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Perlas de Isla Encanta
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Perlas de Isla Encanta
Libro electrónico315 páginas4 horas

Perlas de Isla Encanta

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Información de este libro electrónico

Un hombre conduce hasta su cala favorita para pescar sin saber que ese día la presa será él. A otro se le acusa del asesinato de dos adolescentes, aunque es incapaz de matar a una mosca. Tres hermanos velan a su madre y al mismo tiempo airean los trapos sucios de la familia. Un atolón poblado por extrañas bestias aparece y desaparece por arte de magia. Un niño espera el regreso de su madre para jugar con ella. Un asesino profesional la lía parda. Una mujer planea el asesinato de su marido mientras se pregunta en qué momento su vida se torció.
En todo caso este volumen -que puede leerse como una novela- no te hará olvidar quiénes son sus protagonistas principales: Isla Encanta y el resto de islotes y el Continente que orbitan a su alrededor.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 sept 2022
ISBN9788411442220
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    Perlas de Isla Encanta - Jota Perrico

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Jota Perrico

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1144-222-0

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A todos aquellos que conocen el placer que supone reír el último.

    UNAS PALABRAS ANTES DE EMPEZAR

    He invertido un tiempo considerable estudiando el lugar adecuado donde insertar esta breve despedida. Paradójicamente he decidido colocarla antes de que empieces el libro que tienes entre las manos.

    La gestación de A la hora de los monstruos fue circunstancial. Empecé su redacción sin ninguna intención específica en mayo de 2020, en pleno Estado de Alarma por la pandemia de Covid19. Al comprobar que no estaba tan mal, decidí publicarla. Jamás imaginé las buenas críticas que iba a cosechar, pero… Siempre hay un pero.

    Ahora mismo reconozco que estoy un poco asustado. Por supuesto, resulta muy agradable recibir buenas críticas. Que una obra nacida de la casualidad haya logrado ganarse el favor de unos lectores que aseguran no conseguir quitársela de la cabeza no exagero, muchos de ellos lo hacenme ha llevado en demasiadas ocasiones al borde del éxtasis. Pero (aquí viene el pero) esas críticas fabulosas me han sometido a una presión que, para empezar, ya me han obligado a convertir un epílogo en una pequeña introducción.

    Aviso: Perlas de Isla Encanta, a pesar de contar entre sus páginas con muchos de los personajes de la novela madre, no tiene nada que ver con A la hora de los monstruos. Ni en temática ni en intención. Su esencia, un volumen de relatos, puede decepcionar al lector de la novela. Y es que un género tan hermoso como el relato no suele tener tanto predicamento como las historias largas, enrevesadas y cuyo desarrollo y lectura exige un buen número de horas. Eso no quiere decir que tenga menos valor. Al contrario. Escribir un relato cuesta. Mucho. Es posible que más que una novela. O, por lo menos, a mí me ha costado más.

    El relato exige una gran capacidad de síntesis sin dejar de lado la dosis de profundidad que permita al lector interesarse por los personajes que lo habitan. No sé si he conseguido estos dos objetivos síntesis y profundidad, pero desde luego lo he intentado.

    Me gusta el relato como género literario. Pero como lector me provoca cierto rechazo la tendencia actual de convertirlo en la radiografía de un momento. No hay principio ni fin. Parece que la vieja fórmula de inicio, nudo y desenlace ha quedado demodé. En consecuencia, cuando acabo de leer alguno, en demasiadas ocasiones me quedo con la incómoda sensación de haberme perdido algo, de ser inmune a lo trascendente. Vamos, que acabo con cara de idiota.

    Como no es mi intención revolucionar la literatura, lo que he procurado al escribir estas historias es precisamente eso: contar historias a la antigua usanza. Los relatos de Perlas de Isla Encanta son de corte clásico. Nada de equilibrios en la cuerda floja. Inicio, nudo y desenlace. Y pasemos al siguiente.

    Pero volvamos al miedo y al motivo que me ha llevado a encabezar el volumen con estas palabras que debían servir para despedirlo. Temo que el lector de A la hora de los monstruos, al comprobar que no tiene entre sus manos esa segunda parte que tanto ansía (y que nunca llegará), lo abandone en beneficio de otras lecturas al advertir que se encuentra ante una antología. Pues bien, a ese lector le diría que olvide sus prejuicios en caso de que los tenga y que lea con atención. Con muchísima atención. Porque a pesar de que he intentado esquivar la continuidad con la novela, mentiría si dijera que entre sus páginas no van a encontrar detalles que la redondean y que dan sentido a estos mismos relatos. También obviar Perlas de Isla Encanta puede afectar al pleno disfrute de Escondido, mi segunda novela, de próxima aparición. Las tres obras se complementan. Son simbióticas.

    Y a los lectores de nuevo cuño les diría que antes de comenzar este volumen se hagan con un ejemplar de A la hora de los monstruos. Aunque tampoco es imprescindible.

    Ahora unas referencias para que se tengan en cuenta.

    Gracias a Radio Futura por escribir canciones tan fantásticas como La Secta del Mar.

    Gracias a Marc Pastor por escribir L’Any de la Plaga, a mi parecer la novela fandom definitiva de La invasión de los Ultracuerpos.

    Gracias a Chavela Vargas por llorar tantos versos y por emborracharnos de melancolía con sus canciones.

    Por último, quiero señalar a esas personas que me han ayudado a redondear la obra que tienes entre las manos. Han sido pocas, pero exclusivas. Carmen, espero que la afilada supresión de metáforas te deje satisfecha. Toni, aunque no compartamos padres sabes que eres mi hermano y que te voy a perseguir hasta el infierno para hacerte tragar con un embudo mis humildes escritos. Miriam, agradezco tu disposición a recibir con los brazos abiertos mis parrafadas. A ver si un día quedamos en Dunwich y nos tomamos un café.

    Segis, siempre me has ayudado a tirar pa’lante. A los haters puñalás. El problema lo tienen ellos, que no entienden tu ácido sentido del humor y sano hipercriticismo que siempre comienza contigo mismo. Que se apliquen otros el cuento.

    Y Eli, ¿qué te puedo decir? Sigue dándome con el látigo para que no me duerma en los laureles. Tú mejor que nadie sabes que tengo tendencia a ello.

    Desde el sofá de mi casa.

    Primero de mayo de dos mil veintidós.

    Perlas de isla encanta

    .

    Supe de la existencia de Isla Encanta en el año 1973 con motivo de la desaparición de Inés Ruiz Martínez y Natalia Gea Siñériz, dos adolescentes de catorce años cuyos cuerpos se hallaron enterrados de cualquier manera con claros indicios de haber sido brutalmente violadas y torturadas. Se culpó de los crímenes a Rafael Criado Sánchez, conocido delincuente oriundo de la isla cuyos delitos hasta la fecha distaban de los actos de inenarrable aberración infligidos a las chicas y que los forenses pudieron corroborar durante sus autopsias.

    Una tercera niña, Leire Cabrera Esquivel, que también fue secuestrada junto a sus dos malogradas amigas, logró escapar de su aterrador destino y gracias a su testimonio Rafael resultó detenido, juzgado y condenado. Al concluir su pena, regresó al pueblo en 1998 y dos niñas más desaparecieron.

    Como a otros muchos —y aquí remito al lector a las innumerables páginas y foros que en internet se dedica a este asunto—, el caso empezó a llamarme la atención tras los hechos luctuosos del año 1998. La increíble repetición de unos actos tan aborrecibles y el posterior y, me atrevería a decir, oportuno final del supuesto responsable, abría un buen número de conjeturas tan sugerentes como de difícil explicación. ¿Ocurrió la tragedia de Isla Encanta tal y como nos la han contado?

    No son pocas las voces que han relacionado la muerte de las niñas con el increíble —y en cierta manera igual de aberrante— desarrollo económico de la isla. Hasta el año 1998 esta había sido un lugar semisalvaje cuyo único foco civilizado era el pueblecito de Cerro Negro. Pero el ambicioso proyecto liderado por el alcalde de aquella época, Pedro Arenas Bru, acabó convirtiendo un paraíso natural en una especie de Disneylandia para ricos muy poco respetuosa con la fauna y flora que forman —o formaban— su ecosistema y que en la actualidad se reduce a la mínima expresión. Una pena si tenemos en cuenta el tamaño de la isla; unos cuarenta y cinco quilómetros de norte a sur y treinta y cuatro de este a oeste.

    Por supuesto, sobre el terreno quedan un sinnúmero de vecinos agradecidos al antiguo alcalde. Su ambiciosa gestión se tradujo en una ocupación laboral casi total y mucha gente vive a día de hoy gracias a ese parque temático. Pero en el sueño millonario de Pedro Arenas también existen los claroscuros y hay quien sostiene, sin prueba alguna, que sus negocios no resultaban del todo honestos. A formular estas elucubraciones, desde luego, le ayuda su providencial desaparición en el año 2009. Otro sospechoso que, a todas luces, nunca podrá defenderse. En todo caso, su sueño sigue ocultando el sol gracias a la continuada y agresiva construcción de enormes rascacielos que pueden verse en días claros desde el continente próximo a la isla.

    El pueblecito de Cerro Negro sigue existiendo a la sombra de los titanes de hormigón que afloran a su alrededor y allí me fui en cuanto las restricciones del Año de la Plaga lo permitieron. En mi maleta portaba el libro escrito por un tal Aratz Salazar, un oscuro escritor cuya primera y única novela cuenta los entresijos que rodearon los turbios acontecimientos de 1998 y que —agárrense— murió en un extraño accidente de buceo el año pasado. Para mi gusto son demasiadas las desapariciones y muertes de personas relacionadas con este caso.

    A la hora de indagar, lo que encontré en Cerro Negro fue una obstinada cerrazón. Tengo que admitir que, en ocasiones, incluso llegué a temer por mi integridad física —aunque si tengo que ajustarme a la realidad nadie me amenazó en sí—. Pero, a veces, tuve miedo. Y es que hay algo en ese lugar, a pesar de su brillo artificial y su coraza de cartón piedra, que da miedo. Mucho.

    En su novela, el malogrado Aratz Salazar alude a un entramado criminal conocido como La Organización, del que no he conseguido encontrar datos fehacientes. Aun así, al preguntar por dicha entidad, constaté lo fácil que resulta hacer enmudecer al más locuaz de los testimonios. Y eso hace que me plantee la veracidad de la famosa máxima que asegura que la mayor habilidad del diablo es la de hacer creer que no existe.

    Me marché de Isla Encanta igual que había llegado. Sin respuestas.

    Algo ocurre en ese lugar. Aunque su perfil actual no invita a la ensoñación, tengo que reconocer que hay zonas de la isla que han sido mediamente respetadas por la especulación y donde uno puede llegar a sentirse muy bien. Y zonas de las que saldrías corriendo sin volver la vista atrás. De la isla parece emanar una extraña energía.

    Es por esto que intenté investigar sobre el terreno solo para darme cuenta de que arrastra una plétora de sucesos de lo más inquietante.

    La isla ya tenía fama de hechizada y de ser un enclave de brujas antes de la llegada de los piratas en el siglo XVIII que la utilizaron como puerto franco y lugar de abastecimiento entre incursión e incursión. Lo más sorprendente es que esos mismos piratas desaparecieron sin dejar rastro a finales de ese mismo siglo sin que exista una explicación racional. ¿Por qué abandonar una isla que resultaba idónea para sus fines sin mediar beligerancia alguna? ¿O sí la hubo?

    Se comenta que un extraño pueblo arribó a sus costas, siendo responsable de la súbita desaparición de los piratas y que La Avenida de los Ahorcados, un conocido lugar donde todavía se conserva una larga hilera de olmos, debe su nombre al supuesto final que tuvieron los antiguos dueños de la isla. Nunca se sabrá, pues no se guarda ningún registro.

    El folclore habla de un atolón cercano que, en días muy concretos, se hace visible a los navegantes y que comunica con Isla Encanta mediante grutas subterráneas. Y, vuelvo a remarcar, el atolón se hace visible en días muy concretos. El resto del año permanece invisible.

    Lo cierto es que en la biblioteca de Almenar, ciudad del continente hermanada con Cerro Negro, existen legajos que dan fe de la existencia de este atolón incorpóreo a voluntad, y dan a entender que los barcos hundidos en misteriosas circunstancias a la altura de las coordenadas donde se asegura que se encuentra el enclave son prueba suficiente de su existencia, pues se creía que habían impactado contra sus invisibles arrecifes o, peor aún, que habían sido atacados por los monstruos que infestaban su entorno.

    Irónicamente, son multitud los relatos de aparecidos entre tanta volatilización misteriosa, dando fe de que Cerro Negro, Isla Encanta y los islotes que forman su archipiélago, como diría Richard Matheson, son el Everest de los rincones más embrujados del planeta.

    Pero en Isla Encanta también hay sitio para lo cotidiano, para las historias sencillas protagonizadas por personas como usted y como yo, que viven ajenas a los avatares de lo trascendente. Que nacen, viven y mueren y, por qué no, también contribuyen a dar a la isla esa pátina de magia que pude llevarme conmigo al abandonar sus costas.

    Diego Quijano,

    Catedrático de Ciencias Sociales y Licenciado en criminología.

    20 de mayo de 2022.

    EL MÉTODO

    Mario dejó caer una mano adormilada sobre el despertador. Buscó el interruptor. No lo encontraba y a medida que la alarma ganaba en intensidad notaba cómo se diluía su sopor, sustituido por una urgencia desesperada por silenciar aquella estridencia que amenazaba con despertar a las paredes. A su lado notó la sacudida del cuerpo de Violeta. Mientras continuaba su búsqueda frenética del botón de apagado giró el cuello para mirarla; un gesto inconsciente de disculpa. Sus dedos rozaron el interruptor. Recibió el mutismo del despertador con gratitud. Violeta tenía malos despertares si rompían su sueño con brusquedad. Apoyó la cabeza sobre la almohada con el alivio de quien ha desactivado una bomba segundos antes de que el contador llegue a cero.

    —¿No te vas? —le preguntó Violeta, dándole a entender que más le valía no volver a dormirse tras montar semejante alboroto.

    Su mal humor hizo sonreír a Mario, que se incorporó de costado, le dio un beso en la coronilla y le propinó un cachete en las nalgas.

    —Gilipollas —le espetó Violeta, sin girarse, aunque Mario sabía que sonreía bajo la colcha.

    Saltó de la cama y el contacto con el suelo helado crispó los dedos de sus pies. Por un momento le asaltó la tentación de volverse a enterrar bajo las sábanas, pero la amenaza latente de ser lanzado de un culetazo por el borde del colchón le hizo desistir de la idea.

    Se levantó en silencio, abrió el armario y extrajo su uniforme de pescador; el anorak y los pantalones bombachos. Al ceñirse los pantalones posó la palma de la mano en cada uno de sus bolsillos como para verificar que no faltaba ninguno.

    Se aproximó al bulto tendido sobre la cama. Le dio a Violeta otro beso en la cabeza y esta sacó una mano para rozarle los cuatro pelos del flequillo. La mano volvió con premura a la calidez del algodón. Mario no se lo reprochó, hacía frío esa mañana.

    Después de tomar un café con leche y roer una tostada abrió el armario donde guardaba las dos cañas y el cesto de cebos. Se movió a oscuras por la casa con la prudencia del que atraviesa un campo de minas. Los niños tenían el sueño ligero. Si los despertaba lo más probable es que Violeta no acabara el día sin hacer un muñeco de cera a su imagen para clavarle todas las agujas que encontrara en el costurero.

    Accedió al garaje por el paso interior de la cocina e introdujo las cañas y el cesto en el maletero del Land Rover Santana. Después abrió la puerta, procurando hacer el mínimo ruido indispensable. El frío de la calle no era mayor del que hacía en el interior de la casa. Oyó el rumor de las olas. Ese ruido blanco siempre le ponía de buen humor. A través de él le llegó el murmullo lejano de un motor; otro madrugador con la intención de pescar.

    Condujo con la calefacción a tope, escuchando la repetición de un programa de deportes. Los tertulianos estaban eufóricos por el anuncio de que Barcelona había sido elegida para albergar los juegos olímpicos. La noticia le traía sin cuidado y buscó música en el dial. Encontró The power of Love, la canción de Jennifer Rush que tanto le gustaba. Ascendió la carretera desierta berreando el estribillo a pleno pulmón —¡si tú eres mi hombre y yo tu mujer!—, augurándole un futuro deslumbrante a la cantante. Su voz le ponía la piel de gallina.

    La carretera circundaba el Camino de los Acantilados. El ayuntamiento tenía previsto construir un añadido peatonal y mientras circulaba se preguntó cómo lograrían evitar estrechar una vía que en esos momentos ya semejaba una angosta arteria candidata a la angina de pecho. Miró el océano. El sol comenzaba a asomar, tiznando de escarlata el mar en calma. Superó varias calas que desestimó por su fácil acceso. A esas horas ya estarían ocupadas por otros pescadores tal y como indicaba la presencia de vehículos aparcados en pequeños apartaderos naturales. Decidió acudir a su cala preferida. Ascendió hasta llegar al punto más alto de la isla. Después comenzó el descenso. Durante la bajada aminoró la velocidad. Las curvas eran muy cerradas. Conducir no era una de sus aficiones y cada vez que tomaba ese tramo la imaginación más funesta lo poseía. Evitó dirigir la mirada hacia el acantilado cuyos bordes, rectos, parecían cortados con el mismo cuidado que los tajos de un pastel. Se imaginó saliendo disparado hacia el mar. Le daría tiempo a morir de un infarto, tan alto estaba. Redujo la velocidad al mínimo permitido sin dejar de pensar en las mofas que le dedicaría Violeta si tuviera la oportunidad de verlo. Abuela, sería el calificativo más amable que saldría de su boca. Por suerte, la carretera estaba vacía y no molestaba a nadie, así que decidió relajarse e intentar olvidar sus temores. La velocidad adquirida lo ayudó. Se sentía seguro rodando a paso de tortuga sabiendo que las ruedas del vehículo, a ese ritmo, no podrían abandonar la irregularidad del asfalto. En la radio, Gabinete Caligari aseguraba que no había nada mejor que el calor de un bar para poder entablar una buena charla.

    Siguió descendiendo poco a poco. Por fin, a mano derecha, una pequeña tabla de madera clavada con descuido sobre un poste vertical anunció en letras rojas Cala Sirena. La última cala de la isla a la que se podía llegar en coche. Tomó el desvío que acababa en un pequeño claro sin salida donde podría dejar el Land Rover. Frenó el vehículo sin preocuparse por cómo lo dejaba aparcado. Llevaba varios meses pescando en esa cala y estaba seguro de que estaría solo las horas que decidiera permanecer allí. Pocos solían llegar tan lejos. ¿Por qué hacerlo si el mar estaba lleno de peces?

    La mañana seguía fresca, pero en breve la temperatura subiría varios grados. Se apeó del auto y extrajo del maletero las dos cañas y el cesto. Salió del claro hacia la carretera y la cruzó sin mirar. No hacía falta. Al llegar al otro lado vio el camino que descendía culebreando y emprendió la bajada.

    El primer tramo estaba cubierto por una alfombra ocre de agujas, descartes de los pinos que se alineaban a ambos lados del camino. Era el más peliagudo. Los resbalones estaban asegurados. Clavó los pies con firmeza, aunque en alguna ocasión estuvo a punto de caer. Pocos metros más allá el camino se convertía en un arenal. Los pies se hundían con facilidad y costaba andar, pero esta característica los anclaba al suelo.

    Veinte minutos después accedía a Cala Sirena a través de unas rocas.

    El mar estaba en calma, apenas había oleaje. Aspiró el olor a sal.

    La cala era una hendidura natural rodeada por dos afiladas paredes rocosas que le daban el aspecto de una herradura. La intensa tonalidad verdosa del mar le otorgaba la apariencia de un escenario de cuento de hadas. No le habría extrañado ver aterrizar a Peter Pan para preguntarle si había visto a alguno de los niños perdidos.

    Desenfundó las cañas y se dispuso a armarlas. Hundió en la arena los portacañas. Colocó los plomos y los anzuelos y atravesó con ellos las lombrices que extrajo de una cajita de plástico que llevaba en el interior del cesto. Dio unos pasos hacia atrás, tomó carrerilla y lanzó consecutivamente ambos señuelos al mar. Colocó cada una de las cañas en sus soportes y se sentó a esperar que las presas picaran. A su espalda oía el trinar de los pájaros, saltando de un árbol a otro.

    Pasado un rato sacó un bocadillo del cesto y peló como un plátano la arrugada capa de papel de aluminio que lo cubría.

    Su afición a la pesca era reciente. Nunca se habría imaginado con una caña en las manos o sentado en la arena esperando la aparición de una presa que mordiera el anzuelo. Se ganaba la vida escribiendo relatos de misterio. Pero se había quedado sin ideas.

    La inesperada crisis de creatividad le empujó a buscar la inspiración sumergiéndose en ambientes relajantes. Al principio, siguiendo los consejos de Picasso, intentó con todas sus fuerzas que las musas lo encontraran trabajando. Pero cualquier esfuerzo resultaba inútil. Se pasaba horas delante de los folios en blanco, y en el mejor de los casos iniciaba sus relatos con frases sin gancho. Lo intentó todo; de la meditación a las drogas. Nada dio resultado. Al tratar de dejar la mente en blanco le asaltaban un buen número de pensamientos estúpidos que lo distraían en su camino hacia el nirvana y el montón de maría que le facilitó un amigo tan solo fue útil para provocarle taquicardias. Mientras tanto su editor le exigía la entrega de una nueva novela y en esos momentos se hallaba inmerso en la que era la última de la infinidad de prórrogas que le había concedido. Tenía que pensar en algo, y tenía que hacerlo ya.

    Ante la máquina de escribir, con el papel virgen atrapado por el rodillo, pudo comprobar que el terror a la página en blanco no era un tópico. Intentó escribir sobre la crisis del novelista, pero ni siquiera de su experiencia fue capaz de sacar nada en claro. Estaba aterrado, sí. No solo porque era incapaz de hacer su trabajo, sino también porque no sabía hacer nada más. ¿Qué futuro le esperaba si su imaginación, esa gallina de los huevos de oro, se había quedado exhausta?

    Habló del problema con otros escritores. Todos tenían una fórmula mágica para salir de ese estado. Ninguna le sirvió. Concluyó que cada autor era diferente. En un raro arrebato de optimismo pensó que él encontraría su propio método.

    No le gustaban los de su ramo. Salvo excepciones, habían demostrado ser unos individuos despreciables y poco empáticos. A medida que su crisis se acentuaba notó en ellos un distante desprecio. Nada mejor para engrandecer el ego que ver ahogarse a un semejante en los mismos lodos por los que se navega. Puro Darwinismo. Si no vales, desaparece, parecían sugerir tras sus condescendientes consejos. Cuando coincidían en algún evento, si se le ocurría lamentar su aridez creativa, buscaban con la mirada interlocutores más edificantes. Vanidosos de mierda, pensaba Mario. Dejó de acudir a las entregas de premios o a cualquier otro encuentro organizado por las editoriales harto como estaba de personajes petulantes que alardeaban de ser el nuevo Dostoievsky.

    Cuando Violeta

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