saber algo sorprendente: que, por lo menos, uno de estos códices se conservaba en un poblado de esos que están perdidos en medio de la selva yucateca, custodiado por un anciano chamán que él conocía. Eso me interesó extraordinariamente. Le pedí información sobre el poblado y me dijo que estaba relativamente cerca, entre Cozumel y Mazapán. Me aseguró que, desgraciadamente, los indios de allí no tenían ningún parecido cultural con los que construyeron la espléndida civilización maya.

    El párroco me buscó un guía nativo y yo me puse en camino inmediatamente, pero el pueblo estaba más lejos de lo que decía el párroco y, además, ni siquiera era una aldea, sino media docena de chozas en mitad de la selva. A pesar de llevar guía, tardé más de una semana en encontrar lo que estaba buscando, muy alejado de las rutas turísticas.

    Allí viví unos meses. Hasta hice amistad con el chamán, el cual me curó de la peligrosa picadura de una serpiente de cascabel con extrañas lianas. Era —ha muerto ya— un viejo bondadoso y muy listo que me enseñó muchas cosas y me mostró este extraño códice que, ante mi sorpresa, estaba casi totalmente escrito en árabe antiguo.

    El viejo curandero tenía noticia, por herencia familiar de sus antepasados chamanes, del auto de fe que había tenido lugar en la iglesia de Maní porque, según aseguraban, uno de sus parientes fue testigo. «Pero este códice, afortunadamente, no estaba allí», me dijo. El manuscrito me tenía asombrado. Repito que estaba escrito con signos cúficos árabes, pero era un libro de confección maya de quinientos años antes del descubrimiento de América: el papel estaba hecho con corteza prensada del árbol amate y las hojas se plegaban en forma de biombo, como lo hacían los mayas. En su cubierta se veía en color una representación de Kukulkán, la ‘serpiente con alas’ o Serpiente Emplumada maya, que en el idioma náhuatl se dice Quetzalcóatl y que viene a ser la misma persona; es una especie de héroe legendario, profeta y semidiós salvador de la humanidad.

    —Es como ese Jesucristo en el que creéis los hombres blancos —me explicó el chamán—. Algunos chamanes nuestros piensan que era el mismo Jesucristo que Itzamná nos envió a los mayas para salvarnos, porque ¿no somos todos hijos del mismo Dios? ¿No tenemos derecho los indios justos a subir al cielo, lo mismo que los hombres blancos?

    Lamentablemente, el códice se encontraba en muy mal estado: faltaban hojas o estaban destrozadas por las termitas.

    La mayoría de las hojas que quedaban enteras tenían párrafos ilegibles y muchas estaban enrojecidas con polvo de antimonio, prueba de que el códice había estado durante muchos años en una tumba junto al cadáver de la momia de un personaje de importancia.

    Pasada mi primera decepción, pensé que se podía aprovechar algo de aquel libro y propuse al chamán comprárselo. Después de mucha insistencia por mi parte, accedió, pidiéndome un precio que consideré exagerado. Él se disculpó diciéndome que pensaba repartir los pesos mexicanos entre sus convecinos que estaban pasando mucha hambre con la sequía que llegaba también este año. Eran indios buenos que, por turno, le daban de comer sin recibir nada a cambio y a los que él deseaba corresponder.

    Ya en España comencé a trabajar en mi tesis doctoral con entusiasmo, aunque avanzaba con mucha dificultad por la traducción. Me di cuenta enseguida de que el autor de la historia era un mozárabe nacido en un pueblo de la actual provincia de Málaga, en España, descendiente de hispanorromanos por parte de padre e hijo de una esclava procedente de la Marca Hispánica, es decir, de la actual Cataluña. El autor y protagonista relataba los acontecimientos que tuvieron lugar durante la expedición de un grupo de mayas y toltecas en el siglo

    x

    después de Cristo a través de la península de Yucatán, en México, desde Tula y Teotihuacán hasta la ciudad sagrada de Chichén Itzá.

    A causa de la mala conservación del códice tuve que interpretar frases dudosas e inventar párrafos enteros y así ya no podía ser una tesis doctoral.

    Hago constar que muchas denominaciones antiguas mayas o nahuas se han sustituido por sus correspondientes nombres modernos; algunos se han inventado o se han cambiado por sus equivalentes castellanos. En el original árabe antiguo hay párrafos enteros en latín vulgar y en glifos mayas, por lo que he necesitado la ayuda de especialistas en los tres idiomas, que no cito por petición de ellos mismos, quizá porque no estaban seguros de la exactitud de la traducción, sobre todo en lo referente a los glifos maya, tan difíciles de interpretar. Pido perdón, además, por los cambios y variaciones que se han tenido que hacer para la mejor comprensión de este relato. Seguramente, en manos de otro traductor el resultado habría sido muy distinto, pero yo creo que lo que sucedió pudo ser lo que aquí se cuenta.

    La lucha y la muerte

    Comienzo a escribir este diario por consejo del chamán Ha Chilam Kawak, nombre que, en su idioma, es decir, en maya quiere decir ‘serpiente de huesos blancos’, ‘Vía Láctea’ y, además, ‘relámpago’.

    Estoy en mi querida y, al mismo tiempo, odiada ciudad de Chichén Itzá, una de las más importantes de todas las que hay en la península de Yucatán, territorio poblado por mayas, itzaes, olmecas, toltecas y muchos otros pueblos. Yo me considero maya, aunque haya nacido en un mundo tan distinto.

    En este códice podría haber escrito mis memorias empleando signos del latín vulgar o glifos mayas, pero he preferido hacerlo en árabe porque, al haber nacido en tierras del Califato de Córdoba, domino mejor este idioma. Sus letras tienen una gran belleza y un texto árabe, si está bien dibujado, resulta una obra de arte. Yo disfruto haciéndolo.

    Además, mi profesión hasta cumplir los diecisiete años ha sido la de escribiente, como mi padre, aunque desde un año antes de llegar a este mundo prefiero la carrera de las armas, como mi tío Solimán, que esté con Dios.

    Y escribo este códice pensando en que los mayas aciertan cuando aseguran que, cuando nos llega la muerte, nuestro espíritu es capaz de leer el relato de la vida y así, de alguna manera, puede continuar viviendo para siempre, si es que la tiene contada en un códice enterrado junto a él.

    Sé que nunca volveré a cruzar el mar Tenebroso para regresar a la tierra en donde nací, en el solsticio de invierno, el 21 de diciembre del año 967 después del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Allí vivirán ahora en el año 987, a tan solo trece años del año 1000, fecha en la que los sabios cristianos y los santos padres de la Iglesia aseguran que se acabará el mundo tanto en Oriente como en Occidente.

    Algunos astrónomos mayas, muy superiores a los cordobeses, piensan, sin embargo, que el fin de los tiempos tendrá lugar mucho más tarde, en el lejano siglo xxi, ocasionado por un gran cataclismo semejante a la lluvia de estrellas que cayó hace muchísimo tiempo en el mar oriental de Yucatán, creando todos los cenotes y pozos profundos llenos de agua sagrada que hay alrededor de esta ciudad de Chichén Itzá.

    En mi tierra me llamaba Argar ben Hafsún, una extraña mezcla de nombres hispánicos antiguos y árabes, ya que Hafsún es la arabización de Alfonsa, apellido de Omar ben Hafsún, antepasado mío que estuvo a punto de vencer a Abderramán

    iii

    , el gran califa de Córdoba. Por el contrario, mi nombre, Argar, se debe a un deseo de mi padre, cuyos antepasados eran cristianos procedentes de un pueblo muy antiguo llamado Mariatbayana, situado al sureste de al-Ándalus. Ahora soy maya, pero hasta los diecisiete años fui mozárabe. Y, aunque no sea especialmente religioso, bien sabe Dios que conservé mi religión cristiana pese al sometimiento de los árabes.

    Me parezco a mi madre porque ella descendía de gentes del norte y tenía los cabellos rubios rojizos. He nacido en un pueblo de la Axarquía, región que está al sur de Hispania. Vivía en Medinawadi, un pueblecito al que todavía recuerdo con tristeza.

    Escribo en este códice con una pluma procedente de esa espléndida cola brillante que tiene el pájaro quetzal y debo reconocer que en este papel de amate se puede escribir mejor que en el pergamino que usamos al otro lado del mar, aunque, por su extraño plegado, estos libros sean menos manejables que los nuestros. Sin embargo, se conservan muy bien y los chamanes aseguran que duran para siempre.

    Hace tiempo que debería haber comenzado este relato sobre los sucesos que han tenido lugar en este mundo tan extraño en el que estoy viviendo, pero una serie de acontecimientos no me han dejado tiempo ni tranquilidad para dedicarme a escribir mis recuerdos, que parten de cuando tenía diecisiete años, en marzo del año 985 del Señor.

    Fue entonces cuando una flota de los «hombres del norte» apareció por sorpresa frente a nuestra costa de Medinawadi, que está en el sur de al-Ándalus, atacando con su violencia y crueldad habituales. Para ellos fue un momento muy bien escogido, porque celebrábamos nuestro mercado semanal.

    Con horror, los vimos llegar. No tuvimos tiempo de huir porque venían con viento a favor y se metieron en la playa, tripulando sus rápidas y poderosas embarcaciones empujadas por velas cuadradas y la fuerza de sus remeros que se acercaban a la playa como grandes toros enfurecidos.

    Medinawadi vivía de la pesca y tenía una población muy pequeña, casi toda de origen hispanorromano, bizantino o visigodo, aunque la mayoría había aceptado, por comodidad y para no tener que pagar impuestos, la religión del islam. También había varios muladíes, hebreos y solo unos cuantos mozárabes o cristianos tan fieles a su religión como mi madre y yo, que todavía, después de doscientos cincuenta años, continuábamos asistiendo a misa, por lo que teníamos que pagar parias a los vencedores de los visigodos, que también nos habían invadido antes y que eran peores.

    Yo había residido hasta hacía pocos meses en Córdoba, capital del Califato, una ciudad única en el mundo por su belleza y por el bienestar en el que viven sus habitantes.

    En cambio, Medinawadi era un pueblecito pobre y dejado de la mano de Dios y de Alá. Solo se vivía bien en los días de mercado porque acudían allí compradores y vendedores de los pueblos de alrededor. La guarnición que defendía la aldea a la que yo pertenecía era muy pequeña: estaba alojada en una torre vigía de base redonda sobre una colina cercana al mar. El mando lo ostentaba mi pariente Solimán, con el que yo había venido. Era descendiente de cristianos, igual que yo, sin embargo, tanto él como sus progenitores se habían convertido al islam, como mi padre.

    Nos queríamos mucho. Él me había enseñado muchas cosas, especialmente todo lo referente a la guerra, ya que era un verdadero maestro tanto en el uso de la espada y el hacha como en el tiro con flechas.

    La gente del pueblo no era belicosa, sino muy tranquila. Se dedicaba a la pesca, a la agricultura y a la cría de ganado. También vivíamos de lo que sembrábamos en las tierras de alrededor, que eran bastante fértiles. Un poco lejos, teníamos un viñedo con el cual hacíamos vino de buena calidad.

    Pero lo mejor que teníamos era la pesca. Diariamente, al salir el sol, brillaban sobre la arena multitud de peces sobre las redes abiertas: sardinas con olor a mar, blancas merluzas, pulpos llenos de brazos, rojos salmonetes, pequeños escualos, grandes cangrejos que parecían guerreros de la mar y unos pececillos pequeños pero muy sabrosos, que eran como minúsculas rayas de luz. Yo bajaba muchos días a la playa para contemplar la recogida de las redes. Era una gloria ver a los peces relucir al sol como si acabaran de estar hechos por Dios de metal bruñido sobre la arena oscura, tan distinta a la que tiene la playa de esta otra tierra en la que vivo ahora, que es dorada y de polvo de conchitas y caracoles diminutos. Esta no te quema la planta de los pies cuando la enciende el sol.

    En los días de mercado venía a Medinawadi mucha gente del interior y el pueblo se transformaba de triste en alegre, de pobre en rico y de silencioso en vocinglero. Desde el amanecer de estas jornadas de ferial, mi tío Solimán y yo subíamos a lo más alto de la torre vigía de piedra para ver cómo, desde los valles del interior, llegaban hombres y mujeres guiando mulos y burros con serones llenos de verduras y frutas; muchos lugareños traían gruesos cerdos, enormes bueyes de tiro, robustos caballos, mansas ovejas y vacas de ubres a punto de estallar. Venían familias enteras portando cestas repletas de huevos, sacos de quesos, bolsas de habas, costales de cebollas, jaulas con liebres y perdices, talegos con enormes y crujientes panes dorados recién hechos, quilmas atiborradas de bollos de miel que tanto gustan a los árabes y muchísimas gallinas y ocas que se movían en escandalosas manadas. Solimán decía que eran como regueros de grandes hormigas que penetraban en su agujero arrastrando gruesas y suculentas orugas.

    Fue en uno de estos días cuando los hombres del norte aparecieron como si salieran del fondo del mar, vomitados por las fauces de las olas, surgiendo por sorpresa de entre las negras rocas que hay a un lado de nuestro pequeño puerto. Eran dos navíos ligeros de esos que nosotros llamamos «dragones» por la cabeza que ponen en las proas para infundir terror. Ellos creen también que esas esculturas de bestias fantásticas los protegen de los espíritus malignos. Vistos de frente, aquellos malditos barcos de guerra parecían enormes sables curvos cortando de un tajo el agua del mar y la arena de la orilla.

    La alegría que teníamos dejó paso a la angustia y nuestros convecinos corrieron en todas direcciones cuando surgieron de entre las olas aquellas, por desgracia, tan conocidas velas cuadradas con verticales bandas rojas: las gentes de Medinawadi se confundían ahora con un rebaño de ovejas espantadas cuando irrumpen los lobos en el monte. Al principio, no pensaban en defenderse, solo en escapar lo más lejos posible, pero los de la pequeña guarnición de la torre nos comportamos como unos valientes, a pesar de que éramos tan pocos. Bajamos hacia el pueblo dispuestos a luchar en una contienda desigual con muy pocas perspectivas de éxito, pero esta era nuestra obligación, para algo habíamos venido a Medinawadi. Mi tío Solimán, blandiendo su alfanje, gritó: «¡Alá es grande!». Y nosotros lo repetimos, aunque algunos de sus guerreros fuéramos mozárabes cristianos.

    Mientras bajábamos hacia la playa recordé, de pronto, aquella frase de Yazid ben Mutawiya que yo había copiado tantas veces en el taller de manuscritos de Córdoba en el que trabajaba: «De la furia de los normandos líbranos, Señor». Y, aunque no soy un fervoroso creyente, me encomendé a Nuestro Señor Jesucristo dispuesto a morir matando igual que mis seis compañeros.

    Los hombres del norte no perdían el tiempo, tenían muy bien aprendido lo que tenían que hacer: un grupo, el de los más fuertes y diestros en el combate, solo se preocupaba de luchar de la forma más violenta posible. Los demás se dedicaban a incendiar las chozas y a apoderarse de todo lo que podía serles útil: alimentos, animales vivos e, incluso, mujeres jóvenes. Cuando saltaron a tierra lanzaron una nube de flechas sobre los que intentaban salir de sus casas y chozas, sin importarles que entre ellos hubiera viejos, mujeres y niños.

    Tenían fama de ser muy buenos combatientes y lo eran. Además, estaban muy preparados para la lucha porque su único oficio era combatir y apoderarse de lo ajeno. Llevaban la cabeza cubierta por un reluciente casco cónico y brillantes cotas de malla hasta las rodillas, sobre túnicas cortas de cuero, bajo las que asomaban calzones de tela recia. En los pies, botas de lana espesa y en las manos, escudos de madera o cuero blanco remachados con espirales de hierro, cortas jabalinas arrojadizas y fieras espadas francas, largas y con dos filos terriblemente afilados. Sus arcos eran muy poderosos, sus flechas alcanzaban mucho más que las árabes y sus hachas tenían enormes hojas que, además de ser muy cortantes, pesaban el doble que las nuestras y, por la parte de arriba, terminaban con un largo aguijón. Sus cuchillos eran largos y finos como agujas que atravesaban con toda facilidad la carne y que, además, ellos sabían lanzar desde lejos con gran puntería. Tenían un horrible aspecto: lo que se veía de sus cuerpos estaba lleno de tatuajes que representaban monstruos y animales con las fauces abiertas y agudos colmillos. Sus voces eran semejantes a rugidos de animales feroces. Parecían poseídos por el diablo y atacaban a todo el que intentaba salvar su mercancía, matando a diestro y siniestro y llevándose todo lo que pillaban a sus barcos. Los pocos guerreros de la guarnición cumplimos con nuestro deber. Solimán se desgañitó queriéndonos convencer de que los atacantes eran hombres como nosotros, aunque parecieran demonios. Y con su gumía dio un tajo en el cuello de un gran hombre del norte que se derrumbó como si fuera de barro. Eso nos dio valor a los demás. Yo conseguí dar un hachazo en la cara de otro, que lanzó un alarido que no parecía humano, pero ellos eran muy buenos combatientes. Al poco rato, tres de nuestros compañeros yacían en el suelo, retorciéndose en un charco de sangre.

    Algunos hombres del norte llevaban antorchas encendidas, que tiraron sobre los techos de bálago seco de las chozas, así que los que todavía estaban dentro tuvieron que salir para no morir abrasados.

    Vi a uno que arrastraba a una muchacha que yo conocía y admiraba, aunque nunca me había atrevido a hablar con ella. La cara de la joven era de auténtico pánico y me miraba, con los ojos desencajados, pidiendo auxilio. En los brazos del normando se marcaban placas de músculos que parecían tallados en madera. Era tan alto como yo y mucho más corpulento. Sin embargo, los ojos de la chica me dieron fuerzas para atacar y me abalancé sobre él con fiereza. La joven pudo escapar de las garras del hombre del norte y se abrazó a mí con desesperación. ¡Ojalá lo hubiera hecho en otra ocasión! La pelea continuaba y tuve que empujar a la joven para evitar que el hacha del guerrero nórdico nos partiese por la mitad, pero resbalé y caí al suelo; él cayó sobre mí y, afortunadamente, quedó inmóvil. Cuando pude salir de debajo de su enorme cuerpo, me di cuenta de que la hoja de mi espada sobresalía de su espalda. Me costó gran trabajo sacársela, tuve que ponerle un pie en el pecho y tirar con fuerza mientras que de su horrible boca manaba un reguero de sangre negra. Busqué a la muchacha, pero había desaparecido.

    Sentí una inmensa satisfacción; era mi primer combate y mi segunda víctima, una formidable segunda victoria. Me apoderé del hacha del gigante nórdico y enseguida noté que podía manejarla con facilidad.

    Ataqué con ella a un energúmeno que se llevaba dos ovejas; las soltó y me hizo frente. No llevaba armas, pero con un golpe de su enorme brazo me desarmó. Pensé que estaba peleando con un toro. Me agarró del cuello mientras miraba, extrañado, mi cabello rojizo y mis ojos azules, porque él los tenía igual. No dejaba de apretar y pensé que me iba a matar, cuando, de pronto, se quedó inmóvil, derramando su sangre sobre mí. Me levanté y vi cómo Solimán retiraba del cuerpo de mi enemigo su gumía teñida de rojo, me saludaba y dirigía su arma hacia otro hombre del norte. Yo, en la lucha, me había quedado casi desnudo, con la chilaba desgarrada, hecha jirones.

    —¡Sigue luchando! —me ordenó Solimán.

    La arena estaba llena de charcos de sangre. Vi cómo uno de mis mejores compañeros caía al suelo con una flecha clavada en la garganta; aún no he olvidado su estertor.

    Una vieja quería salvar su cesta de huevos, pero un hachazo le partió el hombro. Una joven con dos flechas clavadas en la espalda corría llevando a un niño pequeño de la mano, casi en volandas. Corría y se moría, arrastrando los pies descalzos mientras pedía auxilio, pero nadie la ayudaba. Yo intenté acercarme para prestarle ayuda, pero la chica cayó de bruces sobre el suelo y ya no se movió más. El niño se quedó a su lado, quieto, como un muñeco de madera, con los ojos muy abiertos mirando cómo temblaban las plumas de las saetas sobre la espalda de la mujer. Cuando ya me separaban pocos metros del niño, un normando sin piedad le cortó la cabeza al muchacho, la cual rodó por el suelo.

    Solimán, ahora desde lejos, me volvió a gritar:

    —¡No son invencibles!, ¡son hombres como nosotros!

    Y es que él acababa de matar a otro de ellos: a sus pies estaba, con un venablo en el pecho.

    Un asno desbocado pasó a mi lado coceando sin control y estuvo a punto de derribarme. Salté sobre los cadáveres de algunos de mis compañeros para no caer.

    Pero ellos también estaban teniendo bajas, porque la gente del pueblo había cobrado valor y se defendía bien, ahora con verdadera rabia. Los perros ladraban y un grupo de ocas alocadas pasó a mi lado.

    Y ocurrió algo asombroso: no sé por qué circunstancia el combate comenzó a cambiar de signo. Ahora ellos eran los que se defendían y es que, no acostumbrados a tanta resistencia, los hombres del norte parecían desconcertados. Algunos tenían sus ropas llenas de sangre.

    Y lo que parecía imposible estaba sucediendo: resistíamos a los invencibles hombres del norte, pero casi todas las chozas estaban ardiendo, incluso la pequeña mezquita que antes era una iglesia cristiana, toda ella de madera. El viejo imán estaba en el tejado rodeado por las llamas y un hombre del norte lo alcanzó con una flecha; su cuerpo rodó por el tejado y cayó a mis pies.

    También se veían en la tierra más cadáveres de hombres del norte y cuerpos de atacantes malheridos; no abandonaban sus armas y llamaban con voz estentórea a sus dioses Thor y Odín para que los recibieran en ese cielo en donde, según dicen, les esperaban unas mujeres llamadas «valquirias».

    Mi tío Solimán continuaba luchando: su gumía golpeaba una vez y otra sobre los cascos enemigos como el martillo de una fragua. Admirado, pero sin dejar de combatir, contemplé cómo enviaba al Walhalla, uno tras otro, a dos hombres del norte. Había varios enemigos muertos a su alrededor y de nuevo me dio ánimos gritándome:

    —¡Argar, estoy orgulloso de ti!

    Así, transcurrió un tiempo imposible de calcular, quizá fueron horas. Los paisanos de Medinawadi continuaban luchando como fieras, armados con palos, cuchillos y herramientas de labor. Y ahora llegaban gentes de los campos de alrededor que habían perdido el miedo y se habían dado cuenta de que sus picos y sus azadones podían decidir el combate.

    Eran muchos y nuestros enemigos empezaron a retirarse. Los guerreros que quedaban iban escoltando a los que transportaban lo robado hacia la cubierta de los dragones, incluso soltaron a las mujeres que se habían llevado al principio para poder llevar a sus barcos más sacos y fardos.

    Precisamente entonces, cuando teníamos tan cerca la victoria, mi pariente Solimán dio un grito que parecía un alarido; me volví hacia él y vi que tenía desgarrado el pecho por un hachazo profundo. Horrorizado, me acerqué. Permanecía inmóvil en el suelo, con un reguero de sangre que iba saliendo de su cuerpo y comprendí que se estaba muriendo. Su oponente, el que había conseguido matarlo, permanecía allí también sin moverse, caído de bruces; el arma de Solimán lo había atravesado completamente: la punta de su gumía era como la cabeza de una serpiente de color rojo.

    No tuve tiempo siquiera para derramar unas lágrimas por la muerte de Solimán porque la lucha continuaba; seguí hiriendo y matando a los que huían hacia los barcos, ahora con aún más furia que antes, enloquecido por tanto horror y por el deseo incontrolable de vengar la muerte de mi tío. Los nuestros me siguieron.

    Vi al herrero del pueblo, un árabe que se decía descendiente del profeta, con una antorcha encendida corriendo hacia los dragones de la orilla. Antes de que lo mataran, consiguió introducir la tea chorreando fuego en una de sus naves, cuya vela comenzó a arder. Los hombres del norte supervivientes, a toda prisa, cargaron lo que pudieron en su otro barco, al que arrastraron hacia el agua.

    Yo, ciego de rabia, conseguí penetrar con otra antorcha en el dragón que intentaba escapar. Y lo pagué muy caro, porque sobre mi cabeza se abatió un remo que me hizo caer al suelo sin sentido.

    La travesía al

    nuevo mundo

    Cuando abrí los ojos, vi que era de noche y me di cuenta de que el segundo dragón de mar había conseguido escapar llevándome consigo y, para mi desgracia, estábamos ya lo suficientemente lejos de la orilla como para que no pudiera volver nadando. Observé, además, que la vela estaba rota, por lo que el dragón de mar se movía sobre el agua a base de los esfuerzos de ocho remeros, los únicos nórdicos ilesos. Algunos atacantes heridos y yo estábamos tendidos en el fondo de la nave. No me habían atado ni me habían matado, por lo que supuse que, por el color de mi pelo y el color de mis ojos, me habían confundido con uno de los suyos.

    La noche se hizo muy oscura porque unas nubes ocultaron la luna llena. Los hombres útiles remaban con todas sus fuerzas, aunque tenían que achicar agua porque el filo de una roca había levantado una de las cuadernas del fondo. Íbamos costeando y así estuvimos casi hasta el amanecer.

    Volvió a salir la luna que, sorprendentemente, frente a nuestra nave, sacó de las sombras a un barco mercante, un dame árabe, que estaba medio oculto entre las rocas.

    Eso pareció ser un golpe de suerte para los normandos, porque nuestro dragón de mar ya amenazaba con hundirse.

    Nos acercamos en silencio al costado del barco mercante, que no parecía tener tripulación. Y, como las nubes habían vuelto a ennegrecer la noche, cinco nórdicos lanzaron un garfio de asalto sobre la borda y por su soga subieron, dejando tres hombres al cuidado de los lesionados, entre los cuales estaba yo, aunque afortunadamente no tenía herida alguna, sino un terrible dolor de cabeza.

    Pero el barco mercante no estaba abandonado, porque, en el momento en el que los cinco hombres del norte alcanzaron la cubierta, se escucharon gritos y, a continuación, el chocar de armas.

    Al poco rato se hizo el silencio. Como los asaltantes no se asomaban por la borda, los tres nórdicos ilesos que permanecían en el dragón de mar treparon por la maroma del garfio para socorrer a sus compañeros y yo me quedé solo con los heridos, que permanecían semiinconscientes sobre la cubierta del barco. El combate en el dame recomenzó hasta que se hizo de nuevo el silencio. Yo esperé un rato que parecía no terminar nunca.

    Nadie se asomaba a la borda de la nave mercante y, después de muchas dudas, me decidí a subir por la gruesa cuerda del garfio de asalto por la que conseguí ascender con dificultad.

    La cubierta estaba repleta de muertos con cuerpos que chorreaban sangre. Al principio, tuve miedo de que, por mi aspecto, me confundiesen con uno de los bárbaros que acaban de atacar el barco. Sin embargo, tras unos minutos de observación, me armé de valor y formulé mi pregunta con el acento más marcado de árabe andalusí que puede entonar:

    —¿No hay nadie vivo?

    No recibí respuesta, pero, al rato, vi una cabeza con turbante enfrente de donde yo estaba que me analizaba minuciosamente. Me preguntó:

    —¿Eres árabe?

    —No, pero soy vecino de Medinawadi.

    —Pero tu apariencia es como la de esos hombres. ¿Te aprisionaron los hombres del norte y no te mataron?

    —Me confundieron con un herido de los suyos. —Ahora asomó otra cabeza. La luz de la luna daba a los dos hombres de pleno en sus rostros, que parecían flotar en las tinieblas mientras sus cuerpos permanecían en la oscuridad. Eran un viejo y un hombre de mediana edad—. Soy mozárabe y cristiano —añadí.

    El del turbante se acercó hacia mí lentamente, sin quitarme el ojo de encima. Llevaba una larga cimitarra en su mano.

    —¿Cómo te llamas?

    —Mi nombre es Argar —respondí.

    —No es un nombre árabe. Y, definitivamente, pareces un hombre del norte. Tienes el pelo rubio rojizo, como los vikingos —receló el hombre del turbante.

    —Soy mozárabe, descendiente de cristianos; por eso, pude pasar desapercibido en el barco enemigo, pero os aseguro que nada tengo que ver con esos bárbaros a los que odio con todas mis fuerzas. Han dejado las calles de mi pueblo regadas de sangre y os juro que eso jamás lo voy a olvidar.

    Aquel hombre siguió observándome durante unos segundos y, de repente, bajó la larga cimitarra y dijo:

    —Yo soy un marino berberisco y devoto de Alá, un magrebí de Yezirat al Magrib; y mi brazo acaba de terminar con el último maldito normando. Compartimos enemigos y eso hace que seas bienvenido en este barco.

    El viejo también salió de su escondite. Era muy grueso y tendría unos sesenta años.

    —Yo soy hebreo y mi nombre es Samuel, el propietario del dame—aclaró—. Y este es mi piloto, Alí.

    El judío hizo un gesto de desaprobación.

    —Estás casi desnudo y eso es pecado —dijo Samuel—. Coge uno de esos caftanes y póntelo. No sé cómo no te da vergüenza.

    Pude encontrar ropa limpia y cambiarla por la poca que me quedaba, cubierta de sangre.

    —Había diez marineros con nosotros —explicó Alí—. Lucharon a mi lado contra esos diablos y matamos a los cinco primeros. De los nuestros quedaron cuatro. Los tres que subieron después acabaron con los marineros que seguían en pie, pero dos de ellos murieron también. Al último lo maté yo. Solo quedamos en el barco Samuel y yo.

    —¡Y mi pobre barco! —gimió el hebreo—. ¡Ni siquiera tiene velas! Los dos palos están rotos. Ya los ves, tendidos sobre cubierta.

    —Nos cogió un temporal —me explicó Alí— y nos metió entre estas puercas rocas.

    —Y los palos se vinieron abajo porque estaban apolillados —completó Samuel—. Y este imbécil no se había dado cuenta.

    —Solo estaban un poco apolillados —contradijo el piloto—. Y te negaste en rotundo cuando te pedí dinero para hacer reparaciones, ¿no lo recuerdas? Una y otra vez me decías: «Arreglaremos todos esos detalles cuando volvamos. Es un dame muy fuerte, me costó muy caro, puede resistir un viaje más», pero el mismo soplo de viento que nos metió entre las rocas era tan fuerte que rompió los palos.

    —No era un viento tan fuerte, pero no quiero seguir discutiendo, estaríamos así hasta la consumación de los siglos. El caso es que mi pobre barco no se puede mover —lamentó el judío—. Le llegó su hora.

    —Efectivamente —asintió el piloto—, nada ni nadie lo sacará de esta maldita trampa. A no ser que traigamos carpinteros de Medinawadi, cosa que pienso hacer mañana mismo.

    —No tengáis esperanzas —les respondí—. El único carpintero de ribera que había en el pueblo murió en el asalto de los hombres del norte.

    —Bueno ¿y qué otra cosa podemos hacer? —dijo Alí—. Es posible que mañana se me ocurra algo. Mientras tanto, tendremos que echar al mar a todos estos muertos. Los nuestros y los suyos. Cuando sea de día comenzarán a apestar lo mismo unos y otros. Ayudadme.

    Así lo hicimos. Rezamos por los nuestros en silencio. Luego tiramos al mar a los nórdicos muertos, pero yo recordé que había algunos heridos enemigos que todavía estaban en el dragón de mar que teníamos junto a nuestro barco.

    Bajamos Alí y yo. A los vikingos heridos les faltaba poco para morir. Seguían tirados, no podían moverse. Nos miraban con recelo, pero sin miedo, con ferocidad y, al mismo tiempo, por señas, nos pedían agua. Sin embargo, antes de que yo interviniera, Alí se orinó sobre cada uno de ellos apuntando cuidadosamente a sus bocas sedientas.

    —Orínate tú también sobre ellos —me dijo.

    —No.

    —Ojalá yo tuviera ganas de cagar. Les daría ese regalo antes de que se murieran. Lo merecen.

    El berberisco les quitó las armas y las tiró al agua, mientras ellos gritaban con desesperación.

    —A ellos los tiraremos por el otro lado del barco para que no estén a su alcance.

    Y cuando lo hicimos, gritaban aún más fuerte, porque, sin sus armas, ya nunca entrarían en su otro mundo tan lleno de hermosas y complacientes valquirias. Ellos ya no las podrían disfrutar.

    Luego, con una polea y una cuerda, subimos a nuestro barco todo lo que pudimos: tenían muchas provisiones, parte de lo que nos habían robado en Medinawadi.

    —¡Qué lástima! —gruñó el piloto—. No pudieron atrapar mujeres.

    Tardamos un par de horas. Había hasta cofres de madera con remaches de metal.

    —Estos hombres del norte roban cosas de valor, no solo comida —dijo Alí—. Medinawadi no era el primer pueblo que atacaban.

    Encontramos en el dragón de mar seis barriles: uno de agua, otro de vino fuerte, otro de cerveza, otro de hidromiel y dos de ese licor que llaman «agua de vida» y que, sin embargo, te mata si bebes demasiado. También hallamos armas, una reluciente cota de malla que yo me apropié, pescado seco que olía a perros muertos, carne seca de jabalí, pescado salado, manzanas y arándanos secos, leche cuajada y varios huatas, que son unos sacos de piel que esa gente maldita usa para dormir.

    Ya arriba, subimos con dificultad por la soga del ancla, que, afortunadamente, se había desclavado del fondo con la pleamar.

    Descansamos un rato. El berberisco tenía en sus manos uno de esos terribles puñales nórdicos de hoja muy estrecha y larga.

    —Ellos llaman a ese cuchillo scramash —me dijo Alí—. Son como navajas de guerra que los hombres del norte aprecian mucho. Están tan afilados que se puede uno afeitar con ellos. Es tuyo. Yo tengo mi cuchillo.

    Estábamos muy cansados. Comimos algo, bebimos mucha cerveza y nos tendimos en cubierta. A mí me costó coger el sueño, mientras que mis dos compañeros roncaban. Unas nubes pequeñas iban pasando con lentitud porque el viento era muy suave. Llegaban cerca de la luna, se iluminaban y después se iban ennegreciendo lentamente.

    Me desperté antes que los demás. Estaba saliendo el sol. Me parecía mayor y más dorado que cuando veía amanecer en tierra. El piloto berberisco me miraba con atención.

    —Qué aspecto más raro tienes —me dijo.

    —¿Te parezco raro?

    —Tienes el pelo rubio rojizo, la piel muy blanca y los ojos azules. Eres exactamente igual que esos desgraciados.

    —Mi madre los tenía así. Me contó que en el país que hay más al norte de donde ella nació, en el reino de los francos, mataban a los niños que tenían el pelo de este color porque creían que el diablo los tenía así. Afortunadamente, yo no he nacido en el país de Carlomagno.

    —Hay muchos infieles, los del norte a veces tienen el pelo rojo y los ojos como tú: azules o verdes —reconoció Alí.

    —Y algunos árabes también. Dicen que el califa de Córdoba tiene el pelo rubio y los ojos como los míos, azules, porque su madre era hija de un rey cristiano —respondí.

    —¿Tu madre era hija de un rey?

    —Claro que no. Mi madre era una esclava cristiana del norte de Hispania. Era una niña cuando la secuestraron en una razzia cordobesa. No sé si era hija de un noble. Mi padre decía que sí. Él jamás le puso la mano encima. Era una mujer hermosa, aunque muy triste. Sé que no estaba a gusto en Córdoba y me hablaba con nostalgia de su norte, que era frío pero muy hermoso, lleno de bosques nevados. Descendía de visigodos.

    —¿De los hombres del norte?

    —No, del norte que está por encima de al-Ándalus. De la Hispania superior, de la que linda con los francos.

    —Por eso tú eres cristiano también, como los francos.

    —Mi madre me crio en esta religión. No soy muy religioso, aunque me gustaría creer firmemente en algo porque es muy triste tener dudas.

    —Haces mal en no una tener una fe profunda —me dijo Alí—. La religión es un gran consuelo para todas las desgracias de la vida. Es también malo no ser un firme creyente, porque cuando te mueres solo ves una puerta negra delante si no tienes religión, aunque sigas a Jesucristo.

    —Sí —intervino Samuel—. Es bueno tener una religión. Y lo mejor de todo es pertenecer al pueblo elegido, porque estás más cerca del Creador.

    —¡Valiente tripulación tiene ahora esta pobre nave! —comentó Alí—. Un judío, un cristiano medio visigodo descendiente de un renegado y un mal seguidor del islam.

    Inspeccioné nuestro barco. Alí me lo iba describiendo con palabras que yo no había oído nunca, pero que días después me fueron familiares.

    El dame tenía dieciocho metros de eslora y casi siete de manga, con sentina bajo cubierta en donde iban los alimentos, el agua potable y los variados artículos con los que comerciaba Samuel. En popa, sobre cubierta, había un pequeño alcázar en el que dormía Samuel. A estribor, hacia la mitad de la nave, había un pequeño horno para cocinar. Todo lo demás estaba destrozado, la tempestad se había cebado con todo lo que no estaba bien sujeto. Faltaba el bote auxiliar, los remos y todos los muebles. Días antes había tenido veinte tripulantes. Tenía antes dos palos, ahora desaparecidos por la furia de los elementos, y velas que eran grandes y cuadradas antes de que se perdieran en el agua. Había sido un buen barco hecho con tablones de madera de teca sin clavos, cosidos con fibras duras y selladas con resina, pero el remo a popa que hacía de timón estaba roto.

    —¿Podrá navegar? —pregunté.

    —Claro que no. Yo me contentaría con que saliera de las rocas, no se hundiera y se dejase empujar por las olas y las corrientes marinas para que pudiéramos llegar a alguna parte. Por lo menos no tiene mucha agua dentro. Las cuadernas resisten porque las habíamos calafateado antes de emprender este maldito viaje a la costa de la Axarquía.

    El sol comenzaba a calentar. Era mediodía, estábamos hambrientos y ninguno de los tres habíamos sido heridos de consideración, solo yo tenía un poco de sangre en la cabeza, algo sin importancia.

    Al anochecer, sacamos de la sentina arenques y un barril de agua y otro de vino. Comimos hasta atiborrar nuestros estómagos y bebimos mucho.

    —Hay que hacer algo —se quejó Samuel, antes de que nos echáramos a dormir—, hay cosas en la bodega que se pudrirán. Tenemos que salir pronto de este agujero.

    —Ahora no se me ocurre nada. Estoy muy cansado, muy borracho y, como hasta mañana no podemos hacer nada, voy a dormir a ver si entre sueños encuentro la solución.

    Samuel y yo lo imitamos. Yo soñé que volvía a Medinawadi, donde sus habitantes estaban celebrando nuestra victoria sobre los hombres del norte. Habían encendido hogueras y los jóvenes bailábamos alrededor del fuego y saltábamos sobre ellas; el que saltaba más alto era mi tío Solimán y yo era el segundo que mejor saltaba. Y después, me llamó aquella muchacha a la que había salvado del gigante nórdico. Me sonreía y me cogió de la mano llevándome a una choza. Sin dejar de sonreír, se desnudó y me tendió los brazos. Yo me sentí muy feliz porque era la primera vez.

    Me desperté sobresaltado. Amanecía. El barco se estaba moviendo.

    —¿Qué pasa? —pregunté.

    Alí me señaló al agua: había un fuerte oleaje.

    —Nos vamos.

    —¿Cómo que nos vamos? —preguntó Samuel.

    Alí señaló ahora a la costa. Las rocas en las que habíamos estado aquella noche casi ya no se veían.

    —Pero ¿adónde vamos?

    —Solo Alá lo sabe. A lo mejor tenemos suerte y el barco se queda atascado en otras malditas rocas. Y puede que otra nave se nos acerque y nos ayude si le damos parte de la carga.

    —Una nave vikinga, por ejemplo —dije.

    —No, maldita sea —gruñó Samuel.

    A lo lejos, las montañas pardas se apoyaban en el mar.

    —Allí está Malaca —dijo Alí, levantando la voz para que pudiéramos oírle con el ruido de las olas.

    —Sí —reconocí—. Las fortificaciones suben como una roja serpiente por la montaña. Estuve una vez en Malaca. Es una ciudad pequeña, solo un poco más grande que Medinawadi, de calles retorcidas que huelen a jazmín.

    —Pero el puerto atufa a pescado podrido —sentenció Alí.

    Había temporal. Todos los barcos estaban ya atracados en el puerto.

    El viento era tan fuerte que nos arrastraba aunque no tuviéramos velas y hacía que los montes se alejasen y se volviesen cada vez más negros. Nosotros intentábamos mantener la calma, pero el fuerte oleaje nos impedía oírnos y acabamos gritándonos.

    —Si continuamos así —dijo Alí—, pronto estaremos pasando por las columnas de Hércules.

    —Pero ¿qué nos empuja? —preguntó, angustiado, Samuel.

    —La mala suerte. Necesitamos calma y la desdicha nos castiga con vientos huracanados —respondió Alí.

    —¡No seas injusto, Alí! Habría sido peor que hubiéramos muerto a manos de los hombres del norte o que nuestro dame estuviera ahora con diez o quince metros de agua encima.

    Todos permanecimos en silencio intentando paliar nuestra angustia. Horas más tarde, Alí nos sorprendió tocando una flauta.

    —¿Estás alegre?

    —No estoy alegre —contestó—. Toco mi flauta cuando no puedo hacer nada. Me encomiendo a Alá y toco. Es una forma de rezar.

    La flauta era de caña, pequeña, con muchos agujeros y una curiosa curva al final. Tocaba muy bien, seguía el compás de las olas. Lo escuché con atención. Al principio, sentí tristeza y, luego, miedo.

    El piloto berberisco nos informó otra vez de la situación: no teníamos ancla ni remos y las velas se habían convertido en jirones sin palos adonde agarrarse. También el timón se había hecho astillas entre las rocas.

    —Será mejor aligerar el barco de lo que no nos sirva —nos dijo el piloto.

    Y echamos al mar los grandes palos rotos y los trozos de vela, porque tan desgarrados estaban que no se podían aprovechar.

    —Todo lo que nos está pasando es por tu culpa —gruñó Samuel—. Estabas borracho cuando nos resguardamos aquí.

    —No estaba borracho. Hice la maniobra deprisa cuando vimos a los hombres del norte entrar en Medinawadi. Y un poco después nos habría cogido el temporal. Además, todo lo tuve que hacer sin velas, solo maniobrando con el timón.

    —Que también se hizo añicos. Tienes mala suerte, nada te sale bien.

    —Tampoco tú me pagas demasiado.

    Para que no siguieran discutiendo, les dije que aquella noche había soñado que volvía a Medinawadi.

    —Nos recibían como héroes —conté—. Y este barco en el que estamos, que en el sueño estaba entero, con vergas y velas, desembarcaba sus mercancías y todas se vendían.

    —Es un estúpido sueño —protestó Alí, señalando el mar vacío que teníamos delante—. Hacia allí vamos, hacia ningún puerto. Nos empujan como quieren el viento y las olas —el piloto seguía quejándose—. Es como si alguien me hubiera echado una maldición en este viaje, todo se está torciendo —dijo—. No es culpa mía. Nunca me ha pasado algo tan horrible.

    También se lamentó el hebreo:

    —Yo era un hombre rico y ahora caen todas las desgracias sobre mí. Voy a perder todo el cargamento y el barco.

    Yo intenté tranquilizarlos:

    —En medio de todo, tenemos más suerte que otros. Estamos vivos.

    —Esperemos que el viento cambie y nos acerque a la costa —dijo Alí.

    —¿Estamos ya muy lejos de tierra? —le pregunté.

    —Ya estamos bastante lejos —me contestó.

    Y el viento no cambió, sino que sopló con más fuerza y siguió así durante los días siguientes. El piloto quiso ahora animarnos:

    —Todo lo que nos tenga que pasar tiene que ser mejor que lo que nos ha pasado —nos dijo—. No debemos desesperarnos, porque todo lo que acontece en el mundo, el pasado, el presente y el porvenir, está escrito allá arriba.

    —Yahvé nos ayudará —dijo Samuel, que tenía los ojos llenos de lágrimas.

    —Hasta ahora no está ayudando —se lamentó el piloto.

    —Tampoco vuestros dioses ayudan —replicó el judío.

    —Pero podemos rezar —dijo el berberisco.

    Nos impresionó lo que hizo entonces. Como si estuviera en una mezquita, se arrodilló sobre cubierta mirando hacia la salida del sol. Terminó por tenderse de bruces. Y así estuvo un largo rato con su cabeza apuntando hacia donde sale el sol y donde está la ciudad de la Meca.

    Y así pasaron unos días sin que viéramos ni tierra ni barcos. Mientras esperábamos que Dios se apiadara de nosotros, el horizonte siempre estaba vacío, como si el mundo estuviera a punto de acabarse.

    Una mañana, Alí se despertó muy animoso.

    —Un ángel se me ha presentado en sueños —explicó—. Y me ha dicho que pronto seremos felices.

    —Según se mire, eso no es ninguna buena noticia —comenté—, porque el ángel no habrá especificado dónde obtendremos la felicidad, si en este mundo o en el otro.

    —El ángel tenía los cabellos rubios y los ojos azules, como tú; y sonreía.

    —¿Y qué te dijo?

    —Que fuéramos fuertes y que Alá nos sometería a una prueba; si la pasábamos victoriosamente, nuestros pecados serían perdonados.

    —No me gusta ese sueño. Seguramente tendríamos que morirnos.

    —Tampoco tenemos donde elegir.

    Pero su ensueño le había vuelto más animoso. Nos dijo que, aunque estuviéramos mucho tiempo navegando, no tendríamos que preocuparnos por la comida.

    —El almacén de cubierta y la bodega —dijo— están llenos de mercancías y alimentos.

    Bajamos a la sentina. Estaba llena de barriles, sacos y arcones. Junto a la bajada había un montón con todo lo que habíamos subido del dragón de mar, incluidos los huatas nórdicos, que eran como chaquetones de piel de morsa. Gran parte de la bodega estaba ocupada con las mercancías de Samuel, pero había más cosas: barriles de agua potable, vino dulce de la Axarquía y aguardiente, recipientes de miel, uvas pasas, almendras con cáscara, arroz, ciruelas secas, habas, tasajo, harina, tocino añejo y queso; mantas, ropa, armas, herramientas, objetos raros y hasta joyas baratas de esas que les gustan a las mujeres del campo.

    —¡Todo eso es de mi propiedad! —protestó el hebreo.

    Alí se echó a reír.

    —Eso es ahora de nosotros tres —afirmó—. En medio del mar las leyes son distintas que en la tierra. Y, en momentos de peligro, manda el piloto, el capitán del barco, que soy yo.

    —Eso es todo mío —insistió Samuel.

    El piloto soltó otra carcajada y dijo:

    —Bueno, también hay otra razón para que eso sea mío: que sé manejar muy bien mi puñal.

    Había sacado de su cinto un cuchillo descomunal. Samuel se puso pálido y no respondió. Desde entonces, comimos lo que se nos apeteció y saboreamos los vinos y demás bebidas como las que habían dejado los hombres del norte. Lo hacíamos en tan gran medida que nos entraba un sueño profundo después de cada comilona.

    —Tú bebes vino y agua de vida —le dije al berberisco— y lo haces más que nosotros, aunque tu religión te lo prohíba.

    —Alá me ha dado permiso —dijo sonriendo—. Estamos en una gran dificultad y los preceptos pueden dejarse a un lado a la espera de tiempos mejores.

    —¿Eso te lo dijo también el ángel? —le pregunté.

    Soltó una risotada y me contestó que no se lo había dicho claramente, aunque se lo había dado a entender.

    Una madrugada nos despertó el viento que soplaba más fuerte, casi huracanado. Pasamos entre dos montañas que aparecieron súbitamente entre brumas, como dos inmensos delfines.

    —Esas cumbres que estamos viendo señalan el punto de encuentro entre el Mare Nostrum y el Gran Océano —nos dijo Alí—. Y es que el dios Hércules de los griegos tenía tanta fuerza que era capaz de separar los continentes con sus manos.

    Días después, vimos de lejos la desembocadura del gran río y algunos barcos cuyos tripulantes no nos vieron a nosotros porque no teníamos velas. Y tampoco divisamos más tierra que un punto lejano que señaló el berberisco. Parecía un poblado de casas blancas, muy pequeño.

    —Eso es, seguramente, Lixus o Larache, maldita sea. Es la costa de África, porque vamos hacia el sur, nos empuja una corriente marina que aquí es muy fuerte. Y lo mismo hacen esos vientos que se llaman «alisios», que se han aliado con las olas.

    —¿Y eso es malo? —pregunté.

    —Sí. ¿Sabes lo que es una corriente marina?

    —Claro que no.

    —Es como un río que va por la superficie del mar. Y esta corriente en concreto atraviesa el mar desde Lixus hacia poniente.

    —¿Hacia qué tierra?

    —Dicen que pasa cerca de las islas Afortunadas.

    —¿Y después?

    El piloto estaba de mal humor. Nos dijo:

    —Ya no hay después. Más allá solo hay agua, no hay ninguna tierra. Como el mundo es plano, al final hay un barranco. Por allí el agua del mar cae en cascada hacia no se sabe dónde. Posiblemente hacia el infierno, el Gehenna.

    Durante varios días, la desesperación aumentó y nos emborrachamos más que de costumbre. Alí no se cansaba de tocar la flauta. Hablábamos poco y rezábamos.

    Una mañana en que la cubierta estaba muy húmeda por el rocío nocturno, yo había bebido demasiado y tuve la mala suerte de resbalar y caer al agua. Afortunadamente, sé nadar y el mar se había puesto tranquilo, pero me iba separando demasiado del barco y los demás no estaban conmigo. Grité desaforadamente sin que nadie pareciera oírme. Con horror, pensé que rozaba mis piernas la cola de un gran pez. Había oído al piloto berberisco hablar de tiburones. Podía ser uno, así que me tendí muy estirado, haciendo el muerto de modo que ni mis piernas ni mis brazos se movieran. Grité de nuevo y entonces, por fin, vi la cabeza de Alí asomada a la borda.

    Fue listo. Buscó una cuerda, la ató al barco y, agarrando un extremo, se tiró al agua y

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