Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Siempre quiso ser un travesti y llamarse Vianka
Siempre quiso ser un travesti y llamarse Vianka
Siempre quiso ser un travesti y llamarse Vianka
Libro electrónico223 páginas3 horas

Siempre quiso ser un travesti y llamarse Vianka

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Un inmejorable thriller histórico a caballo entre la realidad y la ficción. En la España de finales del franquismo, una serie de horribles asesinatos conmociona al país entero. Un inspector de policía recibirá el encargo de buscar al culpable, pero habrá de enfrentarse a una red de secretos, homosexualidad reprimida y corrupción. -
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento18 jun 2022
ISBN9788726983555
Siempre quiso ser un travesti y llamarse Vianka

Relacionado con Siempre quiso ser un travesti y llamarse Vianka

Libros electrónicos relacionados

Thrillers para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Siempre quiso ser un travesti y llamarse Vianka

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Siempre quiso ser un travesti y llamarse Vianka - García de Romeu

    Siempre quiso ser un travesti y llamarse Vianka

    Copyright © 2022 García de Romeu and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726983555

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    Prólogo

    El comienzo de una historia

    Casi todo en él fue puro misterio. Manuel Delgado Villegas nació en Sevilla en 1943. Su madre no le vería crecer, y su padre, vendedor de arropías, lo mandó con su abuela. Tras una infancia dura y difícil, como la de casi todos los nacidos por aquellos años de la posguerra, ingresó en la Legión. Hasta 1961, no existía más documentación sobre él que la que nos quiso legar el protagonista. Cuando lo detuvieron en enero de 1971 en la ciudad de El Puerto de Santa María, aquel que luego sería tildado de loco, relató cuarenta y ocho asesinatos repartidos por toda la costa: de Barcelona a la costa Azul, un pequeño paréntesis en Madrid y luego a la costa gaditana.

    De golpe quedaron resueltos un sinfín de asesinatos ocurridos en España que afectaban sobre todo a extranjeros, unas extrañas muertes de ricos burgueses homosexuales que habían dado muchos problemas a un régimen ya en plena apertura hacia Europa y en donde la Policía avanzaba a pasos de gigantes en nuevas técnicas de investigación importadas del continente americano. Muertes atroces sin resolver y cruentos crímenes de contenido sexual son confesados por un hombre capaz de irse a una embajada a preparar una coartada, viajar por Europa, fingir enfermedades, subsistir mediante la venta de sangre o controlar a prostitutas amigas. Un supuesto loco que subsistió en una España donde el vicio era controlado. Un supuesto loco incapaz de ser juzgado que, sin embargo, tenía gran lucidez para pasar desapercibido en el mundo del hampa más viciosa. El supuesto deficiente mental viajó por toda la costa Azul y se ganó la confianza de la gente, quizás gracias en parte a su enorme fuerza física y a un especial don para no eyacular, pudiendo mantener la erección durante horas para satisfacción de clientes y clientas.

    Sorprendentemente, esa misma persona se confesó autor de cuarenta y ocho crímenes, aunque no fue condenado. Todo nos conduce a una increíble investigación policial que termina en una sorprendente desaparición de expedientes, por lo que al detenido se le abrió un proceso en el que judicialmente se le da carpetazo tras más de seis años en prisión preventiva, y que, sin un juicio, es declarado, al parecer, inimputable.

    Los acontecimientos dan un giro inesperado, y el inimputable termina en otro lugar poco esperado: se le encierra de por vida en un psiquiátrico para ser puesto en libertad casi acabando el milenio para morir como un vagabundo. Un final que ni él mismo se esperaba.

    En estas páginas, pura ficción que no tienen que ver con la realidad salvo lo que cada cual quiera ver, se narra la historia de alguien que se le pareció. Quizás él mismo. Porque la realidad se cruza a veces con la ficción, y aquí, en algunos momentos, se cruzan. Por casualidad, porque la historia fue de otra forma.

    Aún así, quizás fue la forma más fácil de resolver aquellos crímenes no resueltos y quizás, solo quizás, muchos culpables respirasen tranquilos cuando un narcisista y egocéntrico chulo, con apenas veintiocho años, acaparó la atención de todos los medios de comunicación de la época. Durante meses, su historia conmocionó a la España de finales del franquismo, una sociedad en la que había muchos temas tabúes. Una época en la que las formas lo eran todo, incluso en temas internacionales. Quizás, acorralado por sus propias perversiones, decidió confesar todo aquello que había visto, soñado o escuchado, dando a la policía lo necesario para dar carpetazo a unos crímenes que muchos querían ver resueltos. Las versiones oficiales nos dan en ocasiones la comodidad de no plantearnos cuál fue realmente la verdad. Al fin y al cabo, en muchas ocasiones importa más el final que la verdad, una verdad que puede ser incómoda para muchos. Y la conciencia prefiere dormir tranquila a cuestionarse si se obró bien o mal. Nada y todo puede ser lo que parece, y aunque nadie pone en duda lo hasta ahora no demostrado, dudar de lo indudable en ocasiones nos hace incluso más humanos.

    A todo ello se unió una realidad donde la perdida de datos y archivos, unido a la existencia de leyendas e investigaciones periodísticas, en las que, como ya ocurrió no hace mucho tiempo, la principal fuente oficial de investigación se centraba en la declaración de alguien que se consideraba autor de múltiples crímenes, hicieron verdades donde solo había conjeturas. Eran tiempos donde era más importante esa verdad que la verdad con mayúsculas, esa a la nadie podía llegar.

    Quizás estas páginas remuevan conciencias. O quizás no. Los monstruos son necesarios para recordarnos lo bueno que somos y lo malo que otros pueden ser, pues sin el mal no existiría el bien. Y claro está, nadie quiere que le alteren sus valores.

    Ojalá que lo que aquí se lea, pura ficción salpicada de realidad, nos lleve a replantearnos una historia que para algunos comenzó en aquel verano de 1970…

    Capítulo 1

    Arropías

    La camisa que llevaba abierta al modo legionario, de blanca pureza, dejaba entrever un torso fuerte que no pasaba desapercibido. El calor le permitía además mostrarse a gusto. A su paso, las mujeres volvían la cara para observarlo mejor y los hombres se apartaban, aunque algunos se volvían para admirarlo o desearlo. O las dos cosas a la vez. En su brazo, un canasto lleno de arropías y algunos cartuchos de papel de estraza en unos de los extremos le daban un aire exótico. Él se sentía bien, hinchaba los pulmones y presumía con la mirada de su pasado legionario. Sabía que lo miraban, que lo deseaban, y le daba igual de dónde vinieran las miradas. Su pasado en la legión, un motivo de orgullo en aquella España donde la milicia daba puntos, no fue más que una anécdota. Aquella férrea disciplina le pudo, y fue poco el tiempo que pasó en el tercio. Y menos tiempo aún el que tardó el tercio en olvidarse de semejante personaje. Él recordaba de aquellos años la lucha cuerpo a cuerpo, piel con piel, revolcándose sudoroso por el suelo haciendo llaves y dando golpes. Cómo disfrutaba de aquellos años en donde el dolor y la disciplina eran mucho más livianos que los primeros años vividos.

    Se detuvo frente al bar que hacía esquina con la plaza y alzó la vista. No miró hacia ningún lado en concreto. Tampoco hizo caso a quienes requerían su atención para comprarle las arropías de su padre. Un recuerdo muy cercano lo invadía. No dejaba de pensar en su amigo, al menos podía presumir que lo tenía, y sentía que lo apreciaba. Aquel chico que le comprara arropías y que lo tratara con amabilidad captó su atención. Era amable, muy listo, y le había prometido enseñarle a leer y escribir. No le pedía nada, disfrutaban con su mera presencia, sin más futuro que verse al siguiente día para charlar y hacer planes sobre la educación que él no tenía. Le reconfortó la amabilidad y la pureza de aquella amistad. Tenía algo que jamás había tenido: un verdadero amigo, y eso le gustaba porque notaba aprecio. Con él no se sentía observado ni deseado, tan solo apreciado.

    —No me digas que no es guapo —dijo Manolito, o don Manuel, según para qué y en qué circunstancias se viera enredado, al verlo pasar por delante de la puerta del bar, en cuya mesa, ocupada desde las nueve de la mañana, pasaba los días hasta la hora del aperitivo que tomaba en el bar Central, lugar de reunión de su gente, esa que heredó los privilegios de unos padres que apostaron por el bando vencedor y cuyos hijos seguían sacando partido.

    —Pues no sé qué decirte, porque a mí no me gustan los brutos. Y a ti tampoco —le respondió Ignacio, que apuraba el café molido fino suministrado por La Giralda.

    —Es guapo. Y además está fuerte. Mira qué cuerpo… Y aunque me gusten más delicados, a veces un buen empujón violento y salvaje es necesario —insistió Manolito, pasándose la lengua por los carnosos labios que adornaban su rechoncha y flácida cara.

    —¡Pero qué guarra eres, chocho! ¡Y además te gusta un tío malo! —soltó Ignacio soltando el café para poder reírse a gusto sin derramárselo encima—. Pero es verdad, tiene su puntito. ¿Te lo imaginas empotrándote?

    —Lo ves, maricona, cómo a ti también te gusta —dijo pasándose los dedos por la comisura de los labios—. Por cierto, mira quién viene —comentó volviéndose hacia el otro extremo de la calle y olvidándose del arropiero, que se les perdía de vista—. Buenos días.

    —Buenos días, don Manuel —contestó Borja cortésmente, siguiendo su camino, no sin brindar una acaramelada mirada a su Manolito.

    —Ese, el día menos pensado, le da un disgusto a su familia —dijo Ignacio dándole una palmada en el muslo a su amigo—. A ti te pega ¿a que sí? —aprovechó para levantarse sin esperar la respuesta—. Bueno, me voy que tengo mucho trabajo.

    —¿Trabajo tú? Pero ¿en el ayuntamiento trabajáis?

    —Algo sí, cabrito, no mucho, pero algo sí. Venga, me voy.

    Y se despidió con un giro de muñeca casi imperceptible que no pasó desapercibido para los de la mesa contigua, que se lanzaron una mirada de admonitoria desaprobación y asco.

    Manolito se quedó solo, contemplando al personal salir y entrar en el mercado de abastos, que estaba a rebosar a pesar de ser martes, aunque la mayoría de las amas de casa de El Puerto de Santa María pasaban por allí para cotillear más que para comprar. Por fortuna, los años de las cartillas habían pasado a la historia y el trabajo sobraba. La mayoría de los hombres que trabajaban en las bodegas empleaban los medios días en beberse el fruto de su sudor y las tardes haciendo chapuzas para los americanos o en segundos empleos bien remunerados. Sus mujeres, con los bolsillos bien provistos, hacían la vista gorda ante la ebriedad que algunos presentaban pasadas las cuatro de la tarde, así que cada mañana daban buena cuenta de los extras que dejaban sus maridos, a los que encima ocultaban los premios que las loteras clandestinas les dejaban cada día. Por el rabillo del ojo vio una chaqueta blanca que se le acercaba, así que cruzó femeninamente su pierna derecha y esperó.

    —¿Quiere otro, don Manuel? —le preguntó Antonio, un camarero casi con tantos años como el bar.

    —Pónmelo. Total, no tengo nadaque hacer en toda la mañana. Ah, ¡mándame al niño a por unos churritos!

    El segundo café le supo casi tan amargo como el primero. A pesar de no privarse de nada, pocas cosas le satisfacían. Sus años duros habían pasado a la historia, aunque a decir verdad su apellido le libró de muchos malos tragos. Ya se sabe que los vicios son menos vicios cuando hay dineros de por medio, y él supo aprovechar esa circunstancia muy bien. Los peores momentos fueron cuando le echaron de monaguillo después de que rechazara los tocamientos de aquel miembro de la Hermandad del Santísimo, amigo de su padre y encaprichado de su pueril mocedad. No le gustó al principio, pero luego comenzó a cogerle el gustillo. Cuando tocaba a las muchachas del servicio no sentía lo mismo que cuando le tocaban a él. Desde entonces, y ya picándole el gusanillo de que no le gustaban las mujeres, todo fueron sinsabores y placeres ocultos que nunca terminaban de satisfacerle plenamente. Lo que peor llevó fue el empeño de su padre, que viéndolo como era, se empeñaba en llevárselo de putas. Qué asco. Hasta que la madame Gertrudis se dio cuenta de lo que realmente le gustaba y siempre procuraba buscarle un trío. Su padre, finalmente, se aburrió y lo dejó como un caso perdido, y aunque lo trató con respeto, se alejó de él como si fuera un apestado. Eso sí, pagó lo indecible para tapar sus bujarronerías y sus desastres. Al final, cuando se murió, sintió sobre todo alivio. Las últimas palabras que le dijo su padre fueron que se lamentaba de haber tenido un hijo así, seguro que era un castigo de Dios por haberle puesto tantos cuernos a su santa madre. ¡Ah, su madre! Eso lo llevaba peor. Se querían con locura, pero era tanta la pena de ella que le dolía incluso a él. La pobre se lamentaba más por la inseguridad de su hijo que por sus tendencias, que aceptaba de buen grado cuando vio que no se separaba de ella. Eso le ayudó mucho frente a todos aquellos que le rodeaban: amigos, familia, conocidos y desconocidos, todos esos que con doble moral le miraban con desprecio en público pero que en privado trataban de meterle mano o darle una justificación médica a lo que no era más que una cuestión de gustos. Gracias a Dios, las cosas estaban cambiando, y aunque seguía siendo un señor, todo un señor rentista, se podía permitir ciertos lujos y licencias que sabía vedado a otros.

    El segundo sorbo al café ya le endulzó la boca. Quizás fue porque no había disuelto bien el azúcar y ahora lo notaba, o quizás porque vio que su Candela salía de la plaza, la misma que, heredando los privilegios de su madre, ya muy mayor, le lavaba a mano los calzoncillos y las camisas. Pero lo mejor de Candela era su hermano, que se encargaba de recoger y llevarle la ropa, un hermoso joven que aún no había aprendido a decir que no, y a quien la magnificencia de un ser superior como él lo dejaba bloqueado. Sonrió al pensar en cómo el tímido joven no se atrevía ni a moverse cuando le pasaba la mano. Y se dejó llevar por una oleada de pecaminoso placer, un placer que pocas veces experimentaba, incluso mayor del que le producía Borja con sus sensuales labios. Pero todo tenía un precio. Candela lavaba su ropa, y él su conciencia pagándole un precio a su madre que le parecía desorbitado por aquellos servicios… los de lavar y planchar, claro. Y es que, como agradecimiento a todos los servicios, pagaba lo que tuviese que pagar. E incluso siendo el padrino de la criatura que le hiciera un recluta del Rancho la Bola a su Candela. Porque la muy díscola se echó de novio a un aprovechado que pasó una buena mili, comiendo en casa de su novia y durmiendo caliente cada vez que se despistaba la madre de Candela. El mismo que se licenció tanto de las obligaciones militares como paternofiliales cuando acabó su servicio.

    —¿Qué pasa, don Manuel? —dijo Cándela tomando asiento a su lado para recibir los oportunos y respetuosos encargos del día, y dejando aparcado a un lado el carro de la compra.

    —Aquí esperándote, cariño. Y Pepín cómo está.

    —En el colegio. A ver cuando pasa usted a verlo. Y su madre… —comenzó a decir sin poder terminar la frase.

    —Estoy enamorado —dijo sin disimular su pluma.

    —Ay, pero qué alegría. Cuente, cuente.

    —Acabo de ver pasar al de las arropías, ¡qué hombre!

    —Déjese de chuflas. ¡Pero si es un sinvergüenza piquito de oro! Además, todos sabemos a qué se dedica. Como se entere doña Encarna… —suspiró, acompañando la frase de un ligero meneo de manos.

    —Sí, pero me gusta —trató de escandalizar.

    —Anda ya, no sea usted tonto. Lo que tiene que hacer es buscarse una buena mujer que le acompañe.

    —¿Que me busque una mujer? ¿Pero tú estás loca? Yo con una mujer ¡qué asco por Dios! —blasfemó empleando una voz en falsete que hizo sonreír a Candela.

    —Don Manuel, que los hay peores y hasta tienen niños. No sea usted tonto, que tiene una posición que mantener.

    —Seré muchas cosas Candelita, pero falso no —dijo llevándose el dedo índice al pecho.

    —Bueno, usted sabrá, pero va a matar a doña Encarna a disgustos…

    —Si no

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1