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El castillo de los Cárpatos: El castillo de los Cárpatos
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El castillo de los Cárpatos: El castillo de los Cárpatos
Libro electrónico256 páginas3 horas

El castillo de los Cárpatos: El castillo de los Cárpatos

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Entre las cumbres de la cordillera de los Cárpatos, en Transilvania, se alza el castillo del barón De Gortz. Los habitantes de la aldea de Werst están aterrados, pues han visto humo en la chimenea del torreón del castillo, abandonado desde hace años, y quienes se atreven a acercarse son víctimas de fuerzas inexplicables. ¿Será verdad que el diablo
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 ene 2022
ISBN9786076219041
El castillo de los Cárpatos: El castillo de los Cárpatos
Autor

Julio Verne

Julio Verne (Francia, 1828-1905) fue el máximo representante del género de aventuras y un pionero de la ciencia ficción. Sus visionarias novelas, en las que volcó su pasión por la invención y el conocimiento, han inspirado a generaciones de lectores, escritores y científicos, y se encuentran entre las obras más traducidas de todos los tiempos.

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    El castillo de los Cárpatos - Julio Verne

    Capítulo I

    Ésta no es una historia fantástica: sólo novelesca. ¿Habrá que deducir, dada su inverosimilitud, que no es verdadera? Eso sería un error. Pertenecemos a una época en que todo puede suceder; incluso podríamos decir que ya todo ha sucedido. Si el relato que nos ocupa no resulta verosímil hoy, quizá lo sea mañana gracias a los avances científicos, que son la herencia del porvenir, y nadie osará asignarlo a la categoría de las leyendas. Además, en el ocaso de nuestro práctico y positivista siglo XIX ya nadie inventa leyendas. Ni en la Bretaña, país de los ariscos korrigans, ¹ ni en Escocia, la tierra de los brownies ² y los gnomos, ni en Noruega, la patria de los ases, ³ los elfos, los silfos ⁴ y las valquirias; ⁵ ni siquiera en Transilvania, donde el paisaje de los Cárpatos se presta con tanta naturalidad a todas las evocaciones fantásticas. No obstante, conviene señalar que el país transilvano aún está muy apegado a las supersticiones de tiempos primigenios.

    El señor De Gérando describió estas provincias de la extrema Europa, y Élisée Reclus ⁶ las visitó. Ninguno de los dos mencionó algo sobre la curiosa historia en que se basa este relato. ¿La habrán conocido? Puede ser, pero acaso no quisieron darle crédito. Esto es lamentable, pues el primero la habría contado con la precisión de un analista y el segundo, con esa poesía instintiva que distingue las relaciones de sus viajes.

    Ya que ni el uno ni el otro lo hicieron, yo intentaré hacerlo en su lugar.

    El 29 de mayo del año en que ocurrió la historia, un pastor vigilaba su rebaño a la orilla de una verde meseta al pie del monte Retyezat, que domina un valle fértil cubierto de árboles de troncos rectos y enriquecido con bellas tierras de cultivo. En invierno las galernas —que son los vientos del noroeste— barren como una navaja de barbero esa meseta elevada, desnuda y desprotegida. Entonces se dice en la región que la meseta se afeita, y a veces muy al ras.

    No había nada de la Arcadia en las vestiduras de este pastor ni nada de bucólico en su actitud. No era Dafnis, Amintas, Títiro, Lícidas ni Melibeo. ⁷ A sus pies, calzados con rudos zuecos de madera, no murmuraba el Lignon, ⁸ sino el Sil de Valaquia, cuyas frescas e idílicas aguas serían dignas de correr por los meandros de la novela de Astrea. ⁹

    Frik, Frik de la aldea de Werst —así se llamaba el rústico pastor—, era tan desaliñado en su persona como sus propias bestias: digno de alojarse en aquella sórdida pocilga construida a la entrada de la aldea, donde sus corderos y sus puercos vivían en un repugnante marranerío, única palabra que, tomada de la vieja lengua, queda bien a los piojosos apriscos del condado.

    Así pues, el immanum pecus pastaba conducido por el susodicho Frik, immanior ipse. ¹⁰ El pastor, acostado en un promontorio acolchado de hierba, dormía con un ojo y velaba con el otro, con su enorme pipa en la boca y silbando ocasionalmente a sus perros cuando alguna oveja se alejaba de los pastos, o tocando el cuerno con un sonido que repetían los múltiples ecos del monte.

    Eran las cuatro de la tarde. El sol comenzaba a declinar. En el este se iluminaban las cumbres de algunas montañas cuyas faldas se hundían en una bruma flotante. Hacia el suroeste, dos aberturas de la cordillera dejaban pasar un oblicuo haz de rayos solares, como el chorro de luz que se filtra por una puerta entreabierta.

    Ese sistema orográfico pertenece a la parte más agreste de Transilvania, comprendida bajo la denominación del condado de Klausenburg o Koloszvár. ¹¹

    Esta Transilvania —en lengua magiar Erdely, es decir, el país de los bosques— es un curioso fragmento del imperio austriaco. Colinda al norte con Hungría, con Valaquia al sur y con Moldavia al oeste. Con una extensión de sesenta mil kilómetros cuadrados o seis millones de hectáreas —casi una novena parte de Francia—, equivale a una especie de Suiza, aunque su tamaño excede el del territorio helvético por una mitad, sin que su población sea mayor. Con sus mesetas dedicadas al cultivo, sus exuberantes pastos, sus valles de contornos caprichosos y sus soberbias cumbres, Transilvania, veteada por las ramificaciones plutónicas de los Cárpatos, se encuentra surcada por numerosos caudales que engrosan el Tisa y el soberbio Danubio, cuyas Puertas de Hierro, algunas millas *1 más al sur, cierran el desfiladero de la cordillera de los Balcanes en la frontera de Hungría y del imperio otomano.

    Tal es el antiguo país de los dacios, conquistado por Trajano en el primer siglo de la era cristiana. La independencia que gozó bajo el reinado de Juan Zapoly y sus sucesores hasta 1699 terminó con Leopoldo I, quien lo anexó a Austria. Pero sin importar su constitución política, permaneció como el hábitat común de diversas razas que se codeaban sin mezclarse: los valacos o rumanos, los húngaros, los gitanos, los székely de origen moldavo y también los sajones, que con el tiempo y las circunstancias acabarán por magiarizarse en provecho de la unidad transilvana.

    ¿A cuál de estos tipos pertenecía el pastor Frik? ¿Era acaso un descendiente degenerado de los antiguos dacios? Habría sido difícil dilucidarlo al ver su desordenada cabellera, su rostro ennegrecido, su barba enmarañada, sus cejas espesas como dos cepillos de cerdas rojizas y sus ojos garzos, entre verdes y azules, con los húmedos lagrimales circundados por las arrugas de la vejez. Tenía sesenta y cinco años de edad, si bien podría pensarse que menos, aunque era alto, enjuto y erguido bajo su sayo amarillento y menos hirsuto que su pecho. Un pintor no habría dudado en plasmar su silueta cuando, cubierto con un sombrero de esparto —una simple tapadera de paja—, se apoyaba en su puntiagudo bastón y quedaba tan inmóvil como una roca.

    En el momento que los rayos del sol penetraban por la abertura del oeste, Frik se dio la vuelta; luego se puso la mano medio cerrada sobre el ojo —como se pone sobre la boca para ser oído a lo lejos— y observó con mucha atención.

    En la claridad del horizonte, a unos siete kilómetros, se dibujaban los contornos de una fortaleza muy empequeñecida debido a la distancia. Este antiguo castillo ocupaba la parte superior de una meseta, llamada de Orgall, sobre una cima aislada del paso de Vulcan. Bajo el resplandor de una luz deslumbrante, sus relieves se destacaban con crudeza y la nitidez de las vistas proporcionadas por un estereoscopio. Sin embargo, los ojos del pastor debían haber estado dotados de una potente visión para distinguir algún detalle de aquella mole remota.

    De pronto, sacudiendo la cabeza, exclamó:

    —¡Viejo castillo! ¡Viejo castillo! ¡De nada sirve que te aferres a tus cimientos! ¡Tres años más y dejarás de existir, pues no le quedan más que tres ramas a tu haya!

    Esta haya, plantada en el extremo de uno de los bastiones del castillo, se recortaba, negra, contra el fondo del cielo como una fina figura de papel picado, y a esa distancia apenas habría sido visible para otro que no fuera Frik. En cuanto al sentido de las palabras del pastor, provocadas por una leyenda relativa al castillo, daré la explicación a su debido tiempo.

    —¡Sí! —repitió—. Tres ramas. Ayer había cuatro, pero la cuarta cayó en la noche. Nada más queda el muñón. No cuento más de tres en el tronco. ¡Sólo tres, viejo castillo, sólo tres!

    Cuando observamos a un pastor desde una perspectiva idealizada, resulta fácil que nuestra imaginación lo convierta en un ser soñador y contemplativo: conversa con los planetas, conferencia con las estrellas, lee en el cielo. La verdad es que por lo general se trata de un bruto ignorante y hablador, pero la credulidad general no vacila en atribuirle dones sobrenaturales: el pastor dispone de maleficios; según su humor, lanza la buena o la mala fortuna sobre personas y bestias —para el caso lo mismo—; vende polvos amorosos; la gente le compra filtros y fórmulas. ¿Acaso no llega incluso a volver yermos los campos al arrojar piedras encantadas sobre los surcos, e infecunda las ovejas con sólo lanzarles el mal de ojo? Tales supersticiones pertenecen a todas las épocas y todos los países. Aun en medio de las regiones rurales más civilizadas, nadie pasa delante de alguien que apaciente un ganado sin dirigirle alguna palabra amistosa o darle los buenos días con el significativo nombre de pastor, que le es tan querido. Un toque del sombrero sirve para escapar de las influencias malignas, y en los caminos de Transilvania esto no se practica menos que en otras partes.

    Frik tenía la reputación de hechicero, de evocador de apariciones fantasmales. A decir de algunos, los vampiros y las estriges ¹² lo obedecían; a decir de otros, era posible encontrarlo en las noches oscuras, al ponerse la luna, como en otras regiones se ve al Gran Bisiesto ¹³ montado en las compuertas de los molinos de agua conversando con los lobos o contemplando las estrellas.

    Frik los dejaba hablar, pues le resultaba provechoso. Vendía hechizos y contrahechizos, pero hay que señalar que él mismo era tan supersticioso como su clientela: aunque no creyera en sus propios sortilegios, al menos daba crédito a las leyendas que corrían por el país.

    Así, a nadie sorprenderá que el pastor pronosticara la cercana desaparición del viejo castillo por quedarle tres ramas al haya ni que tuviera prisa por llevar la noticia a Werst.

    Tras reunir su rebaño, soplando a todo pulmón por un largo cuerno de madera blanca, Frik emprendió el camino a la aldea. Sus perros lo seguían y hostigaban a las bestias. Se trataba de dos grifones mestizos, gruñones y feroces, que parecían más aptos para devorar corderos que para cuidarlos. Había en el rebaño un centenar de carneros y ovejas, de las cuales una docena eran de un año y el resto, de tres y cuatro años, es decir, de cuatro y de seis dientes.

    Este rebaño pertenecía al juez de Werst, el bíró ¹⁴ Koltz, quien pagaba al ayuntamiento una fuerte suma por el derecho de pastoreo y apreciaba mucho a su pastor Frik, pues sabía que era muy hábil para esquilar y muy entendido en el tratamiento de enfermedades como las aftas, la mala leche, la modorra, las duelas, la hidropesía, el meteorismo, la viruela ovina, la despeadura, la vesícula inflamada y otras dolencias de origen pecuario.

    El rebaño avanzaba en un grupo compacto; el carnero guía iba al frente y cerca de él marchaba su oveja compañera, ambos haciendo sonar sus cencerros entre los balidos.

    Tras salir de los pastos, Frik tomó un ancho sendero que bordeaba extensos campos. Allí ondeaban las magníficas espigas del trigo, ya muy altas sobre sus largos tallos; también se extendían algunas plantaciones de kukurutz, que es el maíz de la región. El camino conducía a la sombra fresca de la orilla de un bosque de pinos y abetos. Más abajo, el Sil seguía su curso luminoso, filtrado por los guijarros del fondo, y en su superficie flotaban los maderos cortados en los aserraderos de río arriba.

    Perros y corderos se detuvieron en la margen derecha del río y se pusieron a beber con avidez al ras de la ribera, mientras removían los juncos enmarañados.

    Werst no estaba a más de tres tiros de fusil de ese lugar, al otro lado de un espeso saucedal conformado por verdaderos árboles, y no por esos raquíticos arbustos que sólo crecen unos cuantos metros por encima de sus raíces. El saucedal se extendía hasta las paredes del paso de Vulcan, cuya aldea —del mismo nombre— ocupaba un promontorio en la pendiente meridional de los macizos del Plesa.

    Los campos se hallaban desiertos a esa hora. Sólo al caer la noche volvían los campesinos a sus hogares, y Frik no pudo intercambiar los saludos tradicionales en el camino. Ya saciado su rebaño, se disponía a adentrarse entre los pliegues del valle cuando en un recodo del Sil, unos cincuenta pasos río abajo, apareció un hombre.

    —¡Oiga, amigo! —gritó el hombre al pastor.

    Era uno de esos comerciantes que recorren los mercados del condado. Se les encuentra en las ciudades, en los pueblos y hasta en las aldeas más humildes. No tienen dificultades para hacerse entender, pues hablan todas las lenguas. ¿Éste sería italiano, sajón o valaco? Nadie habría podido decirlo, aunque en realidad era judío, un judío polaco, alto, esbelto, de nariz encorvada, barba puntiaguda, frente abultada y ojos vivaces.

    El mercader vendía anteojos, termómetros, barómetros y pequeños relojes. Lo que no llevaba en el fardo sujeto a sus hombros por fuertes correas, lo llevaba colgado al cuello y la cintura: era un verdadero buhonero, una especie de escaparate ambulante.

    Este judío probablemente gozaba del mismo respeto y quizá del mismo sano temor que inspiran los pastores; por eso saludó a Frik y le ofreció la mano. Después, en esa lengua rumana que es una mezcla de latín y eslavo, dijo con acento extranjero:

    —¿Todo va bien, amigo?

    —Sí, según el tiempo —respondió Frik.

    —Entonces hoy le va bien, pues es un bello día.

    —Y mañana me irá mal, porque lloverá.

    —¿Lloverá? —exclamó el mercader—. ¿Así que en su país llueve sin nubes?

    —Esta noche llegarán las nubes, y vendrán de allá, del lado malo de la montaña.

    —¿Y dónde ve usted eso?

    —En la lana de mis corderos, que está áspera y reseca como cuero curtido.

    —Tanto peor para los que recorren los caminos.

    —Y tanto mejor para los que se queden tras la puerta de su casa.

    —Para eso hay que poseer una casa, pastor.

    —¿Usted tiene hijos? —preguntó Frik.

    —No.

    —¿Es casado?

    —No.

    Frik indagó esas cosas porque en ese país se acostumbra preguntarlas a las personas con que uno se encuentra.

    Luego continuó:

    —¿De dónde viene usted, mercader?

    —De Hermannstadt. ¹⁵

    Hermannstadt es uno de los principales pueblos de Transilvania. Al salir de él se llega al valle del Sil húngaro, que baja hasta el burgo de Petrozsény. ¹⁶

    —¿Y se dirige usted a…?

    —A Koloszvár.

    Para llegar a Koloszvár basta subir en dirección del valle del Maros; luego, por Karlsburg, ¹⁷ siguiendo las primeras estribaciones de los montes Bihar, se llega a la capital del condado. Es un camino de unas veinte millas, *2 cuando mucho.

    Esos vendedores de termómetros, barómetros y baratijas siempre evocan la idea de seres aparte del resto, de un aspecto un poco hoffmannesco. ¹⁸ Es cosa de su oficio. Así como otros comerciantes venden cestos, tejidos o telas de algodón, ellos venden el tiempo en todas sus formas: el tiempo que corre, el clima que hace y el que hará. Se diría que son los vendedores viajeros de la casa Saturno y Compañía, bajo la enseña de la Clepsidra de Oro. Y quizá fuera ésa la impresión que produjo el judío en Frik, que miraba con asombro aquel surtido de objetos, nuevos para él, cuya función desconocía.

    —¡Oiga usted, mercader! —preguntó y extendió el brazo—. ¿Para qué sirven esos cachivaches que le castañetean en la cintura como si fueran los huesos de un viejo ahorcado?

    —Se trata de cosas de valor —respondió el comerciante—, cosas útiles a todo el mundo.

    —¡A todo el mundo! —exclamó Frik, guiñando el ojo—. ¿Incluso a los pastores?

    —Incluso a los pastores.

    —¿Y este artilugio?

    —Este artilugio —respondió el judío mientras hacía saltar un termómetro entre las manos— le dice si hace calor o frío.

    —¡Ah, mi amigo! Eso lo sé de sobra, cuando sudo bajo mi sayo o cuando tirito bajo mi abrigo.

    Evidentemente eso bastaba para un pastor que no se preocupaba mucho por los porqués de la ciencia.

    —¿Y esa chuchería grande con su aguja? —continuó Frik, señalando un barómetro aneroide.

    —No es ninguna chuchería: se trata de un instrumento que le dice si mañana habrá buen tiempo o lloverá.

    —¿De verdad?

    —De verdad.

    —¡Bueno! —respondió Frik—. Yo no querría uno de ésos aunque sólo costara un kreuzer. ¹⁹ ¿Acaso no conozco el clima con veinticuatro horas de anticipación, con sólo ver las nubes que se arrastran por la montaña o corren por encima de los picos más altos? Mire, ¿ve esa bruma que parece brotar del suelo? Pues bien, ya se lo dije, mañana habrá agua.

    Y era verdad que el pastor Frik, gran observador del clima, podía prescindir de un barómetro.

    —No le preguntaré si le hace falta un reloj —dijo el mercader.

    —¿Un reloj? Pero si ya tengo uno que funciona solo y cuelga sobre mi cabeza. Es el sol de allá arriba. Mire, amigo: cuando se detiene sobre la cima del Rodük es mediodía, y cuando se asoma por el agujero de Egelt son las seis. Mis corderos lo saben tan bien como yo, y mis perros tan bien como mis corderos. Así que guarde sus

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