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La Década de los Rabiosos
La Década de los Rabiosos
La Década de los Rabiosos
Libro electrónico268 páginas4 horas

La Década de los Rabiosos

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Información de este libro electrónico

Destrucción de lo convencional.

Novela underground en la que unos amigos dan su propia visión del mundo surrealista actual que se ha formado a su alrededor en los últimos años. Mientras, intentan recuperar la piedra angular del narrador de la historia, la mujer de su vida y la persona que les metió en su propio mundo de pesimismo y autodestrucción continua. Los tres intentarán llevar al límite todo lo que creían imposible.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento3 oct 2018
ISBN9788417533717
La Década de los Rabiosos
Autor

Chris López

Madrid, 1998. Apasionado de las grandes historias y escritor sin barreras. Le gustaría pertenecer a una nueva generación li teraria. Confía en que las mentes futuras lleguen a hacer algo grande. Si alguien le preguntara por qué está haciendo esto, le diría que escribir es la manera de adornar el mundo real de cualquier modo, jugando con la ficción y la realidad al mismo tiempo. Es una de las formas más bonitas en las que se manifiesta el arte y por eso debe elevarse al máximo exponente.

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    La Década de los Rabiosos - Chris López

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    La Década de los Rabiosos

    Primera edición: septiembre 2018

    ISBN: 9788417533045

    ISBN eBook: 9788417533717

    © del texto:

    Chris López

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A Dani y Víctor, mis compañeros de viaje. Para vosotros, los protagonistas de la historia. No pienso conformarme solo con diez años, quiero más de cien mil. Gracias a vuestras locas ideas podría imaginar tanto que eliminaríamos del diccionario la palabra imposible.

    A María, la magia personificada y el amor de mi vida.

    A Sara, mi profesora, por enseñarme a amar el arte en todas sus formas, y gracias por, sin saberlo, inspirarme en todos los momentos de oscuridad personal.

    A Jessica, un alma incomprendida y hermosa.

    A los cuatro idiotas que crecieron conmigo. Un brindis por una amistad de toda la vida.

    A Nuria. Estaremos siempre ahí, vagando por los bordes del mundo.

    A Julián. Seguro que allí en los universos paralelos que visitas también hay librerías, y si no, yo mismo te lo subiré. Te echo de menos.

    A mi madre, mi abuela, mi tío y mi tía, capaces de superar todas las adversidades.

    A toda mi familia, mi hogar.

    A todo aquel dispuesto a lograrlo.

    1

    ¿Camisetas?

    «Es de noche y aún existen las buenas personas», Johnny Hale.

    Esa frase no me pertenecía, pero la recitaba a diario contra mí mismo. Me la imponía con rabia frente al espejo y dejaba que hiciera su efecto. El efecto imperecedero de la persona que la recitó en un momento de inigualable oportunidad. Ellos también lo decían. Era necesaria para darle la vuelta al mundo que se formaba imparable ante nuestros ojos, y que se nos echaba encima a cada segundo. Era de buena utilidad, sin duda, pero ya estaba entrando en un shock melancólico de recuerdos y sensibilidad en exceso, así que era momento de distraer la cabeza con otra cosa.

    Una vez alguien me dijo que todo se regía por las camisetas. Pero ¿por qué? Las putas y jodidas camisetas, esas prendas de origen déspota y ególatra. ¿Podía tener una tela un sentimiento humano? Nunca supe qué me quería decir con eso y jamás lo entenderé del todo; sin embargo, cada vez lo entiendo un poco más, aunque no sea con una lógica excesiva.

    En eso pensaba mientras recorríamos los pasillos de aquel hotel en obras disfrutando de cada milímetro de la moqueta roja llena de polvo y pintura plateada. Éramos amantes de los suelos con una textura suave. Era más fácil desangrarse en ellos porque el material hacía función de esponja y absorbía toda respuesta a una rabia acumulada. Yo llevaba puesta mi gabardina marrón y mi jersey negro. Cualquiera diría que no tenía fondo de armario. Victor, mi hermano, llevaba exactamente lo mismo que yo, pero con los colores invertidos. Ambos compartíamos los mismos pantalones de traje ajustados y el mismo acabado perfecto en punta lisa y afilada, unos roídos zapatos negros.

    Teníamos que llegar a la sexta planta de aquel esqueleto de hormigón gigante en obras que se alzaba nuevo en la ciudad. No sabíamos por qué, simplemente eso decía el mensaje que Danny nos había mandado hacía apenas quince minutos. También decía que la puerta lateral estaba abierta, así que solo tendríamos que apartar las cintas de prohibición de la constructora. Muy sencillo. Todo estaba empapelado y lleno de brochas, cubos y martillos. Todo se podía usar para romperle la nariz a alguien. Parecía un escenario aderezado con malicia especialmente para nosotros.

    No parábamos de girar esquinas y subir escaleras, sin mediar palabra. No era necesario hablar, estábamos a gusto en aquel lugar, aunque no sabía por qué. Había pisos al descubierto y corría un aire con olor a obra desde la distancia. No nos molestaba, incluso llegaba a ser adictivo, como cuando íbamos a las gasolineras a esnifar aire puro y un cierto olor a gas increíblemente delicioso para nuestro quinto sentido. Teníamos pasatiempos de lo más curiosos.

    El sexto piso estaba frente a nosotros, al descubierto por los laterales, con una única tabla metálica como chapa de separación entre Danny, su intriga provocada a conciencia y nosotros. No había ninguna ciudad que pudiera igualar la manera en que Madrid llenaba los apuntalados y maderas con su perfume callejero de los viernes. A mí eso me recordaba que aún seguía en casa, pero en otro lugar y de otro modo. Entramos por la puerta medio rota y allí estaba él, pero no estaba solo.

    —Otra noche más. Disfrutad de nuestra vida, capullos —dijo Danny.

    Esa fue su bienvenida. Ahí estaba la otra pieza de nuestro puzle de tres partes. Tres partes que se juntaron hace doce años y que aquí seguían. Teníamos nuestro mérito. Él estaba sentado de espaldas frente a la entrada, acompañado de una pequeña radio portátil de la que salía una de las mejores baladas de la historia del rock y, por lo que parecía, la melodía perfecta con la que Danny se fusionaba con lo urbano y familiar y comprendía que en el mundo hacía falta respeto y unas cuantas mandíbulas desencajadas para llevarlo a cabo. El acompañamiento perfecto para su frase de bienvenida.

    Ahora lo entendía. Since I’ve been loving you, de Led Zeppelin. Él era así, radical contra la injusticia mundana. Poético y directo. Por eso lo queríamos. A su izquierda, un par de cajas de hamburguesas, bolsas de patatas aún sin abrir y un botellín de mi cerveza favorita que Danny había preparado solo para mí. Nos había comprado la cena. Era nuestro otro hermano.

    Extrañamente no habíamos caído en que frente a nosotros había tres sillas que sujetaban a tres personas chorreando sangre por todos los orificios de su cuerpo. Supongo que reaccionamos instintivamente al olor de la comida antes que al de la sangre. Sin embargo, nos relajaba verla caer en hilos limpios y finos. Era como una cascada, solo que roja y viscosa, que dibujaba formas circulares en el suelo.

    Dos chicos y una chica, atados con cuerda y silenciados con cinta aislante gruesa. Tenía razón, todos los materiales de por allí valían para todo. Estaban hinchados y llenos de colores cálidos. Heridas rojizas y formaciones de costras granates. Daba un poco de asco. Victor se acercó a mí.

    —No sé si quiero saber qué acaba de pasar aquí —me dijo con una media sonrisa.

    Le di una pequeña palmada en la espalda y nos sentamos al lado de Danny. Estábamos frente a una piñata rota. Pómulos hinchados y ojeras marcadas por un color morado. La nariz roja y los labios inflamados. Le faltaba alguna muela, seguro. A Victor y a mí nos hubiera encantado apostar allí mismo sobre cuántos dientes le faltarían. Pero, a pesar de todo el daño que acumulaba bajo la piel, comía sin padecer dolor o, al menos, sin aparentarlo. Parecía una escena maquiavélica y dantesca con la magia teatral y el maquillaje de cine profesional. Pensé que hubiera sido un buen momento para grabar alguna escena de algún cortometraje que nunca llegaría a nada.

    Danny no solo nos trajo la cena, sino que nos llamó para ver un espectáculo en directo. Ya no me sorprendía la crueldad humana. Si esos tres estaban así, estaba seguro de que habría un motivo de peso. Repartimos las bolsas grasientas y yo cogí la cerveza, esperando escuchar una buena historia de batallas medievales y héroes sin espada, pero antes debía saciar mi curiosidad.

    —¿Cómo has conseguido una de estas maravillas en un puto McDonald’s? —le dije mientras observaba con detenimiento el botellín, corroborando que de verdad era real.

    Danny dio un trago largo de la suya y un segundo y medio después una botella de Budweiser volaba por encima del cemento fresco y se rompía en mil pedazos contra una columna sujetada por vigas.

    —Pregúntale a ese cabrón de ahí cuando decida despertarse —dijo señalando con un cigarro y fijando bien la puntería.

    Le costaba ver con claridad en el estado que le había quedado la cara. No solía hablar así. Era más calmado, más… sencillo, pero se volvía oscuro por momentos. Directo y fácil de enfadar, pero con un aire de paz. Mientras, Victor también se preparaba sus bolsas y su refresco light, oliendo cada envoltorio con sumo placer.

    —¿Qué coño ha pasado, tío? —le dije a Danny insistiendo.

    Me moría de ganas por saber el motivo de la sangría. Le di a mi amigo un pañuelo de tela blanca para que se limpiara un poco. Nos gustaba ver cómo desaparecía el color rojo y pasaba de una textura a otra fugazmente. Sus gestos de dolor estaban acompañados por la absorción vacía que hacía Victor con una pajita en el fondo de su vaso.

    —¿Tú qué crees que ha pasado? —dijo él sin quitarle ojo a su refresco.

    —Sé lo que ha pasado, solo hay que echar un vistazo. Quiero decir qué ha pasado antes para que pase esto otro.

    Sabían tocarme bien las narices, pero los quería. Danny se levantó para explicarse. Le había pegado mi teatralidad e iba a dar muestras de lo buen alumno que era. Le costaba andar un poco, pero se estiró y con ayuda de una gran bocanada de aire ya volvía a ser el de siempre.

    —Resulta que mis queridos nuevos amigos pensaban que este edificio era suyo. Habían puesto su bandera y habían dejado su orina por las esquinas. Yo quería un poco de aire fresco y esta es la planta más alta que está aún sin cerrar. Me dijeron que me largara de aquí o me partirían la boca. Así, de primeras, con excesiva confianza. El resto os lo podéis imaginar. Ah, y por si os lo preguntáis, la única que daba la talla era ella. —Y señaló a la chica durante un rato más largo de lo normal y siguió su parlamento sobreactuado—. Además, estaban poniendo música en alto y no era ninguna canción que fuera a pasar a la historia. Yo no lo llamaría ni canción. Y, bueno, eso puedo respetarlo, pero, al comentárselo antes de darnos de hostias, me han llamado «viejo hijo de puta» por escuchar rock. Tantos años y todavía me sorprenden los motivos por los que se puede llegar a insultar. —Acabó dándoles la espalda y sin apenas alterarse.

    Era un personaje perfectamente elaborado. Ideales fuertes y respeto a regañadientes. Tiraba los cigarros con furia solo con dos dedos y mantenía fija la mirada. Imponía, pero con una calma admirable.

    —Estoy seguro de que les has dado también por nosotros, porque, si no, pienso darles yo cuando se despierten —le dije asimilando la tontería de aquellos tres idiotas.

    —Tranquilo, tranquilo —me calmó con un apretón en el hombro—. Llevo así unos veinte minutos, poniéndoles música hasta que se han desmayado perdiendo sangre. Les he metido un par de clínex por la nariz para que no se mueran o se deshidraten. Tampoco hay que pasarse. Si sabes golpear, sabes sacar la sangre sin fastidiar excesivamente el cuerpo. Ya os enseñaré cómo —dijo mientras se volvía a sentar.

    Se enjuagó la boca con un poco de agua y escupió la sangre sobrante para seguir comiendo. Victor seguía callado, pero con la mirada fija en uno de los tres atados. Lo examinaba y parecía que su mirada tenía una fuerza oculta, porque empezó a resucitar a uno de ellos, el que empezó la pelea, según Danny. Intentaba abrir los ojos torpemente y se revolvía en la silla. Unos segundos después había empezado otra pelea con las cuerdas. Gimió desesperado, y Danny se levantó tras observar un rato el forcejeo. Le arrancó la cinta de un tirón. Le afeitó media cara y gritó de dolor, pero fue capaz de articular palabra.

    —Por favor, por favor, escuchad —dijo con la mayor serenidad de la que fue capaz.

    —Cállate. No tientes a la suerte y quizás te vayas en seguida —dijo dejándole ahí y volviendo a lo suyo.

    —Señores —dijo Victor queriendo llamar nuestra atención.

    —¿Qué? —dijo Danny con la boca medio llena.

    —Por favor, en serio… —El chico seguía intentando algo imposible.

    —¡Que te calles! —dijo Danny.

    Su paciencia empezaba a alterarse.

    —¡Señores! —volvió a decir Victor.

    —¡¿Qué quieres?!

    Era un diálogo a tres voces que me puso un poco de los nervios. Nadie respetaba el turno del otro hasta que Victor, por fin, rompió las reglas por completo.

    —Ese pedazo de mierda sangrante de ahí —señaló con el pulso firme y se acercó al chico desmayado que tenía la cinta todavía puesta—, este retrasado fue mi compañero durante tres cursos de instituto.

    Miré a Danny y él me miró a mí. Sabíamos que esto empezaba a subir hacia arriba de una forma increíble. Sabíamos que íbamos a jugar.

    —Tres cursos en los que le habría inflado a patadas si no hubiera crecido tarde —dijo lamentándose.

    El chico se estaba lamentando también. Si lo hubiera sabido, quizás se habría quedado en casa esta noche buscando vídeos en YouTube de cómo no ser un gilipollas.

    —No me jodas, tío —dijo el chico resoplando.

    —Yo que tú no hablaría más si no quieres que ese de ahí vuelva y te arranque los dientes —dijo Victor y señaló a Danny.

    Se me quedó mirando. Yo debía de tener una cara de ilusión nerviosa bastante difícil de disimular. Era lógico, al menos para mí. Era algo único. La suerte de los oportunistas.

    —¿Pasa algo, tío? —me dijo Victor con un poco de preocupación.

    Sí que pasaba algo. Pasaba que esto era un momento precioso para nosotros. Quién quería ir al teatro teniendo espectáculos en directo a tres centímetros de la nariz. Esto era más realista, era la quinta dimensión, y hasta salpicaba en toda la cara.

    —Bonitos reencuentros por inesperadas... ¿Cómo lo llamas tú? —le pregunté a Danny mientras me levantaba.

    Y miré a mi amigo esperando otro cuento maravilloso. No paraba de mojar patatas en la salsa de las minicajitas de plástico. Hablaba y masticaba a la vez. Estaba concentrado.

    —«Casuanalidades» —dijo Danny.

    Yo estaba siendo muy feliz en ese momento por lo que le estaba ocurriendo a Victor y podíamos verlo en directo, en primera fila. Estábamos ahí, dispuestos, con las piernas abiertas.

    —¡Eso! «Casuanalidades». Y, Danny, deleita a tus queridos compañeros, por favor, ¿por qué lo llamas «casuanalidad» en vez de casualidad? —le dije sonriendo de oreja a oreja y mirando la expresión de extrañeza de Victor.

    No cabía en mí de la alegría. Victor nos miraba como si habláramos en otro idioma, como si fuéramos idiotas. Y llevaba razón. Danny seguía con su cena.

    —Fácil. Porque son coincidencias que te dan por el culo. Que no te gustan. Te llegan a desagradar bastante. Más de lo normal. Te escuecen en lo más profundo de tu ser. Que te joden un bonito día —decía enumerando con cada patata que se comía.

    —¡Sí, sí! Ya lo he pillado —dijo Victor para que se callara de una vez.

    Abracé a Danny más feliz que en toda mi vida.

    —¡Lo ha pillado! ¡Sí!

    Era hora de montar nuestro espectáculo.

    —Y eso es lo acaba de pasar, ahora mismo, aquí mismo —dije recuperando la seriedad, la compostura y las facciones de rabia y enfado placentero.

    —¿Qué se supone que acaba de pasar, según tú? —se preguntaba Victor.

    Seguía perplejo ante nuestro descubrimiento, pero atendía ante cualquier nueva posibilidad.

    —Que te han molestado poniéndote a ese matón de instituto de nuevo enfrente —añadió Danny a mi explicación poniéndose de nuevo en pie, dejando las patatas de lado por un instante.

    —Pero ese de ahí está atado y hecho una verdadera mierda. Tengo ventaja.

    Victor no quería resarcirse dándole la vuelta al perdón y aceptar su premio aleatorio. Él era así. La bondad que le faltaba a la mitad de la población mundial la llevaba él escondida en el recto. Era un buenazo herido. Danny era un capullo sincero y honesto y yo, un simple idiota queriendo ser feliz en medio de este agujero negro.

    —A veces te dan por el culo, pero utilizan un buen lubricante —dijo Danny.

    Se lo susurró al oído, pero hasta yo pude oírlo. El chico nos miraba asimilando la conversación mientras se formaba en el catolicismo de última hora y aprendía a rezar. Victor debía aprovechar aquella situación. Tenía a alguien odioso enfrente sin cualidad alguna para ser llamado una buena persona.

    —Justicia poética, amigo mío. Dios está rabioso y está de nuestra parte —le dije.

    —Pero si tú ni siquiera crees en Dios —me dijo él.

    —Y, sin embargo, deseo ir al cielo —reconocí sin vergüenza, y continué—: Yo tengo muchos dioses, igual que la humanidad. Uno para cada ocasión, uno para cada preciso momento. Pero a veces imagino un único Dios, sin rostro ni detalle alguno. Un pensamiento que se desvanece con solo intentar ponerle forma. Y ese Dios está enfadado. Ese Dios es justo y reclama cordura e impudicia moral. —Acabé dándome la vuelta y muy orgulloso de mis palabras.

    Estaba concentrado en mi respiración; estaba acelerada y necesitaba tranquilidad. Solo estaba dejando al descubierto mis pensamientos. Quería que él disfrutara de mi postura porque, con toda humildad, la creía grandiosa en comparación con lo que veíamos por la ciudad. Respetaba al resto solo si era mutuo. Y, tras calmarme, continué con mi discurso:

    —En realidad, solo es bueno. Y cumple su palabra; si es que alguna vez la dio. A ti te ha traído ese pequeño regalo de desquite personal. Relámete y no lo rechaces. Yo puedo jurar ante cualquiera que somos más grandes que Dios, porque Dios no existe. Nunca dará la cara. Nosotros le formamos y nosotros decidimos su final y el destino de su azar —dije orgulloso.

    Después de mi revelación en cuanto a la creencia religiosa, Danny se acercó corriendo al chico dormido que Victor conocía. Le dio un empujón desde el pecho con la pierna derecha y lo tiró contra el suelo aún sujeto a la silla. Se agachó y le soltó un puñetazo de tal calibre que le hizo despertarse escupiendo sangre y tres dientes, entre gritos de dolor y miedo. Era un sonido demasiado gratificante. Había que saber escucharlo para no sentir la más mínima lástima. La chica logró despertarse gracias a las cuerdas vocales de su amigo y Danny le quitó la cinta de la boca.

    —Ella no se merece más, estoy seguro de que ya sufre bastante con estos dos a su cargo —nos dijo a nosotros, pero con la intención de que ella lo oyera.

    Todos lo creíamos, y de alguna manera la chica se lo agradeció con la mirada. Mientras, yo seguía imaginando el montaje final.

    —Tú decides qué hacemos con ellos. Podemos pegarles hasta que se nos caiga la mano, podemos quedarnos mirando...

    —Podemos pegarles un tiro —añadió Danny con inocencia.

    —Eso. Un par a cada uno. —Hice una pequeña pausa mientras Victor meditaba lo legal del asunto—. ¿Sabes, tío? Me da vergüenza decir esto tan abiertamente por primera vez.

    —¿El qué? Como si no compartiéramos ya momentos irregulares... —añadió él quitándole hierro a cualquier posible asunto.

    —A mí me gusta la muerte. No la mía propia, eso no. Adoro la vida. Amo crecer y prosperar, convertirme en el superhombre, o la superhembra, supermujer o como cojones quiera definirse. No es mi decisión. Quiero decir que amo la vida y todas sus ofertas de muerte ajena. Y no, no te pienses que soy un asesino sin entrañas. Tú tampoco, Danny.

    —Tranquilo —me dijo relajado mientras otro puñetazo voló entre los andamios, solo que este le dolió también a él.

    —¡Joder! —dijo apartando la mano.

    Y lo

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