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La Argentina y otros infiernos
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Libro electrónico110 páginas1 hora

La Argentina y otros infiernos

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Stories about everyday stupidity, mostly from Argentina. Some about laws and lawyers.

IdiomaEspañol
EditorialMARCELO GOBBI
Fecha de lanzamiento24 nov 2023
ISBN9798223329121
La Argentina y otros infiernos

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    La Argentina y otros infiernos - MARCELO GOBBI

    La compraventa

    ––––––––

    Con la doctora Manfredi venimos trabajando un asunto menor que ella cree importante. Dice que tengo una tendencia a convertir experiencias que deberían ser gratas en momentos de angustia, y que eso vendría a ser un síntoma del tipo de neurosis que se empeña en diagnosticarme. Yo no estoy de acuerdo con esa corriente de pensamiento, pero como debo ir a verla para que me entregue la prescripción sin la cual no me venden el medicamento que me mantiene un poco más estabilizado, le tengo que aguantar todas esas supersticiones freudianas.

    Para fundar su tesis, ella se aferra a cualquier asunto insignificante. Por ejemplo, del intento que hice el otro día de comprar un automóvil. Maldita sea la hora en que se lo conté.

    Resulta que un amigo financista me quiso convencer de que me convenía vender el Honda Fit con que me muevo, que está por cumplir doce años de conmovedora lealtad. Él lo llama la unidad antisecuestro. Que la amortización, que no sé qué del atraso cambiario, que los autos ahora tienen cosas muy útiles como pantallas que indican la presión de los neumáticos, puertas que reconocen las huellas digitales y dispositivos para estacionarse solos, que el olorcito a nuevo (¿quién compra un vehículo para olerlo?) y demás consideraciones del todo irrelevantes para mí.

    Así y todo, en un momento de debilidad argumentativa me dirigí a un sitio donde venden automóviles. Una experiencia horrible que no le deseo ni a mi peor enemigo.

    El señor que me atendió lo hizo como si me estuviera haciendo un favor. Parecía un funcionario público argentino de esos que le dicen a uno que van a concederle el beneficio, cuando saben sólo pueden (y deben) hacer lo que les manda una norma. Me dijo que yo debía pagar un importe, pero que él no podía prometer cuándo me entregarían el vehículo, ni cuál sería su precio cuando llegara ese incierto día. Me sorprendió mucho también que me dijera que yo debía ir a buscarlo. Le dije que ni siquiera salgo para buscar una pizza, un bien de precio bastante más modesto que un coche y que me traen a casa a pesar de que no rueda. Su cara era la de uno al que le piden que entregue no un automóvil, sino una sobrina.

    Pero no fue la descortesía del mercader lo que conspiró contra mi felicidad, sino un simple razonamiento matemático. Me puse a pensar que seguramente un automóvil nuevo traería incorporados muchos más adelantos tecnológicos, y que por eso me iría a durar más que el Fit. Conservadoramente, estimé esa mayor longevidad en un treinta por ciento. El auto nuevo estará conmigo -deduje- no doce sino casi dieciséis años; es decir, hasta mis setenta y siete. Esa proyección me hizo caer en la cuenta de que tal vez estuviera yo comprando un automóvil por última vez, de que esa operación, más que una experiencia gozosa, sería acaso la primera de mis despedidas de las cosas de este mundo. Como dice mi primo Miguel, yo no invierto en nada que me sobreviva. Además, pensé que las demoras que pronosticó el vendedor generarían a mis deudos más problemas si la compra terminara siendo póstuma. Desistí inmediatamente de hacerla.

    Cuando volvía a mi casa debí abrir, por primera vez en muchos años, la guantera del Fit para calmar a un policía de tránsito que decidió mirar ciertos documentos (en el infierno argentino un policía puede detener a alguien que no ha cometido ninguna infracción). Descubrí con sorpresa que había allí un facón que tenía grabadas mis iniciales y cuyo origen no estuve en condiciones de descifrar. Como es inconcebible que yo (que siempre he despreciado todo lo gauchesco) hubiera comprado una cosa ideada tan estúpidamente como un cuchillo con mango de hueso metido en un sobre de cuero crudo que sólo puede acumular bacterias, hubo en casa un debate muy interesante, casi de arqueólogos, sobre el probable origen de semejante artefacto. No arrojó ninguna luz, pero nos mantuvo entretenidos un buen rato mientras arriesgábamos todo tipo de hipótesis. Un servicio más del Fit que ninguna máquina moderna podrá darme, por falta de tiempo. Y otra confirmación de que ya los recuerdos, o la mera ilusión de convertir una incógnita en un recuerdo, me alegran más la vida que las operaciones mercantiles.

    Lo que no sé es si podré contarle el episodio del facón a la doctora sin que me aumente otra vez la dosis, sus honorarios o las dos cosas.

    Dos huevos, in memoriam

    ––––––––

    Durante el suplicio de mis caminatas matinales a las que los médicos se empeñan en atribuir alguna importancia escucho cualquier cosa que me permita aprender sobre los temas relevantes que me interesan, que van desde la receta del tiramisù a los roles de Pancho Villa y Emiliano Zapata en la Revolución Mexicana. También practico idiomas extranjeros con cualquier cosa, aunque no me interese.

    Hoy tocó un podcast que contenía varios capítulos de una entrevista al legendario periodista italiano Indro Montanelli (1909-2001). Lo elegí porque me trajo lindos recuerdos: en Milán viví un buen tiempo a la vuelta del parque que lleva su nombre.

    Montanelli contó que, cuando era muy joven, su jefe en Il Corriere della Sera le pidió que detectara organismos públicos que subsistían de manera absurda mucho tiempo después de haber sido creados y cuando ya no podían ser de ninguna utilidad, pero que continuaban empleando gente y ocupando oficinas. Parece que Italia está llena de esos casos, o por lo menos lo estaba en vida de Montanelli.

    Lo mismo ocurre en la Argentina con los entes liquidadores, que tardan décadas en hacer que desaparezca algo que el legislador resolvió que no debía existir más. Si los burócratas que están a cargo de eso cumplieran con su tarea se quedarían sin trabajo, de modo que su estímulo es hacia la ineficiencia. Milton Friedman decía que los organismos son por lo general creados por buena gente y por buenos motivos, pero que después, y una vez que comienzan a recibir dinero público, son copados por personas que harán lo imposible para que su tamaño se expanda. Son muy pocos los casos de entes públicos que realmente han desaparecido con relación a los que se han creado (no los que han cambiado de nombre). Esa gente tiene como única misión justificar su propia existencia.

    Cuando le mostré a una amiga italiana una versión anterior de este relato, me envió una lista de setenta organismos inverosímiles que existen en su país. Entre ellos hay un Instituto Papirológico, un Instituto Nacional para las Conservas Alimentarias y una Sociedad de los Steeple-chasers Italianos (steeple-chasing parece ser una destreza ecuestre), distinto del Ente Nacional para el Caballo Italiano y del Instituto Nacional para el Incremento de las Razas Equinas, que tienen otras oficinas y otros

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