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Criaturas. Cuentos de extraña imaginación: Criaturas. Cuentos de extraña imaginación
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Criaturas. Cuentos de extraña imaginación: Criaturas. Cuentos de extraña imaginación
Libro electrónico108 páginas1 hora

Criaturas. Cuentos de extraña imaginación: Criaturas. Cuentos de extraña imaginación

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Desde tiempos inmemoriales, nos han fascinado las historias de avistamientos de seres con los que compartimos hábitats sin la certeza de hacerlo en armonía. Criaturas que transgreden la noción de normalidad y rompen la tranquilidad de lo conocido. Has encontrado las puertas de una jaula que alberga algunos engendros de esa naturaleza inconcebible,
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 ene 2022
ISBN9786076219485
Criaturas. Cuentos de extraña imaginación: Criaturas. Cuentos de extraña imaginación
Autor

Carlos Sánchez-Anaya Guitérrez

Ana Romero (Ciudad de México) es una destacada escritora mexicana, ganadora del Premio Bellas Artes de Cuento Infantil Juan de la Cabada en 2011 por Puerto Libre: historias de migrantes. Toño Malpica (México) escribe narrativa y teatro. Sus libros han recibido muchos premios. Es autor de Informe preliminar sobre la existencia de los fantasmas, Querido Tigre Quezada, Las mejores alas, Ver pasar los patos, El honor o la muerte, y aparece en la antología Criaturas. Cuentos de extraña imaginación, todos estos títulos publicados por Castillo. Antonio Ramos Revillas nació en Monterrey, México, en 1977. Se licenció en Letras Españolas en la UANL. Ha ganado los premios: Premio de Literatura Joven Universitaria, Premio Nuevo León de Literatura, el Premio Nacional de Cuento Joven Julio Torri, Premio Nacional de Cuento Salvador Gallardo Dávalos, Premio Regional Juan B. Tijerina y Mano de Obra. Le ha sido concedido la beca del Centro de Escritores de Nuevo León, del Centro Mexicano de Escritores, del FONCA y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Juan Carlos Quezadas (Ciudad de México, 1970) es uno de los autores más reconocidos de la literatura infantil mexicana. Ha publicado más de veinte libros y ganado los premios nacionales de Cuento Juan de la Cabada y Bellas Artes de Obra de Teatro para niños. Le gusta jugar futbol y correr bajo la lluvia. MarIana OsorIo Gumá (Cuba) vivió en Chile entre 1970 y 1973. El golpe militar la llevó a exiliarse en México. Actualmente es mexicana por elección. Es psicoanalista y escritora. En Ediciones Castillo ha publicado Escucha las sombras bajo el palmar, Tal vez vuelvan los pájaros (libro que ganó el Tercer Premio Lipp de Literatura a lo mejor de la novela emergente en habla hispana) y aparece en la antolgía Criaturas. Cuentos de extraña imaginación, publicado por la misma editorial. Martha Riva Palacio Obón (Ciudad de México) es escritora, psicóloga y creadora de paisajes sonoros. Su trabajo ha sido reconocido con diversos premios internacionales y seleccionado por instituciones como el Banco del Libro de Venezuela y la Biblioteca de la Juventud de Alemania.

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    un gran libro, buena historia y trama, te mantiene en todo momento cautivo a la historia

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Criaturas. Cuentos de extraña imaginación - Carlos Sánchez-Anaya Guitérrez

MARIANA OSORIO GUMÁ

RARA AVIS

Son cada vez menos los pensamientos que me unen al pasado; para mi desgracia o fortuna, sé que pronto desaparecerán por completo. A pesar de ello, aún tengo momentos de lucidez en los que la memoria se reaviva y el recuerdo de nuestra llegada a esta costa del Pacífico regresa, como si hubiera sucedido ayer: el desembarco por la tarde, bajo un cielo poblado de gaviotas, pelícanos, cormoranes, pequeñas golondrinas y otras aves marinas que nos recibieron con su algarabía ensordecedora. Edmundo Avilés, ornitólogo de larga carrera a quien yo acompañaba como asistente de investigación, las observaba con una alegría infantil que le iluminaba el rostro. La belleza del lugar no tenía comparación con nada que mis ojos hubieran visto antes: de un lado, el agitado océano; del otro, un manglar de dimensiones extraordinarias. La suculenta idea de las especies únicas que encontraríamos durante nuestra exploración nos llenaba el espíritu de regocijo. Al pasar frente a las enramadas construidas sobre la playa, encontramos un grupo de pescadores que nos miró en silencio. Íbamos de prisa, con el equipaje a cuestas, y apenas pusimos atención a sus ojos de ultramar repletos de sombríos presagios. Queríamos acampar antes de que oscureciera por completo.

El profesor Avilés me había elegido como asistente por atribuirme capacidades inhabituales de orientación y observación. Consideraba que había demostrado suficiente destreza en el manejo del equipo técnico, además de sensibilidad y entendimiento para distinguir un gran número de cantos de aves. No mentía, me destacaba por ser un estudiante dedicado. Cuando supe que era el elegido, no sólo no cabía en mí de contento, sino que estaba seguro de merecerlo. Maldigo la hora en que, llevado por mi arrogancia, no hice caso a las advertencias de las que este camino estuvo lleno. De haber sabido lo que nos esperaba, con gusto habría renunciado a embarcarme en la expedición en ese mismo instante. No sólo eso, habría corrido lejos de la profesión de ornitólogo para dedicarme a cualquier otra cosa: vendedor de seguros, comerciante, contador; pero, a pesar de las señales, ¿cómo podría haber intuido siquiera el horror impensable que nos aguardaba?

Acampamos en un terreno plano, entre la selva y la playa, y aprovechamos los restos de luz para reunir leña y cocos secos. Pronto nos cayó encima una noche densa y sin luna. A la luz de la fogata, comimos nuestras provisiones, brindamos con un trago y dimos por inaugurada la expedición. Aún resuenan en mi oído nuestras inocentes y sinceras risas de aquella noche, antes de ir a dormir, cuando recordábamos las palabras que el barquero dijo cuando nos dejó, un par de horas antes, en la playa:

—Nomás cuídense del canto del pájaro ese, el que anda en los manglares cuando cae el sol —murmuró con un tono desagradable en la voz—. ¡Ése le sorbe el seso a cualquiera! —ni siquiera nos miró al decirlo, mientras levaba el ancla de su pequeña embarcación.

Quise preguntarle a qué se refería, pero me bastó con ver la expresión de indulgencia del profesor para callarme la boca. Un científico con su experiencia en el campo habría oído ese tipo de advertencias innumerables veces y tendría infinidad de argumentos para desmentirlas. Su seguridad apagaba cualquier asomo de inquietud que yo pudiera albergar.

Cerca de la medianoche, el cansancio nos cayó encima y, en cuanto coloqué la cabeza sobre la bolsa de dormir, me hundí en un sueño agitado. Me despertó el canto de un ave. Parecía un añapero, especie que conocía por el sobrecogedor tono de sus trinos, sin embargo, no lograba reconocerlo del todo. Lo único que supe con certeza, por el estremecimiento que me recorrió al oírlo, fue que aquel sonido traía aparejada una energía fuera de este mundo. Me pregunté si el profesor lo habría escuchado desde su tienda. Abrí el cierre de la carpa y asomé la cara para atender más de cerca, pero el ruido ya no se oía; afuera sólo había noche cálida y el suave rumor de las olas al romper cerca de la orilla. Inquieto, volví a depositar la cabeza sobre la bolsa de dormir y me quedé despierto hasta el amanecer, sin que nada más, a excepción del mar, volviera a escucharse.

En cuanto el primer rayo de luz se asomó en el horizonte, salí de la tienda. El profesor regresaba de una caminata, con la expresión fresca de quien ha dormido a sus anchas.

—¿Escuchó el canto de anoche, profesor? —le pregunté con una ansiedad mal disimulada que no pareció advertir.

—¿Anoche? No, no oí nada. Dormí profundamente. ¡Estoy listo para arrancar!

Intenté convencerme a mí mismo de que la excitación del viaje, el cansancio y la perspectiva de la próxima expedición me habían hecho magnificar los sonidos del lugar. ¿Podía acaso sospechar que aquel canto lejano era el augurio del acontecimiento que trastocaría mi existencia?

Durante la mayor parte de la mañana, nos aplicamos a conseguir un guía. Para nuestra sorpresa, una y otra vez nos encontramos con la misma respuesta en voz de los pobladores asentados junto al mar:

—¿Al manglar? No, yo no voy pa’llá. Ahí marean. En esta época hay mucho vapor y bicho raro. Los canales… como que… como que se lo tragan a uno.

Un anciano, después de persignarse repetidamente, al fin se animó a decir:

—¡Ni por otra vida me metería al manglar! ¡Ahí dentro vive el mismísimo demonio!

—¡Malditas supersticiones! —repetía el profesor, visiblemente contrariado al recibir tales respuestas y con franca desesperación malhumorada.

—¡Le duplico la paga! —insistía a cada pescador que se le negaba, mientras ellos repetían lo mismo: que ni por el triple; que no era época para entrar al manglar; que si los agarraba la noche, luego se oían cosas raras; que ahí espantaban; que ni los más valientes iban.

—¡En mis treinta y cinco años de ornitólogo, creo que nunca, nunca, me había encontrado con tanta maldita cerrazón! —gritó a voz en cuello Edmundo Avilés, a esas alturas, con un desconsuelo evidente.

Bien alejada del resto de las enramadas, encontramos la de una anciana cuyo rostro, surcado por profundas arrugas, se alzó al oírnos llegar. Estaba sentada en una silla y acariciaba a tres gatos recién nacidos que ronroneaban sobre su regazo. Nos contempló con su par de pozos oscuros. Antes de que pudiéramos decir una palabra, la anciana señaló con su dedo arrugado hacia un punto en la lejanía:

—Vayan con don San, el guardián del manglar —dijo, mostrando sus encías sin dientes—. Ya los espera.

El profesor y yo intercambiamos miradas. Seguro la noticia de lo que buscábamos había recorrido la zona y, aunque la vieja no parecía de fiar, no perderíamos nada con seguir su consejo. Al despedirnos y agradecerle, soltó una desagradable carcajada:

—Nada que agradecer, nada que agradecer, nada… —acompañó sus palabras, que resonaron en mi oído hasta mucho después, con una intensa mirada que me produjo un desagradable estremecimiento.

La enramada de don San, a la orilla del manglar, parecía deshabitada. Una hamaca hecha jirones colgaba de los palos desgastados de la construcción. La rodeaban una mesa de plástico arrumbada sobre la arena y una gran cantidad de gatos pardos, negros, amarillos, blancos, grises; maltrechos, las pelambres ralas. Con un sobrecogimiento, noté que había algo extraño en ellos.

—Profesor, ¿ya vio esos gatos? —dije con un tono alterado.

Una repulsión desnuda me invadió con total descaro.

—Sí, son un montón —respondió sin mirar, más concentrado en buscar a alguien que nos atendiera.

—No, profesor, ¡fíjese bien! ¡No tienen ojos! —al fin, Edmundo Avilés bajó la vista hacia los felinos.

—¡Caramba! ¡Qué horribles!

Contemplábamos a los animales, hundidos en un silencio repleto de augurios, cuando irrumpió una voz a la distancia. Los gatos alzaron la cabeza y maullaron. Por la playa venía un hombre en dirección a la enramada. Sólo llevaba encima un pantalón corto de mezclilla raída y de sus pies descalzos sobresalían uñas largas, sucias y filosas. Alto y delgado en extremo, tenía largas barbas y una cabellera bien poblada de canas. Sus ojos, de un amarillo profundo y brillante, se movían en sus órbitas con un temblorcillo atípico. Al vernos, se le abrieron enormes, con un gesto de evidente espanto. Al instante, soltó la cubeta

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