Delirio fatuo
Por José Gurpegui
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Un extraño suceso viene a enturbiar, una vez más, la vida de Sergio Mendizabal, el escritor protagonista de esta historia, forzándole a investigar cerca de su pretendida amante.
José Gurpegui
José Gurpegui Illarramendi (San Sebastián - Gipuzkoa) es un escritor independiente autor de numerosas novelas. Si bien sus actividades creativas, como el cine, la fotografía y la escritura narrativa comenzaron en su juventud, no es hasta comienzos de este siglo, cuando, sumándose al auge de los medios digitales de comunicación, publica sus trabajos literarios cuyo estilo satírico, se manifiesta plenamente a través de los protagonistas de sus novelas.
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Delirio fatuo - José Gurpegui
DELIRIO FATUO
José Gurpegui
Copyright © 2017 José Gurpegui Illarramendi
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Los personajes y nombres, citados en esta novela, corresponden a la ficción literaria. De existir coincidencias con la realidad, deberá entenderse como fruto de la casualidad. Asimismo, las referencias históricas, literarias o cinematográficas o de cualquier otra índole, han sido utilizadas únicamente para contextualizar las narraciones, dentro de los periodos de tiempo en que se desarrollan.
La llamada
Ocurrió a eso de las ocho de la tarde. Acababa de regresar de dar un paseo por Montesinos, un lugar recoleto y casi desconocido, cuya paz y quietud sólo era vencida pasadas las nueve de la noche, cuando media docena de pandillas de chicos y chicas llegaban hasta la explanada central del parque para celebrar botellones acompañados por los estridentes latidos de los altavoces instalados en sus coches tuneados.
Apenas había terminado de ducharme, cuando sonó mi móvil. Había configurado el aparato de manera que, según el tono de llamada, podía saber quién lo hacía. En este caso, la sintonía correspondía al tema Tubular Bells de Mike Oldfield, que fue utilizado como banda sonora en la película El exorcista. No era muy original, pero me servía para saber que se trataba de él, y si se daba el caso, no contestar.
Lo dejé sonar mientras me secaba el pelo, concediéndole el tiempo suficiente para que cejase en el empeño de darme el tostón, y que el servicio automático de contestador le convenciese para volver a intentarlo más tarde.
Debería haberlo borrado de la lista de contactos, o mejor aún; señalar su número para que el aparato lo rechazase, pero sentía cierto grado de preocupación debido a su estado de salud; en el fondo me parecía cruel e ignominioso rehusar sus llamadas. También mi debilidad de carácter pudo influir para que no lo hiciese. Siempre he creído que, por el hecho de revelar una acusada empatía en una sociedad tan hedonista, fuese la causa de que se aprovechasen de mí, al considerarme un eficiente inadaptado o un ineficiente social, según quién y cómo me juzgara. No me hecho flores; al contrario: tengo otros rasgos de personalidad que me resultan vergonzantes, y que probablemente oculten mis virtudes.
No niego que, al hablar con él, soportándolo durante una o dos horas, hubiese encontrado la manera de ilustrar mi aburrimiento escuchando sus miserias y sus opiniones fatídicas. Porque hay personas, como él, que pueden ser sutilmente aprovechables como indicadores inversos. Pertenecen a ese tipo de gente que sirve para recabar opiniones y hacer justamente lo contrario. Es como consultar el barómetro para prever el tiempo meteorológico y considerar como cierto lo contrario de lo que deducimos por su lectura. En otras palabras: no dan ni una.
Lo descubrí en el colegio: lo utilizábamos como crítico cinematográfico, sólo que al revés. Le preguntábamos sobre una película y si decía que era buena, era suficiente motivo para no ir a verla. Su habilidad se extendió a otras especialidades, como, por ejemplo; la de predecir el tiempo: nunca acertaba. Más tarde, ya de mayor, exploró otros campos relacionados con su bienquista inteligencia; uno de ellos, relacionado con la calidad de los materiales que vendían en la ferretería de su padre. «¿Cuál de estas dos sierras, corta mejor»? le preguntaban; él recomendaba una de ellas y el ladino cliente, se llevaba la otra. Aquel tipo era Luis Llanos, el mismo que ahora volvía a hacer sonar en mi móvil, la sintonía del El exorcista.
No era la primera vez que insistía en hablar conmigo y tampoco la única que yo no quería hacerlo. Esta vez, actué drásticamente y lo desconecté. Fui a la cocina, me preparé una tortilla francesa y un poco de café. A pesar de la hora, no me iba a quitar el sueño. Al contrario; todavía me tomaría dos o tres tazas más antes de acostarme. La noche iba a ser larga: tenía que revisar varios capítulos de mi última novela. El tiempo se echaba encima y debía acabarla para antes del verano. Se esperaba que, para el otoño, saliese de imprenta la primera galerada y para antes de Navidad estuviese, tanto en las cabeceras de góndola de las grandes superficies, como en las mesas promocionales de las librerías. Ese era el plan que mi agente había trazado, sin darme opción a discutirlo.
Mis remordimientos impidieron que saboreara la tortilla, si es que había algo que saborear en un huevo batido y cuajado en la grasienta superficie de una sartén. Tomé el móvil, busqué en las llamadas entrantes la de Luis y activé la comunicación. Tras unos cuantos tonos, contestó una voz seca, antipática y extraña.
—¿Es usted Nivram?
Era un apodo convencional que sólo lo usábamos entre nosotros; de la misma manera que él quería que lo llamase «Apache». Correspondían a sendas canciones del grupo musical de los sesenta The Shadows.
Temí que su teléfono lo estuviesen usando sin su autorización.
—¿Quién es? —pregunté con firmeza
—Soy el inspector Carlos Sepúlveda, de la brigada de homicidios. Se trata de una comprobación rutinaria. ¿Tiene algún grado de parentesco o relación familiar con el titular de esta línea?
—Es un amigo —conteste titubeando.
Hay dos cosas que me aterrorizan sólo con pensarlas; una, que me llamen al teléfono fijo de mi casa a las tres o cuatro de la madrugada; otra, que suene mi móvil y vea en el display el número de un familiar y quienes estén al otro lado de la línea fuese un policía.
Me preguntó por mi nombre, mi dirección y el número de DNI. Me negué a responder. Él lo comprendió y me indicó el número de teléfono al que debía llamar para contrastar la procedencia de tal petición. En cuanto colgó, busqué ese número por Internet y resultó ser el de la comisaría del distrito donde él residía.
Llamé asustado. Mucho más que cuando recibí la llamada. Pedí que me pasaran con el inspector Sepúlveda y a los pocos segundos, respondió la misma voz con la que había dialogado. Le facilité todos los datos que me había pedido.
Me dio a entender, amablemente, que se habían informado, y que únicamente me había hecho repetir mi filiación,