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Frontson: Un Lugar De La Frontera Mexicana
Frontson: Un Lugar De La Frontera Mexicana
Frontson: Un Lugar De La Frontera Mexicana
Libro electrónico497 páginas9 horas

Frontson: Un Lugar De La Frontera Mexicana

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Un chilango, mesinico e ignorante, converge con un chileno, educado y exiliado, en un punto de la historia que despiertan: un pueblo fronterizo, que refleja, por desgraciada analoga, a todos los pueblos fronterizos del norte de Mxico. Adheridas a la fantasa, vulgar y cotidiana, de la migracin hacia el sueo americano, subyacen y emergen otras, que han tenido su espera de aejamiento y que en el preciso momento de florecer, traen, en su savia, la legitimidad de marca. Son producto de frontera.

Es la historia del laboratorio fronterizo que culmina el cultivo de grmenes binacionales, y expande sus nuevas taras hacia ambos lados. La historia, finalmente, narra, si no la fraternidad, s la cercana y la congruencia, con los roles que les han tocado jugar, tanto a los supuestos delincuentes, como al ciudadano, todava comn, de esas zonas de la geografa mexicana.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento22 mar 2012
ISBN9781463320232
Frontson: Un Lugar De La Frontera Mexicana
Autor

Paco Chamartín

Nacido en la ciudad de México, transita su tiempo en los barrios de Tacuba, donde cursa, por los enlaces inacabados de la suerte – la conocida como destino –, la secundaria, en un Colegio Salesiano. Ahí conoce su inclinación política y refuerza el gusto por la literatura, ya inyectado por la madre y sus libros accidentales. Con la edad y la decisión por terminar una historia, de origen interminable, recurre al taller literario de la Casa del Lago, bajo la coordinación de Alejandro Aura. Actualmente, continúa, entre una turbulencia reptante y estabilizada, con la escritura; ahora avecindado en el norte y, por supuesto, con su computadora.

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    Frontson - Paco Chamartín

    Copyright © 2012 por Paco Chamartín.

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    383377

    ÍNDICE

    EN ESTE TIEMPO…

    EL GORDO ANDRES

    LOS GENERALES

    LOS DOS POR CUATRO

    LA CLICA

    TEXIER

    LA VIRI

    LAS AMANTES DEBUTANTES

    RAMONA, TE CANTAN…

    SERA EL SERENO

    LOS ALIENIGENAS

    A mis padres y hermanos, y a la familia que por ellos deviene.

    A mi amada esposa, a mi entrañable hija,

    a mi inquietante nieta,

    y a la familia que por ellos deviene.

    Al Risco, al que debo la inspiración o la anécdota de:

    El título, el 2 X 4 y el pasaje del cura.

    EN ESTE TIEMPO…

    En este tiempo de la actualidad presente, del tiempo que se vive enlahorita, del que ya no queda duda que no pasará, pocos personajes permanecen y sobreviven. El viejo Roncoso, alias el elegante, murió. Ahora su aniversario de deceso es una fiesta local; se le venera. Casi todos se han ido, pero queda, entre unos pocos, un triste hombre feo y viejo, pero que es dueño, a la vez, de una botica y de un montón de esposas a las cuales posee en calidad de suyas de él de su propiedad. Es feo el compita, aunque él ya no lo cree, o ya no lo sabe. Quizá que ni se acuerda que no era doctor, pero sigue recetando como siempre lo hizo. Para él y su tremenda filosofía pragmática, poca realidad había cambiado desde que él llegó ahí; los vecinos seguían siendo los mismos arrastrados (en el sentido fronterizo), fiesteros y pagados, que creían merecer todo nomás por el voto que le dan al preciso municipal en turno, mismo que tiene la obligación de resolverles la vida toda entera y para siempre. Las mismas personas metidas en diferentes cuerpos. Era la misma histeria de la misma historia. Los mismos presidentes municipales repetidos como estampitas de héroes deportistas que se canjean, más diez corcholatas, por el equivalente a una camiseta con logo, valor de voto. Práctica usual, para acabar pronto, en la tradición de las abundantes campañas de alienación – proselitismo con aforismo – de las voluntades todas… o sea, ganar por ganar. Sea pri o sea pan, lo mismo dan. Sí, pensaba el boticario, era lo mismo desde que él llegó con la tripa vacía, hacía ya un resto de años. Nadie se acuerda de él. Él no es venerado, es un recuerdo del Trece y una imposición de la historia – aunque él no fuera historia – y de esa felicidad de estar nomás porque sí, y ya. Es decir, es un ñorso que se cree feliz, y en comparación con sus amigotes del pasado, esa creencia es, ya, una enorme ventaja, aunque sea creencia. Ese feo es un feo con dinero, y es, además, chivo con dinero, pero chivo. No le importa. Escoge a una de sus amadas amantes, hermosa y enana (o sea, menor de edad), como todas, y se la lleva a Las Vegas, o muy bien puede elegir a dos, ya entradón, y ámonos, a darle. Allá, en el lugar de acción, él exige amor, sudor, lágrimas y sexo. A cambio, paga por unos chows bien macanas y aburridos pero que encantan a sus pobres doñas totonacas – aunque bellas, siempre bellas, sello del Frontson – y luego les da un bonche de dólares para que le den duro a las maquinitas hasta que se agoten, juntos, dinero y esposas. Por su parte, él se va a ver otros chows de viejas encueradas para regresar bien jarioso con sus lepas, pero pues a veces muy seguido se le pasan las copas y acaba todo baboso. Ni el viagra lo mantiene despierto. Es así como pasa la vida, pensando que la vida cambiará y que de pronto tomará un autobús con destino a otra frontera, pero que en su momento más precioso el destino también le volverá a jugar otra rareza y lo acabará en otro lugar insospechado y exótico, como la selva del Amazonas, o la tragedia de Tepito, o la ciudá de Niu Yor, o algo así. Pero es inútil. Sabe, siempre sabe, que terminará atrás de su máquina registradora, esperando que se acabe el día para poder hacer cuentas. Puras cuentas, cada día, hasta que vuelva a Las Vegas. No, si no hay nada más chingón que Las Vegas, dice a quien lo escuche, nomás por platicar. Bueno, claro, lo primero es lo primero, y primero hay que envenenar a los gringos y a cuanto chancludo con shorts y camisa floreada se deje, aunque no sea gringo. Lo importante son los dolarucos. Eso sí, ni que más, no hay otro hito ni otro mito, sólo los verdes con cara de guachinton, ¿verdá que sí, mi’ito? Le dice su vieja más cercana.

    El gran conejo viejo o el Trece, que también sobrevive, es el único Don que queda con memoria, pero ya casi nadie lo pela, tampoco. Cuenta cosas a quien se deje contar, sobre todo a fuereños que quieran saber y que pregunten extrañados que cómo es que aquel pueblo se mantiene con vida. Entonces el Trece se arranca y ni quien lo pare. Los fantasmas de la Ofe, el elegante, los incondicionales todos, y hasta el Vampirrosa, hacen su aparición en la voz del cansado hombre de bien. Él no lo sabe, pero ahora están ocurriendo cosas que algún día contará, mientras viva claro, a otros tantos fuereños mensos y asombrados. Son cosas que formarán parte de su acervo musical y memorial, de su ya enorme y basta plática sobre su querido y hermoso lugar. Él sigue sin saberlo, pero si él no lo cuenta, habrá alguien que lo haga, porque una historia así no debe morir, no debe pasar de panzazo y rayando la rayuela, sin chiste. No debe morir porque los personajes seguirán sucediéndose sin el permiso de ningún historiador o autoridad federal, incluyendo al presidente del país, que borra los emblemas, los héroes y las calamidades con el puro discurso. No, eso no pasará. Él sigue sin saberlo, pero fue testigo, por ejemplo, de la nueva era en el Frontson, y conste que no ha habido otra más fugaz y consternadora. ¿Quieren que les cuente ese cuento? Todo comenzó, precisamente, con el compita feo del boticario. Oiga, le preguntó un día al Trece, ¿por qué será que andan esos individuos instalando teléfonos públicos por todo el pueblo? Ya sé yo que mi servicio en la botica da re bien para todos, porque ¿qué tan grande es el Frontson? Pero fíjese usted que a mí también me han ofrecido un trato que dicen que se llama ponga su línea a trabajar y me aseguran que por cada llamada hecha a los Estados Unidos, yo recibiré una comisión. Pues la cosa está en que a mi teléfono también lo van a agarrar como público, o algo así. En cada esquina también andan poniendo de tres o cuatro aparatos, lo mismo que en algunos negocios, céntricos, como el mío… y digo yo ¿pa qué tantos? ¿Me entiende? Porque yo no le hallo justificación. El Trece, conejo viejo, evocó a uno de sus personajes, el general Marcos, quien en alguno de sus agoreros días sentenció lo que se dejaría venir pal futuro, cuando la mano negra de la lerda y no lejana verdad los alcanzara, con una cosa media extraña que ya estaba ocurriendo en Tijuana. Noticias, usted sabe, que uno ya sabe, aunque sea apenas. Entonces, el viejo de los recuerdos, le dijo al feo: usted debiera alegrarse, porque sí que es cierto que el pueblo este anda en la pura y vil miseria, pero esos teléfonos públicos son la señal que diera el general Marcos, para la llegada de un fenómeno que es bueno y es malo. ¡Ah, jodido! Dijo el boticario, y ¿cómo está eso? A ver, barájemela más despacio. El Trece continuó, sí, mire, los emigrantes, que a luego serán inmigrantes – pero exactamente, sabrá Dios cuando ocurra la pinchi metamorfosis – o sea, los mojados, se van a dejar cair en este dichoso pueblo nuestro. Aquí estarán, noai diotra. Que ponga su línea a trabajar, pus póngala. Estas tierras verán mucho dinero… fácil, tal como lo conocemos. ¿Le recuerda a algo lo que digo? Al pronunciar esta pregunta, el Trece fue altamente sarcástico y filosón. Cómo no se iba a acordar el legendario feo de sus tropelías, imposible. No me chingue, contestó el boticario, no sea estúpido conmigo. Lo que hice estuvo bien hecho. Mucha gente fue feliz, efímeramente, quizá, pero lo fue. No me venga ahora conque esto y aquello. No, dijo el Trece, si yo nomás decía. Pero, pa que le hacemos al loco si ya lo sabemos… ya lo sabemos. Ahora, pues a según mis cuentas, ¿me entiende? Esta señal de los teléfonos públicos, sin que exista el público, sólo quiere decir que a los mojaditos de Tijuana los van a echar pacá; noai diotra. Entonces, pus ponga su línea a trabajar. Pus si claro. J’m, ni modo que diga que no quiere hacer dinero.

    ¿Habrá sido tan meco el general Marcos? Bueno, lo cierto es que sí, después de la famosa y aparentemente inexplicable aparición instalada de los aparatos, llegaron los morenos del sur, todos aseverando la famosa teoría de que un mongol fue el primero en pisar la tierra de las Américas. Por cierto, con tal afirmación personificada, podría evocarse a su color original; o sea, que en teoría, debieran ser amarillos, pero estos testimonios del sur hacían pensar en un Gengis Kahn ennegrecido. Todos eran morenitos y cafeseses, y con esa bruma oscura de animal gentilicio, uno tras otro se sumaban hasta resumar muchos, más de los que se podía imaginar. Eran tantos que hasta llegaron a acumular una tercera parte – muchos dicen que fue más, casi el cien por ciento – de los ahí avecindados y con raíces. Pacabar pronto, con su sola presencia desquebrajaron la apacible y abúlica nadez que imperaba en el lugar invadido, y que sólo era imperada por la sordidez del narco, ya un poco venido a menos – por lo menos en el ánimo de los vecinos –, pero en el dinero maldito que mucho vale y que todos quieren, seguía igual de próspero. Y que empieza, mi querido compita, el aquelarre… pero qué desmadre, compa. El Serengueti mexicano. A correr se ha dicho. La cosa estuvo bien buena, como decía el Trece. Llegaron de toda la República Mexicana y también de las no mexicanas, pero todos con el rostro igual; el rostro con los rastros de huella asiática quemada. Esos mismos rostros, venadeados por los turistas románticos, en cada esquina del centro histórico de la capital, o en la plaza de Coyoacán; rostros de poema de mujer blanca o light, rostros de pintura de pintor para la posteridad. Quién sabe cómo fregados le hacían, pero como ya se sabe, llegaron por miles – ¡Uta, mais! Decía, nublado de emoción, el feicito –, eran un chingal, y todos los días comían, bebían, se emborrachaban, defecaban, hacían el amor, fumaban… es decir, compraban a lo buey. Pero había otra interrogante para los nativos del pueblo fronterizo, ignorantes del negocio mojado. ¿Dónde dormían? Pues en la plaza, en dónde más. ¿Quesque en la plaza? ¿Pero cómo? Sabe… solos se respondían. Bueno, efectivamente, todas estas tonterías tan simples y llanas como la avellana de la palabra, tenían que contestarse, por brutas que parecieran, porque no habían batallado nunca con una cosa así; o sea, con personas que llegaban con el puro hálito del milagro a un paradero de descanso, justamente como si se tratara de ñu’s, llegando en inmensidades suicidas al lugar de los leones y las hienas – ¡Ah chingá! Dijo el feicito al Trece, ¡me está usted juzgando mal! –. Sí, esas palabras llenas de interrogantes se jugaban en el argüende de los Frontsonianos, que miraban, extrañados, la morenez tan obscura y tan ajena de los mojaditos. Parecen changuitos, decía un niño menso e inocente. La verdad es que sí eran una bronca. Pero los mismos santurrones que siempre tienen algo amortajado que decir y que existen en cada una de las iglesias de todos los universos y de todos los municipios del país, empezaron con sus preguntas preguntadas a las autoridades monicipales y sus alegatas de los derechos humanos y toda la carga de emoción absurda y papelera, pero disfrazada de blanca consternación; como el remedo de doctor humanón que preguntaba y preguntaba al Trece. Y luego, por un lado, los llamados cristianos, iniciaron una campaña consistente en dar pocholate caliente y sopas instantáneas maruchan, además de un período corto de asilo en su pequeño e insuficiente templo. Los católicos contestaron con las mismas medidas y hasta con rosarios al negrito San Martín, pero no pudieron con tanto y tanto despapaye que llegaba con cada hijo del milagro revolucionario. Eran muchos los necesitados con mote de mies y pocos los obreros. Claro, las personas como el feicito, o sea los comerciantes, estaban hinchados de emoción, vende y vende y jale que jale a la palanca de la caja de dinero. El veintiúnico motel, todo lúgubre como solía verse, pues seguía más lúgubre y cochino y apestoso; sobrevendido y apestando a patrulla de choclo de hule medura. Todo figuraba como una explosión de prosperidad basada en la miseridad de los fuereños… Efectivamente, el triste pueblo lucía mugroso, también. Apestoso, también. Puerco y andrajoso. No había suficientes empleados de limpieza, aunque se tenía a una moderna barredora a la que nadie sabía usar, pero la versión oficial era que no servía para ese tipo de calles. Muy bien, muy bien. Y los ciudadanos de bien (alguien les llamó las fuerzas vivas, pero en realidad eran los teresos) estaban dale que dale con las quejas al alcalde. El pobre muchacho, histérico (a) y mafufo (a) como era, se ponía a llorar de pura desesperación. Entonces, se dice, un sabio joven y diablo fue el que habló y el que dijo al presidente chillón, que no fuera güey, que se la sacara al remediar ese problema y que les pusiera un asilo en un congal grandote. Chingazo político, cabrón. ¿Te acuerdas del tiendón del fulanito? ¿El transita (narco) ese venido a menos? Pues báilalo güey. Pídele el congal ese, réntaselo… así, barato, pajita, y das asilo a los pinches guachitos. Te vas a sacar un diez… neta. Como epístola cuyos renuevos aliños un viento del hada norteña los convierte en realidad, pues exactamente eso fue lo que hizo el mesiánico atarantado del presidente municipal, ni tres días se tardó, aunque dijo que lo haría en quince minutos. Abrió el congal, sin baños, y además se puso a pedir donaciones de cobijas para nuestros hermanos connacionales. La cooperación era voluntaria pero a fuerza entre el personal del municipio y muy voluntariosa entre los serviles y pusilánimes de cuero cuerudo, curtido a base de cinismo. Esos mismos que se dan en cada borde de la política oportuna; los chambistas caime bien que siempre hacen denso el aroma del servicio público. Así fue como comenzó esa otra parte de la historia. Los morenitos del sur, calcas de los murales de los pintores grandes, pero ahora sí de a de veras, como bien debe suponerse, pues tenían algunas prioridades como esa tan vulgar y primigenia de ir al baño, pero no había baño. La solución era orinar y defecar en el propio congalón. Sin más más. Lo hicieron durante mucho tiempo, y como alguien dijo que el tiempo es una materia que se acumula, y ese alguien era un sabiotón, pues se acumuló sin remedio, pero la caca también se acumuló. Era un cagadar aquel enorme congal. Los orines pues ni se diga, corrían y corrían, como arroyito de canción yucateca y como la santa madre gravedad lo mandaba. La bronca era que el galerón aquel estaba en una de las amplias calles del pueblo – envidiadas por las calles de las capitales de los estados –, pero que desgraciadamente estaba en la pura línea; o sea, que se asentaba en aquella denominación generalizada para las fronteras como calle Internacional. La cosa ya ahí cambiaba un resto, porque el hedor y los arroyos de ácido se iban pal otro lado; es decir, para el mundo raro de la esperanza, con el que tanto soñaban los mojarritas. La bronca internacional se dejó venir, p’s si cómo ño. Güeros con cara de buenos y conciliadores, llegaron hasta la oficina del atarantado munícipe a poner la queja y a decir y preguntar que cómo podían ayudar con tan grave e insolente agravio, aunque inconsciente. Decían que era un apeste gacho, que no se podía ni respirar, que los viejitos retirados, pálidos y transparentes, caían, en ataques asmáticos, de sus sillas de ruedas, con el patatús famélico de sus ruidosos huesos. Decían también que la escuela basic olía a puro caño y que los kids lloraban porque no se podía estar ahí, que no sabían de qué se trataba porque un olor así no lo enseñaban los tichers.

    Bueno, pues a valor nacional, el atarantado le dijo a un traductor que dijera que no era para tanto, que ya él había oído del problema pero que más bien era problema de tipo político; o sea, grilla. Yo, continuaba, no he de cejar en ayudar a mis connacionales y respetar los derechos humanos de las personas humanas… – quihubo, quihubo –. El propio traductor, que era el mismo sabio del consejo inicial, le dijo que parara su rollo, que él, el traductor, no iba repetir una cosa así a los güeros. ¿Qué no has visto güey? Es un pinche cochinero el famoso asilo, además, las personas humanas, todas son humanas. ¡Qué pinches me estás diciendo!, contesto el munícipe. Y tú, pa qué me metistes en este problema, ahora dí algo que aliviane la bronca, porque yo ya estoy hasta la madre – entiéndase: mafufo –. El traductor, más cínico que el joven alcalde, se dirigió a los gringos de cara nice y porte nice (o sea que estaban todos fachosos y cochinos con ropa de manta mexicana y fumando como desesperados, con esa pose pasada de moda, pero recién renovada en los ecologistas del adviento moderno; o sea, antiguos estudiantes de filosofía), y en forma aventurada les dijo que el señor presidente había dicho que en una semana más estaría resuelto todo, que la contaminación la iban a parar de ya y que se seguirían respetando los derechos de los visitantes. Eso dijo, seguro de sí. Este consejero era otro muchacho sin historia ni futuro que siempre tuvo aspiraciones a capo de mafia local, pero que por su condición de cínico y hablador nunca tuvo oportunidad entre los celosos y recios chamacos que ejercían la movida, sin tanta alharaca. O sea, lo cortaron por gacho, todo el tiempo – all the time –, simplemente porque les caía mal, por mamón y arrastrado. En alguna época epopéyica fue ayudante del negro Andrés y de un chileno llamado Texier, dirigentes de la otrora famosa y gran empresa, a quienes servía en calidad de vasallo, de servil, de bueno para nada; bueno nomás para celebrar tarugadas ajenas y comportarse con movimientos semejantes a los de un hámster: presto y nervioso. Fumaba marihuana desde el inicio de sus tiempos. Estaba condenado, dadas las circunstancias, a ser parásito de cada presidente municipal que lo quisiera pelar, cosa que por lo demás era buena, dadas las circunstancias. Pero en aquel momento en que fue urgido por su jefe para dar una contestación coherente, se le ocurrió que él sería el rey de los mojados. Un rey que haría un resto de lana. Un mandón del turismo de baja escala, del turismo de bajo perfil; una clase de turista que no es visto, ni mirado, por fonatur: el turismo de exportación – ¡Nalla! Dijo el pescadito –. Él sería un empresario. Sí, cómo ño. El chiste está, le dijo al atarantado municipal, en que mandes a limpiar, desde ya, ese galerón de mala muerte – le echas un chingo de clorax, y ya – y ni modo, si la gente tiene que salir pa afuera pa dormirse, pues ni modo, que se salga. ¿Me entiendes? Haz lo que te digo, yo sé lo que hago. Pronto, el remedio que estoy pensando nos dará mucha lana, tanto como la de los mañosos, chance… tú nomás cálmate y vete a dar tu pinche pericazo, que es lo que te tiene todo baboso. Ta güeno, nomás no mames, dijo el jovencito alcalde.

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    Era una tarde de primavera y un buey sentado (realmente, estaba chinquechado, según palabra de la señito) en la escalera. No, no era escalera, era una especie de banco, de esos que existen en las tiendas de pueblo, justo como en la famosísima Canoa, allá en el estado de Puebla, y en muchas otras tiendas de otros muchos pueblos. Esta tiendita, o changarro, de la cual se habla, también pudiera llamarse El Esfuerzo, como tantas otras, pero ésta tenía algo que la hacía particular: es–ta–ba ahí nomás, en la línea con los Estados Unidos. ¡Nalla, dijo el Caballero! O sea, en la pura raya. Era una tiendita, luego entonces, de cierta presencia, aunque del lado mexicano. Y le decía, ese buey sentado en el banco, a la joven dueña del changarro: pus sí señito, usté cree, quesque nos tuvimos que ir. ¿Se dio cuenta? Por eso jue que no vinemos en estos días. Alguien nos delató con los federales – ¡Pero, cómo! exclamaba la señito – quesque le estábanos haciendo harto daño a la tiendita, a la gente y a usté. – ¡Pero, cómo! exclamaba la señito –. Y sabe qué, señito, que mis compañeros dicen que jue usté o su señor los que le chismearon a la polecía – ¡Pero, cómo! exclamaba la señito – y dicen que eso ‘stá mal, que nosotros nomás estábanos trabajando y que eso jue daño al propósito y con maldá. Cuanti más cuando dicen que le estábanos comprando muchas cosas. O sea, que le dejábanos nuestro dinero y el de nuestra gente – ¡Pero, cómo! exclamaba la señito –. ¿Sabe también qué más dicen mis compañeros? Que nos vanos a ir y que la vanos a dejar sin clientela y sin compras – ¡Pero, cómo! exclamaba la señito –. Eso señito, a mí no me cai nadita dialtiro, porque pus, usté es gente buena, ¿verdá? Eso sí, sí le damos un dinerito, que es bien harto. Ya lo sabemos. Porque mire, nosotros no juimos a la escuela, no, pero eso sí, si se trata de arriar indios pacá o pallá, eso sí sabemos y lo hacemos bien. Por qué cree que andamos con dinero y toda la cosa. Hasta coche, ¿eh? No, si pendejos no semos, con perdón de la palabra. Puede que séamos mugrosos y jediondos, pero mensos, no. Eso si no, señito. ¿Usté, qué me dice señito? ¿Tengo o no razón? Y la señito casi se orinaba en lo chones. ¡Pero, cómo! Volvió a exclamar, en tanto que disfrazaba su contrariedad. Lo alarmante del caso, lo que causaba pánico a la señito, era que ese indiecito, cuya cara apenas unos días antes era angelical, ahora le decía unas cosas que espantaban. ¿Sería posible que todo lo cambiara el dinero? Luego pensó, con un escalofrío de intuición de mujer, como ráfaga fría y punzante, en las noticias de la televisión acerca de unas bandas malas y sin sangre, que secuestraban y mutilaban a sus víctimas, allá en el centro del País. Hacía recién un poco que habían presentado a una de ellas, y todos sus miembros parecían unos pobres diablos: chaparros, feos, panzones, como animalitos que no asoman ni una brizna de inteligencia – a eso se le llama mustiedad, decía su esposo –. En la tele, el peor de ellos, aquel que se miraba más mustio que santo indígena, quizá porque sí lo era o nomás porque se veía, era un líder cuyo perfil fue dado a conocer de inmediato: No está perturbado de sus facultades mentales ha perdido la noción del dolor en pos de una satisfacción material primero lo hacía por dinero y al tercero por placer. Es frío y calculador, repetían los elegantes y hermosos locutores de televisión, cuyo estilo europeizado contrastaba con la grotesca figura del canalla de cara de macaco, ahora en pantalla chica. ¡Ah, chingá! Decía el esposo de la señito, es el puritito chamuco. No lo veas mija…

    Pero ya en la realidad de la amenaza a su changarro, ella se decía, ¿acaso estaré ante la presencia de uno de esos desalmados? No estaba muy errada, pero lo que la molestaba, no como lo más preocupante sino como la parte que irritaba, era que, pues no parecía la gran cosa. Ni de cerquita era parecido a los truhanes facinerosos gringos, que también salían en la televisión. No, al contrario, se veía tan insignificante… ¡Aguas! Ese era el punto de su actualidad. Aquel hombre que en ese momento le hablaba; ese que le hablaba con amenaza neta, era un chuntarito con cara angélical. Morenito caime bien, servicial y gentil, como Tizoc cuasi bello; pero ni modo, sí la amenazaba, o la amenazaban muchos en la boca de él. Entonces ella, que hasta ese momento se sentía la seño o la señito entre los coyotes y mojaditos, de repente tuvo que cambiar su sonrisa de dama legítima, por una de dama sumisa y falaz, aunque sutil: una dama coqueta. Con verbo cantadito de voz de mujer que pretende ser hermosa – aunque lo sea, lo importante es la pretensión y que se sepa. Es una negociación, compa –, para que no duela, le dijo: ¡Ay! No sé lo que me quiera decir, pero yo sí los extrañé. Quién no va a extrañar el dinerito con que me compran. Oiga, ni que fuera tonta. Ya hasta le había preguntado a mi ayudante que qué les había podido haber pasado. ¿No? O sea que uno extraña cuando su negocio no anda igual, ¿me entiende? Ya ve que hasta el cafecito que nos tomábamos en la mañana era por parte mía; bueno, por lo menos a ustedes los jefes… y es que uno sabe que todo se recompensa, que todo lo que uno… ¿Cómo le dijera? Pues sí, lo que uno da, se le regresa pa’tras, con ganancia, ¿me entiende? ¡Ay!, no sé si me entienda, pero no, yo nunca les haría daño. Cómo cree. Sí, cómo cree, cómo cree, pero efectivamente, la señito se orinaba en los chones de seda. El chundo agarró la onda y fue, obligadamente – era una negociación, compa –, más afable. No, le dijo a la mujer, si es lo que yo les digo a mis amigos. Les digo: no, la señito es re gente, les digo. Cómo van a creer que nos haga daño, les dije, y verá que los tranquilicé; sí, así jue, aunque no me lo crea, pero así jue. Luego, añadió intimidante: pero, pues siempre andan un poco muinos y rejegos, porque pus es que un día un polecía nos avisa de repente y que nos dice: no, nos dijo, ai viene un escuadrón de federales quesque a calmarnos, nos dijo. Alguien los chiveó, que nos dice, y a correr… pero pus ya sabíanos nosotros que era puro cuento. Puro cuento señito, verdá de Dios, si nomás nos retiramos un poco para saber que qué o cómo era lo que pasaba, ¿no? Esperamos nomás. Y a luego entonces que nos visita el encargado del monicipio y que nos dice: no, nos dijo, es que hubo una queja de uno de los suidadanos porque ustedes molestaban a su hija chiquita. ¿Quesque usté cree, señito? – ¡Pero, cómo! exclamaba la señito – Nosotros, eso sí, somos ignorantes, pero educados, ¿no? Mugrosos pero respetando el trabajo, ¿no? Eso sí, pa que le voy a char mentiras, no, no nos dijeron quiénes se quejaron, pero como ya le dije, mis amigos dicen que jue usté – ¡Pero, cómo! exclamaba la señito –, pero como ya le digo yo también, ¿verdá? No se preocupe que ya les tengo yo dicho que no, que no jue así y que a trabajar en paz, hasta donde se pueda. ¿Verdá, señito? Porque mire, aquí estamos re a gusto. Y, ¿sabe qué? Aquí entre nosotros, o sea, en confianza, que estos teléfonos aquí ajuera de su tienda, los pagamos. Sí, así como lo oye. Los pagamos al monicipio para poder trabajar. O sea que es como un permiso nomás pa nosotros, nosotros los que usté ya conoce, o sea que nosotros no podemos ir a otros teléfonos de las otras tiendas, porque esos ya los pagaron otras personas, o sea otros como nosotros, ¿no? O sea que como quien dice, todos somos polleros, ¿verdá? Pero cada quien, o cada grupo, tiene su lugar de trabajo. Por ejemplo, el permiso este que le digo de los teléfonos, nos costo caro, bien harto, mucho mucho dinero, y es nomás por seis meses, ¿verdá? O sea que aquí ‘stamos los de bien al sur, o sur nomás, como los de Michoacán o los de Oaxaca, pero hay otros sinaloas que también garraron ya este trabajo, o sea, como le digo, en los otros teléfonos, y así trabajamos. Sin problema, ¿verdá señito? Para ese tiempo de la plática ya la señito no sólo se orinaba sino también se surraba, y es que el indiecito aquel, ya no tan caime bien, al hablar movía las manos con un efecto hipnotizante, como el de araña saltona y panteonera, que parece que antes de comer a su víctima la embelesa con el canto mudo de sus patas delanteras. También el indiecito la cantaba al decir su verdad, para complementar el diálogo con la señito; diálogo que era, justamente, el diálogo que se da entre los que hacen la labor de vivir, trenzados en la ruta aciaga de lo que se llama estado de derecho. O sea que era cabrón el guachito, y por si hubiera duda alguna en la doña, le dijo que el representante del municipio les había asegurado que con ese permiso no tendrían ningún problema con naiden. Decía el chundín: este hombre nos aseguró, así con mucha confianza; o sea, de hombre de palabra, que no nos molestaría naiden, ni los federales, ni esos del Estado, ni el ejército, ni los monicipales, cuanti menos esos. Pero eso si nos dijeron, ¿verdá?, que no hiciéramos daño ni que molestáramos a la gente. Y mire usté, señito, que nos va pasando lo que nos prohibieron, ¿verdá? Pero como ya le digo, pagamos mucho, mucho dinero. Bien harto. Pero usté no se preocupe, señito, aquí vamos a seguir sin que haiga problema.

    ¡Uf! Qué problemón. Pero que hombre tan pendejo, decía la señito cuando por fin el guachito se retiró. Ay oiga, le dijo su empleada, no les diga así, qué no ve lo que le están dando a entender, qué tal si se regresa y, Dios guarde la hora, se desquita en serio. No, cállese la boca. Pero si no lo digo por éstos, respondió la señito, lo digo por el hombre, por mi marido, el muy sonso se ha de haber quejado con el municipio. ¿No ves que anda muy de manita con el ciudadano? – Apodo universal para todo presidente municipal en turno –. Y de seguro que le fue con el mitote. Resulta, decía ya muy en caliente la seño, que una vez mi hija se quejó, en la casa, de que al llegar aquí, unos guachos le dijeron cosas feas. Por supuesto que ella nunca supo explicar que fue lo que le dijeron, pero ya sabrás, su padre se puso fu–rio–so y les empezó a echar más madres que la fregada y dijo que él los iba a poner en su lugar. Ya nunca más supe de este asunto, hasta el día de hoy. Estoy, mira, enrabiada y con mucho miedo… pánico más bien.

    Y cómo no estarlo, dijo la empleada, estos chúntaros son de miedo. Son el puro chamuco.

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    El Hamster inició su idea, alguien le diría después que fue genial. Efectivamente, sí lo fue. Agarró a un montón de tablas de segunda o de tercera y unas cosas que por ahí les dicen shirroc o tabla roca. Por supuesto que también se hizo de unos polines dos por cuatro, famosos, y pa pronto levantó otro galerón, donde él vendía el espacio para dormir. A veinticinco pesos por noche y por chuntarito. Sólo dormir, dijo, si quieren bañarse, cinco más. Éxito total, lleno completo todas las noches; apeste todas las noches, olor a pobreza, a gente buscando cómo hacer la vida, cómo hacerse de vida y cómo hacer del baño. Muy importante, dijo el Moño. Sin embargo, afuera, en eso que se conoce como el lugar sin lugar, o sea, la afuera en participio, seguía gente sin alojamiento. Era una situación muy difícil, aun cuando el local del hamster era realmente grande; más o menos para cincuenta personas. O sea que puso cincuenta catres balines, de esos de a quince dólares – para la playa –, pero muy pronto metió a cien personas, ya sin catre, y a dormir como se pudiera; a lomo pelón o lomo sobre lomo, no hay tox, nomás, parado no compa, porque se raja el hocico. El hamster estaba feliz, en un mes supo que le había dado en el clavo. Claro, pero era un clavo tan ancho que no pudo evitar la competencia. El mercado de ñus era muy amplio, y los depredadores muchos y muy ambiciosos. Pronto, otros compas tomaron el ejemplo y empezaron a meter mojarritas en sus corrales, bajo techos improvisados y con servicios de emergencia, como mangueras que hacían las veces de regaderas, y hoyos balazo y de balazo – nada de letrinas –, para surrar. Era un bendito desmadre. El hamster, primero se encabronó, cuando había ya cinco de esas casas llamadas de huéspedes – distinguidos, parecía ser – y se encerró con el joven presidente municipal, le dijo que tenían que acabar con esos cabrones que les estaban quitando el jale porque se les estaba yendo un chingal de lana. Yastá, dijo el alcalde, les voy a mandar poner unos chingazos y listo. Ta’s pendejo, contestó el hamster, cómo les vas a poner de chingadazos, se nos arma en serio buey. Yo no sé, dijo el joven presidente, pero voy a traer al guachoma – apodo para un mil usos de usos especiales – y listo, que se los madree. Antes de que el consejero dijera nada, ya estaba ahí otro joven que además de joven era un pelmazo, grande, panzón y fuerte, pero, por supuesto, servil. Diga, jefe… así se presentó ante los otros dos, con riguroso acento marcial. Vestía como rambo de noche, todo negro como negros eran su pasado y sus genes de golpeador. En la UNAM pudo haber sido porro, pero en la prepa del Frontson había poco por golpear. Por un tantito que el alcalde, en sus ansias de matador, le gira las instrucciones al gorilón para asestar la madrina segura a aquel que fuera justo y necesario – seguro está mafufo, se dijo el hamster –, pero al consejero se le ocurrió una ideota. Pérate, le dijo. Yo sé cómo, buey; con las puras anuencias, güey. Qué dijites, respondió el alcalde. Sí, repitió el hamster, nadie ha pedido anuencias. Nosotros tenemos que darles permiso para que abran cualquier negocio, y estos cabrones no han venido ni siquiera a pedirlo. Eso es desacato, sentenció riguroso y triunfante. Es puro desacato. Mejor dile aquí al guachoma, que les diga que si no vienen a arreglar su changarro se los vamos a cerrar y le vamos a mandar a los federales. Algún delito tiene que haber en todo esto. Cállate mamón, le contestó el presidente, si nosotros estamos haciendo lo mismo. Ya lo sé, dijo el otro, pero algo anda mal en este movimiento, cómo es que así nomás porque sí, pones un méndigo congal para guachitos, y ya, ya tienes un negociazo. Algo anda mal… pero ni pedo, aquí tú mandas, le dijo al presi, como un recordatorio puntual del papel que jugaba el primera autoridá.

    Esa es la historia de cómo y por qué se inició el tremebundo negocio de los polleros en el lugar. Así lo cuenta el Trece. Lo de las anuencias se hizo realidad, y además tenía razón el gobierno municipal en cobrarlas, el problema era cuánto cobrar. Mira, yo no sé, ai te la echas, dijo el alcalde al consejero, ah, pero eso sí, yo quiero mi lana, ¿eh? – quiero mi cocol –, ta bueno, contestó el hamster. Unos cinco mil pesos, pensó. Eso está bien. Sí, si está bien, pero, ¿cada cuándo?

    Buena cosa, diría un chileno de nombre Texier, o lo que es lo mismo, qué buen cuete se traían estos compas. Ya la plaza estaba llena de morenitos pelos parados y cochinos, ya las casas estaban atiborradas de ellos y por todo el pueblo se paseaban, se asoleaban, se besaban, se exhibían en una especie de feria de trascendencia nacional. Es más, extrañamente, parecía que estuvieran de vacaciones. Mucha mucha mucha gente.

    En un principio, los dueños de casas de huéspedes se sintieron ofendidos por la exigencia del ayuntamiento, pero no había de otra, tenían que entrarle por el lado de la legalidá. Ahí, con la legalidad, empezó la lana extra para todos, y fueron, al final de las cuentas, como cincuenta negocios de hospedaje; algunos con cara de hotel, otros con cara de motel, otros con el puro nombre de hotel o de motel, y todos fueron pagando sus famosas anuencias. Algo quedaba para el erario, pero gran parte de la lana era para los dos jóvenes. Sí, bueno, se asume que algo repartían. En estos negocios de la prosperidá, dijo una vez un capo local, hay que saber repartir el pescado, para no acabar mal parado. Visto así, pues todo se miraba bien, pero eso era sólo el inicio. Algo ocurrió – alguien cantó – que hizo que el hamster y el munícipe se pusieran más enrarecidos y con coraje. La cosa está en que el guachoma, que finalmente no era tan pelmazo, en sus recorridos para asegurarse que no abrieran más negocios de esos – clandestinamente, claro está –, se percató que unos guachos le daban dinero a un hostelero, pero por cada cabrón que les resguardara en su asilo. ¡Ah, chingá! Dijo el hamster, cómo está eso. Sí, contestó el guachoma, con la novedá mi jefe… Ya, ya, lo paró en seco el hamster, no seas payaso, dinos qué chingaos traes, cabrón. Bueno pues, dijo el otro chamaco, ya con acento familiar: o sea que, pues yo, en mi recorrido, que me bajo a ver al Bugs nomás pa ver que se veía, y como pues, o sea, que no traigo mi uniforme, pues éste, ahí con el bugs estaba un compa acá, sin chiste, como que no pela un chango a nalgadas, con guaraches y sombrero raro; o sea, pero guachito guachito deal tiro, y como mi pareja y yo pus andamos sin uniforme, que ni nos pela ni nada, ¿no? Pero el bugs sí nos plaqueó, acá, o sea que nos guachó, bien bien guachaditos, y como que se puso nervioso… acá, muy acá, ¿me entiendes? Pero estuvo bien curado porque no le dio chance de nada el guachito; o sea, luego luego, ahí enfrente de nosotros, que le dice al bugs: ai tienes, que le dice. Y mira, que saca un pinche fajón de billetes, de dólares, y le dijo, una semana, le dijo, guárdamelos una semana, luego vengo con más, y estese abusado, porque cada paisano que venga, recíbalo, no lo deje ir, yo le doy su comisión. Y el bugs así nomás disimulando, pero con miedo, ¿me entiendes? bien curado. Cuando ya se salió pa afuera el pollero, que le digo al pinche bugs, ¿y esa lana, bugs? De a cómo es la tajada, que le digo, ¿no? Verás qué curotas, que se pone casi a llorar el compita, y que me dice, no, me dijo, si es algo que ya quería platicar con el ciudadano, me dijo. Dijo que le pagaban por chuntarito cuidado y por semana. Dijo que hay un chingal de polleros y que todos se pelean por la raza. Así dijo, neta, dijo algo que ya no entendí, que eran como unos cincuenta en oro por la transa, por semana, o algo así. Yo le dije, a güevo, que tenía que reportarse acá con ustedes, porque yo no sé ni que transa, ¿me entiendes? Pero, acá, que alcanzo a plaquear que algo andaba mal, algo, ¿me entiendes cómo? Lo que sí agarré, acá, machín, es que hay un chingo de lana, ese. Pero un chingo. ¡Mocos! Dijo el Municipal. Esto está re bien. Pues si eran cinco mensual, ahora serán cinco semanal, aseveró el Hamster, y que chinguen a su madre, sin más más. Sí, consintió el ciudadano, pero lo cabrón está, buey, en la pinche lanota de los polleros. Ya creo que va siendo hora de que le entremos al negocio, pero en serio ¿Qué les parece si hacemos una reunión chingona con el comandante y el del estado? Hay que meter al circo a esos cabrones chuntaros gandalleros. Ora sí está pensando, pensó a su vez el Hamster, sobre su presidente municipal, cómplice y amigo. Buen trabajo le dijo por fin el presi al guachoma, te felicito, de aquí en adelante va a haber billetes para ti, esto se pone bueno. ¿Ta güeno? A sus órdenes jefe, respondió orgulloso el pelmazo, y se cuadró como se cuadran aquellos que guardan el honor y el bienestar de las familias. Cómo ño.

    El comandante de la estatal era cabrón. Sabía cómo se movía el agua en esas lides del hampa legitimada. Se amparan en el libre tránsito, les dijo al ciudadano mayor y al hamster, aunque en la junta estaban también el comandante municipal y el guachoma, porque el guachoma representaba la legítima defensa de los legítimos intereses de los dos primeros. Luego continuó: los polleros saben que acarrear personas con propósitos de cruzarlos, es ilegal. Pero también saben que existe el libre tránsito en el territorio nacional, así que no se arriesgan, tienen arriadores en los estados y desde allá les arreglan el viaje, y los mojaditos llegan hasta acá, solitos. Aquí ya nada les puede hacer uno porque están en su país, a final de cuentas. Pero si les buscamos los vamos a controlar. Claro, dijo el comanche municipal, hay otras faltas o cosillas que se les escapan, como el permiso de salubridad en los galerones, la basura, el desperdicio de agua, o sea, cosillas. Es cierto dijo el estatal, pero la verdad verdad de este caso, es que es algo nuevo en el pueblo; es algo con lo que no se estaba acostumbrado a tratar, pero normalmente, ellos solitos, los polleros, se vienen a arreglar. Si no lo han hecho aquí es porque le están jugando al vivo, pero ya con el testimonio del joven – o sea, el guachoma, que se hinchó de orgullo –, ya hay un antecedente para apretarles las tuercas. O sea, comprar gente sí que está malo, o cabrón, si ustedes quieren; me imagino que esa acción debe estar muy penada por ley… ¡Claro que sí! terció el comanche municipal, algo hay qué hacer con esos cabrones. Para empezar, dijo, ai‘stá hacienda, nomás les llamamos y que les pongan una chinga a los pinches polleros y a las casas de huéspedes, sobre todo al bugs, para que se le quite lo mamón. No sea tan drástico, dijo el estatal, sépanlos llevar y los van a tener de su lado, los van a sacar de los problemas de siempre, los que tienen todos los municipios, como el gasto de nómina y otras cosas. Creo que sí, dijo el hamster, creo que tiene razón. Luego vino un silencio de esos que llaman sepulcral, pero más bien era un silencio de vivales, de esos que elucubran en el buen futuro después de una complicidad nacida del azar. Septiembre calló.

    Ta güeno, dijo el ciudadano mayor, el plan es que haya beneficio para todos nosotros. Sí es cierto que necesitamos alivianar al ayuntamiento con los gastos, ¿no? Como tú dijiste, pero lo cierto es que también nosotros llevemos un beneficio – hace rato que no le pone este cabrón, pensó el hamster, está muy vivo –, porque es justo y necesario. O sea, no me lo tomen a mal, pero una rachita como éstas, donde un cabrón paga cincuenta

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