La arquitectura humana
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Eloy Ernesto González Suárez
Ernesto González (Colón, Matanzas, 1954) es licenciado en Información Científica por la Universidad de La Habana, publica artículos de opinión, poesía, relatos y fragmentos de sus novelas en revistas electrónicas desde el año 2001. Colaboró con la revista En la vida del área de Chicago, donde enseñó español en la Universidad East-West y en la academia Cultural Exchange. También fue asesor de la prueba de nivel de español, de alcance nacional, creada por Riverside Publishing. Trabajó durante trece años como traductor en el periódico en español Hoy del Chicago Tribune. Sus novelas están disponibles en amazon.com y en kindle (e-books).
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La arquitectura humana - Eloy Ernesto González Suárez
Santayana
Primera parte
Croquis de la ausencia
Habanera del emigrado
Espero que no pase, porque me mata. Me ha ocurrido en estas circunstancias y no puedo evitarlo: me paraliza. Y me ha sucedido, de otra forma, en el metro, en los autobuses, en la calle. Me aniquila porque me deja solo, absolutamente solo. Muerto. Rodeado de nadie, o sea, de fantasmas habladores, ansiosos. ¿Por qué hay tanta necesidad de hablar basura? ¿Por qué no quedarnos callados si no tenemos nada que decir?
Le he acabado de preguntar cómo se siente. Yo mismo he roto ese silencio que deseo. Me ha musitado: Perfectamente
. Se lo creo. Cuando una mujer suda y no le importa un carajo, es porque de verdad se siente bien. Pero que no pase, no, porque me va a matar…
¡Ahí está! Es un fragmento de Carmen, la famosa Habanera, y a todo dar. Con una habanera quisiera estar ahora.
Empapada, me mira disculpándose, me sonríe, me da un beso leve en el hombro, me pide silencio con su dedo índice en la boca y se inclina hacia la mesa de noche al ritmo de la pieza de Bizet. Agarra su cartera, saca su celular y habla. Dialoga. No sé qué dice, ni me importa.
Ya me mató sin remedio.
De cómo América encontró su perra
América, qué fácil se te hace recoger la mierda de tu perra por la madrugada, en medio de una tempestad o bajo un sol que raja las piedras, y a pesar del cansancio y de tus incontables afanes diarios. Con qué suerte de ternura escatológica observas cómo sale al mundo la defecación de tu mascota. Te inclinas a recogerla con desasosiego, y la examinas sin esas precauciones tuyas por prevenir la demasiada cercanía en un elevador o pasillo estrecho, de un ser humano, importante o no para ti, conocido o no, casi con la paz mental que te brindan el último seguro comprado o la subida del valor de tus acciones.
Tus acciones suben y bajan, la mierda de tu perra solo puede caer. Eso sí es seguro: los excrementos caen, tú los recoges y los contemplas. Aunque es un mismo ardor, en definitiva, el que espera el incremento del valor de tus bonos y la caída de las defecaciones caninas, para poder irte a hacer cálculos, pagar tus deudas o a soñar con más cosas buenas por las que te pasen cuentas.
Tía América, se te hace tan común pagar como recoger la mierda de Petit y examinarla antes de tirarla a la basura junto con tus guantes; o sospechar de su comportamiento pues ha depositado dos deyecciones cortas en lugar de la larga acostumbrada ―una alarmante señal de constipación que te arrastraría de inmediato al veterinario―, porque no se ha detenido a esperarte, no ha obedecido ninguna de tus constantes órdenes o no te ha recibido moviendo el rabo con suficiente alegría. Cualquier actitud inusual es sospechosa para ti, América, sobre todo si proviene de tu mascota, pues vive contigo y, valga decirlo, dedicada a ti.
¿Y qué está pasando al otro lado del mundo, quién está muriendo o naciendo bajo las bombas? Repites como un sonsonete las apologías de la televisión: Ese es el pago por la libertad que está finalmente inundando el planeta, ya llegará a Cuba también, lo verás. Y recuperaremos la mansión en Miramar
. "¿Te mostré la foto de Orlandito en el draifgüey¹? Le dejaron tirársela como si le hubieran hecho un favor. Los muy hijos de puta están usando mi casa como uno de esos policlínicos comunistas… y han desbaratado el jardín."
Por demás hasta los muertos reciben unos minutos de tu atención, los domingos, cuando no te pierdes una misa para rezar por ellos, por los de ambos lados, como insta el cura, sin distinción tampoco. La muerte te ha visitado, tía, y con tanto que sugiere parece haber enmudecido o haberse espantado al advertirte.
Nunca pude volver a abrazar a mi tío, fallecido de sopetón una noche, sin síntomas previos de padecimientos, con la saludable y sonriente imagen de triunfador enviada ocasionalmente a los familiares en Cuba.
Demasiado estrés
, te explicó el médico, estaba bajo mucha presión, se lo señalé, el corazón no aguanta tanto
.
Después de haberlo enterrado o quizás en la funeraria Rivero, mi primo te prometió un regalo imprescindible para tu viudez.
Petit me salió carísima
, recalcaba acariciando a la perra y lo repetías tú. No obstante, estaban de acuerdo en lo conveniente de esa inversión.
Mi primo murió a los dos años, en un hecho frecuente, diríase, casi esperado. Si hubiera salido vivo del hospital lo hubieran condenado bajo una ley que incumplimos todos, legisladores y legislados. Se mató él y a una mujer con su hijo en la intersección de dos avenidas, al conducir bajo la influencia de sustancias ilegales y de alcohol.
Anteriormente, en la fiesta del Día de las Madres ―una de las cuatro o cinco ocasiones en que nos encontramos―, él y yo conversamos un rato. El tipo sentado junto a mí no era en lo absoluto el entusiasta «cubano de Miami», como le gustaba nombrarse, que me había invitado a comer hamburguesa y a un club go-go de la Sagüesera² en mi segundo día «en libertad», sin preguntarme si me gustaban las carnes desabridas o las femeninas. Aquel era un hombre bastante deprimido.
Ya me lo habías dicho, tía, la depresión le había dado por comprar perfumes costosísimos y echárselos para acostarse a dormir.
¿Puedes imaginarte esa clase de gasto estúpido?
No sé si Orlandito estaba aburrido de las bailarinas semidesnudas, si la depresión no lo dejaba salir o si había adquirido el hábito de perfumarse a la hora de dormir solo, pues era soltero. No le pregunté nada. Noté su arrebatado deseo de ser escuchado, y me dispuse a hacerlo. Había contactado con una agencia internacional de citas para conocer una latinoamericana en su país de origen.
Aquí las mujeres se desgracian
, me susurró, primero quieren saber cuál es tu negocio y qué carro usas, persiguen el dinero, no les importa nada más
.
Lo seguí atendiendo. Olía fuerte, a buena colonia de hombre, estuve a punto de preguntarle la marca. A lo mejor podía conseguirla en oferta. Su voz rajada y su semblante daban ganas de morirse. Me contagió la depresión, me la pasó.
Tenía esperanzas de encontrar una buena mujer.
Me cuesta bastante, tú sabes, pero es una inversión a largo plazo.
Mi primo no pudo viajar a recoger los frutos de sus gastos en Colombia. Con su carro deportivo le pasó por arriba a una madre soltera y a su niño, y continuó rumbo hasta descabezarse debajo de una rastra detenida por el tráfico al amanecer. El diseño del adorado convertible facilitó su incrustación entre las enormes ruedas del transportador de bienes, la recortadura del miembro pensante y su salto unos diez metros hasta la puerta abierta de un garaje, donde otra mamá sin esposo salía para el trabajo.
La joven contempló pavorosamente el rostro sangriento y meditabundo aplastado contra el cristal delantero de su automóvil, y quedó traumatizada de por vida. Aunque tal vez no tanto como lo que ella, su niño y el abogado declararon fuera de corte. Era imprescindible alcanzar un arreglo: la reputación de la familia y del negocio del concesionario de autos ya se habían manchado lo suficiente.
Mi tía pagó miles de dólares por reparaciones psicológicas a la chofer y a su vástago, y subsidió la compra de un automóvil de uso en buen estado en una de sus agencias, para demostrar generosidad. No iba a costear la vulgar sustitución del cristal y del limpiaparabrisas inutilizado por el cabezazo. Ella y su marido siempre habían estado por encima de las circunstancias, no rompería esa tradición.
Qué gasto inútil
, susurró América en el velorio.
Y carraspeó.
Quiero decir, Orlandito se enamoró de ese convertible. Se lo advertí, era una deplorable inversión, pésima. Mi hijo nunca me escuchaba, jamás. Era un cabeciduro.
Habíamos ido al entierro privado acompañados de Petit, a quien tuviste que controlar porque se meó en una tumba e intentó cagarse encima de la de un potentado de bienes raíces de Miami. Te arrepentiste de los cincuenta dólares que soltaste para colarla en el cementerio.
Un dinero perdido, una estupidez mía
, murmuraste.
Petit estaba nerviosa y diarreica, si bien desconcertantemente feliz como lo mostraban las oscilaciones vertiginosas de su rabo. Sería por la excitación de estar en un espacio abierto, séptico, ilimitado, donde sí era un gusto escaparse de la correa sujetada con debilidad por América, para correr a sus anchas, aunque fuera sobre tumbas o callejuelas conducentes a ellas.
Te confieso, tía, no estoy seguro de si habías ordenado un entierro privado o era que solo unos pocos recordaban a un vendedor de automotores. Eso hubiera sido raro porque nos han enseñado que los carros son lo supremo. Y mi primo había sido un dador de felicidad, como su padre.
Quién no se siente feliz paseándose por Miami los fines de semana y negaría el placer de desplazarse en auto por la mañana, hacia el trabajo, para doblar el lomo las ocho horas que le permiten pagar por ese vehículo que lo lleva a trabajar y así poder pagar por él y a su vez ir despreocupadamente a laborar. Brinda tanta independencia, y qué decir de esos cristales ahumados defensores de nuestra privacidad mientras observamos al mundo discurrir, como una película que no nos interesa luego de haber pagado la entrada al cine.
La privacidad es tan importante. En algún sitio leí que ella y el aislamiento se habían entrelazado en un mismo estado de ser ―o en una nueva categoría del ser―, en el cual no se era. El atormentado escritor aseguraba que un ser aislado, o únicamente acompañado por los suyos ―o lo suyo―, nunca llegaría a la grandeza de uno despellejado. Perder la piel es la única manera de hacer contacto con la realidad, escribió. Al dejar de ser finito y aburrir a sus semejantes con perpetuos lamentos y preocupaciones acerca de sí ―y de lo suyo―, infelicísimo, se era despellejado, o sea, vulnerable, receptivo, vital, inmenso.
Deduje entonces que casi nadie era feliz. Claro, no te lo dije, tía, si a tu modo de ver eres todo. Eres tu casa, tus muebles, los carros de tus agencias, tus cuentas bancarias y el dinero escondido en la caja fuerte detrás del cuadro de mi tío en su biblioteca, por el cual no has pagado el impuesto sobre las ganancias. Eres tanto que te percibo borrosamente.
Mi tío avizoró el inagotable caudal económico de la alegría sobre ruedas y entrenó a su hijo para que la extendiera al infinito, como si el petróleo también lo fuera. ¿Quién iría a adivinarlo? Una familia tan movediza sin abandonar la Florida, ni siquiera para vacacionar en el exótico Panhandle, en el norte del Estado.
¿Por qué nunca pasan de Orlando, tía? San Agustín no está lejos, y es una ciudad histórica.
"¿Histocuánto?, ay, pliz³, no estás en Cuba, esta es América, jany⁴."
Sí, ya sé, justo por eso: ¿por qué únicamente van de vacaciones a Orlando y a su Disney? Antes de llegar yo, al bajarme de la balsa y durante mi vida en «tierras de libertad».
Acabado de salir del papeleo migratorio, el regalo de mi primo fue arrastrarme a un club go-go de la Sagüesera. No disponía de tiempo para conocerme y conversar de