Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci
Por Sigmund Freud
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Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci - Sigmund Freud
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Capítulo 1
Cuando la investigación psicoanalítica –que suele trabajar con un frágil material humano– se aproxima a una de las grandes figuras de la humanidad, no lo hace con el objetivo que los aficionados a menudo le atribuyen. No se propone oscurecer lo luminoso y arrastrar por el polvo lo elevado
, ni encuentra satisfacción alguna en aminorar la distancia entre la perfección del gran hombre y la insuficiencia de los típicos objetos humanos. Al contrario, intenta descubrir todo lo bueno que estos modelos arquetípicos pueden mostrar, y opina que nadie es tan grande como para avergonzarse al ser sometido a las leyes que rigen con el mismo rigor la conducta normal y la conducta patológica.
Leonardo da Vinci (1452-1519) ya era admirado por sus contemporáneos como uno de los hombres más destacados del Renacimiento italiano; aunque a ellos también les parecía tan enigmático como a nosotros hoy. Fue un genio multidisciplinario cuyos límites sólo podemos sospechar, nunca dejar fijos, y ejerció la más intensa influencia sobre la pintura de su época. Recién en la actualidad se ha llegado a reconocer la grandeza del investigador y del técnico asociada con sus dotes como artista. Aunque nos ha legado obras maestras de la pintura, sus descubrimientos científicos permanecieron inéditos y sin aplicación. Su desarrollo como investigador influyó constantemente en su despliegue artístico, perjudicándolo muchas veces y terminando por ahogarlo. Vasari refiere que en su lecho de muerte Leonardo expresó su remordimiento por haber ofendido a Dios y a los hombres al no haber cumplido su misión en el arte. Y aunque este relato de Vasari no es del todo verosímil tanto exterior como interiormente, y pertenece al campo de la leyenda que ya en aquellos tiempos comenzó a tejerse en torno al enigmático maestro, constituye, sin embargo, un valioso testimonio a propósito de la consideración que sobre él tenían los hombres de la época.
¿Qué factor en la personalidad de Leonardo escapaba a la comprensión de sus contemporáneos? Por supuesto, no fue la multiplicidad de sus habilidades y conocimientos que le permitieron presentarse en la corte de Ludovico Sforza, apodado el Moro, duque de Milán, tañendo un instrumento de música recién fabricado por él, o escribir aquella carta asombrosa en la que se gloriaba de sus inventos como arquitecto e ingeniero militar. La reunión de múltiples aptitudes en una sola persona era común en la época del Renacimiento, y el propio Leonardo fue uno de los ejemplos más brillantes. Tampoco pertenecía al tipo de hombres geniales que –habiendo sido poco favorecidos exteriormente por la Naturaleza– niegan valor a las formas exteriores de la vida, caen en un profundo pesimismo y rehúyen al trato social.
Al contrario, Leonardo era esbelto y proporcionado, tenía un rostro muy bello y una fuerza física nada común; era encantador en su trato, elocuente, alegre y amable con todos. Le gustaba rodearse de cosas bellas, usaba magníficos trajes y estimaba todos los refinamientos de la vida. A propósito de su actitud hacia el disfrute, en un párrafo de su Tratado sobre la pintura
compara este arte con los demás y describe el esfuerzo del trabajo del escultor: El escultor trabaja con el rostro embadurnado en el polvillo del mármol, lo que le da todo el aspecto de un panadero. Sus vestidos se cubren de blancos trocitos de mármol como si hubiera nevado sobre sus espaldas, y toda su casa está llena de polvo y piedras. En cambio, el pintor aparece bien vestido y cómodamente sentado ante su obra, manejando el ligero pincel con los colores más alegres. Y su casa, llena de bellas pinturas, resplandece de limpieza. Con frecuencia lo acompañan músicos o lectores que recrean su espíritu, y ni el golpear del martillo ni ningún otro ruido estorba sus placeres
.
Es muy posible que esta idea de un Leonardo radiante de alegría, entregado gozosamente al placer de vivir, pueda identificarse exclusivamente con el primer período de su vida. En épocas posteriores, cuando el derrocamiento de Ludovico Moro lo obligó a salir de Milán, –su campo de acción– y abandonar su posición segura en dicha ciudad para llevar una vida un poco nómada escasa en éxitos exteriores, hasta refugiarse en Francia, su último asilo, puede que se haya ensombrecido su ánimo y se acentuara algún rasgo extravagante de su ser. El giro paulatino por el cual fue dejando su arte para interesarse solamente por las investigaciones científicas contribuyó a profundizar el abismo que lo separaba de sus contemporáneos. Los experimentos con los que, según ellos, perdía lamentablemente el tiempo que hubiera podido emplear pintando los cuadros que le encargaban y enriquecerse como el Perugino, su antiguo condiscípulo, eran considerados como los juegos de un loco, e incluso lo hicieron sospechoso de dedicarse a la magia negra. En este sentido, nosotros lo comprendemos mejor, pues por sus dibujos y notas sabemos qué artes ejercía.
En una época en la que la autoridad de la Iglesia comenzaba a ser sustituida por la de la Antigüedad y en la que no se conocía aún la investigación exenta de prejuicios, Leonardo fue el precursor de Bacon y de Copérnico, un digno rival, y tenía que quedar aislado, por lo tanto, de sus contemporáneos. Cuando diseccionaba cadáveres de hombres o de caballos, construía aparatos para volar o estudiaba la nutrición de las plantas y su reacción hacia ciertos venenos, se apartaba considerablemente de los comentadores de Aristóteles y se acercaba a los despreciados alquimistas, en cuyos laboratorios la investigación experimental encontró refugio durante aquellos tiempos adversos. Consecuencia de todo esto fue que Leonardo llegó a tomar de mala gana los pinceles, dejar inconclusas en su mayor parte las pocas obras pictóricas que emprendía y a no preocuparse demasiado por el destino final de sus obras. Justamente esto le reprochaban sus contemporáneos, para ellos Leonardo era siempre un enigma.
Los admiradores posteriores de Leonardo intentaron defenderlo de las acusaciones de inconstancia alegando que se trata de una característica general de los grandes artistas. Hasta Miguel Ángel, trabajador activo e infatigable, dejó inconclusas muchas de sus obras, y sería, sin embargo, injusto tildarlo de inconstante. Por otra parte, muchos de los cuadros de Leonardo no están tan inconclusos como él mismo consideraba, pues lo que él veía como insatisfactorio era para el profano una