Cuarenta vasos de vodka
Por Rogelio Riverón
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Cuarenta vasos de vodka - Rogelio Riverón
Reseña del autor y la obra
ROGELIO RIVERÓN (Placetas, Cuba, 1964). Narrador, poeta, crítico, editor y periodista. Ha merecido, entre otros, el premio UNEAC de cuento en 1998 y en 2000; el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar en 2007 y en 2020, así como el Premio de Novela Italo Calvino en 2008. Es autor de Buenos días, Zenón (Ediciones Unión, La Habana, 1999); Otras versiones del miedo (Ediciones Unión, La Habana, 2001); Mi mujer manchada de rojo (Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2005); Lonely People (Ediciones Cubanas, La Habana, 2013); Pelos en el jabón (Capiro, Santa Clara, 2017), todos en el género de cuento, así como de las novelas Llena eres de gracia (Letras Cubanas, La Habana, 2003, 2004; El Mar y la Montaña, Guantánamo, 2019); Bailar contigo el último cuplé (Ediciones Unión, La Habana, 2008; Lectorum, México, 2009; Oriente, Santiago de Cuba, 2015; D´McPherson, Ciudad de Panamá, 2022) y El tigre y la mansedumbre (Verbum, Madrid, 2013; Letras Cubanas, La Habana, 2014, 2022).
Narrador contumaz, de estilo punteado por la ironía y el arrojo, Rogelio Riverón despliega en estos cuentos otro arsenal de situaciones, estados, circunstancias, vínculos estrafalarios e imágenes que no desdeñan ni lo sublime, ni lo cursi, para construir una realidad controvertida y seductora. Cuarenta vasos de vodka —dice la leyenda urbana— consumió el soberbio baterista John Bonham antes de desplomarse mortalmente en septiembre de 1980. Busque el lector el fin de esta alusión en el presente volumen, donde la tendencia al lirismo contrasta con la inclemencia que se permite el autor en el manejo de más de un pasaje. Un certero dominio de los diálogos se combina aquí con un sentido de universalidad no menos irónico, y que encuadra la cultura, la historia en su concepto más politizado, la geografía e incluso la paranoia.
Para Aracelis Carralero, Virgen de la Resurrección
Enfermé. Un descuido. Hoy comí borsh rojo con carne. En el caldo nadaban pequeños discos dorados (de grasa). 3 platos. 3 libras de pan blanco en un día. Pepinos con poca sal. Cuando estuve saciado preparé un té. Con azúcar, me bebí 4 vasos. Me dio sueño. Me acosté en el diván y me dormí…
Soñé que yo era Liev Tolstói en Yasnaya Poliana. Y que estaba casado con Sofia Andreievna. Me encontraba arriba, en mi despacho. Debía escribir. Pero no sabía qué. Y la gente se asomaba a decirme:
—Tenga la bondad de venir a almorzar.
Pero me daba miedo bajar. Todo alocadamente. Me sentía en medio de un gran malentendido. Pues no fui yo quien escribió La guerra y la paz. Pero allí estaba, sentado en el despacho. Y la mismísima Sofia Andreievna subió las escaleras de madera y me dijo:
—Ve. Hay comida vegetariana.
Y de pronto me enojé.
—¡Qué! ¿Vegetariana? ¡Que manden por carne! Montones de carne. Una copa de vodka.
Ella se echó a llorar y vi aparecer a un fanfarrón con una barba purpúrea cuidada, que me dijo en tono de reproche:
—¿Vodka? Ay, ay, ay. ¿Qué le pasa, Liev Ivánovich?
—¿Liev Ivánovich de qué? ¡Nicoláevich! ¡Fuera de mi casa! ¡Ni un fanfarrón más!
¡Qué escándalo se formó!
Desperté enfermo y desecho. Oscurecía. Al otro lado de la pared tocaban un acordeón.
Me acerqué al espejo. ¡Qué rostro! La barba purpúrea. Los pómulos pálidos, los párpados enrojecidos. Pero eso no era nada. En cambio, los ojos… No estaban nada bien. Otra vez con aquel brillo…
Mijaíl bulgákov
«De cómo se debe comer»
Prosa autobiográfica temprana
Polvo gris sobre los párpados
Un personaje de Naguib Mahfouz llega a La Habana en el vuelo de Turkish Airlines. Había escapado de El Cairo tres meses antes y dando tumbos fue a parar a Estambul, donde pudo conseguir trabajo como botones en un hotel llamado El Nido de la Gaviota, en la zona antigua. Era una casa de tres pisos, con cuatro habitaciones por nivel, carente de elevador, de manera que el hombre — flaco, de mirada procelosa y de palabra estricta — debía cargar los equipajes por una escalera encogida y mal iluminada, que lo obligaba a un esfuerzo accesorio. Al principio se sintió seguro, lejos de donde, presumiblemente, cometiera el crimen que lo envió al éxo do. Toleraba en silencio el exceso de trabajo, sabiendo que otra cosa no c orre spondía a un inmigrante si n papeles.
Una tarde lo llamaron de la recepción. Se encontró frente a una pareja que reclamaba un cuarto con terraza y así solo los había en el tercer piso. El recepcionista concluyó los trámites y se dirigió a los nuevos huéspedes. Él los acompañará, dijo y les deseó una buena estancia. Traían dos maletas grandes, por lo que tuvo que subirlas por turnos. En realidad, el caballero le dijo que se ocuparía de la suya, que subiera únicamente la de su amiga, pero él se negó. Solo cuando concluyó el penoso izaje de las maletas reparó en los rasgos de la pareja: ella era rubia, joven, fea; el hombre estaba rapado, esbozaba un aire de nobleza y debía pasar de los sesenta años. Él se despidió formalmente, pero la rubia le indicó que aguardara y abrió la puerta de la terraza. Salió y se puso a mirar hacia abajo, a las casas cercanas y después a la calle, como quien estudia policialmente el entorno. Regresó a la habitación y le tendió tres monedas de 1 euro cada una, acuñadas en España. Esa noche el fugitivo se durmió temprano y, próximo el amanecer, soñó con un hombre que halaba una maleta hacia la cima de una montaña. Hacía frío y estaba oscuro, pero era mediodía. A punto de coronar la cima, el hombre comprendió que ya no tiraba de una maleta, sino de una estatua que tenía sus mismos rasgos.
Por la mañana el patrón le indicó que debía recoger el desayuno y subirlo a la habitación de la pareja. Fue a la cocina, donde le dieron un portador de madera cubierto por un paño. Según el relieve marcado en la tela, adivinó que llevaba dos croissants, dos raciones de té en los consabidos vasos cortos y panzudos de Estambul, y una azucarera. Llamó dos veces antes de que le abrieran. Lo recibió la rubia, metida en un batón de felpa como quien acaba de tomar una ducha de agua hirviente. Póngalo aquí, por favor, le dijo cortésmente y se hizo a un lado. Al inclinarse para dejar el portador sobre la mesilla indicada, él vio al hombre rapado todavía en la cama. Estaba cubierto con un edredón hasta el pecho y tenía las manos tendidas hacia atrás, en una posición un tanto estrafalaria. Bajando las escaleras acabó de comprender lo que sucedía: el hombre estaba esposado a la cabecera.
Espantado, llegó al vestíbulo y salió a la calle. El empleado de la carpeta le había dicho algo, una nueva indicación probablemente, pero él no se volvió. Antes de perderse por una callejuela de piedra miró de soslayo a la terraza del tercer piso, pero no distinguió nada raro. Unas cuadras más allá, frente al Hipódromo de Constantinopla, subió al tranvía de madera de tiempos de Atatürk, un residuo más turístico que patrimonial, donde se trasladó hasta cerca de la calle Istiklal. Allí entró a una oficina de Turkish Airlines y, después de algunos cálculos, compró un pasaje para La Habana.
Naguib Mahfouz se refiere a sus personajes como a individuos que buscan empecinadamente el futuro; esto es que reniegan de la vida consumida, pues no han visto más que disgustos y privaciones. Objetivamente, puntualiza, es la vida la que los ha consumido a ellos y añade que esos personajes se caracterizan además por una melancolía freática y una faraónica ausencia de remordimiento.¹ Pero Naguib Mahfouz, acusado de hereje por radicales islámicos, lleva más de una década de muerto en el instante en que su personaje —llamémoslo Ali Zayn para proteger su identidad— toca suelo cubano a bordo de un Boeing 777 de Turkish Airlines. ¿Quiere esto decir que Ali Zayn ha logrado emanciparse por vía de la extinción del genio, o que, incluso en contra de su albedrío está destinado a garantizarle a su magister, esto es, a Naguib Mahfouz un fragmento de posteridad? Tal vez ambas facetas de la alternativa carezcan de importancia. Tal vez averiguarlo encierre para él un daño letal. De momento lo esencial es transfigurarse, pasar inadvertido; en una palabra: vivir.
De lo poco que sabe sobre La Habana, extrae algunos datos ventajosos. Abundan los negocios pequeños y mal controlados y la gente no ejerce el sentido de la sospecha con la regularidad que sí se nota, por ejemplo, en Túnez o en Bagdad. Ladino, gobernando apenas el temor, se acerca a unos correligionarios que cursan el tercer año de medicina y conoce por ellos de un lugar donde se contrata a extranjeros. Está situado en Lawton, frente a un parque con una palma real y un monolito dedicado a las madres cubanas. Cuando por fin se decide, es recibido por una anciana diligente y muy pulcra, que se permite sin embargo un tonillo ordinario con sus empleados. Se le conoce por Lucy The Head. Ali Zayn acepta sus términos y ella se justifica, sin que le falte ironía: La visa se te vence en unos días y eso es un problema. No sé cómo te las vas a arreglar ni me incumbe, pero en esas condiciones no puedo pagarte más. Él la mira confundido y la anciana remata: El riesgo también se tasa, tú lo sabes ¿no? Él lo sabe. Viene de Estambul, donde también fue indocumentado. Asiente y queda contratado como responsable de mantenimiento y además como maletero y auxiliar de compras. A la anciana le queda una precisión: está obligado a instalarse en el propio hostal. Le garantiza un cuarto pasando el patio del fondo. Estrecho, pero libre de costo. La