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La boda del Vermú: O lo que pasó anoche nunca se sabrá
La boda del Vermú: O lo que pasó anoche nunca se sabrá
La boda del Vermú: O lo que pasó anoche nunca se sabrá
Libro electrónico516 páginas8 horas

La boda del Vermú: O lo que pasó anoche nunca se sabrá

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Hay otros mundos, pero están en este.

En un momento en que casi nadie dice nada, en esta novela se dice casi todo.

Un crisol de historias y personajes, con sus desvelos, sus amores y sus celos, sus inquietudes, sus aspiraciones y sus enredos, van tejiendo esta novela irreverente y lúcida, solo en apariencia ligera. Un único requisito es necesario para disfrutarla a manos llenas: adentrarse en ella con sentido del humor.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento14 nov 2018
ISBN9788417483937
La boda del Vermú: O lo que pasó anoche nunca se sabrá
Autor

J. G. De la Cruz

Nació, la primera vez, en Madrid, un marzo en los tiempos en que se acababa el racionamiento y el razonamiento; y la segunda, en Zaragoza, un febrero del siglo XXI. Lo que más desea de todas las cosas sería saber a quién se le ocurrió la vida, pues le gustaría hablar con él, o ellos, porque esto no puede ser cosa de uno solo, quien fuera, tuvo cómplices. Los científicos dicen que se creó sola, por no se sabe qué conjuros químicos, pero los cristianos dicen que fue un dios que tuvo un hijo cándido que mandó a la Tierra para redimirnos, si bien lo único que el pobre consiguió es que le hostiaran vivo. Los del islam tienen una historia parecida, aunque menos trágica, y los judíos también, pero no hay que hacerle mucha oreja a ninguno, porque cada pueblo tiene la ingenua convicción de ser la mejor ocurrencia de Dios. Piensa lo que le da la gana y suele decirlo; sabe que la política no es cosa de tomarse a risa, pero no hay más remedio que partirse cuando se oyen sus fábulas. Ha publicado dos novelas, Balas y caricias, una historia esperpéntica de la guerra civil, y Diario íntimo de la ingenua Marilín, otra historia esperpéntica de la sacrosanta transición. Y eso es todo, amigos.

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    La boda del Vermú - J. G. De la Cruz

    La boda del Vermú

    O lo que pasó anoche nunca se sabrá

    Primera edición: octubre 2018

    ISBN: 9788417483364

    ISBN eBook: 9788417483937

    © del texto:

    J. G. De la Cruz

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A Hugo, que acaba de llegar.

    Y a todos los que me salvaron la vida

    y no se han arrepentido

    La boda del Vermú

    o lo que pasó anoche nunca se sabrá

    A Maritina, la hija del farmacéutico, el licenciado don Ignacio Gómez Urrutia, que es barbaridad de guapa y estudia botánica, le gusta mucho irse detrás de los cañaverales del río a darse el lote con su novio, sobre todo cuando la primavera está al llegar y remueve las cosas del querer. Y ahí se pasan la tarde palpándose con pasión de primerizos las partes más divertidas del cuerpo, pero sin pasar a mayores. Maritina, después de dejarse sobar a base de bien, recompensa al muchacho meneándosela con un pañuelo y mucha precaución, porque piensa que esos cacharros no son nada fiables y los carga la mano velada del diablo, y no vaya a ser cosa que las salpicaduras enreden, mientras se va dejando hacer, pero siempre con las bragas puestas. Cuando los apremios del deseo ya van de bajada y el enredo hormonal pide sosiego, se levantan, él le dice «te quiero que ni sabes mi reina», y ella le contesta «pues anda que yo», mientras se sacude las bragas de tierra, se estira un poco la falda y se ahueca la melena con los dedos, y después, cogidos de la mano se van andando hacia el pueblo por la orillita del río deshojando las margaritas del amor con el pensamiento, echándose piropos y comiéndose con la mirada. Menos cuando llueve. Cuando llueve se tiran toda la tarde en el coche dándole al asunto y sacándole lustre al alma mientras escuchan los éxitos de Leonard Cohen, que a los dos les gusta mucho. Sobre todo a Maritina que, como sabe algo de inglés, cada vez que oye las romanzas del poeta se pone muy tierna y trascendente y le da por pensar en las cosas sobrias de la vida.

    —¿Te das cuenta, Josemi —le dice al novio, toda sensible—, de que ya nadie se cree eso de que la democracia es el menos malo de los sistemas políticos, y que llevamos cerca de un siglo escuchando la misma murga, y que se ha convertido en un eslogan casi como si fuera el anuncio del Cola Cao, y que solo lo catequizan quienes viven de ella? Piénsatelo.

    —Si no tengo nada que pensar. Tienes toda la razón del mundo, pero ¿cuándo me vas a dejar que te haga el coito, Maritina? Aunque sea con marcha atrás.

    —Y, encima, lo carísimo que nos sale un sistema que funciona tan mal y está tan podrido, por lo menos en España. No quiero decir con esto que la democracia sea una mierda, entiéndeme bien, Josemi, sino que es un arma muy delicada y peligrosa para que jueguen con ella las manos de la condición humana —sigue diciendo ella, más atenta a su filosofía que a las prisas del novio—. ¿Y que nos empeñamos en votar, una y otra vez a los partidos más corruptos, sin plantearnos nada, y que vamos cuesta abajo y sin frenos, porque cada presidente que llega hace bueno al anterior, y que acudimos en manadas a las urnas, sin criterio y sin pensar, como si fuéramos de romería?

    —Pues eso es la democracia, ¿no?

    —No, eso no es la democracia.

    —Y qué más te da, Maritina. ¿Me has oído o no?

    —La democracia son más cosas, Josemi. ¿Tú qué crees, que somos idiotas, o es que nos da igual todo?

    —Las dos cosas. Pero ¿me has oído o no?

    —¿El qué?

    —Lo del coito.

    —¿Y que como sigamos así terminaremos más podridos que en Italia, que hasta jueces y fiscales forman ya parte del enredo?

    —Mucho peor que en Italia, Maritina, como en México, pero ¿me has oído o no?

    —¿Y que al paso que vamos en poco tiempo tendremos más políticos presos que presos políticos hubo en tiempos de Franco? —continúa ella con sus preocupaciones.

    —Ya lo creo, habrá que hacer más cárceles que colegios para que quepan todos, pero ¿me has oído o no?

    —¿Y que ya solo falta que nos salga algún ministro que tenga una fábrica de extintores, y que haga una ley que nos obligue a tener en casa un extintor en cada habitación para salvaguardar nuestras vidas?

    —Hombre, que sí. ¿Oye, Maritina, pero me has oído?

    —¿Y que al paso que vamos, y por el abuso y la mala gestión de los gobiernos que hemos tenido y tenemos, acabaremos cagándola, porque saldrá el partido que siempre sale, prometiéndolo todo y contándonos lo que queremos oír?

    —Eso seguro, ¿pero me has oído?

    —¿El qué?

    —Lo del coito.

    —Ay, qué pesado eres con el coito, Josemi, de verdad. No sé. Cuando nos deje mi mamá. Ya sabes cómo es para estas cosas —le dice ella mientras no deja de pensar en sus trascendencias.

    —Entre tu mamá y tú me estáis quitando las ganas de vivir.

    —¿Y por qué no la convences?

    —¿De qué?

    —Pues de eso, lo del coito. Porque no te creas que a mí no me gustaría. Seguramente más que a ti.

    —¿Convencer a tu madre?, pero si tú naciste cuando tus padres aún eran novios. Y, además…

    —Por eso. Mi mamá no quiere otro desliz en la familia —le interrumpe Maritina.

    —Pero digo con marcha atrás, Maritina.

    —Ni con marcha atrás ni con marcha adelante, que luego no te da tiempo a quitarte.

    —¿Que no me da tiempo? Ya verás… —le dice Josemi, haciendo el intento.

    —He dicho que no. Y vale. Cuando nos casemos.

    —¿Y con condón?

    —Eso es engañar a Dios, Josemi. Ya lo sabes tú.

    —Tú sí que eres un engaño de Dios. Vete a la mierda, Maritina.

    —Jopelines, Josemi, ya te has enfadado, ¿a que sí?

    Al regreso de la capital, donde estuvo en el hospital recuperándose de una embolia, el padre San Emeterio dijo que había estado a las puertas de la muerte, sufriendo el traqueteo horroroso de la estampida equina y el suplicio atronador de las trompetas del Apocalipsis machacándole los tímpanos, y sintiendo la mano gélida de San Pedro tirando de él, y que se había visto muertito en la cama, y también el túnel ese que ve todo el mundo, con sus lucecitas al fondo, y los enormes y densos prados del cielo donde casi seguro y, plácidamente, tendremos que tirarnos pastando toda la eternidad. Y dijo que venía con un recado de Dios, contundente y explícito, que aclarará en el púlpito con pelos y señales el primer Domingo de Pentecostés si se encuentra en condiciones.

    Al padre San Emeterio la embolia le ha dejado la boca un pelín torcida, cojea algo, bizquea un poco, y apenas puede mover el brazo derecho, y le atenaza una gran congoja porque no sabe si podrá volver a dar la eucaristía con la destreza de siempre. Por su manera de ser tan altiva, su inclinación a la bebida y algunas discrepancias relacionadas con el dogma, el padre San Emeterio tiene muchos problemas con el obispado, pero sobre todo porque se queja abiertamente, en público y con mucho pesar, del suplicio vital que acarrea el voto de castidad. Dice que ese mezquino empeño por fuerza se le tuvo que haber ocurrido a un papa impotente o mustio. Está escribiendo un ensayo teológico de mucha profundidad y fundamento en el que quiere demostrar que la castidad dificulta la divulgación serena y ponderada del Evangelio, es incluso una traba, dice, un impedimento a la elocuencia, pues no tiene ni punto de comparación ponerse a contar los enigmáticos fines de Nuestro Señor estando a verlas venir que bien servido. La abstinencia crea reconcomio y mala baba. «Creced y multiplicaos, y llenad la tierra», este es un mandato del Señor —dice el padre San Emeterio—, no me lo invento yo. Y por su sabida sutileza y delicadas formas empleó ese eufemismo, pero más nos habría valido a todos que nos hubiera dicho a las claras que no nos puso la chorra de adorno. «Me da a mí la sensación de que la palabra de Dios se explica con más ilusión y mejor ánimo si estás bien follao», dijo así de claro un día en el Café Universal cuando iba con más vino del que le cabía en el cuerpo. Monsieur Robespierre —que es católico, francés y librepensador— le apoya y dice que puede que tenga razón.

    Este pueblo es de lo más natural. Es como cualquier pueblo de España: la gente nace, se alimenta como puede, crece, se casa, se pone mala, enviuda y cuando le llega la hora va y casca, como en todos los sitios. Tiene sus trocitos verdes y sus secarrales, su mojón a la entrada, su santo patrón asado en la parrilla —al que se le llena de regalos en su onomástica para que haga llover—, su aparición de la virgen —a la que se atiborra de flores y fruta cada año en la ofrenda—, sus mozos enloquecidos con su torito al que clavarle cosas, su cachito de madera de la vera cruz, su ancestral milagro, su ambulatorio chiquito y su delegación grande de Hacienda, su ayuntamiento con sus cochazos, su colección de banderas, su pararrayos, y sus funcionarios y funcionarias con moscosos y moscosas que desayunan dos veces al día, sus tierras de baldío y de labranza, su puesto de la Guardia Civil, sus vecinos con asuntos de lindes, su banco, sus parados sin esperanza, su quiosco de los ciegos, su indultado de Semana Santa, su tienda de ultramarinos, su cenizo, su bar, sus moritos buenos y sus sudacas, sus gitanitos, su casa rural, su mariquita, su ricachón, su chica ligera, su concejal dudoso, su tonto, sus riadas históricas, sus cuatro pedruscos romanos, sus abuelos que cuentan la guerra según les fue, su ermita a las afueras y su iglesia en el centro, su párroco, sus cuestas arriba, sus fusilados de un bando y sus fusilados del otro, su chica de la curva, su congosto de la violada, su mirador de la reina..., y todo eso que tienen los pueblos. En fin, nada que se salga de lo común, excepto que se habla mucho y por demás. Y por eso, y por hablar, se dice con mucha repetición y en voz alta que el señor alcalde, don Bartolo de Labandera, tiene amores furtivos un tanto turbios con madame Susú, la dueña del Conejito Sabrosón, el club de señoritas que está a la salida del pueblo, en la carretera que lleva a la capital. Y esto no sería de extrañar, pues es madame Susú la mismísima alegoría de la lujuria, parece que estuviera hecha de miel y mazapán, posee una sensualidad tan soñada que es capaz de echar abajo los arbotantes mejor cimentados de la castidad humana, y es tal el hechizo que desprende que a pesar de lo mal visto de su oficio está altamente considerada en el pueblo, no solo por su augusto embeleso y el imán de sus exuberantes hechuras sino, también, por el prestigio que le procura, según se dice, el que en sus años jóvenes anduviera trasteando por alcobas de alcurnia y que llegara a tener amores fatales con un ministro francés, que la preñó y luego la abandonó entre el despecho y las lágrimas cuando se enteró de que se estaba tirando al sultán de Brunei. Pero el padre San Emeterio asegura que no, que lo del ministro puede que sea, pero lo del sultán de Brunei nanai de la china. Se lo inventa ella para darse leyenda y cobrar más, dice. Pero la verdad es que no hay que ponerle mucho oído a tanta cháchara, porque también se dice que don Onésimo tiene esa cara de vinagre y el garbo abatido porque le pasa lo mismo que le pasó a Luis XVI con la pobre Mariantonieta; resulta que el hombre lleva más de siete años de matrimonio, y su señora esposa, doña Milagros —que regenta el estanco del pueblo desde que se inventó el mundo—, por asuntos tocantes a la fe y la honra todavía no le ha consentido la consumación, y es por ello que tiene una querida en la capital con la que se lo pasa de cojones. O que el señor Ciencasas, concejal de los conservadores, al que apodan Heidi y es algo sarasa, le preparó con descaro el examen de administrativo a Pedrito, un ujier veinteañero del ayuntamiento que le hace tilín. Lo de que es mariquita se sabe porque, aunque él lo niega todo, en el ayuntamiento hay concejales de la oposición que tienen fotos en el móvil del señor Ciencasas en tanga y disfrazado de Pedro Botero tocándole el culo a un travesti subido en una carroza en el último desfile del orgullo gay en Madrid y, además, don Onésimo, que también trabaja de ujier en el ayuntamiento, dice que los ve entrar en el ascensor mirándose con mucha ternura, y que lo paran entre piso y piso, y sabrá Dios lo que hacen allí.

    —¿Eso no serán figuraciones suyas?

    —De figuraciones, nada. Todos los días se las apañan para bajar y subir en el ascensor como mínimo dos veces.

    Y también se dice, con mucha voz y en alto, que Paquita la Cachonda, que es hija de Lucerito, una de las señoritas más importantes del Conejito Sabrosón, también es hija del padre San Emeterio. Válgame el Señor. No lo puede negar porque tiene la chica la misma nariz y los mismos ojos que el cura, dicen, y hasta los andares. Es clavadita. Y Lucerito, la pobre, lleva una tirada de años detrás de él reclamándole sin éxito alguno una pensión alimenticia, porque asegura que cuando se trajinó al cura no estaba en horario de trabajo, y se entregó a él de gratis y con pasión de novia. Las dudas del pueblo sobre este asunto tan delicado están repartidas, pues es cierto, según el señor José, que al padre San Emeterio nunca se le ha visto por el Conejito Sabrosón, ni de cura ni de paisano ni tan siquiera disfrazado, pero se dice que cuando le pega a la botella le da por excederse un poquito en los límites de la cordura, entonces se despista y se anuda con agrado a esas cositas que le dan a la vida ese puntito picante que tanto gusta. Y como la cosa no está del todo clara, y por ponerle más gasolina al fuego, los más atrevidos dicen que no saben si el padre San Emeterio le pone tantas atenciones y cuidados a la Paquita porque de verdad es su hija, o es que en realidad se la quiere tirar. Pero hay más indicios de que sea amor paterno, porque de tanto ir el cántaro a la fuente al final pasa lo de siempre, que se rompe, y se echa mano del refrán porque muchas de las chicas del Conejito Sabrosón se confiesan con él y entre pecado y pecado le ponen el alma a cocer, y algunas de ellas son tan descaradas y risueñas que por mera diversión le dicen cosas verdes y le hacen cucamonas, y cuando están más juguetonas de lo normal le confiesan cochinadas de mucho pormenor con los clientes a quienes atienden para tentarle con el mismo descaro con que el diablo tentó a Cristo en el desierto, y son tan revoltosillas que les entra la risa viendo cómo el cura se pone nervioso con las picardías que le cuentan. «Ay, ay, ay, que me ponéis el pecado en la boca, trastillos», les dice él para atenuarse el rubor.

    Aunque la verdad es que sobre estos asuntos tan delicados de las ingles ya casi nadie se lleva las manos a la cabeza, porque la sociedad se ha endurecido y está de vuelta de todo, y ha comprendido que los tirones de la Naturaleza son para todo el mundo igual —para todos los oficios y en todas las épocas y culturas—, y tenemos numerosas referencias históricas que lo atestiguan, puesto que esas debilidades vienen de viejo, desde allá por los tiempos de esplendor de la Santa Madre Iglesia, cuando los papas crápulas y toda esa banda de obispos y cardenales gordos, atiborrados de cochinillo y vino, llenos de anillos y oro y vestidos de marqueses, que prometían el cielo a las feligresas si se la chupaban, se hacían concilios de pompa y boato cada dos por tres para disputarse el poder por las buenas —de ser posible—, o de lo contrario llegando a las manos y de paso determinar dogmas y ponerse de acuerdo en buscar modos refinados de esquilmar a la grey subiendo los diezmos sin llamar mucho la atención ni ofender a Dios, pero principalmente para no ponerse impides a su propio existir y darle salida legal al gustazo por la vida, y se conoce que en uno de ellos, tras mucho y debatido análisis, debieron llegar al feliz desenlace de que no era sano ni prudente dedicarse solo al alma y tener desatendidas las necesidades del cuerpo. Y parece ser que fue la desgracia del papa León X la que les inspiró para llegar a tal conclusión, cuando le pilló el soponcio entretenido en asuntos mundanos, a medio polvo, quiero decir, y se tuvo que ir al otro mundo sin confesión ni haber tenido tiempo de ocuparse de los estribillos espirituales, sufriendo, el pobre, más que por abandonar las delicias de esta vida, por la que le iba a caer cuando en las alturas le leyeran la cartilla y el espanto de imaginarse la cara de cabreo que tendría el Señor cuando le recibiera, si es que le recibía. Y parece ser que también es en ese hecho, o en alguno parecido, en el que está basando su ensayo el padre San Emeterio, que arremete con mucho suspiro contra el Concilio de Trento, y que «esa cábala no se tuvo que haber celebrado nunca, dice, pues fue el error más grave cometido por la Iglesia, ya que fue en él donde se implantó la salvajada del celibato». De modo que, entre unas cosas y otras, la costumbre se nos hecho norma y de un tiempo a esta parte, y aunque cada papa que llega les reprende con el palo en la mano, no paran de salir curas amorosos reivindicando la legalización de sus debilidades. Así que, como hay que vivir con las flaquezas de todos, es mucho mejor no tener en cuenta casi nada de lo que se dice ni se hace, porque ya se sabe que en los pueblos de pocos vecinos el aburrimiento a la vez que es hábito es también condena, y para aligerarla nos tenemos que tirar las tardes entre chascarrillos y jodiendas, contando nubes y tórtolas o inventando cuentos de comadre que nos ayuden a pasar el rato.

    Es sabido desde tiempo inmemorial, o de antes, si se pone uno a buscar, que a la tribu nos gusta mucho pegar el cuento y enfangarnos en la secular morbosidad de darle a la lengua sin compasión a costa de quien sea y caiga quien caiga, y más todavía si el comadreo va aliñado de envidia, entonces ajustamos el honor a la decencia otorgándole rango de pecado atroz al amor furtivo, que suele ser el que más juego da porque las conversaciones suelen ser más densas y largas, y además todos tenemos un par de conocidos o tres que mean fuera del tiesto, de modo que nunca nos faltan medias verdades y fábulas con las que deslumbrar al vecino y de paso tocarle la moral al prójimo, y de ahí luego derivan comentarios jugosos y entusiastas que duran hasta la hora de cenar, y tal dislate es una bendición, pues sin darte cuenta echas el día tachando descuidos y juzgando conductas que rediman lo nuestro. Y, por eso, y ya puestos, frente a tantos dichos y delirios de gratis nos vienen a la lengua esas ligerezas sobre el alcalde, de que mira tú, qué tío, qué jodío el gachó, como si no hubiera mujeres decentes en el pueblo para que tenga que echar mano de guarronas, o que si el dinero que despilfarra en ese putón bien se lo podría gastar en mandar a la hija a la peluquería, o que si el gasóleo de la calefacción de su casa y la gasolina del coche se lo pasa al ayuntamiento, y todo el sinfín de barbaridades que se nos ocurren cuando le damos rienda suelta al ánimo y nos da por ponernos a recitar romanzas ajenas. Válgame Dios.

    Y como además estamos educados en el sufrimiento de la resignación poética que proporciona la amargura vital cristiana, y que tanto beneficia al alma con sus mecanismos expiatorios y nos presta la luz necesaria para dulcificar los estragos que acarrea la relajación moral, resolvemos que es para nuestra comunidad asunto garrafal el pecado de faldas, de modo que nos parece cien veces más excesivo que el alcalde se tire a madame Susú, a que se quede con la pasta de los contribuyentes, si es que se la queda. Y algo de sano y de razón debe haber en esa prioridad, pues es de mal gusto y fuera de toda norma que un representante elegido por el incuestionable sufragio universal arrastre la compostura en el fango por el tirón de un coño, pero gracias a Dios que casi nunca en la vida está todo perdido, y el instinto siempre encuentra una ventanita por donde salir en auxilio de la pasión y acudir presto en descargo de la conciencia, y como además estamos hechos de bondad y juicio, y es absoluta y colosal la fuerza con la que tiran las faldas, es muy hermoso y humano que tengamos que buscarle alegato al desliz con el argumento de que la debilidad por las faldas es una ley muy antigua y de lo más natural, que está reconocida internacionalmente. Pero monsieur Robespierre dice que sí, que muy bien y muy bonito todo, pero que a él le parece cien veces más extravío quedarse con la pasta de los contribuyentes que tirarse a la Susú esa, pues no es higiénico para la democracia, dice, ni para el buen gobierno de una persona que un candidato electo se ponga en boca de nadie, ni por faldas ni por dinero, por mucho dinero que sea, no le vaya a pasar a nuestro ilustre alcalde lo que les está pasando a los bolívares de la patria y su recua de concejales de urbanismo, colegas, secretarios, jefes de gabinete, contables y testaferros, que vuelven locos a los jueces con su ingeniería delictiva, y que mientras van anestesiando a la chusma con alharacas de libertad verdadera, cánticos de solidaridad, democracias imaginarias, y quimeras de todo tipo, no paran de sacarle beneficio a la urna, y ya con descaro abierto y sin ningún encubro se animan y van haciendo caja comprando voluntades, pareceres, coches, yates, terrenos y chalés.

    Monsieur Robespierre, que tiene en entredicho la mayoría de los impuestos del Estado por abusivos y estar sacados de la manga, dice que solo falta que encima se nos descojonen quedándose con ellos, y ahí siempre suele echarle una mano don Onésimo —el ujier del ayuntamiento— al que la mujer todavía no le ha dejado hacer cositas, y único humano falangista que queda en el pueblo, pues repite mucho que con el caudillo en vida no existía el ierrepefe ese de los cojones y se vivía igual. «O mejor», apostilla siempre su señora, que siente mucho la nostalgia de la abundancia y sabe de las bondades de los bolsillos llenos. Por eso, monsieur Robespierre, que es de mucho tino en los pensamientos y las opiniones, dice también que hay que estar muy atentos y tener mucho cuidado, porque de un tiempo a esta parte se está tomando la costumbre de echar a la televisión, como el que no quiere la cosa, para que cuando lo perpetren tengan la excusa de decir que ya lo venían avisando, eso de que como sigamos así la sanidad y las pensiones no se podrán mantener, pero todavía no les he oído yo decir que como sigamos así las autonomías no se podrán mantener.

    —¿Usted lo ha oído alguna vez?

    —El qué.

    —Lo de que no se van a poder pagar las autonomías.

    —Yo, nunca.

    —¿Y usted cree que es legítimo que se cuestionen las pensiones en un país, el nuestro, en el que cada concejal tiene querida y coche oficial y, además, hay parlamentos cada doscientos kilómetros? Que hay casi más parlamentos que hospitales.

    —Por supuesto que no. Eso debería ser lo primero que habría que echar abajo.

    —¿Lo de los coches, o lo de las autonomías?

    —Las dos cosas.

    —Pues eso. Parece ser que todo lo demás corre peligro, pero el despilfarro inútil de las autonomías, no. Ya hace falta echarle huevos y desfachatez para decir que corren peligro las pensiones en un país en el que, de media, entre políticos, sindicatos y empresarios se roban al año treinta mil millones de euros de dinero público. Así que si algún día dejaran de pagarse las pensiones o la sanidad, y no se hubiera acabado antes con la corrupción, desaparecido el cachondeo de diecisiete parlamentos inútiles con sus alfombras rojas, sus ínfulas y fastos aristocráticos, las miles de empresas públicas, que son el cajón sin fondo para colocar amigos y familiares; las televisiones autonómicas, que para lo único que sirven es para reírle las gracias a cada cacique de provincias, y mil chanchullos más, habría que ir pensando en asaltar de nuevo la Bastilla —dice monsieur Robespierre, todo convencido, haciendo la señal de la cruz.

    —Pues no les vendría mal. Ellos se lo habrían buscado. Pero para asaltar la Bastilla hace falta hambre, monsieur Robespierre.

    —¿Hambre? Yo creo que lo que hace falta es dignidad. Lo que no es de recibo en un país civilizado es que una persona tenga que tener tres curros o más y encima solo le llegue justo para comer. Los países que mejor funcionan son los que tienen a los trabajadores bien pagados y, por tanto, la riqueza mejor repartida. El único fundamento de los gobiernos es mantener el bienestar de la sociedad. Únicamente es para eso para lo que se les elige, el que luego se erijan en dueños del país es cosa suya. Pagando bien a la gente la economía se mueve más ligera y la sociedad es más próspera que si el dinero lo tiene solo uno. Si el dinero lo tiene solo uno vamos a la ruina cuando se le antoje. Perdone usted la perogrullada, pero las crisis solo se pueden dar si el dinero está en pocas manos. Eso es de cajón, ¿o no?

    —Ya le digo.

    —Pues eso.

    —¿Sabe usted cuándo se ve que un país está ya en las últimas?

    —Cuándo.

    —No cuando el desempleo es alto, sino cuando aun trabajando, apenas llega para comer. Eso es más alarmante y desalentador que el paro.

    —Eso me parece a mí también.

    —A toda esa jauría de sinvergüenzas —sigue diciendo monsieur Robespierre—, habría que meterlos en la cárcel de por vida, y una vez al mes sacarlos a la plaza del pueblo para exhibirlos en una jaula con un letrero que pusiera: «Sois medio gilipollas, mientras yo estaba legislando y firmando decretos para subiros la luz, el agua, el gas y los impuestos, me lo estaba llevando muerto. Ah, y no se os olvide volverme a votar cuando me indulten y salga de la trena. ¡Pringaos!».

    —Hombre, monsieur Robespierre, si además de decírnoslo tan claro, nos insulta, a lo mejor le tiran tomates o piedras.

    —Pues por eso, para que se los tiren. Guindarles el dinero a los contribuyentes es un delito tan abominable y vergonzante que tendría que estar castigado con pena de muerte, por lo menos.

    —Ya, pero en este país no hay pena de muerte.

    —Pues que la pongan. Usted imagínese que el presidente de nuestra comunidad de vecinos se quedara con la pasta que cada uno pone todos los meses, y en vez de comprar el gasóleo para la calefacción o los arreglos de la escalera se lo quedara él, y que encima nos pidiera derramas. Figúrese qué le haríamos.

    —Lo linchábamos en el patio.

    —Pues eso es exactamente lo que está pasando en la política española. Se lo están quedando todo. Casi no hay día en que no salga un nuevo caso de corrupción. El abuso lo han convertido en ley. Son descaradamente golfos y avaros. La democracia, para lo que más ha servido en este país ha sido para que se dieran a conocer y salieran del escondite todos los chorizos. ¿Usted se cree que si en la política no se manejara tanto dinero como se maneja se darían los navajazos que se dan por amarrarse al sillón?

    —Qué razón tiene usted, ¿pero sabe lo que pasa, monsieur Robespierre?

    —¿Qué?

    —Que ese no es el problema. El problema es que los españoles somos una sociedad enferma casi en estado terminal, andamos con la salud mental desordenada y el sentido común perdido, somos irreflexivos y vivimos a salto de mata, no creo que exista sociedad en el mundo que vote, y cada vez con mejores resultados, a los corrompidos. Y eso es lo primero que tendríamos que hacernos mirar. Cada vez que vamos a votar y los volvemos a elegir les estamos diciendo a voces que nos gusta que nos roben, y de paso, les damos pie a que nos tomen por gilipollas. Sepa usted, amigo mío, que con el voto estamos legalizando la corrupción. Así que no nos podemos quejar luego de que cada día que pasa nos las hagan más gordas. La estupidez se paga.

    —Pero es irremediable. Tenga usted en cuenta que el sufragio universal es puro azar, turbio y manipulable. En España ya ha quedado demostrado y hemos tenido tiempo de ver que da igual que mande la derecha o la izquierda, todos son corruptos. De lo que se deduce un silogismo simple y descorazonador: si consideramos idiota al electorado de la izquierda por votar a sus corruptos, y consideramos que los de la derecha hacen lo propio con los suyos, no queda otro remedio que pensar que el electorado en su totalidad es idiota.

    —O está manipulado.

    —Posiblemente. Pero hay que tener en cuenta que cuando se pertenece a un partido político se pierde la cabeza y las ideas propias, entras como en un estado de enamoramiento cómico. Ser forofo de un partido político es un sentimiento primitivo e irracional. «Un idiota es un idiota, dos idiotas son dos idiotas, pero diez mil idiotas son un partido político», dijo Kafka en alguna ocasión.

    —Atinada reflexión. Y en eso se basan los partidos, en que saben que hagan lo que hagan tienen fijos una porrada de gilipollas que les van a votar igual.

    —Esto no tiene remedio —se lamenta monsieur Robespierre.

    —Entonces, ¿por qué se dice que el pueblo es sabio?

    —Ni idea. Debe ser otra de las muchas muletillas de los partidos para levantarle el ánimo a la chusma.

    —Me pone usted los pelos de punta. Y, entonces, ¿qué podemos hacer?

    —No sé. Piense usted algo —dice monsieur Robespierre.

    —No se me ocurre nada. ¿Lo de la Bastilla…, o algo parecido?

    —Bah, tampoco. Luego saldrían stalines. Las revoluciones nunca han solucionado nada. Y casi siempre ha sido peor el remedio que la enfermedad. Los predicadores revolucionarios en lo único que piensan es en quitarte a ti para ponerme yo. Es la condición humana lo que hace imposible la política honesta.

    —Entonces, ¿eso que dijo usted de asaltar la Bastilla...?

    —Hombre, ¡era una manera de hablar!

    —Pues entonces…

    —No sé, que se hagan leyes duras contra la corrupción..., con cadena perpetua, o incluso lo de la pena de muerte que le he dicho antes.

    —Parece mentira que siendo usted filósofo sea tan ingenuo. Las leyes las tienen que hacer los que se las están llevando. O es que se cree usted que se han caído de un guindo como nosotros.

    —Cierto. Bah, déjelo.

    —No, mire, aún hay esperanza, ¿sabe cuál se me ocurre que podría ser la solución del país?

    —No.

    —Que se creara el Instituto Nacional de Compras.

    —¿Qué?

    —Como lo oye.

    —¿Y eso para qué serviría?

    —Pues para bastante, todo nos saldría más barato. La corrupción se acabaría si a los políticos les estuviera vetado tocar el dinero del país. Que gobiernen, vayan y vengan, inauguren, se hagan fotos con famosos, evangelicen, pero que no toquen el dinero. Si se creara este instituto independiente, se centrarían en él todas las compras del Estado, y sin que los partidos pudieran meter la mano, mataríamos dos pájaros de un tiro. El primero, que los políticos no tendrían oportunidad de corromperse, el que evita la ocasión evita el peligro; el segundo, que la limpia en las listas sería notable. Si no hay dinero por medio, los candidatos se quedarían en menos de la mitad; costaría Dios y ayuda llenar las listas, y los que se presentaran lo harían por verdadera vocación. Es decir, se presentarían solo los buenos, porque con el sistema que tenemos ahora se presenta solo la delincuencia.

    —A ver, explíqueme bien esto, que no me parece ninguna tontería.

    —Verá. Todas las compras, concesiones, licitaciones, necesidades de los ministerios, ayuntamientos, etc., tendrían que pasar por el citado instituto, que estaría formado por funcionarios al margen de los partidos. Al igual que se intenta hacer con la justicia, sería un ente autónomo y los gobiernos no pincharían nada; la gerencia y el personal serían cargos conseguidos por concurso oposición. Cualquier cosa que necesitara el ministerio tendría que pedirlo al instituto, y este se encargaría de la gestión completa de la compra. Que Fomento tiene que hacer una autopista, este organismo se encargaría de sacar a concurso la licitación, los partidos no tendrían voz ni voto en la adjudicación, no habría trato de favor ni chanchullos parecidos. La única solución de acabar con la corrupción en este país es que los políticos no puedan tocar el dinero. No hay otra. Las cantinelas esas que estamos hartos de oír en las campañas electorales de la transparencia, la regeneración política y todas esas trolas, ya no se las cree ni el tato.

    »Los beneficios para los contribuyentes serían incalculables. Se arreglarían muchas cosas sin tocarlas, por ejemplo, la porrada de empresas públicas que existen dejarían de tener sentido, porque para lo que están creadas es para colocar familiares y desviar fondos públicos para el bolsillo de los políticos y la financiación de partidos. Eso lo sabemos todos. Hasta el despilfarro extravagante de las autonomías disminuiría una barbaridad, tenderían a desaparecer, porque ellas mismas se irían agotando, dejándose morir y perdiendo interés, sin preocuparse ya por las competencias, porque para qué las quieren si no hay de dónde rascar.

    »Y hasta el choto que montan los partidos nacionalistas con la independencia dejaría de tener sentido si el dinero no lo fueran a manejar ellos. No se crea usted que los partidos nacionalistas sufren en el alma los estragos del yugo de la ocupación, como le cuentan a su pueblo amado. Lo único que tienen en la cabeza es esquilmar ellos directamente la pasta a su ingenuo pueblo. Para eso quieren la independencia, para nada más, pues si la estafa de los tantos por ciento se hubiera dado siendo Cataluña independiente se sentirían más protegidos ante el acoso judicial, pues se aman tanto entre ellos que los jueces lo hubieran tomado por travesuras de chiquillos y no tendrían valor para enjuiciarse entre arios. Como está pasando a nivel nacional. Cuando a un hombre le hablas de patrias y banderas lo agilipollas.

    —Seguro que sí, pero ¿usted se imagina la cantidad de personal y de burocracia que se necesitaría para llevar a cabo todas las compras del país?

    —No lo sé, pero por mucho que fuera el gasto de mantenimiento y personal, no llegaría a la décima parte de lo que se roba al año. Porque lo malo de la corrupción no es el dinero que se embolsan los políticos y los partidos, eso es calderilla, lo verdaderamente importante, y en lo que no se repara, es en el gasto que supone la cantidad de obras sin sentido que se tienen que inventar para poder llevárselo. Ahí está el gasto principal y por eso es tan caro el país, y por eso hay tantos aeropuertos sin aviones, piscinas y complejos deportivos en cada pueblo siempre vacíos, exposiciones internacionales absurdas, monumentales auditorios sin oyentes, como el de este pueblo, por ejemplo, autopistas que no van a ningún sitio y una lista interminable de barbaridades que quitan el hipo.

    »Menos mal que Dios puso la mano y no le dieron a Madrid los Juegos Olímpicos, con los que los políticos ya empezaban a relamerse. El esquilmo hubiera sido tan enorme que habría pasado desapercibido, porque en este país estamos tan acostumbrados a los escándalos, que cuanto más gordo es uno, más increíble parece. Me acuerdo yo de cómo saltaban de alegría y se frotaban las manos los políticos de la comunidad autónoma cuando le concedieron la Expo a Zaragoza. Parecían chiquillos que estrenaban bici.

    —No, si tiene usted razón, pero ¿esto cómo se podría llevar a cabo?

    —Podría ser por presión social. Pero lo mejor sería que en las próximas elecciones generales algún partido llevara esta iniciativa en su programa. Saldría elegido por mayoría. Se lo puedo jurar… La gente está harta de pagar cada día más impuestos y está hasta los huevos de la corrupción.

    —¿Y usted cree que habrá algún partido tan ingenuo?

    —De los que están, supongo que no, gran sorpresa sería que lo propusiera alguno. Tendría que ser uno nuevo.

    —Este asunto hay que hablarlo más detalladamente, amigo.

    —Ya lo creo que hay que hablarlo. ¿Sabe usted que en España hay más de cuatrocientos mil amiguetes y familiares de los partidos trabajando de asesores y funcionarios? ¿Y que solo en Andalucía hay más coches oficiales que en toda Europa?

    —¿No serán muchos coches?

    —¡Qué va! Igual me quedo hasta corto.

    Pero volviendo al lío del alcalde y madame Susú, que es lo que verdaderamente nos importa en el pueblo, resulta que hay un pequeño problema, y es que el asunto se podría quedar en un chisme más del vecindario, pero hete aquí que el padre San Emeterio dice que sí, que es verdad, que el alcalde y madame Susú se entienden a escondidas. Y en el pueblo lo que dice el párroco va a misa. Al padre San Emeterio se le tiene mucho predicamento no solo en cuestiones tocantes a la fe, sino en todos los ámbitos. Y cuando va un poco trompa, que suele ser casi todos los días, en el Café Universal le da por contar hasta lo incontable… Y resulta que el pasado domingo, después de misa y al calor de su tercer vermú con ginebra mañanero, afirmó que el alcalde y madame Susú llevan con tejemanejes de alcoba desde que ella se instaló en el pueblo con su negocio, y que no paga ningún tipo de impuesto ni contribución por su casa de perdición, y que le hace fellatios con mucho sentimiento, suele jurar cuando ya va rebosante de licor y se desbocarra, y que él se lo agradece mucho. Lo asevera con una rotundidad que da miedo. La gente sospecha que el padre San Emeterio está al cabo de esas intimidades porque todas las semanas, aunque no va a misa, madame Susú se confiesa con él, igual que todas las chicas del club, a las que obliga a ir todos los jueves como condición innegociable del contrato de trabajo. «Hay que limpiar el alma cada semana», les dice. Por parte de él no debe ser, ya que el alcalde es barbaridad de ateo y no aparece por la iglesia, salvo por asuntos oficiales, o cuando encabeza las procesiones de la fiesta mayor y las de Semana Santa, por si le pudiera caer algún que otro voto católico, según le recomiendan sus asesores, pues no están los tiempos para desaprovechar nada.

    —¿Y por qué está usted tan seguro de que andan liados, padre San Emeterio? —nunca falta alguien que le haga la misma pregunta trampa, amparándose en su fama de soplón.

    —Porque lo sé, y porque los he visto más de una vez hacerse ojitos y echarse miradas demasiado atrevidas, se hacen momos con los labios, y se tiran besitos de lejos. Los estudios de teología me prestan mucha intuición para localizar el pecado. Y, además, el alcalde le regala cosas caras a ella.

    —¿De su bolsillo?

    —No me haga usted mucho caso, pero me da a mí que los regalitos van a cargo del erario público.

    —¿También?

    —También.

    —Hombre, no me joda. Cómo un cargo electo…

    —Lo que yo le diga. El deportivo que lleva la Susú esa se lo acaba de comprar el alcalde. Y al contao.

    —No se invente usted las cosas, padre San Emeterio, el coche que lleva la Susú no es suyo. —don Gregorio, el dueño del Café Universal, hace la salvedad—. Es del parque móvil del ayuntamiento, y el alcalde se lo deja.

    —¿El ayuntamiento tiene un deportivo?

    —Sí.

    —¿Y para qué lo quiere?

    —Para las urgencias, creo.

    —No me diga…

    A Judas, el perro del padre San Emeterio, lo tuvieron que sacrificar en la perrera municipal, porque le arrancó los cojones de un mordisco a un cuñado del señor notario, que había venido a pasar unos días al pueblo cuando estaba haciendo sus necesidades en la orilla del río, a pesar de que un cartel claro y bien a la vista advertía de la prohibición de hacer aguas menores y mayores en toda la ribera, so pena de multa. Los gritos se oyeron en todo el pueblo, y luego se desmayó. Se lo llevaron a toda prisa al mismo hospital de la capital donde el padre San Emeterio se recuperó de la embolia. Le hicieron un apaño delicado de ingeniería quirúrgica que le salvó la vida, y ya le han dado el alta, aunque se tendrá que pasar el resto de su vida meando, sin enterarse, en una bolsa de plástico de litro y medio. El notario ha empezado el papeleo legal para pedir daños y perjuicios, pero el padre San Emeterio no está nada conforme y dice que algo le haría al animal, porque su perro nunca se había metido con nadie, y que solo a un palurdo de la capital se le ocurre ponerse a cagar en medio del campo sin hacer caso de lo que ponen los carteles. Los abogados del cuñado del señor notario no van contra el cura, porque no tiene un duro, y la Iglesia tiene pasta, y han comprendido que es mayor rédito ir contra ella como responsable civil subsidiaria. La cosa ha llegado hasta Roma y ha revolucionado a los letrados del Vaticano. El papa en persona ha tomado cartas en el asunto y ha dado instrucciones precisas para que actúen con todas las de la ley. Y les ha dicho que basen la defensa haciendo hincapié en que ellos no se dedican a salvar cuerpos, sino almas. Y que tiren de jurisprudencia, que hay mucha que les avala. Gracias a este desgraciado y lamentable suceso, el pueblo ha pasado a ser conocido en el mundo entero. Los franceses no se lo creen, dicen que en España, como somos fantasiosos y vagos y nos

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