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El Gafe De Embajadores
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Libro electrónico72 páginas1 hora

El Gafe De Embajadores

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Información de este libro electrónico

Un agente de seguros, es utilizado por los vecinos del inmueble donde vive para vengarse entre ellos, trasmitiéndose el mal fario del protagonista a través de las pólizas de seguro que les contrata.
La acción transcurre en el Madrid de la postguerra, está narrada en tono satirico y donde no falta el humor, negro, por supuesto

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 ago 2020
ISBN9781005147150
El Gafe De Embajadores
Autor

José Gurpegui

José Gurpegui Illarramendi (San Sebastián - Gipuzkoa) es un escritor independiente autor de numerosas novelas. Si bien sus actividades creativas, como el cine, la fotografía y la escritura narrativa comenzaron en su juventud, no es hasta comienzos de este siglo, cuando, sumándose al auge de los medios digitales de comunicación, publica sus trabajos literarios cuyo estilo satírico, se manifiesta plenamente a través de los protagonistas de sus novelas.

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    El Gafe De Embajadores - José Gurpegui

    El Gafe de Embajadores

    José Gurpegui

    Copyright © 2011, 2013 José Gurpegui Illarramendi

    Todos los derechos reservados

    Portada: Zizahori

    Los personajes y nombres citados en esta novela corresponden a la ficción literaria. De existir coincidencias con la realidad, deberá entenderse como fruto de la casualidad. Asimismo, las referencias históricas, literarias o cinematográficas o de cualquier otra índole, fueron utilizadas únicamente para contextualizar las narraciones, dentro de los periodos de tiempo en que se desarrollan.

    El AUTOR

    Contents

    Title Page

    Copyright

    Epigraph

    El foso del ascensor

    El barrio

    El estigma

    El levantamiento

    La catarsis

    El espejo

    Lacón con grelos

    Sentencia

    El foso del ascensor

    R

    ovira llegó agotado al portal de su casa sobre las siete y media de la tarde. El termómetro de la farmacia de la esquina presagiaba una calurosa noche de ventanas abiertas, sábanas sudadas y murmullos callejeros que seguramente le impedirían conciliar el sueño.

    El día había sido duro. Sostenía con la mano empapada de sudor la inseparable cartera de cuero, asida con cinchas y hebillas de latón desgastado por el trajín diario. Cada vez le costaba más patear las calles. El asma no le dejaba en paz, era una especie de círculo malévolo; cuando fracasaba en una venta se desmoralizaba, aparecían sus achaques y estos a su vez, le producían un gran desánimo acentuando aún más sus crisis. Solamente se libraba cuando conseguía un nuevo cliente, pero no duraba mucho la tregua que le concedía su precaria salud. Además del asma, padecía de cálculos allá donde podían sedimentarse. Lo mismo sufría cólicos vesiculares que nefríticos y para completar el cuadro de molestias, cuando cambiaba el tiempo aparecían los dolores producidos por su úlcera.

    Aguantaba estoicamente la carga de sus cuarenta y pico años de achaques, decidido a seguir vendiendo seguros. Era un buen agente, el mejor de La Precavida Bilbilitana de Seguros y Reaseguros; la «Preca» como él la llamaba.

    Mientras esperaba al ascensor, se confortaba ante la perspectiva de verse en pocos minutos liberado del maldito traje, de la corbata, y la camisa empapada de sudor. Se imaginaba en su pequeña terraza, relajado, en pijama, con un porrón de vino y un bocadillo de queso de Cabrales contemplando el caer del día y acompañado por el trinar de las golondrinas.

    Estaba decidido a llevar su soltería de compañera durante el resto de sus días. La idea del matrimonio le horrorizaba; era demasiada responsabilidad. El simple pensamiento de que alguien pudiera compartir con él su taciturna existencia, colmada de padecimientos y angustias, le estremecía. Por otro lado, su escaso atractivo personal tampoco le iba a favorecer demasiado en la búsqueda de una compañera, por lo que sobrellevaba su vida solitaria con resignación y sin el horizonte de la felicidad en su triste panorama.

    Pasaron unos minutos y comenzó a impacientarse. El ascensor no llegaba; estaba parado en alguno de los pisos altos. Debería haber sido enviado por el último usuario y en éste, como en muchos otros casos, no había sido así. Era demasiado frecuente soportar la mala educación o la mala leche, quien sabe, de algún vecino que, a sabiendas de la obligación de enviar de vuelta el aparato, era capaz de fastidiar al resto de la comunidad dejando las puertas mal cerradas, para impedir que fuese puesto en funcionamiento desde abajo.

    Pulsó inútilmente el botón de llamada varias veces sin conseguir que retornase. Aquellos viejos ascensores cuyo camarín discurría por el hueco de la escalera compartiendo espacio con su propio contrapeso, entre forjados con alegorías y remates florales de hierro, tenían su propia liturgia de uso: no se permitía bajar montado en él, y no era por una cuestión de comodidad innecesaria, si no por una razón técnica relacionada con motores y contrapesos, que ocasionaba el bloqueo del aparato cuando la velocidad de descenso, incrementada por el peso de un supuesto viajero, era anormalmente rápida.

    Vivía en el cuarto piso, pero en realidad era un sexto si contamos el entresuelo y el principal. La escalada hasta su piso era notable sobre todo para un achacoso como él. Cuando no le quedaba más remedio que subir a pie, lo hacía en varias etapas para recuperar el resuello, pero en esta ocasión el calor era insoportable, el aire irrespirable y además sentía mareos y aturdimiento, no estaba para demasiados trotes y optó por insistir una y otra vez, a voces, cada vez más dramáticas, que enviaran el maldito ascensor.

    Se quejó a la portera, pero esta simplemente se limitó a refunfuñar sin levantarse de su silla y continuó con su labor de ganchillo. Rovira, exasperado, siguió reclamando a gritos el envío con la esperanza de que alguien, en los pisos altos, lo oyese y atendiera su dramática demanda.

    Transcurrieron cinco minutos, y entonces fue cuando escuchó en lo alto el ruido metálico de las puertas de uno de los pisos. Calculó que procedía del quinto y miró por el hueco hacia arriba esperando ver el descenso del aparato, pero todo continuaba igual. El ascensor no retornó y cuando comenzó a resignarse ante la posibilidad de que tuviera que subir a pie, presenció algo que iría a cambiar su vida: por el hueco, cayó un enorme bulto que pasó ante sus ojos como una exhalación, yendo a parar al foso oscuro y grasiento del ascensor.

    La portera dejo su ganchillo y salió de la garita gritando asustada, ambos

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