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El Mayordomo De Mayfair
El Mayordomo De Mayfair
El Mayordomo De Mayfair
Libro electrónico320 páginas4 horas

El Mayordomo De Mayfair

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Información de este libro electrónico

El sancta sanctorum del peculiar mayordomo de los Taylor, en el que desarrolló sus actividades «secretas», ha sido asaltado y desvalijado
Nick Zarate recoge del lugar de los hechos un viejo manipulador Morse y ello le hace sospechar que la muerte de su amigo George no ha sido casual.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 sept 2020
ISBN9781005732899
El Mayordomo De Mayfair
Autor

José Gurpegui

José Gurpegui Illarramendi (San Sebastián - Gipuzkoa) es un escritor independiente autor de numerosas novelas. Si bien sus actividades creativas, como el cine, la fotografía y la escritura narrativa comenzaron en su juventud, no es hasta comienzos de este siglo, cuando, sumándose al auge de los medios digitales de comunicación, publica sus trabajos literarios cuyo estilo satírico, se manifiesta plenamente a través de los protagonistas de sus novelas.

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    El Mayordomo De Mayfair - José Gurpegui

    LOS AJETREOS DE UN DECHADO DE BUENA SUERTE

    V

    EL MAYORDOMO DE MAYFAIR

    José Gurpegui

    ©2012, 2013, 2014 José Gurpegui Illarramendi

    Todos los derechos reservados

    All rights reserved.

    Todas las referencias literarias, históricas, cinematográficas han sido usadas para contextualizar la narración dentro de los periodos de tiempo en que se desarrollan. Asimismo, debo advertir, que los personajes y situaciones de esta obra responden a la ficción literaria y que, por lo tanto, cualquier parecido con la realidad deberá ser considerado como mera coincidencia.

    Honores

    En la solapa de mi chaqueta, como hojas caídas, yacían algunos de mis cabellos esperando el soplo de viento que los licenciara definitivamente. La aspereza del paño no iba a facilitarles su despedida, por lo que los animé a emprender su viaje mediante una sacudida con el envés de mi mano.

    En aquella templada mañana de verano, rodeado por sepulturas y tétricos panteones, cualquier motivo, por muy simple que pareciese, servía para distraerme. Podía mirarme las uñas, por ejemplo, o mejor aún; prestarles atención a los muslos de Suzanne que se abrían paso a través de la angostura de su exigua falda, pero la presencia de su marido y aún peor; la de mi esposa que estaba sentada junto a ella, reprimían mi voluntad de repasar con detalle, la esbeltez de aquellas piernas prolijamente torneadas por la madre naturaleza. Podría hacerlo disimuladamente amparándome tras mis gafas oscuras, pero la ubicación de Suzanne en la fila de asientos me obligaba a alargar el cuello de manera poco natural.

    Me encontraba en aquel estremecedor lugar, rodeado de enlutadas damas y caballeros uniformados, no para presenciar el desfile de la compañía de Highlanders que rendía honores, ni para escuchar el interminable panegírico que el almirante sir James Taylor, ya retirado, dedicaba al difunto, acompañado por el grajeo de los cuervos. Estaba allí en calidad de miembro de la familia Taylor, sobre todo, para dar el último adiós al que durante estos últimos años fue mi mejor amigo: George Perkins.

    Lo que no consiguieron sus enemigos en setenta años, lo hicieron sus arterias coronarias en pocos segundos. Aún no terminaba de creérmelo; una semana antes habíamos estado tomando unas cervezas en el pub de Notting Hill que él solía frecuentar, incluso jugamos dos partidas de ajedrez seguidas, que como siempre ganó.

    Gozaba de una salud excelente. Presumía de no haber tomado jamás medicina alguna; «ni siquiera una maldita aspirina», solía decir. Sin embargo, hace cuatro días cayó fulminado sobre la mesa del pub con una pinta de Guinness frente a él. Apenas le dio tiempo para posar la jarra tras el primer trago y ahora estaba allí, dentro de aquel siniestro embalaje de madera.

    Contemplaba el ataúd y pensaba en los que los diseñan; debían ser gente siniestra y de mente retorcida, seguramente disfrutaban mientras elegían los adornos, alegorías mortuorias y forros de seda con el color y el tono adecuados para resaltar el cadavérico aspecto de su ocupante.

    En Inglaterra, la muerte de un mayordomo no resultaba mucho más trágica que el sacrificio de una yegua coja, pero Perkins, además de ser el leal y fiel sirviente de los Taylor, fue un antiguo oficial de la marina varias veces condecorado y ex agente de los servicios secretos. Esa era precisamente la razón por la que le recordasen con honores militares en su despedida.

    Cuando mi suegro acabó su discurso, una patrulla de fusileros disparó las salvas de ordenanza, mientras un gaitero perteneciente a la compañía de Highlanders, entonaba el Amazing Grace. El alma de Perkins debía estar fascinada con aquella ceremonia y seguramente estaría presumiendo de categoría con otros espíritus del cementerio, incluso con el de Karl Marx, cuyo mausoleo estaba a pocos metros del que iba a ser la nueva residencia de mi difunto amigo.

    Mi nariz, a veces solía comportarse como la varita del fraile franciscano de aquel curioso barómetro de cartón que había en casa de mi abuela; en este caso, mi prominente apéndice nasal no se movía, pero comenzaba a enrojecer. Helen, mi esposa, no tardó en interpretarlo como la señal inequívoca de que en cualquier momento iban a escaparse algunas lágrimas de mis ojos. Entrelazó su brazo con el mío, posó su cabeza sobre mi hombro y comprobé que la que verdaderamente necesitaba consuelo era ella. Lo mío, quise creer, era simplemente el frío y la humedad del clima, pero estábamos a principio del verano y hacía un día espléndido.

    Tenia que distraerme para controlar aquellas incipientes lágrimas y aproveché el parapeto que ofrecía la pamela enlutada de mi esposa, para girar la cabeza con disimulo, levantar la vista y mirar, al fin, las pantorrillas de Suzanne, quien no tuvo reparos en aliviar mi tristeza obsequiándome con un panorama algo más extenso de sus piernas.

    Casi no me había dado cuenta, pero la ceremonia del entierro había terminado. George Perkins, el mayordomo de Mayfair, había tomado posesión de su nueva residencia. Los empleados del cementerio estaban terminando de colocar la losa sobre su tumba y los soldados, con su gaitero al frente, habían iniciado el pequeño desfile militar de tres en fondo hasta la puerta del cementerio, donde les esperaba el camión para llevarlos con la música a otra parte.

    Suzanne, tras el duelo y las despedidas, se acercó a nosotros. Estaba interesada en conocer nuestros planes para el resto del día; iba a inaugurar una exposición en su galería de arte y quería que pasáramos por allí antes de que se abriese al público.

    —Aprovechad para elegir, antes de que lo venda todo —dijo con un optimismo que me pareció exagerado.

    —Conmigo no cuentes —contestó Helen—, tengo que regresar al hospital, pero seguro que tu querido cuñado estará encantado en acompañarte; no creo que tenga su agenda muy apretada. ¿No es cierto, querido?

    —Nunca he llevado una agenda, ya lo sabes; pero me estoy planteando la posibilidad de escribir un diario para recordar todas las veces, que viertes sal sobre mis heridas.

    —¿Os estáis peleando? —preguntó Suzanne—. Creía que formabais la pareja perfecta.

    —¿Como la reina y el duque consorte? No te preocupes Susy, asistiré a esa inauguración en representación de «lady Thompson». Ella está muy ocupada reblandeciendo sus cueros aristocráticos, para ganarse la credibilidad laborista.

    —Deberías dedicarte a la política, querido —contestó Helen—. Estoy segura de que harías un buen papel como secretario del ayudante del jardinero del ministro de una república bananera. Ahora, si me lo permitís, debo ir a curar a unos cuantos enfermos. Mi querido esposo se ocupará de elegir en tu galería algún cuadro que entone con el color de las cortinas del salón.

    Helen subió a su destartalado Morris, y salió rápidamente del recinto de Highgate Cementery.

    Desde que dejé la S.I.C, la compañía aseguradora de la familia Monroe-Taylor de la que fui su director general, Helen aprovechaba cualquier circunstancia para triturarme. Nunca aceptó el hecho de que abandonase un empleo tan importante, para dedicarme a hurgarme en mi prominente apéndice nasal mientras esperaba que alguna empresa me pidiera que limpiase bajo sus alfombras. El caso del clan de Oxford y mis métodos de gestión para sacar adelante la S.I.C, me dieron alguna fama profesional, tanto, que transcurridos un par de años decidí instalarme por mi cuenta. No fue una buena idea, lo reconozco. En la S.I.C era un personaje importante, pero fuera de ella, sólo era el consorte de lady Helen Thompson, hija de un acaudalado aristócrata, funcionario del Foreing Office en sus ratos libres y almirante de la Royal Navy para lucir uniforme.

    Helen, que aún utilizaba por capricho el apellido y tratamiento de su primer marido, disculpaba su irrelevante condición social, trabajando como médica en un hospital público y preparando su candidatura para las listas a la Cámara de los Comunes por el Partido Laborista. Esa era Helen, mi esposa; la misma cuyos sensuales ojos verdes, me volvieron loco desde que la conocí.

    —¿Qué mosca le ha picado últimamente? —preguntó Suzanne mientras la veíamos alejarse a toda velocidad.

    —Lleva unas semanas bastante rara, no es sólo que yo dejase el empleo en la S.I.C, ahora también esta celosa.

    —¿Celosa de quien? —preguntó Suzanne fingiendo ignorancia.

    —Va por temporadas; unas veces de ti, otras de Alexa, incluso también empezó a sospechar de Candice.

    —De Alexa lo entiendo, de Candice menos y de mí, resulta absurdo.

    —Sabes que siempre los ha tenido. Aunque estés casada con su hermano, nunca se ha convencido de que entre tú y yo no hay nada.

    —¿No lo hay? —preguntó coqueta.

    El momento y el lugar no eran los más apropiados para tratar con Suzanne, precisamente sobre uno de los enigmas más complicados que se me habían presentado en mi vida, por lo que decidí cambiar de tema.

    —Creo que no te podré acompañar, he quedado con nuestro suegro en Mayfair, para revolver los papeles de Perkins, aunque no creo que haya nada interesante en su despacho. Los del servicio secreto ya habrán pasado por allí.

    —Quería hablarte de un asunto importante—insistió Suzanne.

    —Si es sobre nosotros... Habrás notado que he cambiado de conversación a propósito.

    —Lo he comprendido al instante. La excusa de la exposición era un pretexto; en realidad quería hablar con los dos. Si dejas que te acompañe te lo contaré.

    —Como quieras, pero no vamos a estar solos, sir James va a venir también.

    —No quisiera coincidir con él.

    —Lo entiendo, pero no creo que esté mucho rato en Mayfair. He oído que él y Margaret, tienen que asistir dentro de una hora a una recepción. De todas formas, voy a intentar solucionarlo.

    Me acerqué hasta mi suegro para comunicarle que posponía mi visita para otro momento. Pensé en alguna excusa, pero afortunadamente me la ahorré. Inesperadamente sir James había cambiado de planes. «Será mejor que vayas por tu cuenta —dijo—, Margaret y yo tenemos una cita para dentro de quince minutos y no me da tiempo de acompañarte. Iba a decírtelo, pero te has adelantado. No revuelvas demasiado»

    El repentino cambio me sorprendió. Había convenido con él una hora antes, que me permitiera recoger del apartamento de Perkins algunos libros que le había prestado. Insistió en acompañarme durante mi visita, quería comprobar que los agentes del SIS, que habían hecho la «limpieza», no se hubiesen excedido.

    Perkins conservaba un archivo replicado de todos los casos en los que había intervenido; él mismo me lo confesó una noche mientras vaciábamos una botella de Johnnie Walker: «Es una especie de seguro contra funcionarios que escurren el bulto, cargando las culpas a cualquiera que haya estado relacionado con el mismo asunto años antes» —se justificó.

    Sir James estaba al corriente de la existencia de esos papeles y fue quien sugirió que todo aquel material, fuera incautado y destruido para que no cayese en manos indeseables y aunque no lo dijo, seguro que incluyó las mías.

    Lo de los libros era un pretexto; husmear entre los objetos y papeles personales de un difunto tiene su morbo, sobre todo tratándose de un tipo tan hermético y enigmático como lo fue él. Seguramente no quedaría nada, pero tenía esperanzas de llevarme algún recuerdo de mi amigo. Siempre que me invitaba a pasar a su despacho, me resultaba difícil concentrarme sobre el asunto que estaba tratando con él. Mi vista se perdía en el interior de su vitrina de armas, en los anaqueles de su biblioteca o en las fotografías y notas que tenía clavadas en un panel, por no mencionar lo que contendrían aquellos dossiers que aparecían cuando abría alguno de los cajones de su mesa.

    Se lo comentaba a Suzanne, cuando se nos acercó su marido; se mostró frío y distante con ella, apenas le dirigió la palabra. A mí me dedicó un breve y gélido saludo de cortesía y se marchó. Cuando se alejaba, volvió a mirarnos desde la ventanilla de su coche. Era la segunda vez que notaba el gesto de odio en su cara. La primera, fue cuando tuve la imprudencia de atizarle un puñetazo, llegando a Saint-Denís, en la isla Reunión. Aún no me había convertido en su cuñado y me zurró a placer. Probablemente de los cuatro amigos que vivimos aquella aventura, cuando apenas habíamos cumplido los treinta, quien más había cambiado era James. Se había transformado en un tipo adusto, taimado y rencoroso. A pesar de los constantes intentos de mi suegro para que coincidiésemos toda la familia en el cottage de Margaret, siempre buscaba alguna excusa para no ir. Se había distanciado de todos nosotros. Quizás el matrimonio de su padre con lady Margaret no le había gustado, o no terminaban de irle bien las cosas, quién sabe...

    —Tu marido no parece el mismo —comenté a Suzanne.

    —De eso precisamente era de lo que quería hablarte.

    —Entonces me lo cuentas por el camino. ¿Dónde has aparcado tu coche?

    —He venido en taxi.

    —Tanto mejor: podemos ir dando un paseo.

    —¿Estás loco? Hasta Mayfair hay un largo camino y llevo tacones. Si quieres bajamos hasta Chester Road, quiero recoger un libro de la biblioteca de Highgate Library.

    —Me parece una buena idea. Conozco esa biblioteca, está cerca de mi casa y del hospital donde trabaja Helen. A veces, suelo desayunar en un italiano que está al lado, podíamos almorzar allí si tú quieres.

    —¿Y tu registro al despacho de Perkins?

    —No hay prisa, puedo ir después.

    Suzanne y yo bajamos por Swain’s lane bordeando la verja del cementerio.

    —¿Qué es lo que querías contarme? —le pregunté.

    —James y yo estamos separados. Nos vamos a divorciar —dijo sin rodeos.

    —Lo siento, pero si te soy sincero, me lo esperaba.

    —¿Lo sabías? —preguntó sorprendida.

    —Lo intuía.

    —He intentado ser lo más reservada que he podido.

    —¿James también?

    —¿Qué quieres decir?

    —Cuando nos conocimos, sabías que el que iba a ser tu marido, tenía una debilidad desenfrenada por las mujeres.

    —Éramos jóvenes, yo tampoco era una santa, pero cuando me casé con él nos juramos ser fieles el uno al otro.

    —¡De novela rosa…!

    —Te parecerá cursi, pero fue así.

    —¿Tengo que creer que nunca le has engañado?

    No respondió. Habíamos llegado hasta la puerta de la biblioteca, nos disponíamos a entrar, pero sacó su pitillera del bolso y encendió un cigarrillo; aspiró una bocanada de humo y continuó la conversación.

    —Tiene una amante —dijo.

    —No quisiera ser cruel, pero debería preguntarte si sólo sabes de una.

    —Ya sé que ha tenido más aventuras, se las he perdonado, pero esta es diferente.

    —¿Qué tiene de diferente? Estará unas semanas con ella, se aburrirá y luego la dejará como a las demás.

    —No es una de sus típicas conquistas. La de ahora es diferente, está divorciada y tiene una buena posición social. Llevan varios meses juntos. Tú la conoces.

    —¿Quién es? —pregunte sorprendido.

    —Barbara Monroe.

    —No puede ser… ¡Si son primos!

    —No querido cuñado, estás equivocado. Su padre, era primo de nuestro suegro.

    —Helen siempre le llama prima

    —Ya veo que no estás al día de los asuntos familiares o no te importan demasiado; lord Thompson, el anterior marido de Helen era también primo de Barbara Monroe. Creía que lo sabías.

    —Probablemente me lo diría en alguna ocasión, pero como bien has dicho, no me interesa demasiado el parentesco de la familia Taylor-Monroe.

    —¿Has estado trabajando para ellos y dices que no te importa?

    —Quizás en algún momento, pero ahora me importan un comino.

    —Barbara Monroe está forrada de dinero y eso si que lo debes de saber.

    —Por supuesto; era la presidenta de la S.I.C en mi época de director general. Tras enviudar de Thomas Cameron, se casó con un borracho e inútil del que terminó divorciándose. Su padre lord Andrew Monroe, me pidió antes de morir que cuidara de ella, en lo que a las finanzas se refiere. Le estuve administrando sus bienes, hasta que prescindió de mí. Lo que me sorprende es que Helen no esté enterada.

    —¿Por qué iba a estarlo?

    —Eran íntimas amigas.

    —Eso no lo sabía. Está visto que en este clan familiar pinto muy poco.

    —Helen te quiere como a una hermana.

    —A veces no lo parece.

    —Es inglesa y ya sabes que...

    —¿Una inglesa no puede exteriorizar sus emociones, a no ser que se trate de su perro o su caballo? Te lo he oído decir docenas de veces.

    —Me gusta recordarlo.

    —A ti no te va mal con ella, ¿verdad?

    —Tenemos altibajos como todos. No sé cómo se va a tomar lo de tu divorcio. Adora a su hermano. Seguramente le va a alterar aún más su ya difícil carácter y lo pagaré yo como de costumbre.

    —Pues prepárate, porque esto no ha hecho más que empezar. Pienso demandar a James por adulterio y abandono del domicilio conyugal. Los abogados de mi familia llevan el asunto. Ya sabes cómo somos los Leclerc.

    —Tendrás que reunir pruebas y esas cosas.

    —Las tengo. Una agencia de detectives de París se ha encargado del asunto. Las fotos son suficientemente explícitas. Tendrías que haberles visto a los dos haciendo el amor…

    —No consigo imaginarme la cara de Bárbara en mitad de un orgasmo.

    —Te enseñaré las fotos, tengo unas copias en mi despacho de la galería.

    —Quizás en otro momento; hoy no tengo el ánimo suficiente para verlas.

    Habíamos pasado al interior de la biblioteca. Mientras Suzanne hacía las gestiones en el mostrador, aguardé frente a la ventana del vestíbulo y dejé que mis pensamientos se perdieran entre las copas de los árboles. En el otro lado de la calle y en un banco del parque, una pareja se besaba apasionadamente. Me resultó una escena encantadora. Aquella pareja, ni siquiera se habían quitado sus gafas de sol. Parecían dos invidentes que tras un prolongado tanteo habían dado con sus bocas y temían volver a la incertidumbre de sus respectivas presencias.

    —¿Qué miras con tanto interés? —preguntó Suzanne.

    —A esos dos —dije señalándolos. ¿Notas algo raro en ellos?

    Suzanne me miró con curiosidad, luego dirigió la vista hacia el banco y rápidamente me cogió del brazo obligándome a ocultarme a un lado de la ventana.

    —¿Ocurre algo? —pregunté sorprendido.

    —Estás perdiendo facultades Nick —dijo sacando unos pequeños prismáticos plegables que llevaba en el bolso—. Échales un vistazo con disimulo.

    —A mi me parecen una pareja de ciegos que han quedado en ese banco del parque para comerse la lengua el uno al otro.

    —¿Ciegos y sordos? —preguntó Suzanne irónicamente.

    —¡Qué casualidad, los dos llevan audífonos!

    —Una de dos; o son ciegos y sordos, o ya me dirás qué hace una pareja de novios, ambos con gabardina en pleno verano, dándose un beso de tornillo sin quitarse esas enormes gafas de sol.

    Comencé a revelar virtualmente mi memoria fotográfica e inmediatamente recordé haber visto entre los asistentes al entierro a una mujer con un pañuelo de seda en la cabeza, gafas oscuras y unos zapatos de tacón espantosos; los mismos que llevaba la chica del parque. A él no recordaba haberlo visto antes.

    —Creo que nos están siguiendo.

    —¿A ti o a mí?

    —A los dos. Seguro que es cosa de sir James y de tu marido. Creen que hay más que una fraternal amistad entre nosotros. Si confirmasen esas sospechas, anularían tu estrategia para la demanda de divorcio. Esperan cazarnos in fraganti; seguramente piensan que nos van a pillar en Mayfair, sobre la mesa de la cocina envueltos en harina, como en El cartero siempre llama dos veces o algo por el estilo.

    —¿Es un deseo? —preguntó coqueteando.

    —Más que deseo, sería un tremendo error.

    Celos

    Cuando un restaurante, para atraer clientela, se empeña en decir que su especialidad, por ejemplo, es el Rissoto ai funghi porcini no lo pidas. Casi seguro que tomarás el peor que recuerdas. Por el contrario, puedes encontrarte con una agradable sorpresa gastronómica, si el restaurante es uno de esos sitios en el que te atiende un camarero desganado, vestido con el uniforme de otro colega que ese día no ha ido a trabajar y te canta de corrido una lista de diez o doce platos sin mirarte a la cara y sin que recuerdes al final de su letanía, cuáles eran.

    En este caso, Suzanne y yo logramos retener en la memoria sólo el Rissoto ai funghi porcini y e inevitablemente lo pedimos. En este caso acertamos, estaba delicioso; probablemente el mejor que había tomado en mi vida y eso que me tenía por un erudito en cocina italiana, una especialidad que había cultivado a la fuerza, ya que, en

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