Entre Dos Tierras
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Dos vidas, dos mundos, dos segundos, el tiempo de jugar al escondite.
Elvira es una joven italiana de provincias que, abatida por la muerte de su padre, parte con una amiga a Londres para estudiar inglés. Corren los años setenta. Allí conoce a un joven que revolucionará su vida. Ella no dudará en dejar su país natal para trasladarse a una España en ebullición y que, como ella misma, cambiará en pocos años.
Entre dos tierras es la percepción de hechos reales en la que, con una prosa ágil e intuitiva, se describen las sensaciones y los sentimientos de la protagonista a lo largo de su existencia.
Una historia que mezcla la sonrisa, la nostalgia, la dificultad para adaptarse a la nueva tierra y el valor de Elvira para afrontar una aventura que resultó ser su propia vida.
Matilde Tricarico D'Ambrosio
Matilde Tricarico D'Ambrosio nació en Nápoles (Italia), donde cursó sus estudios. Es licenciada en Medicina y Cirugía, y especializada en Pediatría. Desde hace años vive en Madrid y durante este tiempo ha desarrollado con entusiasmo su profesión de pediatra. Dos ciudades, Nápoles y Madrid, ambas con mucha luz y por las que sentirá el mismo cariño, ya que se van a convertir en el pasado y presente de su vida. Este es su primer libro. Su amor por la escritura le ha llevado a asistir a varios talleres de escritura: de Isabel Cañelles, de Clara Redondo y de Eloy Tizón, su maestro, en Hotel Kafka, Fuentetaja y Escuela de Escritores con Ignacio Ferrando.
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Entre Dos Tierras - Matilde Tricarico D'Ambrosio
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.
Entre dos tierras
Primera edición: mayo 2018
ISBN: 9788417447496
ISBN eBook: 9788417483586
© del texto:
Matilde Tricarico D'ambrosio
© ilustración de cubierta:
Ana Romero de Ávila
© de esta edición:
, 2018
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com
Impreso en España – Printed in Spain
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
A mi madre, ausente, presente
A mi padre, presente, ausente
Prólogo
Un poco de provocación nunca viene mal: el más grande de los escritores italianos se llamaba Miguel de Cervantes. A ver, no se me alboroten, déjenme defender mi boutade, prometo ser breve. Cuando lees cualquiera de las obras del Príncipe de los Ingenios, más allá de extasiarte ante su maravilloso dominio del lenguaje, admiras su compasión para con sus personajes, su suave melancolía, su ironía sabiamente dosificada. Nada que ver con la crudeza del canon español («La Celestina», toda la picaresca, la alucinada mística, el abrupto Quevedo). Mi teoría (que aquí expongo con total desparpajo) es que don Miguel, que pasó un año y pico convaleciente en Nápoles de sus heridas en Lepanto, tuvo tiempo suficiente para empaparse de la literatura italiana, mucho menos dogmática, mucho menos crispada, mucho más… cervantina.
¿Y a qué ha venido el párrafo precedente? Ya llevaba muy avanzada la lectura de «Entre dos tierras», la primera novela de Matilde Tricarico, cuando empecé a atar cabos. Elvira, la protagonista (un diáfano trasunto de la autora) es una quijote (¿o se dirá quijotesa?) que, a lo largo de su vida, tendrá que luchar denodadamente contra los prejuicios y las burocracias de Italia y España. Y lo hará sin perder la ingenuidad, conservando esa empatía tan mediterránea por las gentes y sus circunstancias, esa comprensión que distingue a los verdaderos sabios. Elvira pasea su mirada por dos realidades más complementarias que antagónicas: la opulenta Nápoles de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado (conservada en el formol de un catolicismo inoxidable), y la desorientada Madrid del cambio de régimen, con el sombrío gato recién fallecido y los ratones asomando con cautela el hocico fuera de la madriguera. Una sensibilidad tan sufriente como gozosa guiará a Elvira por el laberinto sin mapas al que se enfrentan los extranjeros que llegan a este solar siempre a medio amueblar al que llamamos España, y sus reflexiones oscilan entre el rechazo y la fascinación, aunque sin caer jamás en la condescendencia de la que abusan tantos hispanistas.
Abandonando el manido recurso de la narración lineal, el lector va y viene en el tiempo, hábilmente zarandeado por el oficio de Tricarico y por su prosa, afilada y vertiginosa a veces, demorada y sensual otras, acariciante siempre. Novela autobiográfica apenas velada, «Entre dos tierras» abunda en momentos de gran fuerza descriptiva (la reunión familiar para intentar disuadir a la protagonista de su relación con Miguel es particularmente memorable), pero es en el manejo de los personajes donde haya su más alta formulación, y entre ellos destaca ese padre decimonónico y mayestático: su caracterización como puntal del orden natural de las cosas está totalmente lograda. Pero seríamos injustos si no resaltásemos al resto de personajes, incluso aquellos que apenas aparecen, entre los que me gustaría significar la minúscula aportación de una vecina que, en pleno golpe de estado, acude a casa de Elvira para soltar esta frase antológica: «Ya están aquí los nuestros». ¡Desde aquí exijo un spin off dedicado a esa señora!
Volvamos al principio, al italiano Cervantes. El Manco de Lepanto, que se pasó la vida viajando (y muy a su pesar) de aquí para allá, suscribiría sin dudarlo la reflexión de Elvira sobre la nostalgia: «Te espera en un rincón y, cuando pasas de puntillas para no hacer ruido, ya te ha saltado encima, se queda pegada como una garrapata y no te puedes librar de ella». Una vez acabado el libro, comprendes que ese sentimiento, que tiene un gusto «a jarabe amargo», es el motor narrativo de «Entre dos tierras», de la misma forma en que la nostalgia por tiempos pasados y más heroicos llevó a Don Quijote a convertirse en caballero andante. Elvira / Matilde, mucho más sensata, nos ha suministrado unas horas de entretenimiento honesto y evocador, dejándonos en los labios ese sabor agridulce y poderoso que provoca una copita de Campari.
Juan Carlos Muñoz Zimmerman
Entre dos tierras
Dos vidas, dos momentos, dos segundos, el tiempo de jugar al escondite.
Los recuerdos se acumulan en una parte del cerebro, donde son alimentados por otros distintos, que ya no se corresponden con lo que pasó de verdad. Es una película que se rebobina en mi mente, y todo cambia, incluso el sonido de aquella sirena. Cambia la personalidad, la percepción de lo que he vivido, corto con una tijera mis recuerdos más dolorosos y añado un poco de miel para seguir digiriéndolos. Eso sí, no quiero ni por asomo desprenderme totalmente de ellos, los necesito para no perder el equilibrio.
Entre dos tierras. La tierra del recuerdo.
Entre dos tierras. La tierra real.
Dividida como dos gemelas al nacer, que se buscan y saben que nunca más volverán a estar tan cerca.
Leer una poesía en otro idioma y sentir que los sonidos son tuyos.
Estos son relatos de dos esquinas, de las tierras que amo y que me hacen sufrir cuando abandono una de las dos. Una parte de mí, la más ingenua, se quedó allí, entre olivos, tomates, limones e higos chumbos. Bosques y Tavoliere, mar y catedrales.
La otra vive en una ciudad donde no crecen los limones, donde el gris y el marrón se dan la mano a través de los árboles, donde el humo de los coches y la altura de las casas no dejan ver el horizonte y, a pesar de ello, el cielo siempre es azul. Ambos son mi país, mi territorio, la tierra que piso y me acaricia y me susurra: «Quédate».
La tierra del recuerdo
Soñar en el mar que está bajo tierra y desear que la tierra te acune igual que el mar.
Las campanas tocando a muerto despiertan al pueblo y lo sobrecoge. No son solo las de la catedral, son todas, rítmicas y lúgubres. En este día tan brillante de julio no se debe pensar en la muerte.
El vientecillo que auguraba la mañana se ha parado, el aire se vuelve espeso, y las chicharras están locas con sus zumbidos. Las puertas y las ventanas, cerradas a cal y canto para proteger las casas del calor y la luz cegadora de la mañana, se abren con miedo. Las cabezas se asoman, el murmullo crece como si con las palabras pudieran cancelar el sonido de las campanas o darles la vuelta hasta que tocasen a vivo.
—¿Qué dice usted? No puede ser verdad, tan joven y tan guapa.
—¿Y el niño?
—El niño parece que está bien.
—¿Se habrán equivocado? Si el marido es médico. Será otra persona. Una persona mayor.
Y el murmullo de la gente se extiende en los bares, como si después de barrer, en el pueblo se hubiera levantado una humareda negra. Entra en las pestañas y al frotarse dan ganas de llorar.
—La van a traer aquí, y mañana el funeral en la catedral.
—¡Qué pena los otros dos niños! ¿Y el marido?
—Destrozado también.
Siguen repicando las campanas, no hay silencio en el pueblo, aunque ningún niño juegue al balón por la calle. En las ventanas, unos crespones negros, iguales, comprados en el mercadillo de los sábados. Las piedras blancas de las casas y la luz rabiosa de la mañana de julio son indiferentes al dolor.
Se abren y se cierran portales, las mujeres se han vestido de luto, y a los hombres les han colocado una banda negra en el brazo. En la noche, silencio, llantos en la casa, un perro ladra a las estrellas asustadas.
A la mañana siguiente, desde la iglesia, sale el obispo. Mira alrededor con semblante serio, como su chalina negra. Se queda en la puerta. A su lado, dos curas y cuatro monaguillos. En el balcón de enfrente, una cabeza con pañuelo oscuro mira fija hacia la catedral. No se pierde ni un movimiento de la comitiva fúnebre. Seis hombres, no se distinguen sus caras, elevan el féretro encima de la masa, que se ha agolpado en los escalones de la iglesia.
No pueden bajar. Dos carabineros les allanan el camino.
Al empezar el cortejo, unos aplausos, primero tímidos, luego tan fuertes y prolongados que silencian el doblar de las campanas. La procesión no termina nunca, señoras llorando con abanicos negros, hombres serios cabizbajos, ningún niño.
Flores, una estela de flores. Gladiolos blancos, margaritas, claveles y, al final de todos, varias coronas. Una llama la atención de todos, una corona de rosas rojas con una faja dorada y algunas letras que nadie consigue leer. Luego sabrán lo que estaba escrito: «De tu marido e hijos, te queremos».
¿Y los niños? ¿Dónde estarán Elvira y Alberto?
El jardín de los hijos de Secondino
—No podéis salir a la calle, para eso tenemos el jardín. Es una orden —dijo su padre el día que volvieron a casa.
Y, para que los niños vieran que los iban a vigilar, contrató a una pareja de porteros.
Elvira y Alberto salían de casa el domingo para ir a misa, siempre acompañados, y, después de un paseo por la calle principal, que enmudecía cuando pasaban, volvían a recogerse.
A Elvira le daba miedo la gente del pueblo. María Grazia, la chica que cuidaba de ellos, un día les señaló a un hombre de negro mientras estaban yendo a la iglesia:
—Mirad, así son los gitanos. Van vestidos de negro y tienen barba. No os acerquéis a ellos, roban a los niños y luego piden el rescate a sus padres. Y, si no les dan el dinero, los hierven y se los comen.
—No es verdad —le contestó ella llorando—, eres una mentirosa, cuando vuelva mi mamá de su viaje, se enfadará contigo por asustarnos.
El miedo se quedó en sus pensamientos. ¿Y si fuera verdad?
Menos mal que no entraban en las casas, hubieran podido raptar a su hermanito recién nacido, Aldo, y como era pequeño se lo habrían comido de un bocado. El bebé lloraba y comía, comía y lloraba. A ella no le extrañaba que lo hiciera, solo se asomaban a su cuna las caras tristes de las abuelas y la cara asustada de la joven que