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Wayfarer
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Libro electrónico396 páginas5 horas

Wayfarer

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Sube. Arranca. No mires atrás.

«Somos dos náufragas aferradas a la misma tabla.»

Esa tabla es Emma, que amaneció asesinada cerca de MacArthur Park; las náufragas, Ava y Kay Kavanaugh.

Quien lo afirma es Ava, una starlet que supo retirarse del porno antes de que fuera demasiado tarde.

Kay es Wayfarer: una profesional que se dedica a recuperar coches y, en ocasiones, también a personas. Su oficina es un Datsun 240Z. O cualquier motel de Los Ángeles.

Las dos amaron a Emma. Ninguna de las dos supo batallar lo suficiente por ella. Ahora, cada una se compromete con la justicia a su manera.

Hace tiempo que las consecuencias dejaron de importar. No así todos esos cuerpos que fueron quedando atrás...

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 may 2018
ISBN9788417426675
Wayfarer
Autor

Noel M. Cando

Noel Martínez Cando (Barcelona, 1983). Con una temprana vocación por el dibujo y la literatura, se formó en la Academia Tárrega de Pintura y se graduó en Conservación y Restauración de Bienes Culturales y en Lengua y Literatura Españolas; obtuvo dos másteres: uno en Investigación Literaria y otro en Formación del Profesorado. Con veinticuatro años se afincó en Ibiza, donde abrió una galería de arte. Además de como galerista, ha trabajado como restaurador privado de libros y pintura y ejerce como profesor de Lengua y Literatura. Actualmente, se doctora con una tesis sobre los personajes femeninos en la novela negra. La plataforma social y literaria Megustaescribir de Penguin Random House Grupo Editorial ha popularizado algunos de sus trabajos inéditos de diverso género literario, y lo da a conocer como el ganador en seis categorías de la Primera edición de los Premios MGE, entre las cuales se cuentan la de Mejor Autor y Mejor Obra: Wayfarer.

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    Wayfarer - Noel M. Cando

    Wayfarercubiertav31.pdf_1400.jpg

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    Wayfarer

    Primera edición: mayo 2018

    ISBN: 9788417382476

    ISBN eBook: 9788417426675

    © del texto:

    Noel M. Cando

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A Sonia,

    por todo

    Inflamable

    I’ve been a lonely girl

    But I’m ready for the world

    I been a heart for hire

    And my love’s on the funeral pyre

    —«Hungry Ghost»

    Hurray for the Riff Raff.

    Todavía te encantaba fumar en las gasolineras por la mañana. A mí me gustó la ironía del nombre.

    Las Santas: ¡Ambiente familiar!

    El eslogan es más viejo que Dios, dijiste por teléfono. Y era cierto.

    Nos encontramos allí; quizás aún fuera en Tijuana. Parecía el culo del mundo.

    Un tío murmuró: Esa güera no pertenece a la parroquia típica del lugar. El comentario fue fino, pero tú te acabaste la colilla. Es un sitio pequeño, no hay mucho que mirar, dijiste. Te darán las gracias al menos, reí. Se harán pajas un año entero, me soltaste. La verdad, nunca perteneciste a la parroquia típica de ningún lugar y solías atraer las miradas, aunque pocas veces atrajiste alguna buena y todo ello siempre te importó más bien una mierda.

    Apreciamos otras cosas. Por ejemplo, que Las Santas tenía el tamaño de un remolque (palabras tuyas) y que olía a gasolina, tequila, sudor y comida de carretera (palabras mías); sonreíste: Hubo una época en que olores así significaron la libertad absoluta. Hablabas de ti. Te acordaste de aquellos letreros que viste una vez junto al camino, no sé hacia dónde; rezaban:

    Los

    autoestopistas pueden ser fugados o locos peligrosos

    ; recordaste que West pensaba que todos lo somos. Nunca conocí a West, pero por tu culpa llegó a caerme bien.

    Durante un rato, nos parecimos a aquellos ventiladores; dimos vueltas y paleamos el aire espeso. Lo mismo que si acabáramos de conocernos, nada más lejos. Mientras, un televisor cascado resolvía el silencio de la mayoría y las moscas no paraban: se abatían sobre el mostrador y contra el vidrio templado de las ventanas, querían escapar del sol que martillaba ahí afuera y querían respirar el aire que les faltaba aquí dentro. Muy propio de ti, eso también, pararte pensar en voz alta: Fíjate, no saben qué coño quieren y tampoco pueden ver el cristal con el que se dan una y otra vez. Esa soy yo, me dije; como las moscas, tampoco tenía un plan y en mi vida fui capaz de ver el cristal antes de estrellarme.

    Aquella tarde en la tele reponían una americana: Duel. La pillamos a partes, pero la peli se mezcló contigo y conmigo. Fue inevitable. En un momento, el camión cisterna arrasaba con la cabina telefónica y David Mann salía dando bandazos. En la tele desesperaba el Plymouth Valiant de Mann; en la tarde a fuego lento, un Ford Mustang del 67. Yo sabía que no era tuyo y que las llaves te quemaban el bolsillo del vaquero; L. A. todavía era algo más que un mal recuerdo. Te sentabas en el borde de la silla; igual que David Mann, tenías prisa. A diferencia de David Mann, (como tú misma solías decir) no profesabas inocencia. Pero antes de seguir jugando a equivocar las direcciones, te propuse acabarnos otro par de rondas, o a lo mejor fueron más de dos, aunque la cerveza estuviera más caliente que la salsa de chile y apenas tuviera gas, aunque no tuviéramos sed, y ni falta que hacía.

    Mírate, me dijiste. Míranos, respondí, supongo que somos como las malas hierbas. Reímos. Pero hay algo que he aprendido, contestaste, las malas hierbas solo lo son cuando no están en su lugar. Si bien yo no tengo tu intuición, me di cuenta: la mochila de lona sobre la silla, la chupa de tío todavía puesta (y una fusca en el cajón de la guantera) y los dedos tan inquietos como tu culo, arrugando ese billete nuevo, y tu espalda tensándose hacia delante, (parecías un enorme signo de interrogación); pensé: Katherine Kavanaugh, eso es lo que tú habrías llamado asociación, eso es lo que la gente del cine llamaría subtexto; y no te dije nada, pensé: Por una vez, no compliques más las cosas.

    Acabamos juntando los trozos de una historia dispersa y los de todos los cuerpos que dejamos atrás. Cuando nos dimos cuenta, estábamos de cerveza hasta el pecho y de tequila hasta las cejas. Supe tarde de tus vaivenes con la bebida; lo dejaste claro, estabas de vuelta. Lo de las malas hierbas y todo eso. Acabamos brindando por mis antiguas tetas de silicona y juré que todavía guardaba uno de los implantes, que se lo había pedido al cirujano de recuerdo, y me dijiste estás mejor sin ellas y te dije aquí estoy y es gracias a ellas. Y acabamos, creo. Eso fue lo último que hicimos.

    Bueno, casi lo último; la resaca de la mañana posterior fue monumental, no te encontré por el motel que ni recordaba que habíamos alquilado por una noche y tampoco vi el Mustang en el aparcamiento. Yo casi no podía levantarme, apenas soportaba mi propia existencia, pero tú ya debías de estar lejos.

    En fin, siempre fuiste la más dura de todas.

    Y tierna a tu manera. Tuviste el detallazo de pagar la cuenta y de llevarte mis bragas a la lavandería; eso sí, no me dejaste una nota, ni siquiera de despedida. La ironía y cerrar los asuntos con un círculo son dos temas que todavía se te dan de mil amores.

    Más tarde recordé las moscas que rebotaban de cabeza contra el cristal. Después de todo, tal vez, te referías a ti.

    De vuelta aquella mañana al garito de Las Santas, me preguntaron: ¿Dónde está la güerita de ayer? Y yo me reí. Me reí a gusto y me acordé de las pajas. Solo se me ocurrió una respuesta, aunque enseguida me di cuenta de que aquella contestación era solo para mí.

    —La güerita de ayer no ha dejado de pensar en su propio camión inflamable y no parece que, cientos y cientos de millas y cabinas arrasadas más tarde, vaya a dejar de hacerlo.

    Heroína

    The light pours out of me,

    It jerks out of me,

    like blood

    in this still life

    —«The Light Pours Out of Me»

    Magazin.

    1

    Era un apartamento de lujo. Iluminación en rosa y negro. De lejos, el negro tapaba lo que no era tan de lujo. Hola, dijo. Pensó: he ahí a Barba Azul. En un colchón con quemaduras de cigarro. En el suelo de la habitación.

    He ahí a Barba Azul en la piel de su lago quieto y oscuro.

    No fueron la puerta ni los pasos; se fundieron con los tubos de escape esquina con Cahuenga; fue este hola al llegar con la luz lo que agitó la piel del lago. Barba Azul se movió / Barba Azul sonrió.

    —¿Shonda?

    —No soy Shonda.

    —Pero eres rubia… como una cerilla. ¿No nos conocemos de algo?

    —No creo.

    El amanecer apremiaba. Los ruidos desde el zaguán, la posibilidad de que apareciera otra persona, exigían acción, imponían premura. Los ojos de Barba Azul hicieron ajustes; ella se puso no en la piel sino en los ojos de Barba Azul: la rubia del hola acababa de abrir en dos este mundo antes reducido a sombras; la rubia del lacónico no soy Shonda era un fósforo, ras. Barba Azul no se dio cuenta: la rubia del no creo calzaba guantes; no pudo saber si alguna de estas rubias había sido sincera.

    He aquí tres, dos, una rubia. Se impulsó a través del dormitorio. Bajo esa luz sudorosa florecían las heces, la comida aún en sus envases, los insectos en los charcos.

    Olió vómito y alcohol. Olió perfume y sangre.

    Contuvo las arcadas. Se dijo: Barba Azul es peor que un toxicómano, Barba Azul es un niño mimado. Barba Azul tenía un Apellido de los que se reciben como un boleto de lotería premiado al nacer, de los que se heredan como la escopeta de un padre. Igual de bueno. Igual de peligroso.

    Y he aquí la razón, por esto había llegado hasta él (aunque Barba Azul fuera Guy y Guy fuera cuanto tenía: dinero, influencias, privilegios): Guy tuvo un exceso de confianza, Guy no tuvo cuidado.

    Por lo que ella sabía, para Guy siempre fue fácil llevarse bien con todo el mundo, el mundo siempre procuró llevarse bien con él. Estaba claro. Guy pudo tenerlo todo y todo nunca le bastó. A tomar por culo; dinero, influencias, privilegios y aun su puto Apellido tampoco bastarían ahora.

    Pensó mientras se impulsaba.

    Pensó en aquel coche de marca alemana que aparcaba en un extremo del asfalto, esquina con Cahuenga, pensó en la abreviatura G. W. de la matrícula, pensó que desde Pasadena hasta Long Beach conocían bien ese coche, esa matrícula y los asientos mojados de semen, sangre y mierda, y que nadie quiso saber nada sobre sus idas y sacudidas, nadie salvo una chica llamada Emma; pensó en lo que había perdido por el camino hasta este basurero de lujo, pensó en los días, en el sueño, la sobriedad, la fe en sí misma, pero sobre todo pensó en Emma: ella la impulsaba.

    Atravesó el rosa, atravesó el negro, se acuclilló. Guy se acurrucaba en su futón estilo yonqui junto a la jeringuilla y el jaco de alto octanaje.

    Dejó entrever dos ojivas, un zarandeo arrogante, y no le importó; los ojos del opiómano rodaron, obvio: las tetas jugaban a su favor. Hola, Príncipe Azul, ni puto caso de los guantes.

    Sin lugar para las vacilaciones. Una vez más, lo tuvo presente, no había que olvidarlo: ella sabía, pero las pruebas o no existían o eran inaccesibles para ella, y desestimarían lo único que lograra, los testimonios, por inválidos, por insuficientes, por no ser lo bastante vinculantes, y sobre todo porque Guy —porque su familia— compraba, untaba, chantajeaba (mataba) y nunca permitiría que le jodieran la fiesta, porque qué coño importaba que de vez en cuando al muchacho se le fuera la mano, y aun que se le fuera mucho, demasiado, con las chicas. Las chicas a las que pillaba camino de Guylandia. Las chicas a las que subía a su carroza encantada. Las chicas que intentaban romper el hechizo / levantársela por un puñado de pavos o por un papel protagonista a lo mejor o directamente por miedo. Las chicas que nunca pudieron.

    —Pongamos que me llamo H.

    Se oyó a sí misma, llevaba un buen pedal. Transpiraba alcohol por los dos costados.

    Guy crepitó:

    —H, muy bien… Diría que te conozco… No importa. H es bonito. H, escucha, ¿me echarías un cable? Shonda no está. Hace demasiado que no vuelve. Podemos, no sé…, compartir. Hay de sobra… ¿Qué te parece? ¿Eh, H?

    H ya lo sabía: Hay de sobra para colocar al vecindario entero; pensó: Hay de sobra para reventar a un elefante; H dijo: Vale; y se dijo que también sabía lo que tenía que hacer y que poseía la determinación para hacerlo.

    La determinación había sido una botella de mezcal. Se la había empujado en ayunas. El mezcal le había parecido bastante dudoso y ella iba todavía con el cerebro a medio escurrir, pero no vacilaba; el mezcal había hecho los balances necesarios entre la ira y el miedo, entre el miedo y el dolor.

    Así que no más miedo; acción, premura. No más ira ni dolor; hechos. Podía volver / aparecer / pillarla alguien en cualquier momento.

    Cocinó el pinchazo con el mechero en el seno de una cuchara quemada, fundió el grano, lo licuó como nieve líquida y turbia y lo filtró a través del algodón hidrófilo; le valió una cualquiera entre la módica cantidad de hipodérmicas que allí había.

    Guy apartó los ojos y H se dijo: aquí tienes al Príncipe Azul drogata, demasiado cobarde para inyectarse él solito, aun para mirar cómo le dan el chute.

    Le costó: la aguja era larga, pero el brazo, un amasijo de venas colapsadas.

    La jeringa se le resbaló dos veces, solo a la tercera halló carne en profundidad suficiente y entonces decidió descender a por la arteria; hacía tiempo que las venas se habían pegado al hueso como nudos de cartílago.

    Cuando empujó el embolo, Guy exhaló un suspiro.

    Cuando soltó el torniquete, Guy sonrió.

    H dejó que la jeringuilla se llenaaara con una nube de sangre y que Guy se llenaaara con una tormenta de mieeerda.

    H volvió a inyectar y bombeó.

    Lo hizo con amor, lo hizo con ternura. No estaba pensando en él.

    —H de eres la Hostia de buena…, como los hángeles —dijo Guy.

    H extrajo la aguja poco a poco. Descendió un chorretón desde la sangradura, describió un meandro perezoso y se acumuló en la muñeca.

    —Hablando de ángeles —dijo H—. ¿Te acuerdas de Emma?

    —¿Debería?

    H dejó caer la hipodérmica. Tragó saliva.

    —Supongo que ahora mismo ni siquiera sabes de quién te hablo.

    Guy era goma blanda después del beso de la jeringuilla.

    —Si era una chica maaala, seguro que la conocí.

    —Chicas malas hay muchas, pero Emma era dulce y callada. De esas no encuentras en todas las esquinas.

    Guy tosió.

    —¿Emma? Ah sí… Emma. Esa Emma… Mierda, mierda.

    H se mordió el labio hasta sangrar. Dijo:

    —Te lo pasaste en grande con ella. Demasiado bien. Ella contigo no tanto.

    H tiró de los pantalones de Guy; lo dejó en gayumbos, luego en nada. La rubia del contigo no tanto desplegó la porra extensible; no más filosofía, estaba cansada. Sin embargo, el arma en su mano resultó tan ligera como el pan ázimo; la sostuvo con fuerza, y, aunque creyó que sí, tampoco le falló la voz.

    —Utilizaste una como esta. Por eso te la he traído. Llevabas una igual cuando detuviste el coche delante de Lagonda’s y la hiciste subir. Al acabar…, te la dejaste dentro de ella, en un callejón a diez manzanas de su esquina.

    La boca de Guy quiso hablar, a saber para qué; nada valdría mentir, suplicar, reconocer, pretextar; H conocía los hechos y enarbolaba la porra.

    —Perdona que no traiga lazo, pero enseguida te la voy a empaquetar.

    Las arterias de Guy hicieron aguas.

    Mira, lo ves: la tensión superficial se rompe, viene el dolor, viene la oscuridad y los dos son definitivos de cojones.

    Más tarde, H se diría: No he sido cruel, qué va, solo exacta, veraz sin tregua; conocía los detalles, solo tuve que extrapolarlos.

    El sol se arqueó por la ventana. Fue duro como nunca.

    Encendió un cigarrillo.

    Claro que lo de Guy hubiera podido ser cuestión de dejar que corrieran el tiempo y el caballo, aunque eso no habría sido suficiente.

    No lo habría sido porque, en lo que le quedara de vida, Guy hubiera hecho amanecer a otras Emmas en otros callejones, en otros solares, en otras cunetas.

    No lo habría sido porque a Emma la habían enterrado con un paripé burocrático porque una puta menos no importaba, porque importaba el Apellido de un hombre, porque llevar a ese hombre ante un tribunal tenía un coste mayor de lo que, al parecer, valía una puta, o dos, o tres, que es más o menos lo que vale el tapacubos oxidado de una rueda.

    No lo habría sido porque ella misma sabía que no había batallado lo suficiente por Emma mientras pudo, porque como mínimo creyó que le debía esto, aunque ya fuera tarde para deberle nada, aunque ya fuera tarde para cualquier cosa. Aunque fuera un error.

    Dejó caer la ceniza.

    No habría sido suficiente.

    Para ella no, joder.

    Creo que lo vas a conseguir. De verdad. Estás bien preparada. Estás bien dotada. Y sueñas con conseguirlo. Alcanzar lo más alto es lo que quieres, nada menos. Gracias por tu sinceridad, no todas lo admiten la primera vez, tienen miedo de parecer demasiado orgullosas. ¿Cómo te llamas…? Ah, ese es un nombre especial. No creo que vayas a necesitar un cambio importante en ese sentido. Suena potente. Es potente. Y la cuestión es que te miro y me digo: tiene la actitud, y sin problema te lo digo, ¿vale? Sí, tienes la actitud. Pero por más que a uno le duela, la verdad es que los dones, incluso los dones como los tuyos, princesa, y la actitud, incluso una actitud como la tuya, no lo son todo. No aquí. Todavía falta lo más duro: hay que estar dispuesta a todo. Esa es la cosa. Este negocio no es fácil. La industria no es fácil. Y si la pregunta tampoco lo es, menos aun la respuesta: ¿Te lo has planteado? ¿Estás dispuesta a todo? Porque la realidad es esta: ¿A quién le importa una mierda una aspirante más? Aunque tengas los dones que tú tienes, y la actitud, claro, la jodida actitud. Cualquiera con un talonario puede conseguirse algo similar, ¿me entiendes? Cualquiera. Pero tú estás aquí y posees una oportunidad que otras no tienen. De aquí a unos meses, mientras bebes champán francés en el Four Seasons de Las Vegas gracias a tu primer cheque, podrás decir: «Oh sí, ese tío tenía toda la razón y, al fin y al cabo, ¿qué es lo que me costó?» Ciertas cosas están sobrevaloradas, ¿no es cierto? Como la virginidad. Como ciertos tipos de orgullo. Ahora dime, ¿tendrías algún problema con esto?

    No.

    Pulsó el botón de pausa, detuvo la película antes de que empezaran a desnudarse. La miró. Aún juntaba las piernas. Más que juntarlas, las cruzaba.

    —¿Qué me dices de ti? Podrías ser ella

    O tal vez dijo: Podrías haber sido ella.

    No se acordaba.

    Se tomó un momento para pensar. ¿Cómo había dicho que se llamaba?

    Ah sí. Emma nosequé.

    Z…

    Zumpt.

    Eso. Emma Zumpt.

    —¿Tendrías algún problema, Emma?

    —No lo sé —dijo Emma Zumpt. Quizá sí lo tenía.

    —¿No lo sabes?

    Le pareció que a ella también le habían apretado el botón de pausa.

    —No estoy segura —dijo al final.

    —Dime que no. Dime que no tienes ningún problema, Emma. O dime Estoy segura, Guy —dijo él—. Pero no me digas todas esas palabras juntas. Juntas no. Por favor.

    Y ella también dijo «Por favor».

    2

    Guy se embutía un bocadillo, era el segundo. No se separaba de la mesa del bufé como si no hubiera comido en años. Sasha se sentó junto a Hirst. Con gafitas de intelectual o de violador según se mirase, ese era el director.

    A unos metros se grababa la secuencia. Ava dio un sorbo a su horchata.

    El guion era una basura mil veces vista, ella misma había rodado porquerías así y, sin embargo tenía que reconocerlo, era algo que siempre fluía. Tal vez porque se trataba de una convención y, por eso mismo, también de un destilado de la realidad como leyó una vez, como ella misma creía.

    La protagonista / la aspirante —una zulú imponente, glosó Guy— llegaba a una audición en una oficina; bien preparada, bien dotada, dispuesta a todo, soñaba con alcanzar el estrellato en la industria del cine, y el director del casting la tanteaba con circunloquios, la incitaba con eufemismos; estaba dispuesto a revelarle los secretos del mundo de la interpretación.

    Al poco, ella no llevaba bragas, él se abría la bragueta, ella se agarraba al escritorio y él llamaba por la puerta de atrás; mientras tanto, el muy cabrón le susurraba al oído: Hay muchos caminos para alcanzar el sueño americano pero algunos son más rápidos que otros. Hirst debía de estar orgulloso de su alegoría.

    La secuencia de aquella mañana llevaba todo el peso de la película, le daba sentido. Lógico, aquello se llamaba Analstasia. Peluqueras, maquilladores, técnicos de vídeo, de sonido y de Dios sabe qué más asistieron en vilo entre los focos, los cables, las pantallas y la demás parafernalia y gravitaron en silencio alrededor como si se tratara de un parto.

    Sasha observó a Guy; había dejado su bocadillo. Ava observó a los dos. Aquí no se improvisa nada, decía Guy. Claro que no. Observó a la actriz: al presentarse en el set, la chica se había quejado; no había podido tomar más que infusiones desde el mediodía anterior, se trataba de mantener limpito el tramo final del intestino; dijo: Con fragancia a limón. Una hora antes del rodaje tuvo que encerrarse en el cuarto de baño para practicarse una lavativa con un saco de enema y hacerse hueco con un túnel de dilatación.

    Ava recordaba aquellas putadas del oficio y se acordaba del dolor de su debut y del olor que despedía el glande de su compañero de escena cuando este se lo dejó caer encima de la nariz. Su primer rodaje había sido cutre, incluso más cutre que sórdido, y se acordaba de que no había podido arrugar la nariz ni dejar de sonreír. ¡Claro que no!

    Y ahí delante, en la secuencia principal de Analstasia, el actor fingía grabar con una cámara de andar por casa, pero del encuadre perfecto y de la iluminación perfecta se encargaban los profesionales.

    Hirst ordenaba cortes que no se apreciarían en el montaje y, entre una y otra toma, los maquilladores secaban el sudor de la actriz y el actor se enderezaba la polla.

    La corrida tampoco podía quedar exenta del romanticismo del cine: a la actriz le rellenaron el culo con un batido de almagato y algo más que tenía la consistencia de un yogur: el esperma aparentó abundante. Después, Guy diría que así rezumaba la crema desde el interior de un bollito de chocolate.

    Hirst dijo: Corten. Todos aplaudieron. Glorioso. Le gustó a la cámara; como solía decir Sasha, a la cámara se le puso dura. La actriz sonreía y saludaba. ¿Qué pensáis? Ava lo tenía claro: nada es lo que parece.

    Afuera, Guy quiso reunirse con Sasha, pero un pelotón de lameculos rodearon al gran hombre, Hirst el primero.

    Hirst mantenía la esperanza de conseguir más cheques firmados y hablaba sin parar de sus «ávidas relecturas de William H. Masters, Virginia E. Johnson y Beto Preciado» y de sus «visionados de cine europeo», y de que, después de Analstasia, quería rodar algo nuevo con subtrama, trasfondo e incluso diálogos; aquella línea final de la secuencia había sido la prueba.

    Sasha se aflojó la corbata. Dijo:

    —Eh, Hirst, te regalo un diálogo para tu próxima película. No ha salido de ningún libro ni de ninguna peli europea, sabes que no soy muy exquisito, pero estoy seguro de que sabrás apreciarlo. Se encuentran dos viejas en el barrio y se saludan. Hola, querida, dice una. ¿Cómo estás? ¿Qué tal tu familia? ¿Y tu hija, la mayor? Ah, contesta la otra, la mayor, qué bien, es secretaria ejecutiva de un empresario y la lleva de viaje y de cenas de negocios y de compras, ¿y la tuya? La mía, contesta la primera, sí, ¡la mía también está hecha una buena puta!

    Qué risa. Hirst rio más que ninguno. Demoledor, dijo.

    Anda y que te jodan, Hirst.

    Ava sorbió con fuerza el último dedo de horchata y encanastó el vaso para llevar en la basura. Sasha era el que ponía la pasta. Era el productor en la sombra. Todo el mundo en el set conocía a Sasha, aunque nadie supiera quién se encontraba tras la fachada de novio ricacho de una ex actriz, nadie salvo quizás el propio Hirst y, sin duda, la menda lerenda, la propia ex actriz, aunque de eso ya no estuviera tan seguro el propio Sasha.

    Sasha consiguió desgajarse del corrillo. Guy quiso chocar los cinco.

    ­—¿Te ha gustado la chica?

    —Heroica. No sabía que se tienen que hacer lavativas para esto.

    —Esto es profesional, tío. Esto es limpio. Hasta la lefa que usamos es higiénica y está dermatológicamente testada.

    —¿Te estás quedando conmigo?

    —No hablamos de las guarras que tú te tiras.

    —¿Y tu novia? ¿Haces que ella también haga preparativos o se conforma con que le eches saliva?

    Ava se acercó y le pasó un brazo a Sasha. Sonó divertida. No le encontraba la jodida gracia y tampoco le apetecía pasarle el brazo. Dijo:

    —No hagáis como que soy el convidado de piedra.

    Sasha sonrió.

    —No te preocupes, aquí todos sabemos que no eres de piedra.

    —Aunque tampoco Doña Inés —saltó Hirst a sus espaldas. Ava le enseñó el dedo corazón como quien enciende la luz de marcha atrás.

    —Hirst, vete a la mierda.

    —¿Y quién coño es Doña Inés? —preguntó Guy.

    Sasha le palmeó la espalda, le estrujó el hombro.

    —Ya que has venido, ¿vamos a comer? Hay un sitio estupendo enfrente de aquí.

    Guy todavía tenía que digerir los dos bocadillos y la media fuente de salchichas del bufé que se había zampado,

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