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La cuarentena de Ñasaindy
La cuarentena de Ñasaindy
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Libro electrónico194 páginas2 horas

La cuarentena de Ñasaindy

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Ñasaindy, tras una vida de sufrido silencio, logra encontrar el camino a casa apelando a su palabra, la lengua indígena Paĩ Tavyterã.

Ambientada en Nueva York, Suiza y Paraguay, "La cuarentena de Ñasaindy" cuenta los estados de angustia y desolación que vivió y vive la gente durante los tiempos de la pandemia del Covid-19.

Sus personajes viven los avatares del 2020 desde espacios terriblemente ajenos; y, mientras la peste se cobra su cuota en angustia y muerte, emprenden viajes a sus orígenes, se remontan −involuntaria u obsesivamente− al refugio que constituye su lengua, sus paisajes, y su gente.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 nov 2020
ISBN9781393978411
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    La cuarentena de Ñasaindy - Julio Benegas Vidallet

    Claudia

    Claudia revisaba a cada rato el teléfono. Aunque creía que el idiota era incapaz de un mensaje, menos de una llamada, esperaba una señal de Thomas. Mucho menos esperaba de él un «te extraño» (tanto esperó en estos tres años un mensaje así: «te extraño»), pero a cada rato descodificaba su teléfono a la espera de alguna comunicación suya.

    —Qué estúpida soy —se quejaba a medida que pasaban las horas en el bar. Era un rincón de Nueva York con una puerta angosta, de paredes gruesas que no dejaban un resquicio para percibir desde afuera lo que adentro sucedía. La puerta de entrada era de una madera antigua, gruesa, por donde la gente ingresaba con una clave.

    Esa noche, Mama San, una tipa gruesa, cantaba y bailaba un blues picantito, de barrio alegre. Un grupo de chicas japonesas se sacó fotos con ella y con sus discos. Apenas subió al escenario el grupo se retiró del local, Claudia no se aguantó la carcajada al confirmar lo que ya sospechaba:

    —Esta gente vive de sacarse fotos, ¿en qué momento vivirán? —rumoreó. El gesto no le gustó para nada a Mama San, que de las cantinas de Chicago pisaba, por primera vez, un escenario en Nueva York.

    —Esto, en Chicago, no pasa —se quejó con una voz agria y gruesa.

    —No, Mama San, ocurre en todas partes, yo lo vi varias veces en las Cataratas del Yguasu. Esta gente vive de sacarse fotos —respondió Claudia desde la barra.

    —Come on, let’s dance![11] —respondió Mama San.

    Claudia era de esas tipas que por dentro se quebraban una y otra vez, pero para afuera era un estallido de altísimas emociones. Hasta cuando lloraba reía. Esa mezcla de emociones solo tenía paradas en la soledad. En su cama, con el mate, era la muchacha ojos de papel, y era tanta su soledad que en ese estado «las palabras se suicidaban», como en el poema de Alejandra Pizarnik. A veces pensaba que tantas lágrimas eran una forma de purgar todo lo que afuera, en la relación con la gente, se atajaba o transformaba. Pero eso ocurría al levantarse de su cama y al disponerse a buscar, a oscuras, la yerba, la manzanilla, el libro de Alejandra y los discos del Flaco Spinetta. En la barra estaba en su modo todo bien, todo genial.

    Su amiga Teresa se acercó a ella con ganas de besarla.

    —¿Qué te sirvo, Teresa?

    —Quiero servirme de ti, Claudia —respondió Teresa, agarrándola de las manos efusivamente.

    —Ay, Tere, sos tremenda, che. Sos tremenda —respondió ruborizada—. Por ahora te serviré un trago fuerte. Algo bien fuerte para este frío de afuera y esta soledad que nos quema por dentro.

    Con su trago en la mano, Teresa observó de arriba abajo al guitarrista de Mama San, un tipo delgado, de gruesas cejas y el cabello ceniza bien al ras del cráneo. Usaba una camisa azul intenso, mangas largas y ancha textura de franela. Con su sombrero de pana también azul, con franjas blancas y el pantalón de cuero negro ceñido al cuerpo, intentaba acompañar a Mama San en la voz. Supergenerosa, Mama San lo miraba muy amablemente, como diciéndole: «tú puedes, tú puedes», pero frente al vozarrón de Mama San pronto se dio cuenta de que lo suyo eran las punteadas. Teresa disfrutó esta decisión del guitarrista, de volver a lo suyo, y se integró al baile con las demás chicas. Al enterarse de que Claudia había tomado la decisión de abrirse de Thomas, sus ganas de estar con ella aumentaron significativamente. Ella pensaba que esa noche era su noche.

    Mama San cantó su hit:

    Ey, nena, por estas curvas, nena.

    Por estas curvas, nena, perdiste, perdiste.

    Volverás cuando yo quiera, nena, cuando yo

    [quiera.

    Por estas curvas, nena, volverás.

    Ya lo verás.

    La pollera hasta las rodillas de Mama San volaba, y sus gruesas piernas morenas se entrecruzaban tan rápidas que a Teresa le costaba saber cuál era la izquierda y cuál la derecha. La ampulosa cadera de Mama San se contorneaba casi con la misma desenvoltura que los pliegues abiertos de la pollera. Teresa danzaba extasiada con otras amigas.

    Entre el humo de los cigarrillos y el vapor de los licores, Claudia parecía un boceto encarnado detrás de la barra, flotando en una luz verde dulzona. Las mesas estaban recogidas en los laterales y fuera del local solo se veía una lánguida luz repasada por la neblina. En la pared arqueada que dividía los ambientes del local colgaban una foto gigante de Etta James y otra de Big Mama Thorton.

    Un trago tras otro, Teresa volvió a la barra, acarició los dedos largos y las mejillas de Claudia.

    —Ay, Tere, estoy trabajando, querida.

    —Prométame que esta noche usted se irá conmigo, Claudia —le pidió apretándole fuerte las manos.

    —Claro que iremos juntas, vos a tu casa y yo a la mía —respondió Claudia retirando las manos.

    —Eres terrible, Claudia, eres terrible. Un día se dará usted cuenta de cuánto la quiero y dejará de buscar a ese man[12] que no la quiere.

    —Upa, otra vez, Tere, otra vez. La noche está joven aún, disfrutemos, mañana será otro día.

    Claudia no esperaba ese golpe en el momento en el que esperaba un maldito mensaje del gringo, comiéndose las uñas sin dejar la alta amabilidad social que forjó en Nueva York. Sin más clientes en la barra, se concentró en las canciones de Mama San: sensualidad de cortejos juveniles en las callejas, en los mercados y las fábricas a través del blues, esa música que creció y se hizo gigante en la peregrinación de las familias negras de los fondos de algodonales, cafetales y graneros hacia las costas Este y Oeste. Esas canciones le recordaron a sus padres, pescadores, que canturreaban un chamamé durante las prolongadas estancias en los botes por el río Paraná, y le recordaron al sapukái[13] de los arrieros en los festivales, mango guýpe[14], de su antiguo y cada vez más distante, en el recuerdo y en los pasajes, pueblo. Entonces fue que, luego de tantos años, le brotó, como rebelión de la memoria empedrada, el canturreo de «Kilómetro 11».

    Aníke nderesarái…[15]

    Se acordó de aquella vez que bailó este tema con su madre en la plaza de Corrientes, en la interpretación de Teresa Parodi; se acordó de ese viento que te desnuda y te arrodilla en los barrancos del Paraná y en el puente. El aire de pueblo que mantenía Mama San en sus canciones la inundó de nostalgia. Se precipitaron las lágrimas que no se confundían ni con la alegría ni con sus carcajadas: eran de esas lágrimas que brotaban con el olor de la manzanilla, el sabor de la yerba y los textos de Alejandra.

    —Estas putas lágrimas, carajo. Ahora no, ahora no —se quejó buscando un pañuelo de papel en el bolso. Detrás de la barra, ya de cuclillas, las gotas se fundieron en varias gotas más. Sin posibilidad inmediata de frenarlas, se dirigió al baño de los tripulantes del bar. Desde el gentío, Teresa vio cuando su amiga se desmoronaba. Acudió a su auxilio. En el baño, el espejo le devolvió a Claudia el rostro empapado, los ojos rojos y la majadería hecha pomada. Teresa le golpeó la puerta y le pidió que abra. Ella, que no quería mostrarse a nadie con ese aspecto, le respondió:

    —Gracias, prefiero que me esperes en el bar, Tere.

    —Pucha, Claudia —soltó Teresa, pateando la pared del pasillo—, yo solo quiero ayudarte.

    —Lo sé, amiga, lo sé —murmuró Claudia mientras se enjuagaba la cara con abundante agua. Pucha, ahora debo maquillarme de vuelta. Qué fastidio. Cuando las lágrimas pararon, su cabeza voló violenta y arbitrariamente hacia su niñez. Se quedó, por un rato, justo en ese momento en que su padre, con el cinto levantado, le exigía que no llore por los golpes recibidos. El sol pintaba en el Paraná una paleta dorada, y en los bosques una verde inmensidad. Ella —entonces él— acababa de caerse de uno de los brazos del mango en el patio de la casa, una casita blanca, de adobe y karanda’y[16] y techos de teja. Desde el río, el rancho emergía como colgado de uno de los recodos barrancosos. Luego de unos minutos retomó su humor habitual de todo bien, todo genial y volvió a su puesto en la barra.

    Teresa se sentó sola en un rincón alejado de la barra, pensando que había metido la pata con Claudia.

    —Qué me costaba esperar que termine el trabajo — se recriminó cruzando las piernas. Sus ojos grandes y rasgados, su cabello carré y su fina nariz se divisaban encaramados a una rama que el humo del cigarrillo en los dedos dibujaba.

    —Pucha, Tere, qué te costaba esperar más. Qué te costaba —se repetía restregándose el ojo izquierdo con una de las manos, y con la otra se daba golpecitos en la cabeza. Los dedos de sus cortos pies se fregaban adentro de unas gruesas botas de cuero.

    —Mama San se despide, Mama San se despide. Hasta siempre, Nueva York —prorrumpió Mama San bajando del pequeño escenario para integrarse, micrófono en mano, a la danza de las chicas. Repitió su hit, recortándolo en estas frases:

    Por estas curvas, nena, por estas curvas.

    Volverás, nena, volverás.

    Ya lo verás.

    Las chicas hacían de todo para emularla en la voz y en el ritmo de las caderas, pero Mama San era Mama San.

    —Si no puedes disfrutar del movimiento, si solo hay opresión en tu corazón, mejor marcharse— resolvió Tere. Vació el vaso y se dirigió a la puerta alta de madera maciza sin despedirse. Afuera, el ángel de la soledad la aguardaba en la espesa neblina, dirigiendo las luces de la ciudad como un experto delator. En su cabeza, encajada en una gorra de lana, cubierta de cuero rojo, sonaba «With you or whithout you» de U2.

    Claudia sintió alivio en la despedida de Mama San y en la ausencia de Teresa. «Una noche más, una noche más», repitió repasando la barra. Ya sin la peluca, ordenó las sillas y las mesas, recogió los vasos y las botellitas de cerveza. Exhausta, terminó en su cama pensando que tal vez la manzanilla, Alejandra y el Flaco la habitarían en este mundo en el que, según escribió una vez:

    No hay un lugar adonde ir.

    El otro es un fantasma aterrador.

    El otro habita en vos…

    —El otro sos vos, Claudia —dijo en voz alta al finalizar de recordar un poema de Alejandra, asumiéndose ella como protagonista antes de quedarse dormida.

    El viaje

    Al colgar el tubo del teléfono, Thomas sintió un frío gélido más pronunciado que el causado por el golpe de aire en las calles de Nueva York. Muy pocas veces imaginaba la muerte de sus padres, pero menos aún pensaba que ese hombre grueso, alto, que trabajaba cortando hierro y construyendo portones eléctricos e instalándolos en aisladas casas de las montañas, se muera, sin previo y largo aviso, de un aneurisma.

    Qué poco sabía de él —pensó— y qué poco sabía de su madre. Le había bastado el relato de que el padre había crecido en el lado oriental de la Alemania dividida, pasando mucha hambre y mucho frío. Cada vez que hablaban de esto el padre le mostraba dos dedos del pie anudados por el frío. Según el relato paterno, este se había encontrado en Suiza con su madre, que venía de otras guerras. Luego se acostumbró a los silencios y a comunicarse con ellos para cuestiones muy prácticas de la vida, y a disfrutar de las salidas en breves climas templados. Jugaba y esquiaba en ese vasto territorio peinado por las nieves. Con el tiempo, la necesidad de restaurar las raíces en su imaginación se fue debilitando en el silencioso andar de la familia. Thomas recordaba a su madre sacándole lustre a los muebles, cocinando, lavando las ropas, ordenándolas; mientras el padre trabajaba afuera, en el cobertizo cerrado que utilizaba de taller, taladrando y soldando chapas con su protector de lata compacta en el rostro. De niño le parecía fascinante esa chispa, quería manipular todas las herramientas del taller, pero su padre le impedía salir de la casa por temor a que se accidente. Ya de adolescente lo incorporó en el trabajo, pero él ya lo hacía con resignación.

    Colgó el tubo del teléfono y pensó, como ceremonia de despedida, en sus primeros días y meses en Nueva York. El primer día de universidad, en la explanada, le había encantado escuchar «Summertime» en la trompeta de un tipo en silla de ruedas; un poco antes, en el metro, disfrutó de la intervención de una pequeña orquesta de blues con guitarra, percusión y vientos arremolinados. Tiempo después, cuando se percató de que él quería ser «nadie» —que no quería ser la programación de su padre—, descubrió que la belleza de Nueva York había que buscarla en la humedad y la herrumbre de la antigua ciudad, más allá del vidrio brillante y macizo, por senderos en los que debía esquivar ratas y suciedad. Había que buscarla por mercados callejeros con olores de arepas y tacos, tomando una cerveza o un brandy clandestinamente. Esos fondos con los latinos lo atraparon. Era, en su imaginación, el mundo que contrastaba con el orden impecable de su casa, en las montañas, y había en los rostros y en ciertos silencios, sobre todo en los de Claudia, rasgos que le recordaban a su madre, Jana, morena ella, maciza, de ojos miel negra. En ese trance olvidó completamente la leche y la naranja, y se acordó de que la plata que no tenía hubiese servido para comprar el pasaje a Suiza. Discó el teléfono y le pidió a su madre que le envíe

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