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Las lunas de Okde
Las lunas de Okde
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Libro electrónico375 páginas5 horas

Las lunas de Okde

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En Irán, en pleno alzamiento del Ayatollah Jomeini, un
grupo de diplomáticos, empeñados en resistir en Teherán hasta
última hora, se ven obligados a salir del país disfrazados con
unos burkas. En su huída, sufren un accidente. El embajador
francés -protagonista de toda la novela- cree que ha muerto en
ese episodio. Desde un lugar de Oriente Medio, es repatriado a
un hospital de Paris, donde, durante unos días y antes de regresar
a su domicilio familiar, es objeto de numerosas pruebas. En
esa horquilla de tiempo, se percata de que el accidente no fue
una sentencia de muerte sino una condena a la vida. Se deprime,
anulándose en pensamientos auto-destructivos, deseando
acabar con ese lapso de tiempo en el que fluctúa entre las dos orillas,
sin lograr nunca acercarse lo suficiente a ninguna de ellas. A
partir de aquí, sufre un periplo que le lleva, sin que él entienda
muy bien por qué, a España, donde es cuidado por una familia
singular y donde sufrirá numerosos avatares.
El protagonista es un hombre refinado, halo de aristócrata,
obsesionado por el lujo y las mujeres, que ha vivido conciliando
un perfil de hombre frívolo y sibarita con el de un intelectual lúcido
y notable: una persona que atesora interesantes reflexiones
sobre la vida y la muerte.
Combate su aflicción mediante la reflexión, la descripción
y/o el recuerdo. Cuando se encuentra acompañado, describe con
detalle todo lo que observa y experimenta; cuando está solo,
atenúa el hastío que sufre columpiándose entre una introspección
de corte pesimista y el rescate de los mejores episodios de
su vida; consiguiendo, con ello y a lo largo de toda la novela,
repasar lo mejor y lo peor de toda su vida.

IdiomaEspañol
Editorialjavierito
Fecha de lanzamiento7 dic 2018
ISBN9780463117187
Las lunas de Okde
Autor

javierito

Javier Alonso-Vaquero Velasco nació en Salamanca, es licenciado en veterinaria, especialista en medicina y cirugía equina por la Facultad de Maisons Alfort (Paris) e inspector de Sanidad por la Universidad de Glasgow (Inglaterra). Tras su perfil de hombre de ciencia, se oculta una persona vinculada desde muy joven al mundo de las Letras. Ha publicado artículos de opinión política en periódicos locales y artículos de carácter científico y/o divulgativo en prensa especializada. Ha sido colaborador del periódico francés La Semaine Veterinaire y de la revista Trofeo Todo Caballo. Ha colaborado en la traducción del Manual de Urgencias equinas Orsini y del Manual Merck de veterinaria. Esta es su primera novela, que terminó hace varios años pero que ha decidido sacarla a la luz ahora.

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    Las lunas de Okde - javierito

    Javier Alonso-Vaquero Velasco

    LAS LUNAS DE OKDE

    © 2016, Javier Alonso-Vaquero Velasco.

    Primera edición digital: noviembre 2018.

    Edición EPUB

    Maquetación digital: Valentina Truneanu

    Primera edición impresa: mayo, 2016.

    ISBN de la edición impresa: 978-84-608-7792-2

    Depósito legal: DLS 240-2016

    Impreso originalmente en España por:

    La Imprenta

    Comunicación Gráfica S.L.

    Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización previa y por escrito del titular del copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

    Tabla de contenido

    Nota de Agradecimiento

    I II III

    IV V VI VII

    VIII IX X XI XII XIII

    XIV XV XVI XVII XVIII XIX

    XX XXI XXII XXIII XXIV XXV

    XXVI XXVII XXVIII XXIX XXX XXXI

    XXXII XXXIII XXXIV XXXV XXXVI

    XXXVII XXXVIII XXXIX

    XL XLI XLII XLIII XLIV

    XLV XLVI XLVII

    XLVIII

    Epílogo

    Sobre el autor

    Nota de Agradecimiento

    A Salvador Pániker, por su epílogo;

    a Elena Llamas, por sus galeradas;

    a Eduardo Valle, por su portada;

    y a mi mujer, Pilar de Antón, por su amor y su apoyo.

    A ellos, a los que esperan, impacientes y en silencio…

    Y a mi madre: la heroína de mi vida.

    I

    Invierno. Ocho de Enero de 1979

    En alguna coordenada de Oriente Medio…

    Hacía frío… Y calor. Los cinco experimentábamos la misma extraña desazón; una aflicción que parecía atenuarse con el ronquido de los motores. Daba la sensación de que aquel escenario albergaba un extraño conjuro, un hechizo que lograba destilar el sudor de nuestro rostro al tiempo que macerar nuestras vísceras en auténtico nitrógeno líquido. Un entorno singular, impredecible y abstracto, que anidaba en el cilindro ingrávido en el que nos zambullíamos por el cielo, perforando nubes, vaciando la atmósfera. Sobre nosotros circundaba un temporal que nos zarandeaba, coqueteando con nuestra estabilidad, amenazando con frustrar nuestro único anhelo: salir de allí a toda prisa. Los cambios de presión entrecortaban el ronroneo monótono de las turbinas. Sobrevolábamos la cordillera ocre del Kurdistán, mientras el sol se alejaba despacio, como queriendo perdernos de vista.

    Mi vieja Cheyenne, avioneta cuya compra me supuso recelos y críticas, además de un crédito y de mucho papeleo, se había convertido en la única esperanza para salir airosos de aquel trance, la última tabla de flotación a la que agarrarse en aquel naufragio. Nuestra contumacia, así como un desajuste en el diapasón de nuestra prudencia, nos había abocado hasta aquel peligroso brete. El resto del cuerpo diplomático había regresado hacía más de dos meses a sus países de origen; pero nosotros nos empeñamos en no abandonar aquel buque: ejercicio de responsabilidad que, en realidad, encubría una mezcla de vanidad y curiosidad morbosa a la vez, y que hicimos sin calibrar el peligro que suponía.

    En aquel contexto ninguno hubiera entendido el alegato optimista, y seguramente bienintencionado, de alguno de nosotros. Asesinatos a capricho habían atomizado la calle de cadáveres durante aquellos días, sin que nadie socorriese a los heridos ni retirase a los difuntos del medio. La calle olía a hemoglobina y a comida en descomposición. El régimen de Teherán no daba ya para más. Estaba claro. Éramos los últimos occidentales sobre el terreno o, al menos, eso nos parecía a nosotros, argumento que nos proporcionó esa adrenalina que nos pedía el cuerpo cuando pensábamos que habría una red de seguridad al final de la caída. Pero no la había. A nosotros

    —pensé

    en aquel

    momento— o

    nos mata un descerebrado al que un gatillo le ha dado de una vez la autoestima que nunca tuvo o lo terminará haciendo cualquier bala perdida.

    En pocas horas, las calles se convirtieron en un vomitorio humano de júbilo y de fiesta. Hayek Kinshashi, ex-jefe de operaciones del SAVAK

    —guardia

    pretoriana de la familia

    Pahlevi—,

    llamó con el brazo en alto, y una Bereta escondida en su espalda, a un taxista, al que no dudo en encañonar en una cuenca ocular, obligándole a entregarnos el coche. Arrancamos, sin mirar atrás, pero imaginándonos la cara de aquel hombre. Hayek conducía, recorriendo la calle Neauphle-le-Château desde la embajada francesa. El resto acatábamos resignados, hacinados en aquel Buick, cuyo tubo de escape parecía un fagot desafinado; un ruido que nos asustaba, pero que también atemperaba nuestra incertidumbre. Unos visillos se contorneaban, a modo de decorativo parasol, en el alfiz del parabrisas. Los asientos de terciopelo bruñido destilaban una esencia mezcla de aliento y de fricción. Sobre el taxímetro reposaba una foto acartonada, dramatizada en añil y violeta, de una famosa cantante egipcia.

    Formábamos un grupo variopinto de diplomáticos: un sueco enarcado con flequillo rebelde que no podía controlar sus manifestaciones inesperadas de hiato; un joven checo con facciones de escultura de bronce; un australiano cuyo sudor de la frente competía con las espontáneas lágrimas de sus ojos; y yo… que sin habérmelo propuesto, me había unido a ese grupo de diplomáticos. Además de nosotros, estaba el cariacontecido Hayek, con su tez de greda y su cabellera ensortijada, que tenía una mirada de interrogador de la mafia.

    Hayek nos trajo unas burkas y nos obligó a embutirnos en ellas. Todos percibimos el mismo extraño olor a hembra, a perfume y a sudor, que se esponjaba alegremente en su interior: un aroma indescriptible, extraño, agradable y amargo a la vez. También, y siguiendo el estricto dictado de nuestro sherpa sobrevenido, escondimos nuestros pasaportes bajo el empeine de los calcetines. Nuestros pantalones y zapatos se quedaron formando la estela de una gran orgía, a la suerte de cualquier espontáneo. Ninguno discutió la orden, aunque creo que todos, internamente, pusimos aquella medida en entredicho. ¿Por qué teníamos que desprendernos de algo que, más tarde, se convertiría en un elemento imprescindible para amortiguar la transición de aquella improvisada evasión a una anhelada realidad? ¿Pensaría Hayek que podrían cachearnos? ¿Se atrevería un oficial de policía a manosear con celo a un grupo de mujeres, a tratar de descubrir con el tacto de sus dedos el relieve de una costura o el engarce de una cremallera? Tampoco entendimos lo del pasaporte en el empeine. Aquella situación irradiaba la típica etapa previa a toda revolución, un momento que aceptaba cualquier cambio, por radical que fuese. La gente salía a la calle con la necesidad de interpretar la derrota del poderoso y el rico como el triunfo del débil y el humilde. La religión le confería el típico marchamo divino. Pero aún no estábamos en ninguna dictadura, ni en la clásica etapa de abuso policial que suele acompañar a este tipo de movimientos. La gente se embriagaba de una libertad aparentemente perdida. Era solo celebración. Aquellas precauciones nos resultaron

    —a

    todos—

    un tanto extravagantes y arriesgadas. De lo que yo estaba seguro, y no me atrevía a plantearlo en voz alta, es que si nos hubiesen descubierto con aquel aspecto, nos habrían detenido de forma inmediata, y no por ser diplomáticos de países extranjeros sino porque aquel disfraz inspiraría más sospechas que indulgencia. Podrían confundirnos con los responsables de algún expolio, violación o crimen. Pero, al final, nadie dijo nada. Ninguno teníamos experiencia en huidas y todos temíamos una mala improvisación: ocasión ideal para un oportunista con ansias de notoriedad. En realidad nos hubiéramos dejado llevar por cualquiera: un sindicalista de altos hornos que evacua la plantilla; un ingeniero que lo hace con el personal de su empresa; un frustrado policía urbano buscando su momento de gloria o, incluso, cualquier ágrafo que nos trasmitiese cierta seguridad. La lectura que uno saca de una situación como esta es que, si un débil o inseguro se dejan guiar por un temerario, tendrá las mismas posibilidades que si se espera que un pirómano apague un fuego con gasolina… Que la arrogancia de algunos valientes no se desmarca mucho del protocolo de muchos suicidas.

    En aquel taxi recorrimos, a velocidad de escaparate, las principales arterias de la ciudad. Filtrábamos nuestras últimas imágenes a través de las rejillas de algodón del burka. Hayek hizo el papel del taxista, mientras proyectaba su torso desnudo fuera de la ventanilla y vitoreaba: Marg Bar Shaf (muera el Sha), al tiempo que hacía sonar con verdadera impertinencia el claxon de nuestro vehículo. La emisora del profeta, hasta entonces pirata, radiaba sin cesar un rosario de versos coránicos, lo cual también ayudaba a mimetizar nuestro vehículo y ponerlo fuera de sospecha.

    Un kilómetro antes de llegar al aeropuerto Truman, Hayek desconectó el motor del coche, y avanzamos unos metros más bajo el empuje de la fuerza centrífuga. A primera vista, todo parecía despejado. Hayek salió del coche y nos dijo que nos quedásemos dentro, con las puertas entornadas y listos para salir por piernas o para arrancar el motor y llegar hasta donde él estuviese. Él se metió la pistola entre los genitales, al tiempo que aliñaba sus zapatos Church con el polvo y la suciedad del suelo, y se fue caminando, tomando posición por delante de nosotros, como si fuera un soldado que busca un punto de observación avanzado. Y allí permanecimos, viendo cómo casi dos metros de musculatura de ébano, con una espalda abigarrada de bello, se habían convertido en nuestro único salvoconducto. Aquel minúsculo aeropuerto, a espaldas del general de Khazvin, con el que compartía algunas pistas, aparecía completamente vacío, hecho que demostraba la absoluta desorganización del levantamiento. A la señal de nuestro oficial al mando, salté al asiento del piloto, nervioso pero sin dilación, mientras el dichoso burka se enredó con la palanca de cambios. Puse el coche en marcha. La visión atomizada de mi indumentaria, no me permitía ver con claridad el camino de arena. La escena era patética, el estrés y las restricciones del burka me obligaban a conducir dando bandazos, cambiando impotente de primera a cuarta. Todo transcurría bajo el asombro y la preocupación de mis efímeros pasajeros. Solo estaba concentrado en acelerar y en mantenerme fuera de la cuneta. Fue un momento de auténtico pánico. Duró poco. Hayek nos ordenó que dejásemos nuestros disfraces dentro del coche y que corriésemos sin parar. Por un momento, pensamos que ya había alguien persiguiéndonos.

    Correr, correr, no miréis atrás…

    —nos

    gritaba Hayek, mientras Pettersson, el agregado comercial de Suecia, balbuceaba el nombre de su mujer, entre el jadeo del esfuerzo y el sollozo que le producía pensar que no volvería a verla. Corrimos, sin detenernos, despavoridos y medio desnudos, esperando que alguno de nosotros cayese al suelo junto a otro por el disparo de algún francotirador. Al llegar a la altura de Hayek, nos tiramos al suelo, mientras tanto él, inmóvil y desafiante, en un jolibudiense gesto de patético macho-alfa, apuntó con la pistola hacia el depósito del coche y, tras afinar su puntería, disparó una y otra vez, sin lograr que aquello se transformase en un espectacular efecto pirotécnico. En realidad, nadie nos seguía: aquella premura había estado más justificada por el absurdo numerito de aquel anormal que por nuestra propia seguridad. Pensé que nunca se lo perdonaría. Asustarnos primero y, más tarde, desperdiciar tiempo y munición en aras de una pueril anécdota para un escenario de embriaguez. Una estúpida y peligrosa gloria con la que solo conseguiría llamar la atención de algún rebelde armado. Noté que no solo fui yo quien se hizo eco de aquella ofensa, aunque nadie se quiso pronunciar; quizá, también, en obligada concesión a todo lo que hasta aquel momento había hecho por nosotros. Aun así, seguía preguntándome: ¿Qué estratégico objetivo tendría destruir aquel vehículo? Pero el tiempo era límite y no podíamos detenernos a auditar aquella temeridad ni molestarnos en pedir explicaciones por ella. Nos levantamos del suelo. Ninguno sabía lo que las escuadras islámicas tardarían en responder tras ser avisadas por el taxista. Embarcamos. ¡Al fin! Hayek me dio las llaves que media hora antes le había dado yo en custodia. Los motores despertaron de un tirón, sin sorpresas, ni titubeos. La pista principal estaba vacía. Nos encaramos hacia ella, cogiendo velocidad, con buena progresión, acelerando hasta que el morro adquirió la necesaria angulación y, entonces, despegar gracias a la propulsión del turbo. Cortamos, al fin, el cordón umbilical que nos había atado a todos a aquel país. El sonido de aquel avión parecía atenuar, poco a poco, la angustia de libertad perdida que todos arrastrábamos.

    Todos sabían que Turquía era el destino más seguro. La mayoría de nuestros compañeros ya se habían desplazado a Estambul hacía meses para, desde allí, partir a sus respectivos destinos. Irak era un Estado non grato, y sobrevolar la URSS, Afganistán o Paquistán nos expondría a ser derribados; además de que la distancia que nos separaba de estos dos últimos, nos obligaría a repostar durante el viaje: algo impensable en aquellas circunstancias y en aquel entorno geopolítico. Lo cierto es que nadie preguntó. Todos barajaban el mismo destino.

    ***

    Cada uno reflexionaba absorto, observando a través de su ventanilla: ojos de buey convertidos en improvisadas pantallas de cine; a través de ellas, cada uno de nosotros repasaba, como el editor de un programa de cine, nuestra estancia en aquel maravilloso país. Irán empezaba a ser ya una anécdota y eso daba mucho que pensar.

    Por un momento recordé lo mucho que me había costado superar la oposición del Cuerpo Diplomático en París, justo el mes que mi madre se había quedado para siempre en una cama del Hospital de Creteil. Una leucemia mal diagnosticada terminó para siempre con mi vínculo materno-filial. Ella era la única familia que me quedaba. Un aderezo de sensaciones que minó mi autoestima y limitó seriamente mis mecanismos de interpretación y respuesta. El desasosiego de una soledad infinita, de no tener a nadie en quien apoyarme, nadie a quien se le hinchara el ego con mis triunfos, nadie que perdiera el aliento con mis fracasos, nadie con quien vincular a un futuro hijo, nadie frente a mí mismo, enfrentándome a una de las oposiciones más difíciles del Estado. Las listas salieron a las dos semanas de aquello y mi nombre apareció en el último lugar: el último lugar de los aprobados. Tardé tiempo en digerir aquel éxito, en asumir ese vacío infinito al que te catapulta todo triunfo. Tras ello, pasé años por los consulados más alejados y conflictivos del planeta. Al final, me ofrecieron el puesto de embajador en Irán, donde ahora llevaba cuatro años viviendo un verdadero sueño. Los partidos de polo en el equipo de Sir Lawnkans, un hándicap siete con uno de los mejores strokes del planeta; las tertulias literarias en la embajada de la India, recitando a Tagore mientras una adolescente percutía las cuerdas de una cítara; las ostentosas fiestas en la embajada americana, donde sus torpes espías se disfrazaban de diplomáticos descubriéndose siempre ante cualquier planteamiento jurídico o de protocolo.

    La embajada inglesa se había convertido en un exquisito malecón portuario. Desde Londres, y una vez al mes, los camiseros Turnbull & Asser enviaban a un hombre bajito y repeinado

    —Mr.

    Preston—

    que, con una enciclopedia gruesa de telas bajo el brazo y un metro plegado en la maleta, lograban engrosar nuestro particular ropero. Lo mismo hacían los sastres del Duque de Edimburgo, Gieves & Hawkes, con sus trajes y sombreros; los zapatos y las botas de montar, en cambio, eran siempre objeto de polémica entre los italianos y los ingleses: los primeros tardaban tres meses y, para mí, eran demasiado refinados como para soportar las dobleces del uso; los segundos, te enviaban el pedido en menos de un mes, con hormas de madera y sello de marfil. Nosotros, los franceses, polemizamos con los italianos sobre las corbatas de Hermes y las de Eugenio Marinella. Mi embajada, por iniciativa mía, se ocupaba de traer por valija diplomática un elenco de los mejores vinos de Francia, además de otros productos como el Don Pernigon, el foie fresco del Périgord o los quesos de leche sin pasteurizar. Era uno de los cometidos de la oficina de comercio exterior, y se trataba, de un brillante escaparate de los excelsos productos de nuestro país. Igualmente, en el salón Maugillon de mi embajada, conseguí montar una sala de esgrima. En ella tiraba dos veces por semana con algún agresivo sin técnica. Me entretenía, me ponía en forma y, además, era una forma elegante de humillar a un caballero en público. Mis victorias, especialmente en los pequeños campeonatos que hacíamos cada dos meses, me granjeaba alguna antipatía que otra con otros tiradores, pero también generaban una dosis de morbo en algunas mujeres de nuestro entorno. Supongo, ahora en la distancia, que alguno de aquellos contrincantes derrotados sería quien, por puro despecho, corrió el bulo de mi presunta homosexualidad. La orientación de mi cocinero Sai, parecía proporcionar una buena prueba de ello. Otro bulo de mujeriego, proveniente de Lady Girth

    —gacetilla

    diplomática de

    Teherán—,

    tuvo un eco más profundo y duradero que el primero. En realidad, la discreción en la que envolvía mis romances, garantizaba un cóctel de privacidad y de público al mismo tiempo. La fama de inaccesible se convirtió en un perfecto salvoconducto de accesibilidad. Un trofeo. Un halo que, sin duda, me garantizaba románticos desayunos en compañía. Cubrir mis necesidades afectivas —y también

    físicas—,

    al tiempo que lograr eludir los altibajos de toda pareja, los celos, las facturas, o cualesquiera de los tópicos que acaban para siempre con la pasión y con el sexo. Algo que convierte una aventura en una historia programada, donde lo mejor de unas vacaciones ocurre cuando regresas a casa y puedes recuperar ese espacio de privacidad que has perdido durante esos días. Un vagón que sabes de antemano dónde y a qué hora parará. La seguridad de una familia, de un hogar, de una esposa, de un marido… Para mí era una experiencia para la que, de momento, no estaba preparado. Sucumbir al matrimonio, hubiese sido una especie de deslealtad conmigo mismo. No lo descartaba en un futuro más o menos remoto, pero sí en mi horizonte más próximo, en ese presente egocentrado que me permitía hacerle un quiebro constante a todo lo cotidiano, dando hilo a la cometa de mi espíritu epicúreo, al tiempo que me permitía no renunciar ni al sexo a quemarropa ni a esa partitura de mansedumbre que toca el silencio en tu interior cuando tú decides que el silencio sea tu única compañía…

    En Teherán, mi calidad de vida alcanzó una calidad de vida casi obscena. De mi cocina se encargaba Sai, un homosexual que rescaté de un restaurante de moda en Orán, al que había llegado siguiendo los pasos de un famoso chef francés; con el que, por cierto, mantenía una tormentosa relación. Allí se columpiaba, en virtud del grado de afectividad que existiese en cada momento entre ambos, del puesto de ayudante de cocina al de friega-platos del último turno. Terminó mal. Como era obvio. Entonces él se ofreció, nunca supe muy bien por qué, para trabajar de cocinero en la embajada de Brasil y, desde allí, me lo desviaron a mí, que sabían que llevaba varios meses buscando sustituir a la peligrosa alquimista que se había hecho fuerte en mi cocina, y que todos los días era capaz de intoxicar al mismísimo conductor de la embajada: un tipo que, además de inglés, combatía su crónica piorrea con enjuagues de gasoil. Los dos primeros meses fueron los peores para él. Cocinaba muy bien y Nani lo aceptó rápidamente, pero él seguía añorando a su querido Philippe

    —el

    chef

    francés—.

    Sufrió una convalecencia larga de amor. Luego se vino a la India y, a partir de entonces, no se volvió a acordar de él y no se volvió a separar de nosotros. Luego alternó varias parejas, aunque su discreción me impidió, algo que siempre agradecí, no estar totalmente al corriente de ellas. Pese a ello, siempre fui consciente de que él profesaba un amor prohibido por mí, un amor cuya pólvora yo debía mojar, de forma muy sutil, todos los días. Alguna vez llegué a plantearme que podía correr algún riesgo. En un brote de amor irreprimible, él podría haberme envenenado con un poco de belladona emulsionada en una besamel, u otro cualquier tóxico inodoro e insípido ligado, o dosificado en estratégicas tomas, en cualquier plato. Quizá luego podría suicidarse a mi lado, con su mano tendida sobre la mía, dejando una declaración de amor sobre mi pecho… Pero no, no fue así

    —gracias

    a

    Dios—,

    a pesar de que yo siempre fui la cobaya de sus brebajes. Ahora recuerdo como pasé de criticar su abuso con la pimienta a convertirme en un adicto a todas sus variantes: la negra, la verde y la más tierna, la de Jamaica y la de Marruecos, la de Túnez y de la India, la pimienta betel, la blanca o la cubeba, y a sus infinitas mezclas en forma de curry.

    La relación de Sai con Nani era muy buena, de respeto y de cariño, pero sin concesiones extremas, especialmente por parte de Nani, aunque, por otro lado, ella era la única que conseguía comer a la carta con él, y también la única que podía monopolizar la cocina para hacer alguno de sus postres. Nani era para él, como para mí, una madre, una confesora y una estricta gobernanta al mismo tiempo. Solo había una cosa que irritaba a Nani de Sai, y era ver cómo, antes de cortarme el pelo, me lo enjabonaba con una parsimonia desesperante, con un semblante casi orgásmico. A mí no me importaba, muy al contrario, me fascina todo lo que me se puede cargar con una dosis de pleitesía.

    De mí, en general, se ocupaba Nani. Siempre lo había hecho. Entró a trabajar con mis abuelos cuando tan solo era una adolescente. Compartía edad con mi madre, y eso las convirtió en una especie de hermanas. Al principio le costó bastante adaptarse; no porque echará de menos España, su lugar de origen, o a sus padres, ya que era huérfana de ambos, sino porqué cuando llegó a Paris, no sabía ni una palabra de francés. Cuando yo nací ella ya estaba allí. Crecí bajo sus mimos, su disciplina, sus enseñanzas y sus abrazos de guarida. Para mí fue una segunda madre. Cariñosa y correcta, a veces inoportuna, ajustada a su papel, sin hacer muchas licencias, territorial y maternal, escasamente protocolaria. Nani era la encargada de que la casa funcionase con bastón de regimiento y de que todos nosotros nos llevásemos un par de broncas por semana. Era parte de nosotros, alguien de quien no podíamos prescindir. Nani hablaba con acento, escribía francés con dificultad y su conversación era un extraño cóctel de español y de francés a la vez. De hecho yo, que me pasé la infancia junto a ella, aprendí a hablar primero castellano y luego francés, tratando siempre de mantener un nivel equiparable en ambos. La lógica de Nani era cristalina, aplastante, no admitía disculpa ni aceptaba ningún elogio. «No contestes a Nani», solía increparle mi madre a mi padre, «…tienes todas las de perder». Nani tenía esa inteligencia natural que caracteriza a la gente que no ha sido influenciada por ningún tratado ni maestro; un manejo de la lógica que te arrinconaba, dejándote pensativo, vaciándote de contenido, abocándote, en ocasiones, al precipicio de tu propio error.

    Por un momento volví a la realidad de nuestra huida, emergí de la narcótica inmersión en la que me habían imbuido aquellos recuerdos y, de repente, me percaté de lo más obvio: no tenía plan de vuelo, no había estudiado los pasillos por los aéreos por los que transitar. Éramos fugitivos y no podíamos dejar rastros. Tampoco podíamos informar de nuestra posición a los puntuales controladores a nuestro paso, con el consiguiente riesgo que eso suponía para la navegación de otros aviones. Pero lo peor de todo era que la aguja del depósito de queroseno estaba demasiado baja. Estaba confundido y asustado. No podía entender lo del depósito. Yo mismo supervisaba su relleno tras cada vuelo. ¿Me lo habrían robado? ¿Tendría alguna perdida? Y, si así fuese, ¿cuánto tiempo tardaría en perderlo todo? ¿Qué autonomía de vuelo tendría? ¿Debía comunicárselo a mi pasaje? ¿Cómo saber dónde debíamos aterrizar? Parecía un mal guion de teatro. ¿Cómo me podía pasar a mí un error de novato como este? Debería haber comprobado todos los relojes… De hecho, creo que lo hice. Sí, estoy seguro de que lo hice, pero no recuerdo haber visto nada anormal. ¿Significaría eso que sufríamos una pérdida de combustible en pleno vuelo…? Aunque también cabe la posibilidad de que lo hiciese sin percatarme del detalle. Es posible. Creo que la escenita de justiciero que protagonizo Hayek tiroteando un vehículo abandonado, me sacó de mis casillas. Yo solo quería salir de allí, sin retraso. No había lugar para demoras tecnicistas. Las preguntas se acumulaban sin respuesta. Crecía mi preocupación. No dejaba de mirar con disimulo el reloj indicador. Me percaté de que Hayek ya estaba al corriente. Coincidimos en una de esas ojeadas al indicador y él, con cara de circunstancia pero trasmitiéndome su habitual seguridad, puso su mano sobre la mía y me dejó leer en sus labios: «Don’t panic now!». Aun así, ahora el problema era cuánto nos podríamos alejar del espacio aéreo de Irán y dónde tomar tierra. La nubosidad me impedía tener referencias de la tierra. Tenía que estudiar los planos pero no me atrevía a preguntar si alguien tenía experiencia en cartografía. No veía el momento de sacar los planos y empezar a resolver, con diligencia, algunas de mis dudas. Todos permanecían callados, desahogados por el peligro ya esquivado, al margen del peligro que nos acechaba. La ley de Murphy dice que: «cuando te percatas de que hay luz al final del túnel, es que esa luz es la de una locomotora que está a punto de segarte como una guadaña». Ahora me preguntaba por qué no abandoné la embajada cuando mi equipaje y el resto del cuerpo diplomático, incluidos Nani y Sai, lo hicieron. ¿Por qué convencí a mi primer ministro para que me mantuviese allí hasta ver cómo transcurrían las cosas? ¿Qué objetivo buscaba con ello? ¿Qué ganaba mi país manteniéndome ese tiempo extra allí? El valor parece implicar la asunción de un riesgo no medido, algo tan absurdo como inútil. No hemos venido a esta vida a ser valientes, sino a ser felices, a experimentar y a errar, a disiparnos y a encontrarnos más tarde, a languidecer, a recrearnos con lo propio o con lo ajeno, a ceder sin saber por qué, a experimentar el trémulo escalofrío de una caricia, a empequeñecer frente al miedo, a embriagarse con el placer, a abandonar el yo por el espacio que nos deja el no-yo del resto: ese que, a su vez, disfruta de nuestro propio vacío. No hemos venido a perecer en un resplandor de arrogancia masculina. No se gana nada. Se pierde todo. La vida. Me pregunto si es más valiente la madre que lucha a pecho descubierto que la que se esconde para amamantar a su cría; si es más valiente el hombre que muere por sus ideas que el que permanece vivo para defenderlas. ¿En qué lugar se sitúa el valor en mi escala de valores? Todo el mundo admira a los valientes pero: ¿por qué nadie los emula? ¿Por qué restringir el grueso de una vida a un efímero momento de esfuerzo y de gloria que, como mucho, embellecerá su propio epitafio? ¿Por qué admiramos a aquellos que coquetean siempre con la muerte? No es mejor vivir relajado, respirando hondo, esponjándose con placeres exentos de riesgo.

    Y mientras yo me engañaba concatenando absurdas preguntas, el ventrículo del motor eyectaba un flujo de combustible convertido en cuenta atrás: tic-tac, tic-tac. Volví a mirar a Hayek. De su rostro había desaparecido el talante tranquilizador de todo héroe. Yo seguía hilvanando recuerdos e

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