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Al servicio de Yvette
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Libro electrónico216 páginas3 horas

Al servicio de Yvette

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Información de este libro electrónico

Al finalizar la guerra civil española, un republicano huido a Francia, tras un incidente en Mónaco adopta circunstancialmente la identidad de un espía internacional cuyo nombre en clave es Zoltan. Reclutado involuntariamente por una red de contraespionaje liderada por una tal Yvette, se ve involucrado al comenzar la II Guerra Mundial en peligrosas misiones.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 ago 2020
ISBN9781005529505
Al servicio de Yvette
Autor

José Gurpegui

José Gurpegui Illarramendi (San Sebastián - Gipuzkoa) es un escritor independiente autor de numerosas novelas. Si bien sus actividades creativas, como el cine, la fotografía y la escritura narrativa comenzaron en su juventud, no es hasta comienzos de este siglo, cuando, sumándose al auge de los medios digitales de comunicación, publica sus trabajos literarios cuyo estilo satírico, se manifiesta plenamente a través de los protagonistas de sus novelas.

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    Al servicio de Yvette - José Gurpegui

    Al Servicio De Yvette

    José Gurpegui

    Copyright © 2015 José Gurpegui Illarramendi

    Todos los derechos reservados

    Portada: Zizahori

    Los personajes y nombres citados en esta novela corresponden a la ficción literaria. De existir coincidencias con la realidad, debe entenderse como fruto de la casualidad. Asimismo, las referencias históricas, literarias, cinematográficas o de cualquier otra índole, son utilizadas para contextualizar el relato dentro del periodo de tiempo en el que supuestamente se desarrolla.

    El Autor

    Contents

    Title Page

    Copyright

    Epigraph

    EL PENDRIVE

    HAGAN JUEGO, SEÑORES

    YVETTE

    SOLEDAD

    CHOPIN

    REENCUENTRO

    Adiestrado para lo peor

    PARÍS

    ESTRATEGIA DE FURRUCO

    SE ACABÓ LA BROMA

    EL HOMBRE LLAMADO MATÍAS

    MADRID

    EXILIO

    LA HABANA

    NO VA MÁS

    EL PENDRIVE

    De un tiempo a esta parte, mi vida, mis proyectos, mis sueños y mis recuerdos, están sobre la mesilla de noche. Apenas ocupan el espacio que antes lo hacía el libro que pautaba mis meditaciones y el radiodespertador que devolvía mi consciencia, tras el onírico decorado que mi subconsciente me preparaba todas las noches. Perdón por la hiperbólica definición de mis pesadillas, o si se quiere, por la pedantería con la que me expreso, pero, como decía, de un tiempo a esta parte… Siento un mayor aburrimiento, tengo todo lo que necesito tan a mano que, paradójicamente, me limita la habilidad de organizarme. Dentro de poco, me temo, Sergio Mendizábal y Mazo De Olea comenzará a escribir historias nostálgicas sobre, folios, blocs, lápices… la máquina de escribir, el libro de papel, la butaca del cine… Incluso satirizaré sobre el viejo televisor con el que profesábamos el inexcusable culto al telediario de la segunda cadena; la «UHF» que, tal y como se decía por entonces, era más progre que el de la primera.

    Un smartphone, una tablet y un cibernético cielo encapotado con nubes cargadas de datos. No, no hago propaganda ni proselitismo informático ni adoctrinamiento tecnológico. Ahí está todo. Mi memoria y mis ganas de trabajar no están ya para producir, al menos a la manera clásica, pero sigo teniendo ese extraño poder de atracción a moscones y mosquitos que me proporcionan, sin quererlo, historias que me sirven para entretenerme durante uno o dos meses escribiéndolas.

    Para muestra, la del tipo taciturno que desde la barra de la cafetería no me quitaba el ojo de encima, amenazándome con darme la lata durante la hora de mi sagrado café de la tarde. Finalmente, mis temores se cumplieron; se aproximó a mi mesa con decisión, si bien titubeó brevemente durante el último tercio de su recorrido, no por el remordimiento de abordarme, sino porque se detuvo a recoger un pequeño objeto que había sacado torpemente de su bolsillo.

    —¿Don Sergio Mendizábal? —preguntó apresuradamente.

    —¿Quién lo pregunta, si puede saberse?

    —Puede llamarme Carles —lo pronunció con acento catalán.

    Le miré con la máxima y fingida perplejidad que mis escasas dotes de actor pueden demostrar.

    —¿Y…? —dejé caer con cierta chulería.

    —Llevo algún tiempo intentando localizarle. Un amigo me dijo que frecuentaba esta cafetería. Perdone mi atrevimiento, pero sentía deseos de hablar con usted.

    —¿De qué, si puede saberse? —seguí con mi fingida arrogancia.

    —Quisiera, si no es molestia, que examinara el contenido de este pendrive.

    —¿Perdone?

    —Sí, ya sé que es un atrevimiento por mi parte, pero también sé que, cuando lea todas estas notas, encontrará suficiente material como para escribir varios de sus acostumbrados e interesantes relatos.

    —Lo siento, pero no suelo recurrir a otras fuentes de inspiración que no sean las mías.

    —No se ofenda, pero eso no es del todo cierto.

    —Tiene razón, pero por desgracia para usted y afortunadamente para mí, estoy descansando de mi actividad como escritor.

    —¿Quizás más adelante…?

    —Es posible; déjeme su tarjeta y le llamaré cuando tenga deseos de echar un vistazo a ese material.

    —Mejor le dejo el pendrive. Dentro está mi dirección y teléfono.

    Carles, colocó el dispositivo sobre la mesa, junto a mi taza y se despidió apresuradamente. Estuve tentado de correr tras él y devolvérselo, pero tardaría más tiempo en levantarme de la silla que en alcanzarlo. Así que, decidí con mi flema acostumbrada para estas ocasiones, abandonar la mesa y sobre ella el cachivache en cuestión, dejando en suspenso el cafecito de la tarde para un momento más solaz.

    Pero ni eso… La camarera salió tras de mí velozmente, para avisarme de que había olvidado el chisme en la mesa. Con resignación lo metí en mi bolsillo y en las inmediaciones de una papelera, sentí el deseo irrefrenable de mirar su contenido antes de tirarlo. Decidí indultarlo. Tiempo habría para cambiar de opinión.

    Y lo hubo: ni más ni menos que siete meses mediaron entre aquella espontánea entrevista y el que apareciese el pendrive en la americana. La casualidad y un agujero en el bolsillo hizo que el pequeño dispositivo, fuera a descansar disimuladamente entre el paño y el forro. Claro que, mi pésima memoria también desempeñó un importante papel en el asunto.

    El incidente atrajo mi atención. Siempre he sido algo paranoico. Cualquier suceso fortuito, soy capaz de transformarlo en premonitorio, estigmático, revelador y agorero. La gente que me conoce me llama agonías; cariñosamente, según dicen, pero no me fío. El chisme, había alcanzado, al menos para mí, la categoría de extraño y por ese motivo estaba dispuesto a insertarlo en mi portátil y ver qué contenía. Eso sí; con un profiláctico examen previo por si las moscas.

    Tuve bastante suerte; estaba limpio de virus, pero sorprendentemente vacío. No había nada en él, al menos visiblemente grabado, y lo digo porque tras el breve examen, me di cuenta de que estaba usada casi toda su capacidad original y al parecer, protegida por contraseña.

    No fue difícil averiguarla; el nombre de Carles que recordé de la extemporánea presentación del susodicho abrió la «caja de Pandora». Había cerca de tres mil archivos, todos ellos perfectamente ordenados en directorios.

    Me pregunté, a la vista de la pulcritud con la que escribió sus notas, qué pintaba yo o, mejor dicho, qué podía añadir a ese material que tenía ante mí. Simplemente con maquetar convenientemente aquellos textos y dándoles unos pocos toques literarios, saldrían varios volúmenes de apasionante lectura para los que gusten del espionaje con dosis de romanticismo erótico.

    Quise ponerme inmediatamente en contacto con él. Llamé al teléfono que figuraba en la dirección que habían escrito, pero no atendieron mi llamada. Volví a repetirlo varias veces en días diferentes, siempre con el mismo resultado. Le envié varios mensajes a la dirección de correo electrónico, y me los rebotaron todos. Finalmente, me presenté en la dirección que figuraba en los datos y comprobé que era falsa. Dejé pasar el tiempo y mientras aparecía el tal Carles, me dediqué a trabajar aquellos materiales con la intención de que algún día pudieran publicarse.

    No tuve noticias, al menos durante el tiempo en que decidí novelar sus memorias. Meses después, en el aeropuerto de Heathrow, tuve otro encuentro casual con él. Fue tan fugaz y lacónico en su desarrollo verbal como el anterior. «Gracias por su interés, siga adelante», me susurró disimuladamente. Se mezcló entre el público y desapareció de mi vista, pero al subir al taxi que me condujo a Londres, me di cuenta de que, en uno de mis bolsillos, había un pequeño sobre conteniendo otro pendrive y una anotación:

    Gracias por considerar la memoria de mi padre. Espero que comprenda mi interés de que los nombres que aparecen guarden la debida discreción, e incluso no se asocien a lugares y situaciones reales.

    No se me ocurrió objeción alguna. Al contrario; la ficción literaria debe extenderse a todos los términos, dentro de lo posible; y si existen coincidencias con la realidad ya saben: es fruto de la casualidad.

    Cuando regresé de mi viaje y amparado en la intimidad y discreción de mi despacho, me puse a ordenar, si cabe, todas aquellas notas, clasificándolas cronológicamente. Después, seleccioné aquellas que me parecieron idóneas para construir un relato amable, entretenido y audaz, teniendo en cuenta, no obstante, el contexto y las circunstancias convulsas y trágicas en las que se desarrollaron tales historias.

    Fue una tarea fácil, lo reconozco; Jordi, el autor de aquellas notas, padre de quien me las facilitó, me lo puso fácil. Hubiese preferido manosear aquellas hojas, escritas unas veces con apresurada letra, y otras con la laxitud que proporciona la tranquilidad y sosiego placentero, pero me tuve que conformar con verlas fotografiadas, unas, y escaneadas otras. Algunas, incluso, reproduciendo la microfilmación que las contenía. Parecía una crónica de tecnológica reproductiva usada, tal y como sucedía con la evolución de los soportes y caligrafía empleada en su elaboración. Había de todo; desde las hojas pautadas de un cuaderno escolar, hasta trozos de lo que parecía papel higiénico de los de antes de la celulosa y hojas grasientas, cuyos lamparones peleaban por hacerse notar más que el texto escrito con tinta corrida y temblorosa. También había varios textos escritos con caligrafía impecablemente construida y ordenada, así como otros mecanografiados con tipos titubeantes ante la torpe y desgastada cinta bicolor, seguramente de una vieja Royal, Underwood, o quizás una Hispano Olivetti, de aquellas que daban carácter de modernización al vetusto mobiliario de los despachos oficiales de los años cuarenta.

    En fin, de aquellas notas salió este relato que no es sino una pequeña muestra del inconmensurable material que me proporcionó el tal Jordi mediante el concurso de su hijo Carles, y ahora y sin más preámbulos…

    HAGAN JUEGO, SEÑORES

    Febrero, 1939

    Miraron con desdén través del cristal del escaparate. Un calendario de sobremesa que complementaba el ajuar de escritorio de la lujosa mesa de despacho exhibida en Magasin de meubles Chez Maurice, indicaba la fecha en la que se encontraban.

    —Sólo han pasado treinta días y parece una eternidad —masculló Pere tras leer el almanaque.

    —No deberíamos exponernos a las miradas de la gente. La policía no tardaría en trincarnos —razonó nervioso Jordi mientras miraba inquieto a su alrededor.

    —Tendremos que ocultarnos mejor. En esta pequeña ciudad no pasaremos desapercibidos.

    —Al menos, hasta que se haga de noche y podamos conseguir algo de ropa.

    —No me queda mucho dinero, ¿y a ti? —preguntó Pere.

    —Un par de billetes de veinticinco pesetas y unas rubias.

    —Más o menos, como a mí.

    —Si el griego aquél no nos hubiera timado, no estaríamos así. ¡Mil pelas por traernos de polizones hasta Marsella, y nos deja tirados a más de ochenta kilómetros!

    —¿Hubieses querido seguir el mismo camino que los demás?

    —Terminaremos en Argelés o en otro campo, comidos por los piojos

    —Eres un cenizo Pere.

    —Hablando de cenizas, ¿te queda algo de tabaco?

    —Algunos restos en los bolsillos.

    —A ver si, entre los tuyos y los míos, nos liamos unos pitillos; el papel y los mixtos los pongo yo, que aún me quedan.

    Bajaron hasta el puerto y allí, en el espigón, se ocultaron tras uno de los yates varados que esperaban turno para el carenado.

    Las primeras farolas iban encendiéndose con la misma cadencia que los primeros luceros del despejado cielo. El sol había concluido su diaria aparición, ocultándose tras la Tête De Chien al tiempo que comenzaba a fulgurar el tímido resplandor crepuscular, rubricado con los destellos del viejo faro de Cap Ferrat.

    —Es lo que me gusta de esta tierra —dijo Jordi mientras inspiraba profundamente—, siempre huele a tomillo, espliego, mantequilla, ajo y perejil.

    —Y a pino —añadió Pere.

    —A eso ya olía la nuestra.

    —Y seguirá oliéndolo, no lo dudes.

    Amparándose en la soledad del lugar y cobijados por las sombras, se animaron a abordar uno de aquellos barcos que yacían en tierra esperando el calafateo reparador. Acercaron a la popa un bidón vacío que les sirvió de peldaño para trepar hasta él. Era uno de esos yates construidos en madera tropical y con el forro claveteado en cobre impecablemente. La puerta de la cabina estaba mal cerrada; un pequeño empujón hizo que cediera del todo.

    —¿Te has fijado, Pere? —observó Jordi nada más penetrar en su interior— Tiene unas buenas literas, podríamos pasar aquí la noche.

    —No quiero ir a la cárcel, porque como nos descubran…

    —¿Qué nos van a hacer? Somos dos refugiados; lo normal sería que nos ayudasen. No vamos a robar —razonó Jordi.

    —¿Ayudarnos? Les ha faltado tiempo a los franchutes; no ha pasado un mes desde que los facciosos entraron por la Diagonal y ya han reconocido al gobierno de Franco

    —Nos tenemos que agrupar para darle la vuelta a la tortilla —razonó Jordi.

    —Lo veo difícil... Hitler se ha anexionado Austria y ha reclamado parte de Checoslovaquia y a este paso, si no lo paran se comerá el resto. En Alemania está él. En Italia Mussolini y en España… Mal panorama, Jordi.

    —¡Qué desastre, dan ganas de…!

    Jordi no había acabado la frase cuando escucharon el sonido del motor de un coche. Ambos apagaron los cigarrillos y se escondieron en el fondo de la cabina del yate. Oyeron como se detenía y poco después, las voces de varias personas. Hablaban una mezcla de francés y español. No pudieron adivinar quién lo hacía en un idioma y quién en otro. Los que hablaban francés se comunicaban con la misma torpeza que los que intentaban hacerse entender en español. Parecían discutir, e incluso pudieron escuchar frases de clemencia. La conversación aumentó en intensidad y dramatismo, hasta que fue interrumpida por dos disparos que auguraban la tragedia. Minutos después, el coche arrancó y se alejó rápidamente del lugar.

    Con el miedo en el cuerpo, Jordi y Pere se asomaron tímidamente desde su escondite y observaron en el suelo los cuerpos de dos personas. Cerciorándose de que no había nadie más, salieron del barco varado y se acercaron a los dos hombres que habían sido abatidos por sendos disparos en sus cabezas. No se habían efectuado a quemarropa, sino a cuatro o cinco pasos y con un arma ligera, según hipótesis de Pere. Fueron heridas limpias; apenas sangraron.

    Observaron que, bajo sus gabardinas, vestían de esmoquin. Hurgaron en sus bolsillos y encontraron una ficha o placa, de diez mil francos del casino Montecarlo y billetes de banco por el mismo valor. No había nada más en sus carteras, sólo algunas fotos. En el bolsillo, además de otros objetos personales, llevaban el pasaporte.

    —Quedémonos con el dinero, la ropa y los pasaportes —se le ocurrió a Jordi.

    Pere dudó unos segundos, pero después, sin mediar palabra, se puso a descalzar los cadáveres y despojarlos de la ropa.

    En poco menos de cinco minutos, los dos desgraciados que yacían en el suelo habían cambiado sus lujosas vestimentas por harapos. Pere y Jordi, se vistieron con la ropa que llevaban los cadáveres. Curiosamente tenían la misma talla y guardaban un gran parecido comparándose con las fotos de los pasaportes. Para colmo, la descripción morfológica en la página identificativa coincidía más o menos con la de ellos.

    Dentro del yate, en el compartimento del lavabo, encontraron todo lo necesario para mejorar su aspecto: maquinilla y jabón de afeitar, colonia y un tarro de fijador para el pelo con el que dieron su toque especial de glamur, tal y como tenían aquellos dos tipos antes de que tiñesen de sangre sus cabellos castaños. De uno de los roperos del camarote, también consiguieron una camisa blanca; la que llevaba uno de los difuntos, tenía el cuello manchado.

    Repasaron la ropa. Las gabardinas las cepillaron y limpiaron con agua y jabón algunas manchas que habían recibido del suelo. Se cercioraron de que no llevaban ningún resto de sangre, ni siquiera en la suela de los zapatos y se fueron de allí rápidamente. Después subieron a Montecarlo por que pensaron que, en el entorno del casino, nadie los molestaría con inoportunas preguntas.

    La primavera estaba a punto de hacer su aparición. Febrero no resultaba excesivamente frío y, aunque algo lluvioso, aún permitía a la creme lucir sus galas en el impresionante casino. Pere y Jordi hicieron lo mismo, pero antes pasaron por el restaurante para reponer fuerzas. Falta les hacía.

    Una orquesta de cámara interpretaba en esos momentos el Canon de Johann Pachelbel. El Maître se presentó con calculada displicencia. Jordi disipó la desconfianza del encargado con un billete de cien francos, no sin antes reflexionar brevemente sobre lo que

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