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El Cadáver del Amor
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Libro electrónico224 páginas4 horas

El Cadáver del Amor

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El Cadáver del Amor es una novela de género thriller policiaco, neo-noir y drama que relata la vida de Erik Mur, un fotógrafo forense fanático de la arqueología. Erik pasa su tiempo libre buscando personas desaparecidas, entre ellas, a su esposa Mariangela, quien desapareció sin dejar rastro dos años atrás. Junto a dos detectives de homicidios, investiga una serie de asesinatos relacionados con rituales indígenas. Todas las víctimas son mujeres y en cada escena del crimen, encuentra nuevas pistas que lo conducen a un asesino diferente, razón por la cual creen estar siguiendo a una fraternidad de asesinos en serie.
El libro hace parte de la serie NATIVOS. Le siguen los títulos El Ritual del Amor y Las Cenizas del Amor, que completan la trilogía: «Los Crímenes del Amor».
A la serie la terminan los libros: Las Ruinas de Todos Tus Sueños, Un Sendero Hacia El Dorado, La Ciudad de Oro y Al Final del Viaje.

IdiomaEspañol
Editorialrayuela1980
Fecha de lanzamiento5 ago 2016
ISBN9781370146956
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    El Cadáver del Amor - rayuela1980

    LA LIBÉLULA DORADA

    Marcela Venegas vivía por instantes, sólo para caer en el completo olvido y el vacío infinito de tiempo de una parte de su existencia. Pensaba en lo que había hecho, tras pasar una vida de banalidades, enemistades y odio. Antes de que todo empezara, una parte de ella estaba muerta y reducida a cenizas. Sabía que todo terminaba cayendo en el olvido, incluso las leyendas de su natal Nueva Colombia. Especulaba que las cosas del cuerpo eran como un río, las cosas del alma como un sueño de vapor, la vida una guerra y la historia de un hombre después de la muerte, una fábula en el olvido.

    Después de cada agotadora jornada de trabajo, acostumbraba a limpiar su sexo con una toalla húmeda de Aloe vera. Esa tarde sacó siete toallas del mediano paquete y las humedeció de alcohol antiséptico. Limpió alrededor de su sexo, subió el panty para cubrir su vagina y observó sus enormes senos repletos de silicona; entre ellos y colgando del cuello, reposaba un delicado collar de oro con un dije en forma de libélula. Tocó su bello insecto orfebre y deslizó sus dedos por las pequeñas alas mientras sus ojos y su mente luchaban para no recordar momentos de un pasado tempestuoso.

    Había un gran silencio en el baño, se miró en el espejo contenidamente y sintió nauseas. Abrió la llave de un lavamanos blanco y bañó su cara con agua. Volvió su mirada en el espejo, tomó una toalla que colgaba de la pared y secó su rostro. Miró de nuevo el espejo y procuró dominar las lágrimas.

    Era bella, poseedora de un rostro tierno y fino decorado con algunas pecas abrillantadas. De ojos áureos, cuerpo blanco y pulcro, marcado con algunas cicatrices y un lunar familiar en el cuello en forma de ave. Tenía tatuado un tribal de flores exóticas alrededor del brazo izquierdo y una orquídea purpura bien sombreada en la parte superior del muslo, cerca de la ingle. Su cabello era ondulado entre rojizo y dorado, su cintura curvilínea hacia buen juego con las formas de su perfecto abdomen. Su trasero redondo, similar a dos copos de helado y sus senos grandes y apetitosos como una sandía partida por la mitad, hacían babear a cualquiera que la observara. Sus ojos eran inexpresables y en el espejo se podía ver su alma.

    Sus pensamientos se bloquearon al escuchar la ronca y fastidiosa voz de un obeso español que la esperaba desnudo encima de la cama de un puticlub madrileño.

    —¡Vamos guapa! que todavía me quedan ganas ¿Una pajilla rusa? ¿Qué dices?

    Salió del baño y observó al europeo fumar un cigarro puro en la enorme cama. Encendió un Lucky Strike sin filtro con un zippo plateado y lo aspiró con ansiedad mientras escuchaba el sonido de las calles y los autos que la transitaban.

    Pasaba la noche y miraba el arrugado y pequeño pito del español que sonreía creyendo ser apuesto. El europeo poseía bigote vicentino y dientes amarillos. Su flácido pene olía a requesón podrido y la única forma de apaciguar el olor era impregnar el entorno con el humo del cigarrillo. Volteó su mirada a un fajo de billetes de alta denominación en euros y trató de calmar su decepción. Observó en silencio el humo que flotaba en el denso aire de la sombría habitación iluminada por una suave luz rojiza y blanca. El español seguía hablando y ella ensordecía su consciencia mientras se acercaba a la ventana para observar la solitaria calle. Era de noche, llovía, el cielo lloraba sobre la ciudad de Madrid. Su rostro y el exterior eran nostalgia y se identificaba a través de la ventana. Así se sentía ella, una frágil libélula que aleteaba abatida al borde del precipicio.

    UN DESCUBRIMIENTO ASOMBROSO

    Después del acto sexual, una hermosa y delgada mujer lo miraba en silencio mientras él hablaba.

    —La vida del hombre es una simple duración, un punto en el tiempo, el sonido breve de la tecla de un piano —expresó Erik Mur mientras fumaba un cigarrillo sin filtro en la ventana de su habitación y observaba las ventanas de otros edificios de Distrito Capital. La acompañante de esa noche era una adicta a los deportes extremos y a las crónicas rojas. Ella lo observaba desnuda desde la cama y trataba de indagar en sus pensamientos.

    Martina García era reportera, presentadora, y ex pareja sentimental de Erik. Sabía que aquel hombre de fortuna moderada y fama eventual, era un artista que no podía sentirse pleno con su vida y que ninguna mujer llenaba el vacío que recaía en su alma. Él en cambio, estaba seguro que su contenido era una corriente de distancia, la composición de su cuerpo propensa a la descomposición, su alma un vórtice y que sí existió una mujer que complementaba su espíritu.

    Erik era un moderado alcohólico en potencia. Bebía tragos de una botellita de vodka para acompañar sus instantes de melancolía. Le gustaba pasar horas frente a su computadora portátil investigando temas de antropología y arqueología y rastreando noticias de Personas Desaparecidas. Cada noche cuando lo acobijaba el cansancio y no estaba con ninguna de sus amantes, apagaba una lámpara que iluminaba su escritorio y se detenía en el fondo de pantalla del ordenador personal. En la imagen se encontraba él y su esposa Mariangela Duarte, polémica reportera de la cadena televisiva Máskara TV y osada corresponsal de Reporteros Sin Fronteras.

    «En la fotografía, la mujer abrazaba a Erik y él, acariciaba con una de sus manos el hombro de ella. La hermosa joven sostenía un vaso de cóctel con la otra mano y él tenía en su mano izquierda una cerveza y un cigarrillo sin filtro. La imagen de ellos se apreciaba en un plano medio largo hermoso: al fondo, el azul brillante del mar y encima, el blanco y majestuoso cielo. Estaban frente a unas rocas. La brisa golpeaba con delicadeza sus esbeltos cuerpos y las olas, traían para ellos el inmenso mar. Erik tenía puesto una camiseta del Parque Natural Tayrona y un sombrero pesquero de color verde oliva. Su barba pronunciada lo hacía ver viejo pero mantenía la forma. Se observaba alto, atlético, bien parecido, de piel durazno, nariz aguileña y poseía una pequeña cicatriz abierta en la frente. Su cabello era de color castaño oscuro y sus ojos marrón oscuro. Mariangela portaba un vestido blanco sencillo ceñido al cuerpo decorado con círculos y líneas negras. Llevaba un collar isleño y abalorios que llegaban hasta la abertura de su pecho. Era protuberante y hermosamente bella. Llevaba el cabello negro suelto sujetado hacía atrás por una pañoleta blanca estilo pirata y era poseedora de un rostro exótico. Sus ojos tenían el color de dos cuerpos celestes que brillaban en la noche. De labios carnosos, rojizos y perfectos que eran decorados por dos huequitos en las mejillas que gesticulaba cuando trataba de sonreír. Sus senos eran grandes y firmes, de perfil y porte muy parecido al de las modelos italianas de los noventas.» Erik y su esposa se apreciaban felices en la fotografía y aunque eso lo invadía de nostalgia y desolación, siempre recordaba con agrado el rostro de Mariangela.

    Antes de dormir, bebía un sorbo de vodka y encendía un cigarrillo con un zippo dorado a la vez que escuchaba el sonido de la ciudad. Fumaba pensativo mientras se acercaba a la ventana de la sala y observaba los brillantes edificios de Distrito Capital. Desde su ventana observaba la luz de otras ventanas y pensaba que había dos razones para que otros hombres estuvieran asomados a esa hora. Una era el sexo y la otra, la soledad.

    Cuando volteaba su mirada en la sala que era decorada por un enorme piano de cola, cuadros surrealistas, pinturas cubistas y fotografías abstractas, su alma se confundía. Casi siempre llovía y echaba un último vistazo a la panorámica de la ciudad que se nublaba con su memoria cuando apagaba el cigarrillo.

    «Mariangela era el amor, la ilusión, el miedo, la ansiedad y el ángel guardián de Erik. Sin ella sus noches eran lentas. Reinaba en su alma y sus recuerdos como una mariposa negra que se alborotada por el ruido de la conformidad. Sus vidas eran impredecibles, colmadas de intriga y misterio.»

    Erik leía bastante para imaginar y sentirse vivo. En cada lectura cuestionaba temas como el amor, la amistad, la existencia y la muerte. Estaba acostumbrado a tomar baños con hielo para recuperarse de los golpes que le dejaban sus contiendas deportivas de artes marciales mixtas y para reponerse de los golpes anímicos que le daba la vida. En principio era un hombre algo hierático, solitario y cínico que se las sabía casi todas en su profesión. Un ser impertérrito, a quien nada (creía él) intimidaba fácilmente. Un humano con virtudes y defectos, torturado por las circunstancias que rodeaban la desaparición de su esposa. El crimen de Mariangela según Erik, no fue desaparecer, fue fingir que lo amaba mientras convivieron juntos.

    Antes de conocerla, él no era capaz de comprometerse con ninguna mujer y se percibía artificial cuando intentaba expresar emociones. Gustaba del arte de enredarse con la mayor cantidad de mujeres posible y compensaba la falta de inspiración para explorar, capturar y componer fotografías con la primera mujer que veía encima. Siempre anheló una relación significativa, monógama y saludable, y estaba seguro que la tenía con Mariangela, pero la verdad era que en el oscuro y profundo silencio de su consciencia considerada, donde solo existía él y él, la verdad absoluta residía en que Erik lo quería todo. Quería una esposa fiel y bondadosa que se ocupara de él y quería hacerle el amor a todo lo demás que trajera falta corta y licras ceñidas al cuerpo. Mujeres con senos pequeños o grandes, de bocas jugosas, nalgas firmes, piernas tonificadas, ojos verdes, azules o marrones y de perfiles exóticos. Era un enamoradizo fotógrafo de éxito con debilidad por el alcohol y las mujeres hermosas. Y aunque toda esa debilidad aún dominaba su personalidad, seguía enamorado de su esposa.

    Erik tenía talento suficiente y relativa prosperidad para continuar sus actividades, sabía que debía dejar de destruirse a sí mismo a través de la bebida y bajaba la dosis diaria a dos tragos por nostalgia.

    Cada noche en su habitación, abría los ojos y alzaba la mirada perdida hacía la ventana de su cuarto, un lugar claro-oscuro iluminado tenuemente por una pequeña luz azul que entraba de la calle. Casi nunca podía conciliar el sueño y bebía un trago más de lo acordado. Esa noche encendió la lámpara que reposaba en su mesa de noche y miró el reloj que marcaba las 12:59 a.m. Prendió el interruptor de la luz principal y tocó su rostro pensativo. Siempre dormía con una camiseta negra manga larga y un pantalón con franjas negras y grises que hacía las veces de pijama. En la camiseta tenía estampado el dibujo de un héroe temerario vestido de rojo y un símbolo de dos des sobre su pecho. Sobre el diseño se observaba un par de ojos oscurecidos y un texto dentro de una viñeta: «Soy un cadáver viviente, resucito con cada sexo, solo puedo ver el amor bajo la lluvia y a través de tus ojos.»

    Aunque era un hombre atormentado emocionalmente, su mirada siempre se mantenía severa cuando observaba su habitación. La ventana estaba decorada por una cortina azul oscura que traía dibujado un dragón sobre un castillo medieval y a su cama doble la abrigaba un cubre lecho negro con gris. Al cuarto lo atrezaban varias fotografías de él y Mariangela y algunas pinturas en óleo: un cuadro sobre una antigua leyenda Azteca «Iztaccíhuatl y Popocatépetl» obra heredada por generaciones a través de la familia del padre de Erik. De las paredes laterales colgaba una libélula de colores sobre un cielo oscuro; un arlequín medieval de colores rojo, verde y negro. Encima de la cama, reposaba una pintura de un guerrero güecha empalado cerca de una laguna, la cual era rodeada por una tribu del pueblo muisca. Ese cuadro de leyendas indígenas, se lo habían obsequiado a Mariangela; Erik no tenía la menor idea de su historia y olvidaba investigar su significado. Ponía más atención a dos katanas samuráis (una con empuñadura blanca y la otra negra) que colgaban de una de las paredes contiguas, las cuales fueron el obsequio de bodas por parte de su amigo Felipe Twenty, un osado paracaidista que vivía al límite, con un estilo de vida basado en la adrenalina y con una forma de vivir poco convencional, aunque muy interesante. «En la adolescencia, Erik fue cautivado por la forma de pensar de Felipe quien trabajaba como guía turístico para poder financiar su estilo de vida, yendo de un lugar del mundo a otro año tras año en busca de saltos BASE y emociones fuertes.»

    Cuando se sentía triste, prendía su equipo mini componente con un pequeño control remoto y escuchaba alguna canción de Tristania. La instrumental y las melodías del grupo de metal gótico ambientaban su solitario habitad y así se mantenía equilibrado.

    Encima de la mesa de noche, habitaba un cenicero antiguo de formas indígenas con cenizas de tabaco, un portarretratos de él y Mariangela en Villa de Leiva y su teléfono iPhone. Dentro del cajón siempre residían objetos comunes: una libreta de apuntes, un bolígrafo negro, un lápiz, una grabadora digital de voz, tarjetas de presentación, fotografías de varios viejos amigos, dos publicaciones de Reader´s Digest y National Geographic y una pistola Walther PPK a la cual prestaba atención detenidamente antes de acostarse. En el suelo y sobre el tapete, reposaban varios libros de Bukowski, Blake, Dostoievski, Wilde, Baudelaire, Rimbaud, Sade, Vargas Vila y Medina. Revistas Comics de Iron Man, Batman, Blade, Spawn y Daredevil. Tales of Suspense No. 39 era su favorita. Cada noche de viernes, tomaba la historieta y se perdía en los cuentos de suspenso y en la primera aventura de Tony Stark como Iron Man. Su armadura era gris y más pesada que la dorada y roja de ahora. Contenía un soporte de vida para el corazón lastimado de Stark y Erik se identificaba con el Superhéroe.

    El reloj ya marcaba la 1:07 a.m. Bajó la historieta para posarla junto a la almohada, observó una de las fotografías dentro de la mesa de noche y se detuvo en la foto de una vieja amiga. Esa noche era misteriosa, mientras admiraba la imagen de Marcela Venegas, escuchó el ring tone grunge del iPhone celular, lo miró y observó en el identificador de llamadas el nombre «Cruz.»

    — ¿Qué pasa? —preguntó con mirada impasible.

    Cuando escuchó la gruesa voz de su amigo, bajó el volumen del mini componente y quitó la mirada de la fotografía. Tomó su libreta de apuntes, un lápiz y escribió algo en el papel.

    — Voy para allá —aseguró rápidamente y se levantó de la cama.

    De un enorme estuche de guitarra antiguo que reposaba debajo de su cama, sacó una cámara fotográfica digital Canon 5D, un maletín de cuero mediano y un carné con insignia policial. El distintivo llevaba marcados varios textos que informaban el oficio de su profesión: «Erik Mur / Fotógrafo Forense / UPJ / Policía Judicial.» Empacó sus pertenencias de trabajo, se vistió rápidamente con un pantalón de dril negro estilo camuflado, una camisa oscura, guantes, gabán de cuero, botas estilo SWAT y salió de la habitación.

    Se aproximó en su automóvil a un frío y críptico barrio de la localidad de Bosa, al sur de Distrito Capital. Observó la oscura y mojada calle cerca de una construcción con máquinas retroexcavadoras, frenó su Renault Logan negro y se miró en el espejo retrovisor. Observó a un hombre sombrío, de barba rasurada, rostro pálido y ojos fríos. Todo lo que anhelaba de este mundo era miserable y corrupto. La muerte para él era deseable, ya que ponía fin a todos sus deseos y el anhelo utópico de encontrar a su desaparecida esposa.

    Escuchó voces a lo lejos que se mezclaban con los ruidos de vías aledañas. Bajó del auto, observó varias camionetas Ssanyong Rexton negras y automóviles de la Policía Metropolitana. Se acercó a una cinta balizar que traía un aviso de «No Pase Policía Judicial», letrero que encerraba el perímetro de una excavación enigmática. Varios agentes uniformados con chaquetas de la POLICÍA y detectives de la UPJ (Unidad Especial de

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