Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Memorias de noche y niebla
Memorias de noche y niebla
Memorias de noche y niebla
Libro electrónico534 páginas9 horas

Memorias de noche y niebla

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

«Soy consciente de ser un psicópata, borracho, obsesionado con el sexo y la violencia: en fin, lo que cualquier hombre querría ser». A. Bradley.
Nuestro personaje, A. Bradley, después de vivir las atrocidades del Madrid de 1936 y ser expulsado como corresponsal de guerra por el bando republicano, vive desde la distancia los acontecimientos de España mientras cubre la información de la Guerra Mundial. Volvemos a encontrarnos en los Juicios de Núremberg, donde nos da su particular visión de los mismos siempre mediatizados por sus desórdenes mentales y su dependencia de la bebida. Un singular personaje, Vernon, lo recluta para volver a Madrid donde tendrá que convencer a un científico alemán de pasarse al lado de los norteamericanos. Además podrá escribir su novela Pulchra Mors sobre el terreno y como tapadera de su principal misión. El reencuentro con antiguos personajes de su etapa madrileña así como otros surgidos de la época de la posguerra como Camilo José Cela el profesor o Mollinedo el mosén ponen un punto de humor y costumbrismo a sus peripecias. Acabada su misión vuelve a los Estados Unidos, donde reencuentra el amor ya convertido en escritor de éxito y periodista insigne. La sombra del chato de ventas sigue con él y en ocasiones guía sus pasos jugando con la ambigüedad del argumento cuyo final queda al arbitrio del lector.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 abr 2024
ISBN9788410005907
Memorias de noche y niebla
Autor

Benigno Santiño Calleja

Provengo de una familia de periodistas de diversos medios entre los que ocupan lugar especialmente querido El Adelantado de Segovia y Radio Segovia, en los que colaboré en mi juventud. Dirigí mi vida profesional al sector financiero y en multinacionales en diversas industrias, en los que me gané la vida. Después de más de 60 años de lecturas consideré que estaba preparado para contar esta historia. A veces hay que perder el tiempo durante muchos años antes de dar una oportunidad a la vocación. Espero no tardar otros tantos en publicar otra vez. En suma, no les voy a aburrir más con mi vida profesional, eso son solo asuntos..., nada importante.

Relacionado con Memorias de noche y niebla

Títulos en esta serie (100)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Memorias de noche y niebla

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Memorias de noche y niebla - Benigno Santiño Calleja

    Memorias de noche y niebla

    Benigno Santiño Calleja

    Memorias de noche y niebla

    Benigno Santiño Calleja

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

    © Benigno Santiño Calleja, 2024

    Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras

    Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com

    Obra publicada por el sello Universo de Letras

    www.universodeletras.com

    Primera edición: 2024

    ISBN: 9788410004092

    ISBN eBook: 9788410005907

    Para mis nietos Mateo y Martín y todos aquellos que me quieren.

    «Soy consciente de ser un psicópata, borracho, obsesionado por el sexo y la violencia.

    En fin: lo que a todo hombre le gustaría ser.»

    A. Bradley

    Capítulo 1

    NÚREMBERG 1945. Noviembre

    Las cuatro de la madrugada, la hora de los suicidas y de los que van camino de serlo, la hora de los desvelos y la de los fantasmas que, de vez en cuando, vienen a perturbar nuestro sueño.

    Miro por la ventana, envuelto en la manta que me abriga precariamente y, a la luz de las farolas una niebla intensa y helada recorre la calle destrozada donde se encuentra el Gran Hotel, lo que no deja de ser irónico, en una ciudad que solo conserva este y por casualidad. Aquí estamos todos los periodistas acreditados para cubrir lo que promete ser una farsa, más o menos necesaria pero inevitable, después del cese de las hostilidades y de la rendición incondicional de la Gran Alemania. Se me quedan los pies fríos sobre las baldosas y pienso en cómo deben tenerlos los encarcelados del Palacio de Justicia. Vamos a presenciar la escenificación de la justicia de los vencedores sobre lo que queda en pie de la locura hitleriana. Estoy desarrollando manías de viejo y el termómetro de exteriores siempre me acompaña y lo consulto con frecuencia, seguramente más de lo necesario; qué más me dará a mi si la temperatura exterior es de más cinco o menos siete como en este momento.

    En esta ciudad los perros no ladran o procuran pasar desapercibidos; esos ladridos nocturnos que acompañan las pesadillas o los desvelos de los insomnes, de tan buen efecto escenográfico, aquí están de más. En circunstancias normales pensaría que estarían escondidos al abrigo de cualquier casa, aprovechando el poco calor que puedan repartirse dentro de la manada, pero, la verdad, pienso que no quedan ni perros ni gatos ni otros animales mínimamente comestibles, igual que no quedan en Alemania mujeres vírgenes entre los 10 y los 80 años. Todo pertenece a los vencedores incluyendo a nuestros alegres, ingenuos y deportivos muchachos norteamericanos, los mismos que reparten cigarrillos y chocolate a los niños, pero también violan en manada a las pobres mujeres que se cruzan en su camino. El alto mando no ha previsto en demasía la organización de los servicios de satisfacción sexual de la tropa y esta se organiza a su modo; aunque parece que nuestros chicos no se ensañan con las mujeres, las violan, claro, pero no las suelen matar luego como hacen los ruskis; al fin y al cabo, los alemanes no han matado ni violado a nuestras mujeres que están muy lejos, muy lejos y ajenas a lo que ha sido esta guerra en la que cualquier imaginación es posible. Los americanos solo odiamos a los japos que son los cochinos traidores que nos atacaron por sorpresa, a los boches hemos tenido que aprender a odiarlos a través de la propaganda y las páginas del Reader´s Digest que es algo así como la comida precocinada de los bebes, medio digerida ya, pero aplicado a la cultura.

    Sí, sí, ya sé que estoy disperso y todas las cosas que estoy escribiendo deberían tener un hilo conductor, un desarrollo lógico y ordenado, pero estas líneas que escribo no son crónica periodística, eso se queda para el trabajo; estas líneas son un diario y su fin no es ver la luz, estas líneas son las cogitaciones y las sensaciones de A. Bradley, el famoso corresponsal de guerra que hizo sus primeras armas en la guerra de España y, según parece, lo hizo tan bien que tiene en su despacho de la casita de Maine dos premios Pulitzer «por la inmersión tan vívida en la acción y el realismo de los personajes, la brillantez de la descripción y esa manera tan original, etc. ,etc.». No voy a decir que no agradezca las distinciones, las ofertas económicas y el bienestar que el periodismo me está proporcionando y, lo que me queda por delante. No, no seré un desagradecido, pero a veces me siento un impostor que he aprovechado lo que se me ha puesto por delante y que no hay mayor talento ni mérito, por mi parte que el de haber sabido aprovechar las oportunidades. Como dicen los españoles: «Crea fama y échate a dormir»; cuando escriba la novela de mi estancia en esa guerra que al final ha sido casi de juguete, comparada con esta masacre que acaba de terminar, cuando acabe esa novela harán de ella los elogios esperados para fomentar las ventas y así, seguir cebando la máquina del éxito comercial. Bueno, no seré yo quien me niegue a ganar dinero y acumular fama y éxitos, pero se amontonan sobre mí los cuerpos muertos de todos los que van quedando por el camino; el chato incluido, el chato que va quedando en el recuerdo, pero que pugna por salir en mis sueños, aunque lo mantengo a raya, pues estoy seguro de que darle salida desde mi subconsciente, dejarle campar por sus respetos me haría mucho más mal que bien.

    Los diarios no son para ser vistos ni leídos por otros ojos que no sean los tuyos. La realidad es que siempre acaban en manos de terceros o de familiares que descubren a través de ellos cómo de miserables somos y, si lo ven de interés, los publican bajo el pretexto de entender y descubrir mejor al personaje.

    El chato, qué tipo más singular y qué buen amigo considero que ha sido para mí. Se lo debo casi todo a él, a su aceptación, a dejarme participar en sus peores actividades, a admitir ser juzgado por mi gazmoñería de yanqui bien pensante. Ahí está, muerto y enterrado en la lejana España, en la fosa común de los perdedores, como aquí, porque este juicio no va a ser más que la escenificación de la derrota, un pasar página para dar por finalizado el nazismo y seguir hacia adelante hasta la próxima vez que los vientos de la Historia o de la ambición de cualquier imbécil nos ponga en la tesitura de volver a acarrear unos cuantos millones de muertos más.

    Dispersión, sí, tanta como la de los datos que día a día van actualizándose; solo hace unos meses que la guerra ha terminado y aún no sabemos de cuantos muertos estamos hablando, desde luego se contarán por millones: cuarenta, cincuenta, sesenta, no sabemos, nadie sabe y al final habrá que hacer una estimación aproximada como cuando la primera gran guerra. La tecnología ha avanzado mucho y ese desarrollo tendrá indefectiblemente que incrementar la eficacia de la destrucción, los bombardeos masivos de las ciudades alemanas por nuestras fuerzas aéreas y la RAF tienen que haber sido devastadores, a juzgar por cómo está esta ciudad que tampoco es de las más importantes en cuanto a objetivos militares sino en cuanto a su significado como cuna del Nazismo.

    He extendido una toalla a mis pies porque el frío es insoportable a estas horas, echo de menos el cuerpo cálido de Frida en nuestras noches invernales, aunque pensar en sus pies helados me produce escalofríos. El frío, el hambre y la miseria física y moral que imperan por todos lados en esta Alemania arrasada hasta los cimientos. No nos pongamos trascendentes y hablemos de la locura eventual del ser humano porque han sido estos tipos los que se lanzaron a su propia destrucción y a la nuestra y casi lo consiguen, lo que me irrita ahora es qué pretenden con este juicio cuyas sentencias están pronunciadas de antemano y que solo nos produce incomodidades. Si de mí dependiera los ahorcaría a todos y pasaría a otro tema más amable que es del de la reconstrucción de Europa, hoy un erial.

    Sé, me siento disperso por la fatiga, la confusión y el alcohol mal digerido. Me he convertido en el borracho que pronóstico mi padre y me temo que ese va a ser mi estado natural, nada extraño porque la mayoría de los periodistas aquí presentes y que tanto me aprecian comparten conmigo las delicias del coma etílico. Se oye el tap tap de un grifo mal cerrado, las autoridades ante el advenimiento del día, ya habrán abierto el suministro de agua cortado por las noches. Hoy ya, será el gran día de la escenificación de la venganza. Podríamos haber terminado mucho antes, pero la opinión pública tiene derecho a saber. Démosle su ración de información si es que puedo ser capaz de asearme y encontrar los zapatos.

    Hijos no espero tener, ni mujer, si bien la querida Frida cumple esa supuesta labor de esposa a la perfección, me cuida lo que su profesión le permite y está pendiente de mí en todo momento. Si estoy escribiendo este diario ha sido por su insistencia, molesta a veces, desde luego, en que necesito ayuda profesional; no es normal ni sano mi estado casi permanente de ebriedad para poder soportar el día a día, trabajo, escribo, borracho hasta que, eso sí, terminada la faena, pierdo el sentido de la realidad y me sumerjo en el sueño del alcohol. Pero esto es casi peor porque noche a noche me despierto de madrugada para librarme de las imágenes recurrentes del chato y sus muchachos, de las atrocidades vistas y en las que de una manera u otra he tomado parte. Ese cabrón de fraile de El Pardo debió ver algo en mí que le llamó la atención. Sabiendo lo poco que le quedaba de vida tuvo fuerzas o claridad de juicio, no sé, para fijarse en mí y lanzarme sus acusaciones de que yo era el peor, de que sin arte ni parte en esa guerra no solo observaba, sino que no hacía nada por evitar las atrocidades, de que debía de obtener algún tipo de satisfacción en ello. Yo sé que tenía razón, lo siento así en mi fuero interno, toda esa excitación malsana que la sangre y el sufrimiento me producía no son naturales en el ser humano; los luchadores lo hacen por una causa y están dispuestos, claro, a soportar el rechazo de sus actos en aras de lo que consideran una razón superior; yo no solo lo soportaba, sino que sentía la excitación del precipicio, escudándome en el derecho a la información y demás zarandajas. ¡Qué espectáculo de luz y color la cabeza del chiquilín estallando al recibir de lleno la bala perdida de algún idiota que ni siquiera sabría hacia donde disparaba, la sandía roja y brillante esparciendo su materia en todas direcciones y mientras tanto Frida y yo sudorosos bajo el ventilador del Florida dándonos rienda suelta ante el salvajismo de los acontecimientos! El ser humano nunca es tan primario, tan instintivo como cuando los acontecimientos que nos rodean nos hacen plenamente conscientes de lo poco que valemos y de lo rápido que se puede acabar todo. En estas noches, cada día más frecuentes, las escenas de horror y las más lúbricas son todo un argumento, todo forma parte de una única escena mil veces repetida.

    Frida, la querida Frida siempre pendiente de mí y de mi salud mental y física también, claro, porque esta ingesta permanente de alcohol va a acabar convirtiendo mi hígado en uno de esos fuás franceses que todavía alguien seguirá fabricando. La querida Frida es una de esas mujeres que se enamoran de un hombre a pesar de todos sus defectos, de las que encuentran satisfacción en intentar redimirlo, cuando lo más fácil y lo más inteligente por su parte sería mandarlo a la mierda y no complicarse ni sufrir con sus problemas; es decir, actuar como un hombre. ¡Quién lo iba a decir...! La independiente, la profesional, la devoradora de hombres de Frida al final ha ido a reaccionar como una dama del medio oeste americano apoyando a su hombre y, eso que yo no me considero su hombre: yo solo soy un borracho que escribe con talento. Me lo han dicho tantas veces que no me queda más remedio que creérmelo.

    Bueno, a ver si me centro y consigo exponerme a mí mismo los acontecimientos que me vayan sucediendo porque... Ahora retomo el hilo... Frida ha insistido tanto en lo de la ayuda profesional que me ha buscado un psiquiatra, un tal doctor Guilbert que presta sus servicios a nuestras tropas ante sus desórdenes mentales que no deben ser pocos.

    Ayer tuve la primera visita y, desde el principio, este tipo me ha parecido un absoluto idiota. Se supone que si voy a verle es porque necesito ayuda, pero en vez de eso y, sabiendo quién soy, me ha soltado un rollo sobre los test de inteligencia que les están haciendo a los hijos de puta de los nazis que vamos a juzgar. Según él son poco menos que un portento todos ellos, con unos cocientes intelectuales muy superiores a la media. Está fascinado, sobre todo, por la brillantez de Speer y el fuerte sentido de liderazgo de Goering. Maldito idiota, se cree que voy a recoger sus opiniones en el NYT y a darle fama gratis. Este sentido de mezclar todo siempre con los negocios es lo que ha hecho grande a nuestro país. Yo ya no tengo tiempo ni paciencia para soportar a tantos tontos con los que me cruzo a diario así que cuando vi los derroteros que tomaba la conversación me puse en pie y le dije: «Oiga usted señor coronel Gilbert o como sea qué coño se llame, yo he venido aquí porque necesito ayuda profesional y, hasta ahora, no hemos hablado más que de sus tonterías con unos presos que tendrían que estar ya ahorcados, sin más. Así que hemos terminado la conversación y si se cree que voy a citarle en el periódico, va listo». Se quedó planchado y cuando ya me daba media vuelta para marcharme, deshecho en disculpas y en excusas varias, me rogó que me quedase y le expusiese el asunto. Ni que decir tiene que la conversación fue un absoluto fracaso si no fuera porque tuvo una especie de iluminación y me pasó con un tenientito psiquiatra también, quien según él, estaba ocupándose de estos casos nuevos de desórdenes mentales (así los llamó) y que seguramente sería la persona que mejor podría entender mis síntomas, salió del despacho dejándome solo y al cabo de unos minutos reapareció con un hombre joven que, efusivo, me estrechó la mano y ocupó el puesto del dimitido coronel Gilbert quien salió de allí lo más rápido que pudo. Tas unos segundos de reflexión y con un lacónico: «¿Qué puedo hacer por usted, señor Bradley?», me dio rienda suelta y allí fui yo desbocado a contarle las atrocidades del chato, las vivencias de la guerra de España , mis insomnios, mis borracheras, mis apatías, mis depresiones y mis tristezas, mi obsesión por el sexo que era lo único que me sacaba de la letargia en la que a veces me veía sumido; no me ahorré nada, ni siquiera lo del fraile y cómo sus palabras me hacían sentir; para culminar con el placer vergonzoso que experimentaba a veces recordando la sangre y la muerte sembradas por doquier en esa guerra de juguete comparada con la que acabábamos de terminar pero para mí mucho más real y vivida. No me ahorré nada, la verdad, ni siquiera la sensación que tenía de que en mis visiones nocturnas el chato pugnaba por romper los moldes del confinamiento en los que yo lo tenía sometido, aherrojado a la roca de mi firmeza para impedir que pudiera escapar y acabara enseñoreándose de mis pensamientos. De que se convirtiera en el centro de mi vida y sus opiniones fueran las mías. Buffff, hasta ahí se mantuvo en silencio, tomando notas.

    —Usted es consciente de que ese tal chato está muerto y enterrado y de que los muertos ni hablan ni salen de sus tumbas, ni se dedican a tocar los cojones a los vivos. Usted es consciente, Sr. Bradley de que ese cabrón de fraile español que, por lo que usted dice era una especie de animal peludo y gordo, sin cultura, un siervo de sus hermanos, no tuvo ninguna revelación divina. ¿Es usted consciente de todo eso?

    —Claro —respondí yo.

    —Bien, pues hemos avanzado mucho ya. El coronel Gilbert pertenece a la vieja escuela, muy respetable, que ha prestado grandes servicios a la psiquiatría, pero que nunca había tenido que enfrentarse a desastres de la magnitud a la que ahora nos enfrentamos. Seguramente las recetas clásicas, que fueron válidas en otras situaciones ya no nos den soluciones a los problemas que tenemos que afrontar. Acompáñeme —dijo y le seguí por un largo corredor que desembocaba en lo que parecía ser una vasta nave configurada a modo de hospital de campaña donde estaban internados un gran número de hombres, hombres que haraganeaban por allí sin hacer nada más que fumar y permanecer sumidos en sus pensamientos. Nadie podría esperar tan profundo silencio en una aglomeración de hombres jóvenes, sin heridas ni enfermedades aparentes. Los que no deambulaban por allí permanecían tumbados en sus camas, en silencio, rumiando sus propios pensamientos. —No sabemos qué les ocurre, tiene algunas similitudes con la neurosis de guerra, pero no nos atrevemos a diagnosticarla así todavía.

    No eran menos de doscientos hombres jóvenes los internos. Dentro de su ensimismamiento, algunos tenían la mirada perdida, la mirada de las mil millas dijo el doctor y una sonrisa estúpida dibujada en la cara, lo que les confería una apariencia inquietante, sencillamente o no estaban allí o sus pensamientos divagaban por quién sabe dónde. En varias camas próximas algunos soldados se masturbaban compulsivamente.

    —Parece ayudarles —comentó el teniente ante mi mirada de extrañeza.

    —En realidad, no sabemos nada con respecto a lo que les sucede; hemos aceptado, ya que en muchos casos no son heridas físicas en el cerebro lo que les lleva a estos comportamientos, estamos en vías de aceptar que hay otras heridas más de tipo emocional que desencadenan estos acontecimientos, pero aún estamos por el principio del diagnóstico y más lejos aún de idear alguna terapia. Algo hemos avanzado, hasta estos días muchos mandos consideraban que esta neurosis o como queramos llamarla no era más que un fingimiento de cobardes. Curiosamente, lo que a los psiquiatras más nos ha ayudado a que nos presten atención es el alto número de suicidios que se registran y el seguimiento, desde la gran guerra, de miles y miles de hombres a los que la vuelta a casa los lleva a la desatención, al abandono de sus familias y trabajos; mandamos a nuestros muchachos a pelear a lugares que ni conocen, los sacamos de Arkansas, de Iowa, de Texas y los hacemos matarse por asuntos que ni entienden ni mil diablos que les importan y, cuando sufren estas enfermedades invisibles, lo achacamos a cobardía o a debilidad de carácter o a falta de hombría.

    —No sabemos nada, Sr. Bradley, no sabemos ni por dónde empezar. Les aplicamos descargas eléctricas en el cerebro y les damos dosis cada vez mayores de tranquilizantes hasta convertirlos en vegetales y los mandamos a casa a que se hagan cargo sus familiares, o entren en algún programa de reinserción o se pudran solos vagando por todo el país gastándose la pensión de excombatiente en alcohol o en drogas. La mayoría aparecen un día colgando de una soga o se arrojan a las vías del tren que es la mejor solución para todos visto lo visto. Los periódicos no suelen hacerse eco de la noticia. No queremos verlos y así será hasta que después de esta guerra ya no podamos seguir disimulando más.

    —¿Qué van a hacer con ellos? —pregunté por preguntar algo, pues ya me imaginaba la respuesta.

    —Meterlos en el próximo barco hacia casa y olvidarnos.

    Me miró entrecerrando los ojos.

    —No crea que le he hecho ver esto por ponerle en un compromiso y obligarle a publicarlo; de todas maneras, no le dejarían, se lo censurarían seguro. Le he hecho ver esto para que vea que los desórdenes mentales de este tipo no solo se producen entre los combatientes, muchos de estos muchachos ni siquiera han ido al frente. Estas enfermedades mentales se producen también en personas que han estado expuestas a situaciones de alto nivel de estrés, como usted. No se asuste, su nivel de afectación no parece tan alto como el de ellos, tampoco sabemos por qué en unos aparece y en otros no ni por qué el grado de afectación es diferente, pero lo que sí le aconsejo es que, cuando vuelva a los Estados Unidos, se ponga en manos de un buen psiquiatra, yo aquí, como comprenderá no le puedo tratar ni estoy seguro de saber por dónde empezar, lo que si le digo es que la expresión de esos sentimientos, los que sean, por duros que le parezcan... La verbalización ayuda... ¿por qué las mujeres evitan o solucionan mejor estos problemas? —se preguntó a sí mismo—. Pues porque ellas hablan, Sr. Bradley, ellas comparten, ellas no tienen pudor en verbalizar sus sentimientos, sus inquietudes, sus inseguridades y sus zozobras. Nosotros, por equivocadas, pero obvias razones, no podemos demostrar debilidad y la enfermedad mental en nuestra sociedad tan masculina es una muestra de debilidad inadmisible en un hombre.

    Yo, Sr. Bradley, no soy más que un simple teniente psiquiatra. Ni siquiera nos hemos presentado así que usted no sabe ni mi nombre, ya lo ve, soy el doctor Nadie, el doctor Marshall. Pero desde mi anonimato le recomiendo varias cosas, lo más importante es que cuando vuelva se haga un buen diagnóstico, lo suyo tiene toda la pinta de una neurosis de este tipo, aunque habría que hacer más pruebas para asegurarlo y su grado de afectación. Inicie un diario en el que refleje con la mayor precisión y fidelidad que pueda sus pensamientos, escriba ese libro y refléjese allí lo más posible, eso será de gran ayuda cuando le traten. No le voy a decir que no beba porque no me va a hacer caso así que haga lo que quiera. Le voy a recetar también unos sedantes que no es que vayan a valer para mucho, pero le dejarán más tranquilo y dormirá mejor. Como ve, Sr. Bradley, hoy destilo optimismo y alegría de vivir. Si necesita más venga a verme o vaya al almacén general y pregunte por Gio que es un ítalo de Brooklyn y él se las conseguirá.

    Salí del hospital peor de lo que había entrado, consciente de que estos sujetos sabían más de la guerra y sus miserias de lo que nosotros los periodistas corresponsales podríamos llegar a saber en cien guerras y cien años de actividad profesional.

    Así que yo era ya uno de ellos, uno de esos juguetes rotos, tipos desvencijados, buenos para nada y, lo peor era que no sabían qué hacer con nosotros. Una realidad que, seguramente, los militares y los gobiernos llevan siglos ocultándonos porque a estas alturas la opinión pública no estaría dispuesta a tolerar tal estado de cosas como consecuencias de vernos inmiscuidos en conflictos de los que no entiende nada ni le interesa. No podía quitarme de la cabeza la imagen de tanto joven físicamente indemne pero ya condenado de por vida a ser una carga, un proyecto truncado y sin futuro. Quién va a las guerras, quién se alista, esa era la pregunta previa a la reflexión que se me pasaba por la cabeza: nadie en su sano juicio. Para que un joven lleno de vida se arriesgue a perderla y a quitar la ajena, a violar a sus mujeres y a participar en todo tipo de atrocidades, hace falta un proceso previo e intenso de manipulación. Los anuncios del Tío Sam con su barba y su chistera señalándote como si dar tu vida fuera una obligación, el ejemplo de hombría de los tontos de tu pueblo que sin pensárselo dos veces se alistan y van pavoneándose por los bares; las charangas, los desfiles, las marchas militares, no son nada, nada, sólo propaganda y manipulación. Bajo la mirada complacida de los mandos y del público apostado en las aceras no hay nada; el momento de gloria es el paso por la tribuna principal, a partir de ahí y cuando el vello del cuerpo deja de estar erizado todo va diluyéndose; la salida del pueblo marca el camino de la sordidez y la tristeza; se calla la banda, termina la música, alguien manda paso de maniobra y ahí empieza el calvario del cansancio y la muerte. El camino del horror. La tropa arrastra los pies levantando el polvo. A derecha e izquierda de la calle la vida era una pura ruina, ni un edificio en pie, cascotes y muros renegridos fruto de los incendios. Habíamos hecho bien nuestro trabajo. Harris, sir Arthur Harris, el carnicero Harris había dirigido con mano de hierro los bombardeos que habían arrasado Núremberg y tantas otras ciudades. No tenían gran valor, desde el punto de vista industrial o de concentración de tropas; hacía mucho tiempo que lo habíamos arrasado todo. Se trataba de derruir la moral de la población y para ello las bombas de fósforo y sus temperaturas de miles de grados no podían ser más adecuadas; no es sólo que mates a seis mil o diez mil en una noche de apisonadora, es que las quemaduras llegan hasta los huesos de aquellos que las sufren y tienen la mala suerte de no morir, condenados a vagar horriblemente abrasados, sufriendo dolores inconcebibles y sin poder ser atendidos porque nadie tiene consuelo ni remedios analgésicos que ofrecer.

    Nuestros chicos y los chicos ingleses de la RAF nunca pudieron ver las imágenes del dolor que estaban produciendo, es la ventaja de soltar tus bombas desde miles de metros de altura donde no percibes el olor, no ves sangre, no ves desplomarse edificios completos aplastando a los que están refugiados en su interior o corren enloquecidos por las calles. Sólo resplandor y la exultante alegría de haber acertado igual que en una caseta de feria. La adrenalina por las nubes y sólo una ligera sensación de amenaza por algún cañonazo antiaéreo aislado o un caza desvencijado que intenta hacer acto de presencia antes de ser derribado por nuestros Mustang o los Spitfire ingleses.

    A la guerra van o los fanáticos o los muy tontos que no tienen dónde caerse muertos ni nadie que les aconseje. Estoy seguro de que si por un momento pudieran ver y verse en esas imágenes bajarían la cabeza avergonzados. ¿Cómo no van a acabar psicológicamente destrozados después de tanto horror? Así venía yo pensando y pensándome, viéndome a mí mismo en las escenas de Madrid. ¿Acaso era yo muy distinto a ellos? Yo también había visto, había presenciado, había participado, aunque no activamente, en parecidas atrocidades en Madrid, quizá no tan masivas, todo había sido más de juguete, más directo, más improvisado y romántico, pero los muertos eran los mismos y yo había sentido simpatía por los ejecutores y hasta un cierto grado de complacencia en el espectáculo y, también, había disimulado apuntando el máuser para no llamar la atención de mis camaradas. No había disparado, pero qué más da, la mirada espantada de las víctimas no distingue si tú los estás matando o no, no saben si el dolor de la bala al desgarrarlos viene de ti o si eres solo un figurante. Para ellos tu eres un asesino más, aunque no dispares, aunque no sepan el placer que estás experimentando al tener a alguien en el punto de mira y saber que, si quieres, puedes matarlo, impunemente, eres dueño de su vida y de su muerte, eres dios, y como tal puedes disponer a tu capricho de su vida. Y en ese momento tomas la decisión disparando alto o bajo o no disparando o tirando a una pierna a ver que se siente y le alcanzas, pero solo un poco, lo suficiente para experimentar, pero dejando a salvo tu conciencia. Es como estar presente en las violaciones en las que tú, no participas, faltaría más, pero asistes con curiosidad, te fijas en los detalles, en los sonidos y hasta sientes un grado de excitación sexual. Lo he visto en España y lo veo aquí todos los días a poco que te fijes: una mujer por la calle y cuatro soldados que la meten en un portal, entras detrás y ves a una mujer contra una pared con gesto ido, como si no estuviera allí, mientras uno tras otro nuestros soldados se alivian, luego le dejan unas chocolatinas o algo de comida y se van: ella recoge la comida y sale, dicen que muchas no llevan ni bragas porque, total, así evitan que se las rompan. La resignación ante lo inevitable.

    Aquí no hay putas, no hacen falta, todas las mujeres están a disposición de la tropa. Cuando vi esa escena me faltó tiempo para buscar a unos cuantos tipos de esos de la policía militar, imponentes con sus cascos blancos; lo comprendí bien al verlos encogerse de hombros en señal no de indiferencia, sino de resignación ante lo inevitable: «La tropa, amigo, necesita expansionarse; tenemos orden de no intervenir a no ser que haya violencia física o riesgo para la vida de las mujeres. ¿cómo cree usted si no que podríamos contener a nuestros propios hombres, sin nada que hacer, sólo esperar ser embarcados de vuelta?», me dijo sonriente el más veterano. «Las pocas rameras con clase que existen aquí son para los oficiales, que ellos también lo necesitan. ¡No creo que le dejen decir estas cosas en su periódico, jajá, son las cosas de la guerra!».

    Desde luego que tenía razón, quién quiere conocer los detalles, bucear en los acontecimientos, descubrir que después de la victoria no llega la paz, sino el tiempo de la venganza, durante meses no hay más que desorden por todos lados, las consecuencias de la cabalgada del cuarto jinete del Apocalipsis, el hambre , la miseria, los espectros caminando sin rumbo por las calles sometidos a todo tipo de abusos por los vencedores que no son otra cosas que tipos embrutecidos por la violencia en los que todavía no ha aflorado ni una pizca de la humanidad perdida.

    Esos tipos se irán recuperando poco a poco, volverán a su condición humana y abominarán de lo que han hecho, pero para eso faltan aún muchos meses, estamos, como en la antigüedad, en los tiempos del pillaje. Luego todo quedará envuelto en una espesa niebla donde los detalles habrán dejado de tener importancia para dejar paso a los hechos históricos relevantes. Nuestros muchachos, los muchachos de todos los ejércitos que han participado, volverán a ser chicos normales en sus pueblos, padres de familia, honrados ciudadanos que harán y, a veces conseguirán, borrón y cuenta nueva de sus vidas , que no querrán hablar de los detalles y que ante las preguntas de sus hijos se sumirán en el silencio; que no querrán hablar de las cosas de la guerra, como un período inexistente de sus vidas, un paréntesis vital, en el que abominaron de su condición de seres humanos.

    La guerra es cosa de pobres, de incultos, de obreros. Estos son los muchachos que enviamos a combatir, no abogados, médicos o ingenieros. Las élites no combaten en las trincheras, las mujeres de los ilustres no son violadas nada más que cuando las guerras se pierden. Si quieres salvar a tus mujeres tienes que matar más, violar más, arrasar más a tus enemigos. Algo así es lo que nuestros primos ingleses quieren: reducir Alemania a un erial; primero con el carnicero Harris quien se planteó cargar las bombas, los miles y miles de bombas con las que hemos planchado a estos nazis, de carbunco, disipar por el aire sus esporas de manera que la muerte corriera indiscriminadamente y fueran ellos mismos los que se mataran al respirar. En el segundo bestiario particular de nuestros primos debería figurar el tal Morgenthau, del Foreing Office, un tipo curioso este, vengativo, obstinado, pero al que no le falta razón en algunos aspectos. Su esquema de pensamiento parte de premisas lógicas: no puede ser que cada veinte años tengamos que arrasar Alemania para evitar que los boches nos arrasen a nosotros así que hagámoslo bien de una vez por todas: convirtamos Alemania en un país pobre, sin industria, una especie de granero para las necesidades de Europa que se vea imposibilitado de acometernos con su ejército; una especie de desactivación definitiva del país y además enviemos miles de hombres de todas partes de Europa para que , copulando con las nativas eliminen de una vez la raza aria. Traslademos la industria alemana, como ya están haciendo los rusos, a nuestro país para aprovechar su poderío y que la Gran Alemania deje de existir para siempre. Curiosamente, este tipo tan elemental, decidido a destruir también toda la belleza que ha producido Alemania, obtuvo la atención de Churchill y no fue descartado como un loco o lo que es peor como un redomado imbécil. Su dialéctica me recuerda un poco a la del General Jürgen Stroop de las SS cuando reporta lo bien que lo ha hecho destruyendo el Gueto de Varsovia apoyándose en su amigo el fuego: «Dado que era muy laborioso ir casa por casa desalojando a los rebeldes opté por incendiar una a una todas las edificaciones y cuando salían corriendo les disparábamos», pensamiento lógico de un imbécil como Morgenthau, no carente de lógica, por otra parte, si de destruir y arrasar se trata.

    En estas cogitaciones iba yo entretenido caminando por las calles de Núremberg o lo que quedaba de ellas, raudos los jeeps de los muchachos, me rebasaban por ambos lados y camiones, acuciados por esa gran actividad de los ejércitos en marcha o acantonados que no parece conducir a ningún lado, pero la actividad es la actividad, atronaban las calles desiertas con sus escapes, los gritos eufóricos y el ruido de los cascotes triturados por los neumáticos.

    Decidido a culminar la abyección, ante el deseo que comenzaba a presionar mi entrepierna, busqué con la vista alguna de las mujeres que por la zona céntrica empezaban a pulular, sin rumbo, buscando una mirada con la que cruzar la suya. Delgada, claro, rubia pajiza y de pelo rapado que resaltaba sus pómulos altos, me fije en aquella mujer que parecía al borde del desmayo. Ninguna palabra cruzamos, sólo me siguió a una indicación mía y nos encaminamos al hotel. La escena era demasiado frecuente como para despertar la atención del recepcionista, demasiado ocupado en aquel momento acreditando a los periodistas rezagados o participantes en el gran acontecimiento del juicio. Entramos en el comedor, los ojos ansiosos de aquella mujer corrían sin parar en ningún sitio determinado ante la abundancia de comida que allí se veía. Nos sentamos en silencio y con un gesto le indique que podía servirse la cantidad y la variedad que quisiera. El Tío Sam nos tenía bien abastecidos, ya consciente de que todos los europeos, sin excepción, éramos unos muertos de hambre y que a partir de ese momento este viejo continente se lo debería todo a él.

    Comió sin pausa todo lo que quiso mientras yo la observaba, era educada, sin duda, a pesar del hambre no perdía la compostura. La recorrí de arriba abajo sin pudor, sintiéndome dueño de la situación. Su figura andrógina no sé si era producto de su extrema delgadez o pertenecía al tipo de esas mujeres nórdicas esbeltas y flexibles. Lo cierto es que me recordaba algo a Frida, si bien era bastante más joven. Más atractiva que las gansas inglesas de zapatos de reglamento que había visto tanto en Londres o las pequeñas y vivas españolas de Madrid, las descaradas anarquistas del chato como la pecosa y compañía que te echaban mano a la bragueta en cuanto te descuidabas. Los pechos pequeños pespunteaban ligeramente por debajo de la blusa, no muy limpia y de cuello sobado por la mugre. Las manos, aunque sucias parecían cuidadas, poco acostumbradas al trabajo, uñas quebradas, pero con el aspecto de haber sido limadas recientemente. La verdad es que no podía decidir si me gustaba o no tan cubierta como iba de capas de ropa que le daban aspecto de repollo.

    Le pregunte si hablaba inglés, con esa petulancia que tenemos los angloparlantes, como si todo el mundo tuviera que conocer nuestro idioma, sin esperanza alguna de que me entendiera, pero no fue así, no solo me entendía, sino que su usted me compra, pero no puede obligarme a mantener una conversación con usted, a pesar de su fuerte acento alemán, me sonó melodioso. Creo que sonreí ante su contestación, ante lo dura que es la realidad de la vida y ese último gesto de rebeldía por su parte; rebeldía ante lo inevitable de la transacción comercial en la que estábamos embarcados. Levantó los ojos del plato y me mantuvo la mirada con unos ojos que no manifestaban la indiferencia que había visto en otras mujeres antes. Era una mirada inteligente, no exenta de arrogancia, la justa para marcar su terreno sin cerrar la posibilidad de seguir adelante. Volvió a concentrarse en su plato y se levantó para volver a llenárselo.

    Al verla dirigirse a la mesa de la comida aprecié su paso decidido, el paso de quien ha tomado una decisión al margen de los escrúpulos morales. Uno de tantos cadáveres ambulantes que ahora nos pertenecían, una mujer que nunca habría dado el paso que estaba dando si no hubiera sido porque ahora, lo que estaba en juego era su propia supervivencia.

    Lo fácil para mi hubiera sido elucubrar sobre su vida, sus sentimientos, como el naturalista que contempla las actitudes de los bichos bajo su lupa, del estudioso del comportamiento humano y saca juiciosas conclusiones. Nada de eso, pensé, yo también soy una víctima y me importa una mierda quién sea o sus circunstancias. Soy un borracho, un putero y un cínico como decía mi padre, así que...

    Me serví algo de comida también, la guerra enseña que hay que comer cuando se puede porque nada está asegurado ni sujeto a horarios.

    Permanecimos en silencio hasta que hubimos acabado. Levantando los ojos de su plato me miro interrogadora esperando una señal para seguirme a la habitación o para lo que fuera que yo quisiera hacer con ella. Había desaparecido la mirada ansiosa por el hambre dejando paso a una interrogación franca, también triste como aceptando lo inevitable.

    Sé que soy un perverso, me sentí fuertemente erotizado por la situación de la posesión libérrima: esa mujer iba a ser mía durante el tiempo que yo quisiera, a mi disposición, el fuerte contra el débil, ninguna posibilidad de resistencia, los y las alemanas ya habían tenido bastante demostración de muerte como para no conocer las reglas del juego y ya podía sentirse afortunada , seguramente la habrían violado muchas veces a cambio de nada , así que en esos momentos me sentí hasta afortunado y generoso al brindar comida , ducha y una habitación cómoda para su entrega. Otras, ella misma, no siempre tendrían la misma suerte...

    Con un gesto le ordené que me siguiera hasta el ascensor, la deje pasar delante y al tiempo le oprimí el trasero que aceptó con pasividad, como quien toca una pared. Varios corresponsales se cruzaron con nosotros sonrientes, avisados de lo que estaba sucediendo, cómplices, lo que pasa en Alemania se queda en Alemania; al fin y al cabo todos pertenecíamos al mismo gremio... Por un instante se me paso por la cabeza la tarde en la que estábamos el Piojo y los Carmona esperando en el patio a que el chato terminara con la catequista... la vida tiene extrañas o, no tan extrañas, formas de manifestarse y defenderse... Hacer de la necesidad virtud... los hombres tenemos estas necesidades y las mujeres lo saben, tienen algo que ofrecer a cambio de la vida y la comida. Los hombres no tenemos más remedio que matarnos para acceder a esos tesoros.

    La mandé a la ducha en cuanto entramos a la habitación, sin pronunciar palabra entró en el baño. Ya veía yo que la pasividad iba a ser la tónica del encuentro y... ¿qué esperabas un volcán de pasión?, al fin y al cabo esto es una violación un poco más educada; los soldados lo hacen y salen riéndose, tu, me dije, con tus pretensiones de cultura eres igual y encuentras la misma satisfacción, pero con peor conciencia. Si esta mujer no lo necesitara para vivir jamás hubiera accedido a acostarse contigo y sin embargo ahí la tienes disponible por un plato de comida: ¡véngate, véngate en su posesión porque si no fuera por la mierda que nos acompaña jamás la hubieras tenido!

    Fui paciente a pesar de que la urgencia me iba invadiendo, oía el agua de la ducha correr y en voz alta le informé de que no la bebiera que estaba contaminada. El agua seguía corriendo, podía imaginar lo que sería para ella la sensación de limpieza, la sensación olvidada de disponer de agua abundante y caliente, sentirse limpia, aunque luego tuviera que volver a ponerse la misma ropa interior sucia y con ligero olor a excrementos de tantos días. Una doble profanación es lo que le esperaba una vez hubiese cerrado el grifo de la ducha. Dejé correr la vista morosamente por las absurdas láminas de barcos y flores que colgaban de las paredes, con sus nombres en latín como si a alguien le pudiera interesar que la valeriana se llamase no sé qué oficinallis. Pobre hombre el pintor de esos cuadros sin talento, si pudiese ver lo que había sido de sus creaciones. Tapando las manchas de humedad de las paredes de un edificio que milagrosamente se tenía en pie después de la tormenta de fuego que había caído sobre la ciudad.

    Se apagó el sonido del agua y la imaginé saliendo de la bañera, enrollándose el pelo limpio en la toalla de manos y el cuerpo en la gran toalla de ducha. Dispuesta para el sacrificio, quise pensar yo con mi calenturienta imaginación, humillada ante lo que se avecinaba, avergonzada, pero digna como esas santas que se dejaban cortar los pechos resistiéndose a ser violadas por un sátrapa romano.

    La realidad fue que, con gran sentido práctico, sin melindres, sin llantos ni remilgos la hambrienta desconocida tomó la horizontal a mi lado en la cama. Me sentí decepcionado, lo erótico del encuentro para mí era la maldad, el abuso, el predominio del fuerte sobre el débil, la perversión, en suma, que me hacía sentir miserable y terrible.

    Me sentí asqueado, como un verdadero idiota. Esa mujer me estaba dando una lección de supervivencia, de qué le valía a ella la honra y la dignidad si no tenía que comer, si estaba sucia de la calle y de otros hombres. La dignidad estaba oculta bajo un estómago lleno, bajo el manto de mugre que se acababa de quitar. Casi estoy por decir que no le desagradaba la situación, que estaba agradecida y dispuesta a manifestar un mínimo de entusiasmo en nuestro encuentro, sobre todo porque el juicio sería largo y desde el punto de vista de los negocios, conmigo se garantizaba una buena fuente de comida y limpieza, quién sabe si algo de dinero y hasta pocas vejaciones sexuales para lo que debería de estar acostumbrada.

    En el saco de huesos en que se había convertido por la guerra nada llamaba especialmente la atención, unos pechos pequeños, casi núbiles como colinas inglesas sobresalían de un cajón de costillas con algunos moretones, una sonrisa triste y unos ojos que se desviaban de los míos para proteger su negocio y que no se le notara el desprecio que seguramente sentía por mí en ese momento. Inspeccioné cuidadosamente el matorral descuidado de su entrepierna, los condones que los servicios médicos americanos distribuían por todos lados evitaban enfermedades, pero no te protegían de las ladillas (pediculosis púbica) recordé de mis erudiciones, ladillas al fin para lo que no quedaba otro remedio que acudir al dispensario y ser conveniente espolvoreado y fumigado con DDT o alguna sustancia similar a la vista de todos. El prurito profesional me hizo recordar quién era yo y que tenía dos Pulitzer cogiendo polvo encima de la chimenea del salón en la casa de Maine. Todo correcto, todo limpio y ya casi sin ganas culminamos el polvo más miserable y deslavazado de mi vida. Yo creo que ella vio en peligro ulteriores encuentros porque, ante mi sorpresa, y casi al final o al principio porque fue casi todo uno, lanzó unos cuantos gemidos por compromiso. La largué de la habitación en cuanto se hubo vestido y quedándome solo me serví una buena dosis de Glenfiddich para rumiar a gusto mi desgracia y mi autocompasión.

    En la segunda copa me acordé de Frida, ya que estaba lamentándome por mis fracasos, no podía obviar la relación fiambre que tenía con ella; separados permanentemente sólo coincidíamos por cuestiones profesionales, de hecho, no tardaría en llegar con sus prisas, sus carretes y sus chalecos imposibles. No sé si era un instinto maternal frustrado o una necesidad de zaherirse lo que la impulsaba a mantener el contacto y la relación conmigo, un hombre mucho más joven que la mantenía a distancia, sin compromiso, como un perro fiel al que de vez en cuando le das un hueso mientras mueve la cola agradecido; huesos que tú, yo, en este caso, distribuía por doquier siempre que tenía oportunidad. Frida es una especie de refugio que siempre está ahí, me aporta la seguridad del perdido y sin raíces que de cuando en cuando precisa un lugar cálido donde quitarse los fríos de la intemperie; digamos que me aporta, sí, lo que no entiendo es qué le aporto yo a ella. En esta relación sin compromisos ella puede tener los hombres que quiera, los tiene, de hecho, tiene miembros a su disposición que la penetren con ansia, lo que no sé es si tiene unas manos que la acaricien sin sexo, que no le estrujen los pechos o las nalgas, manos que sólo la acaricien por el mero y puro hecho de acariciarla, sin más, como una prueba de amor o de

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1