Cómo dejar de escribir
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Un autor de culto, un manuscrito perdido y un hijo a la deriva en el verano de Madrid: humor, atmósfera y extrañeza en la confi rmación de una voz felizmente excéntrica.
Renfo, el hijo apócrifo del gran Ronaldo, el mítico escritor latinoamericano, deambula por Madrid en busca del manuscrito perdido de su padre. Acompañado de Curto, un amigo ex convicto, y Vips, un parado de larga duración, recorre la ciudad durante un verano tórrido animado por niñas pijas, coches robados, fiestas lacias y humoristas psicópatas, camareros cutres y bares que nunca cierran. Selfie algo irónico y alucinado, Cómo dejar de escribir deja sonar la cara B del mundo literario con la distancia de quien no perteneció a él.
Una novela sobre el Madrid más anónimo, sobre gente que no sabe lo que quiere. Sobre cómo dejar de hacer nada y empezar a hacerlo todo; cómo dejar de escribir e ir a la guerra. Una novela secamente alucinada, de ambientes enrarecidos y humor difuso, perplejo, escrita con el estilo agudo, compacto y sugerente que es marca de la casa de una de las voces más felizmente excéntricas de la literatura de hoy.
Esther García Llovet
Esther García Llovet (Málaga, 1963) vive en Madrid desde 1970, donde estudió Psicología Clínica y Dirección de Cine. Ha publicado Coda (2003), Submáquina (2009), Las crudas (2009) y Mamut (2013), además de relatos en diversas antologías y revistas. Es traductora del inglés y colabora habitualmente en la revista Jot Down. En Anagrama ha publicado Cómo dejar de escribir (2017): «García Llovet es una pegadora certera, de buen juego de piernas y golpe preciso» (Carlos Zanón, El País); «Espléndida. Mérito literario, sustentado en una prosa de buscada sencillez, ingeniosa en sus manifestaciones de humor excéntrico y muy expresiva en su bien dosificada creación de juegos de palabras. A lo cual contribuyen también la fluidez y el dinamismo de sus diálogos» (Ángel Basanta, El Mundo); «García Llovet tiene una capacidad muy grande para reproducir el lenguaje de la calle, de la gente que anda perdida por un Madrid fantasmagórico» (Benjamín Prado); Sánchez (2019): «Formidable... No dejen de leer este libro» (J. Ernesto AyalaDip, El País); «Una pieza redonda que no se agota en sí misma» (Domingo Ródenas de Moya, El Periódico); «Una road movie muy cañí, en la que los protagonistas buscan desesperadamente en la noche madrileña un pedazo de cielo que nunca les va a llegar» (Rosa Martí, Esquire) y Gordo de feria (2021): «Explota el potencial de lo que para algunos resultaría anodino. Y el resultado es magistral, un noir surreal y poco convencional. Una auténtica rara avis» (Marta Marne, El Periódico); «Una alucinación, un huracán emocional, una lectura estimulante» (Miguel Ángel Oeste, El Mundo); «Llena de humor, una narración potente» (Aloma Rodríguez, Letras Libres). Su última novela es Spanish Beauty,
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Cómo dejar de escribir - Esther García Llovet
Índice
Portada
I. Hablaba con los mendigos y los voluntarios de ONG y los vendedores de Gucci falsos y DVD falsos hasta que se cansaban de mí y se cambiaban de acera
II. El mundo está vivo y nada vivo tiene remedio y ésa es nuestra suerte*
III. Love Camp
Créditos
Notas
El día 7 de noviembre de 2016, un jurado compuesto por Salvador Clotas, Paloma Díaz-Mas, Marcos Giralt Torrente, Vicente Molina Foix y el editor Jorge Herralde, otorgó el 34.º Premio Herralde de Novela a No voy a pedirle a nadie que me crea, de Juan Pablo Villalobos.
Resultó finalista Amores enanos, de Federico Jeanmaire.
También se consideró en la última deliberación la novela Cómo dejar de escribir, de Esther García Llovet, excelentemente valorada por el jurado, que recomendó su publicación.
¡Para Jaime!
I. Hablaba con los mendigos y los voluntarios de ONG y los vendedores de Gucci falsos y DVD falsos hasta que se cansaban de mí y se cambiaban de acera
1
Me acuerdo de cuando no pasaba nada. Me acuerdo de aquella edad de oro, esa convalecencia, los desayunos descongelados del burger, las tardes en sesiones dobles de películas malas de instituto y las noches, las noches de cuarenta horas, cincuenta horas huecas como el túnel de la risa, sesenta horas escribiendo sobre el gran Ronaldo, setenta horas de medianoche sólo interrumpidas por alguna llamada al móvil, un Nokia del noventa y tantos que sólo encendía un par de minutos al día, de madrugada, para comprobar de la que me había librado.
–¿Qué tal, Renfo? –me preguntaba Curto.
–Bien. Escribiendo.
Luego colgaba. Y miraba media hora del reality del cocinero psicópata, los anuncios de la Rotorazer, tomaba café, cafés, lonchas de york, y después seguía escribiendo, con los ojos y la boca secos como piedra pómez, hasta bien entrado el mediodía, sobre el gran Ronaldo, y cuando salía a correr por detrás del Jumbo y de las canchas del Club de Tenis y de las terrazas de los bares caros donde todo el mundo parece que siempre tiene treinta y tantos años y es eternamente feliz, yo pensaba en lo poco feliz que era, o al menos en la poca necesidad que había tenido de ser feliz, si es que no es eso desdicha, el gran Ronaldo, el mayor escritor latinoamericano de su generación, el Ronaldo de la chupa de cuero. Mi padre.
2
Al tipo aquel lo veía siempre en la puerta del VIPS de López de Hoyos, debajo de la pérgola, pidiendo un euro como si la cosa no fuera con él o como si ya le diera todo igual, sentado en el borde de la maceta de palmeras. Con camisa gastada de Ralph Lauren. Lo veía ahí y lo veía en mi calle y en las presentaciones de libros. Imagino que iba a las presentaciones de libros por las copas, porque nunca lo vi comprar ni leer ningún libro pero sí beber tinto, en vaso de plástico, y comer los picos de pan, duros, que a veces mojaba en el vino. Me guiñó un ojo. Yo me quedé en una esquina, vestido de verde pálido porque las paredes del local eran verde pálido, esperando pasar por completo desapercibido. Miré alrededor, a los colegas del gran Ronaldo, charlando y hojeando los libros, las enormes pilas de libros, torres y columnas y pilares de libros sosteniendo la nada. Escritores, agentes, críticos, periodistas. Críticos, agentes, periodistas, escritores. Periodistas, escritores, críticos, agentes. Miré alrededor y caí en la cuenta de esa característica tan de juguete Lego de las presentaciones de libros. Salí a fumar. Apoyé el pie y la espalda contra la pared de la librería y encendí un Kool. Por en medio de la calle corría un reguero de agua entre los adoquines, un reguero al que algún artista del barrio había añadido un líquido fosforescente que brillaba en la noche, amarillo y translúcido, el estrecho mar de los Sargazos. Una chica muy alta que fumaba a mi lado se apostó con otro fumador a que si arrojaba el cigarrillo al líquido aquello se inflamaría y «volaríamos todos por los aires». El otro dijo que sí con la cabeza, más o menos. Estaba un poco borracho. La chica lanzó el cigarrillo al reguero fosforescente en una larga parábola.
No pasó nada. Nunca pasaba nada. En aquel barrio vivían muchísimos artistas.
–Hola, Renfo.
–Hola, Curto.
Se había afeitado, Curto. Tenía los ojos abiertos del todo además, algo muy poco frecuente en él, como si se hubiera afeitado también por dentro.
–¿Te has despedido ya de la gente? –me preguntó.
–Sí, claro –mentí. En realidad había llegado diez minutos antes y me había despedido de todo el mundo como si llevara allí desde el principio. Suele funcionar.
–Vámonos a tomar algo –dijo. Señaló hacia la plaza del final de la calle y echó a andar. Él sí que no se despedía de nadie, nunca. Como buen suicida social, Curto sabía administrar muy ajustadamente sus ausencias entre cada salida de pata de banco, a diferencia de mí, que siempre regresaba demasiado tarde.
–Vamos.
Subimos la calle en silencio, un silencio cómodo, nada apretado; a Curto lo conocía desde hacía más de un lustro. Curto era uno de los pocos amigos del gran Ronaldo que me dejaban en paz, aunque la idea de buscar el manuscrito perdido de mi padre y escribir un libro sobre él había sido suya, el verano anterior, al cumplirse los cinco años de su muerte. Curto era el que más material estaba produciendo, eso seguro. Le mantenía alerta y limpio de toda la mierda que se metía. Se le veía en la cara. Curto había estado en la trena un año y medio, en el 92, cuando la Expo. Cuando salió escribió un libro sobre la experiencia, que no tenía nada de sórdida salvo por la descripción de cómo su compañero de celda un