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Murciatown
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Libro electrónico113 páginas1 hora

Murciatown

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Michel Rincón es el nombre del protagonista de esta novela: un camionero que acaba de ser despedido de su trabajo y que no encuentra mejor manera de ganarse la vida que comenzar a trapichear con cocaína en la noche murciana. Pero no en locales de prestigio ni en discotecas o afters, sino en los lugares que mejor conoce: los clubs de carretera, entre toda la variopinta fauna a ellos asociada.
Narrada de una manera concisa, tajante, desnuda —exenta, por supuesto, de todo moralismo—, "Murciatown", además de un magnífico friso de todos los que se mueven alrededor del polvo blanco, desde grandes a minúsculos traficantes, desde los adictos más enteros a los más tirados, es también la crónica del descenso, paso a paso, raya a raya, del protagonista a los infiernos. Con un verismo sobrecogedor, Javier Puebla nos describe el recorrido de quién, seguro de que «controla», cuando se detiene y mira a su alrededor se da cuenta de que está al fondo de un callejón sin salida, para escapar del cual sólo le queda recurrir a la solución extrema.
Contundente, lúcida, rápida, desesperada en muchos tramos como la situación de su protagonista, en "Murciatown" encontrará el lector, a veces en el mismo párrafo, el interés más salvaje y deshumanizado de quienes quieren aprovecharse del camionero metido a camello, y la ternura de quienes, como su amigo el periodista Tigre Manjatan, tratan de advertirle de la ruina que, si no reacciona, acabará con él.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 abr 2015
ISBN9788494321221
Murciatown
Autor

Javier Puebla

Javier Puebla (1958) es escritor, periodista y profesor de escritura creativa. Licenciado en Derecho y Diplomado Comercial del Estado (en excedencia), fue Jefe de la Oficina Comercial de la Embajada de España en Senegal de 1995 a 1999. Ha vivido en Dakar, Murcia, Nueva York, Barcelona, Londres y Madrid. Es Director Literario de la revista Cambio16. Colabora como articulista en Cuadernos para el Diálogo, Cambio16 y La Opinión (Murcia), y firma reportajes variados en diversos rotativos nacionales. Desde el 2004 es responsable y diseñador del prestigioso taller literario 3ESTACIONES y la editorial HAZ MILAGROS, vinculada al mismo. También dirige cine y ha sido realizador de televisión. Ha recibido numerosos premios: en el año 2004 fue finalista del Premio Nadal con la novela "Sonríe Delgado", en el 2008 obtuvo el Premio Internacional de Novela Luis Berenguer por "La inutilidad de un beso", en el 2009 ganó el V Certamen Vicente Presa con su poemario "El gigante y el enano" y en 2010 recibió el XIX Premio Cultura Viva en su modalidad de Narrativa por el conjunto de su obra. Ha publicado además los siguientes libros: "Aullidos de Anti-Realidad" (1978), "Adela Tenía Una Mariposa (gris) En Cada Ojo" (1979), "Aquel Anciano Pájaro" (novela, 1980), "Quien Nunca Ha Matado" (relatos, 1982, con el antónimo de Federico Sueño), "Murciatown" (novela, 1997) "Blanco y Negra" (17 relatos y una novela, 2005) y "Tigre Manjatan" (novela, 2008).

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    Murciatown - Javier Puebla

    (Una novela negra de narices blancas)

    Javier Puebla

    1ª Edición Digital

    Mayo 2015

    Smashwords edition

    © Javier Puebla 1994, 2015

    © de esta edición:

    Literaturas Com Libros

    Erres Proyectos Digitales, S.L.U.

    Avenida de Menéndez Pelayo 85

    28007 Madrid

    http://lclibros.com

    ISBN: 978-84-943212-2-1

    Diseño de la cubierta: Benjamín Escalonilla

    Smashwords Edition, License Notes

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    Índice

    Copyright

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    Sobre el autor

    Sobre la editorial

    1

    El deteriorado limpiaparabrisas del camión apenas era capaz de echar a un lado las gotas de agua que iban acumulándose sobre el cristal. Michel Rincón maldijo al mal tiempo en voz alta. Los neumáticos tampoco estaban en muy buen estado. Corría el peligro de derrapar en cualquier momento. Echó un vistazo al chico que dormitaba a su lado: aún no había cumplido los veinte años pero llevaba ya al menos cinco rodando. Era su compañero de trabajo, quien debía sustituirlo cuando estaba cansado; algo que no sucedía jamás.

    Michel se aproximó al volante. Dos horas antes, rodeado por el agobiante confort de su hogar, había añorado la soledad del camión, la siempre interesante sensación de viaje. Estaba harto de su mujer. Años atrás había estado realmente enamorado. Pero se había convertido en una bruja gordinflona y maloliente. Con la cantidad de mujeres atractivas que había en el mundo era de idiotas quedarse anclado a una, soportar su deterioro. Bueno, no importaba, ahora estaba solo, bien lejos de ella.

    Habían dejado Murcia —Murciatown, como la llamaba su joven compañero de viaje— una hora y media antes. Aún quedaban al menos seis de camino antes de llegar a Granada. Nada de correr, se lo habían repetido mil veces. No era cosa de llamar la atención de la policía con el cargamento que llevaba: dos toneladas de carne ilegalmente sacrificada en un matadero clandestino. El resto del cargamento era legal, con todos los permisos y sellos de sanidad necesarios; para disimular.

    Consultó su reloj digital, un regalo de su mujer: iban bien de tiempo. Podrían detenerse un rato en uno de los burdeles que había en la provincia de Almería. Al Nano, su compañero, las putas no le gustaban gran cosa. Pero a él sí. Lástima que fueran tan caras. Te ponías por encima de los dos mil duros en cuanto te entusiasmabas un poco. Lo que pasaba era que le pagaban una miseria, a pesar del riesgo que conllevaba el trabajo. Veinticinco mil pelas por transporte. Y nunca había más de doce al mes. Y encima luego estaba lo del dinero negro. Esta vez se llevaría un buen pico. Aunque en el fondo le daba igual. Ya estaba acostumbrado. Además, no creía demasiado en la pesada y aburrida legalidad.

    El Nano continuó durmiendo, con el desordenado pelo rubio cayéndole sobre la frente, hasta que llegaron al burdel.

    —Vamos, chico, despierta. Es hora de tocarle el culo a una puta.

    —¿Ya hemos llegado? ¿adónde?

    —Al paraíso. Anda, ponte la chaqueta que fuera hará frío.

    Se tomó dos cuba-libres, uno detrás de otro. Había una portorriqueña bastante graciosa. Miró al Nano, indeciso.

    —No jodas, Michel. Son las cuatro de la mañana y paso de quedarme aquí esperándote una hora. A la vuelta paramos otra vez. Te lo prometo.

    Michel se resignó, o fingió hacerlo; porque el Nano ya no pudo dormir ni un segundo más, y se pasó el resto del camino oyéndose llamar mariquita, poco hombre y otras lindezas. Así en el camino de regreso no se andaría con tantos remilgos.

    El viaje de vuelta fue mucho más placentero para Michel. Tenía un montón de dinero en el bolsillo. Dinero negro. Cuatro millones. Y aunque no era suyo le daba sensación de poderío llevarlo encima. Se paró en tres bares a tomar copas. Un poco de alcohol siempre ayuda a alegrar la oscuridad de la noche. Cuando llegó la hora de elegir un burdel no le permitió al Nano hacerse el remolón.

    —Vamos, chaval, no seas mariquita, que te invito.

    Las dominicanas habían sido uno de los grandes logros de la apertura de fronteras en el comercio internacional: no había española que las igualase en la cama.

    Cuando salieron de La Mala Sombra, así se llamaba el puticlub, ambos estaban de un excelente humor.

    —Me parece que has bebido demasiado —dijo el Nano—. Sería mejor que me dejases conducir a mí.

    —Estás loco, muñeco. Mi camión lo llevo yo. Tendría que estar muriéndome para dejarlo en tus manos. Además, solo han sido un par de copas.

    —En total llevas siete.

    —Bah ¿y eso qué es?

    A Michel no le parecía que el alcohol pudiese tener nada que ver con sus facultades como conductor. Había nacido con un volante pegado a los dientes; podía llevar cualquier vehículo con los ojos cerrados. Claro que no contó con que aparecería un camión, aún mayor que el suyo, atravesado en mitad de la autovía, al entrar en la provincia de Murcia. Quizás iba un poco deprisa. Quizás los frenos no estaban en tan buen estado como debieran. El caso es que no pudo hacer nada para evitar el golpe.

    —¡Cuidado, chico, agárrate!

    El chico se intentó agarrar, pero las cosas sucedieron demasiado deprisa. Un golpe sordo, la sacudida brutal e inacabable, cristales rotos...

    —Vamos, chico, despierta ¿qué te pasa?

    Se había golpeado la nuca contra la puerta. Nada que hacer. Estaba muerto.

    —¡Maldita sea!

    Michel se inspeccionó a sí mismo. Él seguía vivo. Le dolían las piernas pero seguía vivo. Pensó en que no debía desmayarse. Llevaba mucho dinero encima. Aunque eso era lo de menos. Pobre chaval, la había palmado por su culpa. Por su puta culpa. El otro camionero apareció enseguida, con cara de terror. Michel quiso decir algo pero no le salían más palabras de la boca. Transcurrió un siglo, o un segundo, hasta que llegó la policía de carretera. En cualquier caso una eternidad para compartirla con el cadáver de un chico de menos de veinte años,

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