PAUL AUSTER
nna presionó el gatillo. La pequeña cocina se inundó del sonido de la detonación y, luego, con el golpe entre húmedo y seco que generan los cuerpos inertes al caer. Una bala en el cuello derrumbó a Harry, un hombre nacido en Austria que había llegado a América en busca de fortuna y que la había encontrado, pero que, dejándose llevar por la soberbia de su suerte, comenzó a comportarse de manera ruin con su esposa, maltratándola y humillándola al punto en el que ella no dudó un segundo cuando, tras enterarse de una más de sus infidelidades, usó el revólver que guardaba bajo su colchón. Los periódicos de Kenosha, Wisconsin, de aquel enero de 1919 contaron los vaivenes de la noticia: ¿Era un suicidio o un asesinato? ¿Por qué la viuda no había llorado en el funeral? ¿Qué hacer cuando el único testigo es un niño de nueve años que quiere proteger a su familia? Para acabar con las especulaciones, tres días después de detonar el disparo y enfundada en un abrigo y una estola de zorro, la mujer declaró
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