Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

No smoking
No smoking
No smoking
Libro electrónico327 páginas4 horas

No smoking

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

La novela narra la historia de dos compañeros de trabajo, Lara y Teo, que se citan a las puertas del edificio de la empresa para la que trabajan a contarse cuentos y a fumar. Lara termina por enamorarse de Teo, y para ella las historias que cuenta a Teo son una manera de ganárselo, de conquistarlo; de Teo poco sabemos, salvo los pensamientos y reflexiones inconexos y peregrinos que salpican la novela, puesto que es Lara quien nos cuenta la historia en primera persona, la historia de la evolución de sus cuentos y de su amor por Teo. Hay también una segunda novela en la novela, que se van contando Lara y Teo por entregas, y que tiene como protagonistas a un niño y a un hombre en medio de una guerra de religión.

La novela intenta ser una reflexión sobre la naturaleza del amor y de la creación literaria y los numerosos puntos en común que les unen. También, sobre el clima de crispación político-religiosa que vive el mundo de nuestros días.
IdiomaEspañol
EditorialBaile del Sol
Fecha de lanzamiento3 feb 2018
ISBN9788417263225
No smoking

Relacionado con No smoking

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para No smoking

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    No smoking - Raquel Morán

    No smoking

    Raquel Morán

    A Laurent y a mis hijas, Lauren y Valérie

    En resolución, él se enfrascó tanto en su letura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas sonadas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.

    Cervantes, Don Quijote

    'and sinking into the chair which he had occupied, succeeding to the very spot where he had leaned and written, her eyes devoured the following words:

    I can listen no longer in silence. I must speak to you by such means as are within my reach. You pierce my soul.'

    Jane Austen, Persuasion

    One question still nags at him, and it will not go away. Will the woman who unlocks the store of passion within him, if she exists, also release the blocked flow of poetry; or on the contrary, is it up to him to turn himself into a poet and thus prove himself worthy of her love? It would be nice if the first were true, but he suspects it is not. Just as he has fallen in love at a distance with Ingeborg Bachmann in one way and with Ana Karina in another, so, he suspects, the intended one will have to know him by his works, to fall in love with his art before she will be so foolish as to fall in love with him.

    J.M. Coetzee, Youth

    What I want

    All I really want is

    Just to live my life on high.

    R.E.M., I've been high (Reveal)

    EL NIÑO DINO

    El niño se hallaba sentado sobre una roca, al borde de la carretera; le vi en cuanto doblé el recodo y disminuí la marcha para observarlo con detenimiento: era un chiquillo diminuto, de unos cinco o seis años, portaba una sucia camiseta del Real Madrid y unos pantalones cortos, abusados de costurones. Tenía la tez morena y el pelo ensortijado y enmarañado. Se entretenía pasándose de mano en mano unas piedrecillas de colores que, luego, al aproximarme a él, se me revelaron como canicas.

    Antes de detener el automóvil al borde de la carretera, traté de divisar a sus acompañantes. Pero no había nadie en la vecindad. El niño estaba solo.

    Me detuve a unos tres metros del chiquillo, que continuaba pasándose las canicas de una mano a la otra, mecánicamente. Parecía hallarse meditando o en trance. ¿o tal vez en estado de shock? Había visto numerosos casos parecidos en los últimos años. Ni siquiera alzó la vista cuando comencé a hablarle:

    —Muchacho, busco un sitio en el que poder pasar la noche. Un lugar seguro. ¿Sabes dónde puedo encontrarlo?

    El niño permaneció callado, sin dejar de observar el movimiento de las bolitas.

    —Niño, te estoy hablando a ti. ¿Estás sordo?

    Me aproximé hasta casi alcanzarlo con mis manos pero, antes de que pudiera tocarlo, el niño se levantó de la roca como movido por un resorte y me lanzó una canica al rostro:

    —¡No, no estoy sordo! Y quédate donde estás, seas quien seas.

    Su voz, y no sus palabras o el tono de familiaridad en el que habían sido pronunciadas, me heló el ánimo. la voz no casaba con la edad de aquel niño: era la voz sibilina y cuchicheante de un viejo avinagrado, la voz de una beata amargada.

    —Sólo te preguntaba si…

    El niño me respondió esta vez tirando las piedras al suelo para sacar del bolsillo de su pantalón una navaja suiza y apuntarme con ella.

    —El pueblo más cercano está a unos diez kilómetros de aquí. Todo recto, no hay desviación. Es seguro o, al menos, lo era hasta ayer. Y, ahora, ¡largo de mi vista!

    Volví sobre mis pasos y regresé al coche. Encendí un cigarrillo y puse en marcha el motor. Antes de que metiera la primera, el niño había introducido una manita a través de la ventanilla rota:

    —Uno de ésos me vendría bien. A cambio de la información que me pediste, ¿no?

    —Tú no puedes fumar.

    En un santiamén, el niño había parado el motor y ocultado la llave en el hueco de su manita derecha.

    —Sólo te pido un cigarrillo, viajero. o me lo das, o te pasas la noche aquí, porque la llave irá a parar al fondo del barranco. Tú verás, amigo.

    La familiaridad con la que el chiquillo se dirigía a mí era insultante y vejatoria. Su amenaza, aún más insultante y vejatoria. Pero le di un par de cigarros, de todas maneras. No porque temía que llevase a cabo su amenaza, que, de buen seguro hubiera cumplido, sino porque aquella voz de viejo cascado con la que le hablaba a un extraño provocó en mí cierta piedad.

    Hijos de la guerra, todos iguales; toda su inocencia reventada, de uno u otro modo. Infancia echada a perder, a la mierda, a la deriva, mientras los hombres nos matábamos unos a otros por cuestiones de credo y de banderas.

    —Posada de Desiderio —murmuró el niño mientras se alejaba del automóvil, con uno de los cigarrillos colgando con maestría de sus labios resecos y carnosos—. El viejo da bien de comer. Dile que vas de parte del niño Dino.

    ¿Cuántos años debía de tener? no menos de cinco ni más de nueve. la misma edad que el mayor de mis hijos. La comparación fue inevitable y del todo insoportable. Agarré el volante más fuerte y aceleré el motor. El niño me siguió con la mirada desde su atalaya.

    SEPTIEMBRE

    I like telling stories. That’s something I can control, direct, turn, twist, blend, bend, whisk, burn, nurture, love. The rest of my life is out there, somewhere, out of control. Usual stuff, you see, I don’t want to bore anyone but disheartening job, irrelevant hobbies, women are complicated and mean, or they are needy and false. Men are unpredictable, too, won’t ask for directions, won’t ask for kleenex, will wipe their ass and their fluids against a clean tea towel, or with their hands and then will wipe the hands against the new wallpaper of auntie’s little house. I hate my father and my mother knows, what do I do then, in the middle of this chaos? I make up stories, tales, fables, I organise someone else’s chaos, tales that do no harm to others, tales that help me to live. To withstand a crippled life. A CRIPPLED LIFE.

    Does she know already?

    Había una vez un Banco de inversiones —el sexto en el ranking mundial, en volumen de negocios— cuya sede central se alzaba majestuosamente sobre una escalinata de mármol rojizo en el centro de negocios de una ciudad fabulosa, y había dos jóvenes, uno se llamaba Teo, la otra se llamaba Lara, que se sentaban a contar historias y a fumar sobre la escalinata de mármol de la compañía para la que trabajaban. Teo comparó en ocasiones aquel edificio ultramoderno a un Partenón erigido para adorar a un Dios financiero. Él parecía Apolo descendido del frontón; Lara, que no se atrevía a compararse con Afrodita ni con Artemisa, imaginaba que era una de las Nereidas o, mejor todavía, una de las Cariátides, incapaz de mostrar en su rostro no sólo la naturaleza de sus sentimientos hacia Teo, sino la naturaleza de la tormenta que era su alma.

    Ambos, Teo y Lara, eran peces de media espina en el gran océano de la compañía. Teo era contable y, Lara, secretaria de uno de los jefes de departamento. A un paso corto de la treintena, el entusiasmo con el que habían abrazado sus respectivos empleos en el pasado se había ido diluyendo en aquel mar revuelto de las finanzas con el correr de los años. Teo contaba historias para frenar la elasticidad infinita de su cerebro y Lara contaba historias para enamorar a Teo. Háblame. Háblame mucho. Como si fuera esta tarde la última vez. Rellena las pausas del cigarrillo con monosílabos o con largas frases alambicadas, pero llénalas con palabras. Palabras y más palabras.

    * * *

    —¿Te has fijado en el guapito de la corbata azul?

    —Es la primera vez que le veo.

    —Coge el cigarro como una mujer.

    —¿Y cómo lo cogen los hombres?

    —No lo sé. Sólo sé que él fuma de una manera afeminada.

    Para opinar que el guapillo cogía el cigarrillo como una mujer, Amor no le quitaba los ojos de encima.

    I’m a fire starter, eso dijo él de sí mismo un día, al poco de conocernos. ¿Cómo se traduce eso a otras lenguas? Una chispa, ¿una chispa?, ridículo, I’m a fire starter, y encendía un cigarrillo con sus manos de pianista, tomaba una profunda bocanada de humo y esperaba, de reojo, mi reacción, que casi siempre se traducía en historia:

    Viajamos en un tren que no va a ninguna parte. Las vías atraviesan la llanura desierta como un costurón que el paso de este tren en el que Marta y yo viajamos saja nuevamente. Así recorrería yo gustosamente la cara oculta de mi esposa. Ella duerme ahora, echada cuan corta y frágil es sobre el asiento, frente a mí. Da igual, dormida o despierta, su compañía no me da calor, nada me dice. Si no la amase tanto, podría elegir otra solución: el destino en una ciudad que nos es desconocida disfrutado a solas o, incluso, el descenso precipitado en cualquier estación de tercera categoría, una de tantas a lo largo del viaje. Pero es ella la que no me ama, y continúa conmigo por costumbre, tal vez, por cobardía o ignorancia de otra vida distinta, por todas esas razones a un tiempo, quién sabe.

    Me agota este monólogo interior que no conduce a ninguna parte. Un monólogo que trató en numerosas ocasiones en convertirse en principio de diálogo, en inicio de crisis…, de algo, no sé. Pero Marta siempre echaba el freno: ‘Tú y tus neuras. No consigues nada poniéndote pesado’. No, es cierto. No he conseguido nada enfadándome, acusándola, hiriéndola innumerables veces para terminar alejándola de su familia eligiendo un destino laboral en una ciudad desconocida, que incrementará nuestros ingresos monetarios, pero que no calentará la tibieza de su cariño hacia mí. Sí, el nuevo destino en una ciudad desconocida es mi intento desesperado de cortarle las amarras, para que dependa única y exclusivamente de mí, para que me abra de una definitiva vez su corazón, su maldito y bendito y maldito corazón.

    Pero, ¿no perderé el tiempo atormentándome por la sospecha de algo que no existe? ¿Será verdad que no hay nada dentro de Marta? ¿Será verdad que es fría, mediocre, sólo carrocería?

    Es inútil que me engañe: existe otra Marta que se esconde de mí, revelándose a mis ojos en muy escasas ocasiones. De ese atisbo me enamoré y no de este otro florero escuálido y callado que me sigue como un perrito faldero a todas partes, que me ofrece con relativa asiduidad su coño húmedo con un deje rutinario, como el descreído que va a misa los domingos para evitar las habladurías.

    Existe otra Marta.

    Recuerdo una tarde en que fui a recogerla a su casa para ir al cine. Todavía éramos novios. En realidad, hacía poco tiempo que salíamos juntos. Su madre había acudido a abrirme la puerta, ‘está en el salón, escuchando música’, hacia allí me encaminé, tan silenciosamente que no me oyó llegar. Me quedé como un pasmarote en el umbral, contemplando su perfil de moneda antigua, su profunda emoción contenida mientras escuchaba una pieza de música clásica, a saber cuál, no entiendo de esas cosas. Su rostro reflajaba un estado de recogimiento tan hermoso, tan íntimo, que, cuando ella volvió la cabeza y me descubrió contemplándola, me avergoncé, naturalmente. Y su enfado, el único del que yo he sido testigo desde que la conozco. Y ni siquiera fui yo el destinatario de semejante portento, sino su hermano Carlos. El ceño fruncido, la cara colorada, los groseros tacos lanzados sin orden ni concierto, los gestos excesivos. Amor mío, amor mío, ¿por qué renuncias al apasionamiento?, es todo lo que te pido, ¿por qué?, ¿por qué te empeñas en ser tan normal, tan lógica, tan de en medio? La imposibilidad de conocer las respuestas me saca de quicio. Aunque…, sí, tal vez… Tal vez mi furia lograría hacerte reaccionar. Pero habría de ser una furia realmente extraordinaria, a la que no estás acostumbrada. Sí, los caminos del miedo son insondables.

    —¿Qué haces, Pedro?

    —Nada. Te estaba acomodando el fular.

    —Es que, por un momento, me ha parecido notar una presión en el cuello. Bastante fuerte.

    —Estarías soñando, tontina.

    Se ha incorporado. Ahora contempla el paisaje del otro lado de la ventanilla pero, de vez en cuando, desvía sus ojos hacia mi rostro, subrepticiamente.

    He ahí el inicio de la senda tenebrosa: un ligerísimo estado de inquietud y alarma aviva y hermosea sus rasgos. Mi querida Marta, mi amor, si esta es la única manera de recorrer tu cara oculta, de saberte hasta los tuétanos y para siempre, no dudaré en coger el tren cuanto antes. Aunque nunca lleguemos a nuestro destino.

    ¿Lo ves, idiota? Tómate la molestia de escarbar en la superficie. Abre un agujero así de grande en el hielo y lánzate a bucear. No te desembaraces de tus ropas siquiera, ni las dejes a buen seguro. Lánzate vestido, calzado y peinado. Cuando quieras salir a la superficie, serás alguien completamente diferente, otro hombre, otra mujer, otra vida.

    * * *

    No fue hasta una semana después del comentario de Amor acerca de su manera de coger el cigarrillo que Teo y yo tuvimos ocasión de intercambiar unas pocas palabras de cortesía. Amor había telefoneado al trabajo aquel día fingiéndose enferma y yo iba a fumar en soledad el cigarro de las once. Mi encendedor se había atascado y Teo me ofreció, atento, su lumbre: I’m a fire starter. ¿Para quién? ¿Para qué? Yo fui la única en todo el edificio que le tomó en serio: sus mediocres historias, sus filosofías de pacotilla, sus teorías políticas de baratillo, su aburrimiento.

    La primera historia de Teo, sin embargo, llegó un día caluroso de mediados de septiembre de uno de aquellos veranos pegajosos que parecían no terminarse nunca. Pese a que el centro de negocios resplandecía como una ciudad de cristal de cuento de hadas durante cada uno de los días de aquellos veranos interminables, el hecho de pasarlo entre folios y fotocopiadoras lo volvía deprimente. Lo mejor de aquellos días era el atardecer frente a una copa de vino y un par de cigarrillos lentos en una de aquellas terrazas a las que Amor y yo acudíamos a la salida del trabajo, acompañadas por otros colegas.

    El primer relato, repito, llegó frente a una copa de vino y un cigarro, en uno de aquellos bares en los que habíamos divisado a uno de los pretendientes de Amor tomándose algo con Teo. La historia llegó a contarse sola, cuando Amor y su pretendiente se largaron a continuar su romance a otra parte, dejándonos a Teo y a mí solos. Solos y embargados de un silencio embarazoso. Así que, para matarlo, Teo comenzó a relatarme esto:

    Quienes le vieron salir del automóvil atestiguaron que su comportamiento era el de un hombre aterrorizado. Su rostro se hallaba desencajado por el miedo y comenzó a correr como un loco a lo largo del arcén de la autopista, sin apercibirse del claxon ni del ruido del motor de los coches que circulaban a gran velocidad por detrás. Tres de ellos lo esquivaron sin mayores problemas al cambiarse al carril de la derecha, el cuarto no pudo realizar la maniobra, puesto que el cambio de carril hubiera significado un choque certero con el automóvil que llegaba a gran velocidad por el mismo. El topetazo mandó a nuestro hombre al tercer carril, en donde fue atropellado de nuevo por un segundo coche. Murió en el acto; la pareja que viajaba en el primer coche sufrió heridas leves; el hombre del segundo coche, el del tercer carril, sufrió traumatismo craneoencefálico y la pérdida de un brazo. Su estado era gravísimo.

    ¿De qué huía el loco de la autopista? ¿De una alucinación provocada por el efecto de alguna droga? ¿O huía de algo más siniestro? A los pocos días del suceso, se publicó en los periódicos locales que aquel hombre había coqueteado con una secta satánica en su juventud, mas sus padres insistían en que hacía muchos años que había terminado su relación con la misma. Se comentaba que había sido siempre un muchacho solitario y reconcentrado, casi huraño, amigo de libros y, en los últimos tiempos, de Internet. ¿Así se había encontrado con el principio de su fin? ¿A través de Internet? ¿Había ido demasiado lejos en sus coqueteos con grupos pederastas o neonazis que utilizaban la Red para capturar nuevos adeptos? ¿Qué había provocado aquel terror suicida en un joven que acababa de cumplir los veintisiete años?

    —¿De dónde has sacado la historia?

    —Me la he inventado.

    —¿Eres escritor?

    —No. Mis historias pierden toda la sustancia cuando las escribo. Además, me falta constancia.

    —Entonces eres contador…

    Teo sonríe y da una calada hambrienta al cigarrillo:

    —Soy un juglar, señorita. ¿Te ha gustado la historia?

    —Sí. Me ha gustado cómo la contabas.

    —¿Otra copa?

    —No, gracias. Tengo que irme, he quedado con una amiga para ir al cine esta noche. La veo tan poco, no quiero desilusionarla.

    —Otra vez será.

    —Claro.

    Amor se daba de tortas cuando le conté aquello. ‘¿Por qué no te quedaste? ¿Por qué no aceptaste aquella segunda copa?’. Le dije la verdad: era demasiado pronto para sentir otra cosa por Teo que no fuese curiosidad.

    Aquella noche apenas sí me enteré del argumento de la película que había ido a ver con mi amiga Inés. Tampoco presté mucha atención a lo que Inés me contaba acerca de su trabajo o del cerdo de su novio, que le era repetidamente infiel, pero a quien ella era demasiado débil para abandonar. Todo era ya tan familiar: la velada cinéfila, las quejas de Inés sobre Arturo, su trabajo como profesora de idiomas… No, aquella noche no tuve oídos para otra cosa que no fuese Teo y su historia. Había algo diabólicamente atractivo en su historia sobre el loco de la autopista e, indudablemente, sobre su excelente modo de contarla. Regresé aquella noche al apartamento que compartía con Amor anticipando nuevos encuentros con Teo y nuevas historias orales. Y me sorprendí agradablemente de mi excitación. Por primera vez en años, aguardé la jornada laboral del día siguiente con avidez de colegiala.

    Con la venia, señoría,

    Voy a RAPTARLA, voy a TOMARLA en los BRAZOS y voy a CONDUCIRLA escaleras abajo, hacia la calle, hacia la estación de metro, hacia la orilla del mar, voy a INTRODUCIRLA en un taxi, voy a ENCADENARLA a la ventanilla y ordenar al taxista que nos conduzca a mi apartamento, no, no, TERRIBLE, a mi apartamento, no, NON, NEIN, NO, está sucio, mal ventilado, le asustará el olor y la sangre en las paredes, tendré que pensar en otro lugar, piensa, man, piensa, voy a ATARLA a la pata de la cama y voy a ALIMENTARLA con palabras, dictaré su horario, su hora de irse a la cama y su hora de levantarse, su hora de comer y de cenar, sus recreos, voy a moldear sus gustos a los míos, voy a cambiar el estilo DE SU PEINADO Y DE SU ROPA, voy a VOLVERLA barro, barro, y cuando el barro se seque, ella, ella, se habrá convertido en otro, en otros, en todos, voy a abrir SU CABEZA como una sandía madura y voy a ESCUPIR las pepitas, puf, puf, puf, que no me sirven, NON, RIEN, luego, voy a SORBER su pulpa, vulva, pulpa, con una pajita y voy a ASIMILARLA por entero y verdadero, sí, para que se convierta en otro, en todos,

    Eso es todo, señoría.

    * * *

    Al día siguiente, le busqué yo en cada grupito de fumadores. No le vi a las once, ni a la hora del almuerzo, pero sí hacia las tres de la tarde, conversando a través del móvil. Le observé con atención durante un par de minutos. La conversación que él mantenía era sobre rentas y algo que no funcionaba en su apartamento, así que deduje que hablaba con su casero o con el agente de su casero. Llevaba puesto un traje gris oscuro y una camisa azul claro. La corbata era de color verde y azul. Los zapatos, de color marrón, un paso en falso que traicionaba a un hombre con poco o nulo interés en la moda masculina. Le calculé unos treinta años, año arriba o abajo. ¿Mi tipo? No sabría decirlo. ¿Inteligente? Sin ninguna duda. ¿Atractivo? Mucho.

    Apagaba yo el cigarrillo que había estado fumando con la punta de mi zapato cuando Teo se me acercó por la espalda:

    —Deberían instalar ceniceros. Mira la cantidad de colillas en el suelo.

    —Nuestra compañía nunca reconocerá que el cuarenta por ciento de sus empleados fuma.

    —¿El cuarenta por ciento? Por lo menos. Pero no, prefieren que los limpiadores se deslomen cada mañana barriendo colillas. Es absurdo.

    Teo abrió su paquete de cigarros y me ofreció uno.

    —No, gracias, no puedo, acabo de fumar uno y el jefe me espera en cinco minutos para una reunión.

    —En cinco minutos tendrás tiempo de fumártelo.

    —Si lo hago, ¿me contarás otra historia?

    —Claro.

    Debajo de un carro había un perro, vino otro perro y le mordió el rabo.

    —No seas malo. Pensé que tendrías otros cuentos almacenados.

    —Y los tengo. Llevo contando historias desde los…, desde hace algunos años.

    —¿A quién se las cuentas?

    —A quien quiera escucharme.

    —Apuesto a que van bien con el cigarrillo.

    —¿No lo ves? —Teo sonríe.

    —Pero si no me has contado ninguna.

    —¿Por qué no lo haces tú?

    —No, no. La literatura no es mi fuerte.

    —Esto no es literatura. Esto son cuentos para pasar mejor la jornada laboral. Nada serio.

    —Aun así, no tengo imaginación.

    —¿Quieres que te dé la primera línea?

    —Bueno…

    —La lluvia le…

    —No, no, no. No me des ninguna línea. A ver… Es que no sé qué contar…

    —Algo que te ocurrió ayer o hace una semana. O un mes. Fantasea sobre la vida secreta de un vecino, de un amigo…

    —Te vas a reír…

    —Eso, nunca.

    —Está bien. Esta mañana, cuando salía de la estación de metro, vi un guante…, un guante abandonado en mitad de la calle…

    … No, no estaba abandonado, alguien lo había perdido. Era un guante de mujer, de cuero marrón… oscuro. Un guante caro y elegante. Me dio por imaginar a su propietaria: una señora entrada en la cuarentena o la cincuentena, rubia y delgada, indudablemente elegante, una ejecutiva de

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1