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El secreto de Puerto Madame
El secreto de Puerto Madame
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Libro electrónico280 páginas4 horas

El secreto de Puerto Madame

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En las calles de Puerto Madame, una pequeña localidad de Uruguay, las vidas de los obreros de la fábrica de cemento se entretejen entre rutinas y clandestinidad. En este lugar, a principios de los noventa y ya dejando atrás la dictadura, el Chueco Marezca lucha por proteger un secreto entre el humo del tabaco y las luces de los locales de mala reputación. Su vida, al igual que la de Camila, Esther, el Pelado y muchos otros, conforma un tapiz que la detective Judith Cabo deberá desentramar para esclarecer varios crímenes que parecen tener relación. ¿Quién mató al Chino? ¿Qué se traen entre manos el Pelado, el Chueco y Camila? ¿Qué ocurre con Esther? Lo que sucedió en la fábrica, ¿fue realmente un accidente? Y, sobre todo, ¿podrán mantener los ciudadanos de Puerto Madame sus pasiones y secretos a salvo antes de que todo se desborde?María Cristina Devoto (octubre 1959) es uruguaya, artista plástica, profesora de yoga y egresada de UDELAR con el título de Doctor en Derecho y Ciencias Sociales. En el año 2013 comienza en el taller literario "La Tribu" coordinado por el escritor y periodista cultural Alberto Gallo. En 2016, participa en una publicación colectiva con un cuento. Hoy presenta, en esta publicación, su primera novela policial, titulada "El secreto de Puerto Madame", a través del grupo editorial Letrame.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 jul 2023
ISBN9788411811569
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    El secreto de Puerto Madame - María Cristina Devoto Livet

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Maria Cristina Devoto Livet

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-156-9

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A

    Alfredo

    PRÓLOGO

    Toda localidad, grande o pequeña, tiene sus propias leyendas, sus misterios y su mitología. Puerto Madame es una ciudad corrupta en la que hombres y mujeres viven con mayor o menor fortuna, pero siempre perseguidos por su pasado, guardando en silencio recuerdos que no quieren desvelar y tratando de prosperar como buenamente pueden, ya sea por medios lícitos o ilícitos. En esta novela coral se dan cita personajes tan dispares como viejos sabuesos reconvertidos en periodistas improvisados, mujeres empujadas a la noche por la mala fortuna y la necesidad, trabajadores de fábrica, mecánicos de taller, agentes de policía, peluqueras y artistas, todos envueltos en una especie de bruma de desesperanza que mezcla los aromas de una ciudad abandonada y sórdida con perfume de mujer y humo de tabaco.

    Al estilo del cine noir y la novela policiaca más amarga, pero también con profunda humanidad, la historia del Chueco, Judith, Camila y el resto de habitantes de Puerto Madame se nos presenta en breves esbozos que poco a poco se van relacionando entre sí como las cuentas de un collar, formando una historia de pasiones y tragedia.

    Las ciudades pueden llegar a ser personajes en algunas novelas, y así sucede entre estas páginas, donde las calles sucias a causa de la huelga de basuras, los malogrados edificios de viviendas, los apartamentos mohosos, las fábricas y las oficinas dan testimonio de su oscura sordidez. Parece esta ciudad un lugar donde nada puede salir bien, pero en el que los lazos de la amistad, el compañerismo y la lealtad entre personas de moral gris se mantienen, pese a todo, firmes y vivos.

    Puerto Madame es una ciudad tan pesimista como fascinante, y pasear por sus calles y desvelar sus secretos es tan tentador como asomarse a la ventana de un conocido para descubrir todo lo que esconde. Porque Puerto Madame es una ciudad y es todas las ciudades, sus gentes son también todas las gentes. Y pocas cosas producen más satisfacción que desentrañar el secreto de un vecino.

    Primera parte

    Los suburbios

    1

    Se clavó una de una sentada y de inmediato, con un gesto de cabeza, pidió otra. Hacía horas que estaba acodado, mientras fumaba y chupaba en la barra, frente al Mestizo que lo observaba de reojo y sin hablar. Estaba pálido, miraba hacia la puerta con dificultad y de forma insistente por encima de los cristales mugrientos de sus anteojos. Su pelo revuelto y grasiento como hierba mala, tapaba parte del vendaje cerca del ojo izquierdo, a la altura de la sien. De la cocina se ganaba un olor fétido y rancio que se entremezclaba con una baranda nauseabunda y que surgía en ráfagas cada vez que se abría la puerta del baño. Lejos de ahí sonaba la sirena de la fábrica de cemento que anunciaba la entrada del primer turno. Tras los vidrios empañados se veía cada tanto los focos de algunos autos formando aureolas en el ventanal. La lluvia intensa junto con el vapor del pavimento impedía la visibilidad, más allá de la vereda. Una vez más enfrentó sus ojos a la muñeca, a las agujas fijas, empastadas en la esfera, hundidas en el punto más extremo del reloj. Los vellos de su mano adornaban los nudillos huesudos y grotescos, que formaban un puño cerrado y en alto. Aspiró una bocanada profunda hasta sentir el calor de la braza en su labio. El movimiento de su torso le hizo retorcerse, al punto de emitir un gemido. Su mirada se distrajo en el vacío hasta que fue a parar a los pechos de una joven que servía una caña en la mesa de la esquina, justo en diagonal a él. Era casi una niña, de pelo corto, irregular, de color amarillo con reflejos naranja, que tapaban parte de la pata de una araña tatuada en su cuello. El Chueco Marezca, como le decían tanto sus amigos como sus enemigos, no había reparado en ella hasta ese momento. Pero entonces la siguió con la mirada hasta que se perdió tras la puerta abatible que conducía a la cocina. No había visto un culo tan bien formado desde la época de Esther. Aquellos habían sido buenos tiempos. Tiempos de alcohol y desenfreno, de lujuria y desbordes. Tiempos de excesos que, cuando el Chino se la birló, se transformaron en agravios. De pronto, el Chueco sintió una mano sobre su hombro y la fetidez de una transpiración reseca y un aliento agrio.

    —Por fin —dijo finalmente.

    —Te dije que no iba a ser fácil.

    —Vamos al grano, Pelado, ¿solo esto?

    —Y gracias, con miedo a que me cargaran.

    —Siempre fuiste un cagón —le dijo sin perder de vista el papel amarillento que había dejado sobre el mostrador.

    —Necesito más data, con esto no me da para destapar.

    El Chueco estaba a cargo de las denuncias del movimiento sindical en el periódico Anarcos que se repartía en toda la ciudad.

    —¿Dejaste todo limpio?

    —Como hablamos, esperé a que ella saliera y tomé al Chino por sorpresa.

    El Chueco dejó unos cuantos billetes en la barra y se levantó, no sin dificultad. Todavía le dolía el cuerpo de la paliza del día anterior. Se despidió del Pelado, salió y mientras caminaba por la vereda pensaba que ahora le correspondía actuar a él. El camino empezaba a despejarse, pero no debía cometer ningún error. El Pelado ya había hecho su parte. Confiaba en él, era muy profesional. Debía parecer un ajuste de cuentas de los narcos tapado por un suicidio, tal era lo acordado. Tenía que investigar sus juntas. No iba a ser muy difícil, teniendo en cuenta que el Chino estaba muy jugado. En ese instante, un grito a lo lejos, lo hizo detenerse. Era la rubia medio pelirroja que servía en el Albatros. Mientras la veía acercarse sintió un ruido que provenía del callejón, desde donde salió una rata a toda velocidad de adentro de un contenedor lleno de basura, haciendo caer varias cajas al suelo para luego desaparecer bajo una alcantarilla. La figura de la mujer comenzó a definirse hasta que, con pequeños saltos, lo alcanzó.

    —Te vi en el bar —le dijo. Mientras inclinaba la cabeza hacia atrás y se apartaba el pelo con la mano, agregó—: ¿Podrías acompañarme hasta la parada del ómnibus?

    El Chueco se la quedó mirando. Los labios, los ojos y las piernas eran una provocación para él. Su juventud, unida a la inocencia, le despertaba un deseo imperioso de poseerla, pero al mismo tiempo de protegerla.

    —Claro —le contestó.

    —Soy Camila —dijo ella estirando la mano para saludarlo.

    —Es extraño que estés aquí sola toda la noche —dijo él sin corresponder al gesto.

    —Estoy acostumbrada.

    La vida de Camila no había sido nada fácil. Desde muy pequeña había sufrido la pérdida de su madre y permanecía sola todo el día, hasta que llegaba su padre, borracho. Ya más grande tuvo que compartirlo con una mujer que fue a vivir con ellos a la casa. Pero su padre, el Chino, seguía llegando borracho. Y ahora, de forma imprevista, la lluvia había cesado y en su lugar, en el horizonte, se insinuaban unos débiles rayos de sol que se entremezclaban entre los árboles en zigzag.

    —¿Estás segura de que está por pasar un bondi a esta hora?

    —Lo tomo todas las noches —dijo Camila mientras esbozaba una sonrisa seductora.

    El sol ya comenzaba a entibiar cuando el Chueco llegó a la pieza que alquilaba en una pensión y se dejó caer en un colchón que tenía en medio de la habitación. Luego de algunas horas sin pegar un ojo, se levantó y buscó dentro del bolsillo de su pantalón raído el papel que le había dado el Pelado. Salió deprisa hasta la cabina telefónica. Un aire frío le cortaba cara, se metía en sus pulmones y lo hacía toser. El tufo del mediodía, que largaban las chimeneas de las casas, le revolvía las tripas. Un perro olfateaba un árbol a punto de orinar. O de cagar, quién podía saberlo. Luego de discar, escuchó una voz que era un eco en su vida.

    —Esther —le dijo—, quiero verte, me enteré de todo.

    Una voz asustada y temblorosa le contestó:

    —Se la buscó, hacía tiempo que se arriesgaba demasiado. El Chino no tenía límites.

    —Nos vemos en el café de la esquina del diario a las seis, tenemos que hablar sobre eso.

    —Ahí estaremos. Voy con su hija, Camila.

    Un poco más de las seis, el Chueco vio aproximarse, a paso firme, a dos mujeres tomadas de la mano. Una era Esther y junto a ella, caminando a saltos, una rubia medio pelirroja que hablaba con timidez y miraba al piso con distracción. Al otro día, el Mestizo que siempre estaba detrás de la barra detuvo su mirada en un titular del Anarcos donde se leía: «Hombre muy conocido en los suburbios de la ciudad, apodado el Chino, fue encontrado muerto en su casa; los medios informaron que estaba implicado en tráfico de sustancias tóxicas…»

    2

    Desde la calle, la luz blanca que irradiaba del farol a mercurio iluminaba la vereda y alumbraba el vidrio empañado para reflejarse en la piel con pozos y cicatrices de su cara. Sobre la mesa, una botella de caña se desdibujaba por una humareda que salía de la boca del Chueco, junto con un atado de Red Point tirado al descuido, medio flaco. Un cenicero de lata tapado hasta el borde de puchos, apestaba y hacía alardes de una larga jornada. Desde el exterior se escuchaba el chirriar de los grillos y el croar de las ranas. Estaba sentado a la mesa, ubicada detrás de la ventana de su cuartucho de segunda, cuando había sentido el rugido roncador de un motor, y enseguida las luces que provenían de los focos hicieron que sus manos ásperas y rudas restregaran sus ojos encandilados. Una jauría de perros amenazantes atacaban con sus ladridos hasta desgañitarse en la acera de enfrente como reacción al escandaloso motor que había cortado el silencio sepulcral de la noche. Se había levantado de la silla con un chirrido de la madera, como un resorte, para ubicarse al lado de la ventana, detrás de la puerta. Desde ese lugar, con una mano, apenas corría el jirón de tela que cumplía la función de cortina para ver hacia el exterior, y con la otra mano sujetaba su arma nueve milímetros. Apenas había podido ver el cuerpo de Camila que se bajaba de un Mercury, de aquellos que se llamaban cola-chatas en los años setenta y pico, de color oscuro. La mina se balanceaba y le costaba mantenerse de pie. Sus piernas delgadas se alargaban con unos tacones que a duras penas la sostenían. Llevaba una pollera ajustada que le tapaba el culo. Mientras veía que se acercaba con dificultad, el bote ruidoso y oscuro se alejaba y el Chueco con el corazón en la boca, todavía alterado, le abría la puerta.

    — ¡Hola! ¿Puedo pasar? —le dijo, con una sonrisa helada y ojos saltones. Cuando ya estaba adentro, y sin contestar, el Chueco cerró la puerta de un golpe seco.

    —¿Qué estás haciendo acá? —le dijo como saludo, con una mueca en la cara y con la voz cortante. Camila trastabilló y al perder el equilibrio cayó de espaldas sobre las cobijas. Así quedó, tendida al ras del piso, con sus pilchas desprendidas y su pollera abierta. El Chueco no hizo más preguntas. Se sirvió otra caña y rasgó sobre la parte rugosa de la pequeña caja una cerilla mientras llenaba el aire de olor a fósforo. Mientras pensaba en silencio, largó por la boca varios círculos de humo, uno detrás de otro, en hilera, que se agrandaban y deformaban hasta desaparecer. La noche comenzaba a alargarse. La atorranta había acaparado la atención del Chueco, y él había intentado todo para desviar la mirada y vencer el deseo de avanzar. A pesar de todo, ella permanecía tirada en el piso sobre un descuajeringado colchón. La luz del día comenzaba, de a poco, a mostrar las paredes descascaradas y manchadas de moho de la pieza, que desprendían un vaho maloliente. Así como había caído se había quedado, inmóvil, hasta parecía que estaba dormida, tumbada o intoxicada por una noche de excesos. Las piernas descubiertas por la pollera arremangada mostraban dos mariposas con dibujos tribales. El Chueco se había levantado de su silla destartalada para cubrir el cuerpo de la botija, violáceo del frío, con un saco, cuando de golpe la mina reaccionó.

    —¿Qué hacés, camarada, me estás apadrinando o qué? —soltó a carcajadas y se sentó de un brinco. Sujetó sus piernas con sus brazos mientras apoyaba el mentón en las rodillas y lo quedó mirando, sonriente, desafiante y burlona. Una cucaracha salió descontrolada del resumidero del baño y terminó aplastada bajo sus dedos.

    —Pensé que estabas atorrando —le dijo indiferente mirando al vacío. Camila carraspeó y, sin dejar de reír, le contestó:

    —¿Tenés gente en la cabeza o qué?

    Además de trabajar como camarera en el Albatros, en sus días libres y como changa iba a la whiskería que frecuentaba para cantar y, si se cuadraba, ocuparse con algunos de la barra, habitué, que buscaban matar el tiempo y saciar su lujuria a cambio de unos pesos. Hasta ese momento había estado ocupada con un cliente que la había dejado en la pensión del Chueco.

    —Callate, que te voy a zumbar —le contestó el Chueco y agregó—: ¿Qué estás haciendo acá?

    —No tengo dónde ir, Esther se piró y me echó de la casa —le dijo mientras fruncía el entrecejo y con la voz quebrada.

    El Chueco se quedó pensando en ella. Esther era una mujer con carácter, pero de buen corazón, alguna macana debió mandarse Camila para sacarla de quicio.

    —Acá no podés quedarte —le contestó y ya se había levantado para abrir la puerta cuando la encontró de rodillas en el piso mientras suplicaba que la dejara dormir y que mañana buscaría otro lugar. El Chueco observó los ojos acaramelados y miedosos, la boca de labios finos y los pechos que sobresalían del empilche, no pudo llevarle la contra y, con un esfuerzo, decidió dejarla sola. Tenía que buscar una solución, la piba le iba a traer problemas. El día había amanecido soleado, los destellos de luz se mezclaban entre los árboles y solo unas escasas nubes grises flotaban en el cielo celeste.

    3

    El Chueco había salido a toda prisa del bulo para evitar hacerse el bocho con la chiruza y sin dar bolilla a las pilchas que llevaba puestas: una camiseta agujereada debajo de los sobacos y un pantalón descosido que se paraba solo de la mugre. Se había hecho el guapo, cuando sintió una ráfaga helada que lo abrazaba por la espalda y lo cortaba de frío. En la esquina, el camión de basura municipal metía flor de escándalo, vaciaba los contenedores y desparramaba toda la inmundicia por la calle y la vereda. Mientras el hedor ácido llegaba a los pulmones del Chueco, los empleados se trepaban y se colgaban de los barrotes del camión en marcha. Todavía se olfateaba la hedentina cuando el Chueco intentaba abrir la puerta del diario. Era de metal y estaba corroída por el óxido. Las paredes, manchadas de humedad, habían sido pintadas de rosado ya hacía bastante tiempo. La cal se desprendía de los muros cada vez que el Chueco ponía la llave en la cerradura. Fue entonces cuando a la acidez de la basura se mezcló una baranda catinguda muy cerca de él, junto con un dedo que lo punteaba, parecido a un bufo, en el medio de la espalda, mientras escuchaba la cargada del cararrota. En eso, un vendaval trajo un montón de hojarasca arremolinada que entró al interior del recinto, al abrirse la puerta.

    —Estabas perdido —le dijo el Chueco, mientras fruncía la caripela, enchinchado. Y agregó—: ¿Haciendo tarasca?

    Se lo quedó mirando de arriba abajo cuando advirtió que el Cacho Bolina, su compañero en las buenas y en las malas, estaba transparente, ojeroso y muy flaco. La barba crecida de tres días se oponía con los piolines que llevaba en la cabeza y que mostraba con desprolijidad en la nuca hasta el comienzo de la espalda. Llevaba puesta una camiseta musculosa azul y unos pantalones rotos de tela con fundillos que dejaban ver una rodilla ensangrentada.

    —Dando una mano al Ruso. Sabés que aquel me precisaba, y a mí me vino bien porque el jefe me cortó los víveres con lo del Chino, todas las malas lenguas apuntaron hacia él. Me dijo que estaba limpio. Por un tiempo va a quedar encanutado. Me enteré de costado porque el jefe tiene el pico cerrado.

    El Cacho hacía changas en el taller mecánico del Ruso, a menos que el jefe no lo llamara por algún encargo. A su vez, el Ruso había sentido la muerte de su socio, el Chino, y aún no había podido sustituirlo. Por ello, en el ínterin, contaba con la ayuda del Cacho, quien a pesar de ser mecánico tornero, le hacía la gamba. El Cacho se revolvía y le servía, debido a que el jefe había parado sus maniobras porque el avispero estaba muy entreverado y por eso mismo, por un tiempo, no iba a trabajar, según sus palabras.

    —Y a vos, ¿qué te cerepa? —Lo miraba con intriga, a la espera de alguna liga del Chueco, quien, sin contestar, cambió de tema.

    —¿Y eso? —le preguntó. Le señalaba la rodilla con una inclinación de cabeza.

    —Gajes del oficio —le contestó el Cacho, y largó una ruidosa carcajada. Era un buen tipo, pensaba el Chueco, pero le daba mucho a la sin hueso y preguntaba demasiado. Un acceso de tos lo hizo doblarse y le revolvió todo el cuerpo, impidiéndole pronunciar una palabra. Parecía que se le salían los pulmones por la boca hasta quedar sin aire, para después soltar chiflidos y carrasperas que salían por detrás de los bronquios. El Chueco estaba cada vez peor, se sentía enfermo y le costaba respirar. Ya hacía más de diez años que lo habían despedido de la planta de cemento de Manga por una reestructura que dejó la mitad de los obreros en la calle. Sin embargo, la inhalación del polvillo de cemento todavía hoy le provocaba problemas en la piel, alergias y tos permanente que le impedía respirar sin dificultad, pero él no se amedrentaba, era rebelde, mal entonado y de pocas palabras.

    —Estás a una del cajón. Vas a tener que ir al matasanos. Que no te vean los muchachos de la barra del Albatros, más de uno va a quedar contento.

    El Chueco lo miró sin decir una palabra. Tenía razón, unos cuantos se reirían de verlo largar los bofes por la boca, según sus palabras.

    —Pero ¿qué me decís del jefe? —insistió el Cacho.

    —Hace tiempo que no lo veo —mintió el Chueco. Todavía recordaba la paliza que le habían dado sus hombres mandados por él. Sabía que buscaban información de bocas clandestinas, que el Chueco negaba. La información tenía un precio, pero todavía no habían dado con él. Tenían un par de negocios juntos, pero cada uno iba por su lado, sin pisar el terreno del otro. El Chueco se sentó junto a la mesa que hacía las veces de escritorio y, con un gesto, le mostró la silla al Cacho. Sobre la mesa, por todos lados, hojas sueltas desordenadas con denuncias de irregularidades que debía leer y seleccionar para publicar en el periódico. En el otro extremo, un mate con yerba usada de hacía días, un termo descolorido y unas moscas hacían un remolino encima de una bandeja de cartón con restos de comida. El Chueco palpó con su

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