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Ángeles Caídos
Ángeles Caídos
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Libro electrónico437 páginas4 horas

Ángeles Caídos

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El sueño más atrevido, imposible y prohibido se apodera de nuestros personajes al atisbar lo que será el próximo regalo que el mar de los tiempos acerque a la playa. Compañera desde siempre de la humanidad, empedernida viajera entre lo posible y lo factible, al fin parece que la ciencia nos toma de la mano. Viajan los personajes en el tranvía de los sueños de un mañana no lejano, pero han de apearse en la sórdida parada del áspero presente. Cambiarán sus vidas del rojo al gris, quizá para siempre. Al visitar estas páginas el lector verá cómo confluyen la realidad y la ficción, una azul, blanca la otra, como aguas de dos ríos que se van juntando con recelo. Aguardan los personajes bajo la portada. Si decide acompañarlos le mostrarán las dos aguas que a todos nos inundan, el Nilo blanco y el Nilo azul.

IdiomaEspañol
EditorialCarlos Varona
Fecha de lanzamiento2 jul 2017
ISBN9788417054434
Ángeles Caídos

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    Ángeles Caídos - Carlos Varona

    ÁNGELES CAÍDOS

    Carlos Varona

    www.ediciones-ende.com

    Segunda edición, julio de 2017

    © ediciones ende

     www.ediciones-ende.com          info@ediciones-ende.com

     facebook.com/edicionesende   twitter.com/edicionesende

    Colección: Novela

    © Carlos Varona

    Pedidos a: angelescaidosellibro.com

    Edición, maquetación, cubierta y diseño: © ediciones ende

    Diseño de cubierta © ediciones ende

    ISBN: 978-84-17054-43-4

    Editado en España

    Reservados todos los derechos. «No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea mecánico, electrónico, porfotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright».

    ÁNGELES CAÍDOS

    Carlos Varona

    ediciones ende

    Dedico este libro a la vida misma por ser el mejor regalo que hemos recibido. Huyendo de personalismos, brindo por aquellos que habitaron en frías cuevas, ya desde el Paleolítico, cuando despertar cada mañana era un milagro.

    Mi recuerdo para cuantos murieron a manos de Roma, envueltos en la crueldad de sus ejércitos. Saludo desde estas páginas a los primeros pobladores del Valle de Mena, en representación de quienes fueron los pioneros de la Reconquista.

    Mi respeto para cuantos estuvieron aquí en los siglos oscuros de la Edad Media y pusieron en pie las ciudades que hoy habitamos.

    Por los millones que murieron en las guerras mundiales, civiles, o de conquista. Y por aquellos a quienes, de forma súbita y violenta, les fue arrebatada la vida.

    Un  abrazo  a  los  que carecen de empleo y otro para los que se ven sobrepasados por el trabajo. A los que han luchado y perdido. También para los que con mucho esfuerzo han alcanzado alguna clase de éxito. Por la humanidad, que somos en suma casi todos.

    Algunas veces lo de ayer no cuenta y se va al olvido. Pero otras, las cosas salvan la frontera de la noche y allí aparecen, junto a uno, al despertar. Estas cosas que no mueren compañeras son de viaje. Aquellas que, como hojas de otoño, se lleva el viento merecen alguna vez un último recuerdo. Marco, que pronto sabréis quién es, me contó una historia.

    Me gustaría rescatar este relato del olvido y devolverlo a la vida. Todo ello para deleite de cuantos se acerquen a estas páginas.

    Entrad en mi taller y ved dónde quita o pone mi pluma, en virtud del extraño vínculo que a ella me une. He pretendido hacer una novela que resultara interesante, pero no convencional. Nada de asesinatos ni de mafias. Nada de personajes con personalidades trastornadas. Nada de una extensión desmesurada que enrede a los lectores en una historia sin fin. Nada de sumergirme tanto en lo cotidiano como para no poder volar al firmamento de los sueños. Lo que hoy se ve tan lejano pasado mañana estará a la vuelta de la esquina. La ciencia es la mayor fábrica de magia. Lo aquí escrito nunca dejará de ser novela. Nunca dejará de ser real. Las reflexiones que se plantean aparecen endulzadas con el argumento, no exento de humor, para rebajar algo la amargura que pudieran causarnos al paladar, al paladar del alma, algunas verdades inaplazables. Novela es, mas no por ello solo ensoñación. Novela, dije, que se acerca y aparta de lo cotidiano porque muy

    a menudo las historias pegadas a la calle, las que conservan el calor de lo cercano, el valor de lo creíble y el espejo donde verse reflejado, son las mejores.

    Fue en España, bonito lugar, la hembra de Europa, porque ninguna como ella de adornada y completa en sus formas. Año dos mil quince. Días ya olvidados si estas páginas no lograran sobrevivir al fuego de los tiempos. ¿País desunido? Como el que más. ¿Fragmentado? Roto en mil pedazos. Pero ¿tiene arreglo? Imposible. ¿Cómo es que funciona entonces? Nadie lo sabe. ¿Futuro? Incierto.

    El mundo, como de costumbre: desangrándose a cada esquina, y, aunque suele ocurrir que lo que le toca vivir a uno le parece el trozo más descarnado de la historia, sí puede ser cierto que estas décadas actuales nos resulten ingratas y devastadoras, aunque portadoras del más puro sabor a vida, que las hace irrenunciables. Permitid que os cuente. Veréis.

    Vivía don Andrés en una pequeña ciudad del centro-oeste español; austera ella, parcas en palabras sus gentes, Castilla y León, casi nadie al aparato. Cincuenta y dos años bien cumplidos contemplaban al buen Andrés. De entre sus pocas amistades, solía frecuentar a un médico al que a menudo le decía que solo curaban a los que ya estaban sanos y sin mal alguno. Un día, y para demostrar la fe infinita que este médico llamado Ramón tenía en la ciencia, quiso hacer una apuesta con Andrés. La más descabellada, la más extrema, extenuante como ninguna, al amparo de unos folletos publicitarios que había recibido en el buzón, maldita la hora.

    Bien sé que hoy se escribe de otra manera, de una forma más pragmática, esquemática y aséptica, pero así era la enfermería de mi colegio cuando subía a ella para que me detuvieran la hemorragia nasal con mis buenos diez o doce años. Años después supe que un exceso de higiene puede ser perjudicial. Gérmenes del alma que tampoco son nada recomendables. Sí, hombre, aquella enfermería daba algo de mie-

    do, tan limpia que estaba, y no diré nada del enfermero que la atendía, siempre deseoso de tener alguna cura entre manos. Yo pretendo escribir estas páginas a modo de un relato junto al río en una tarde eterna de verano, de esas que parecen no pasar nunca, porque, si los humanos podemos parecernos a los dioses, es en ese momento en que miramos al tiempo sin tener presente el filo de su espada. Serán segundos, no lo niego, pero te sentirás libre durante ese parpadeo. Algo que seguramente no te volverá a pasar fácilmente. Cuando se escribe despacio una novela no es para que se lea con prisa. Esta no es de las de leer en el metro. O quizá sí, pero cuidado con las estaciones. Lo bueno será leerla en calma, si puede ser en paz, y descubrirla despacio, porque el relato es intimista. Las sensaciones van a acudir a su cita con el lector. He buscado que fuera breve e intensa. Pasional. Y que algo de ella nos quede, tal como nos sorprende una ola inesperada al golpearnos y sentirnos arrastrados.

    Aprovecharé esta tarde interminable, con el sol jugando entre las hojas de los árboles, murmurando el río en su discurrir cotidiano, para dar cuenta de esta real historia que sucedió una vez, no hace tanto.

    Si volviéramos un momento a nuestros personajes, recordaremos que tratábamos sobre una apuesta que hizo don Ramón a nuestro buen Andrés y de cómo aquel le manifestaba a este lo avanzada que estaba la ciencia médica, hasta el punto de que él, don Ramón, se apostaba la vida en ello.

    Así estaban cuando nos surgieron por el camino un montón de consideraciones acerca de un país sin remedio, por sus propios nacionales devorado, pero que contra todo pronóstico resiste. Muchos meses estuvimos sin Gobierno, desde las elecciones de diciembre en dos mil quince. Las negociaciones entre partidos, rotas. De fondo, en el horizonte, la silueta de unas terceras elecciones, alerta naranja y subiendo de nivel. Los personalismos siguen estrangulando al país. Pero nada diremos de todo esto, por ver hasta dónde somos capaces de callar, hasta

    dónde de soportar y hasta dónde de perdonar. Meses atrás, que es cuando nace esta historia, don Ramón le dijo a Andrés que, como prueba de su fe en la medicina, él estaba dispuesto a hibernar y despertar en un tiempo fijado, ya que en la actualidad existían un par de compañías que prestaban dichos servicios en Estados Unidos, según un folleto que ambos amigos habían recibido en sus domicilios.

    —Lleváis las cosas demasiado lejos, don Ramón —le dijo Andrés en tono medieval—. No hace falta tanta vehemencia; tan solo era un parecer por mi parte el haceros ver que la ciencia no ha llegado tan lejos.

    Asintió don Ramón y ambos dejaron el tema. Lo dejaron, pero justo al cruzar la mente de don Ramón para ya marcharse, allí precisamente en algún ramal de su cerebro, sin que la ciencia pudiera explicarlo, se le quedó enganchado un átomo de esa idea. Andrés sonreía al observar en la distancia, ya en su casa, la porfía de don Ramón, y este también reía, pero su risa escondía el germen de una idea insensata, que inmediatamente desechó, aunque no la abandonó del todo. Muchos médicos se inyectan a sí mismos antídotos que piensan útiles para enfermedades que ellos se han inducido, mortales en algunos casos. Con estos pensamientos rondándole la cabeza, se prometió desechar la idea.

    Días después volvieron a encontrarse por la calle. La ciudad donde viven no es de esas que cita la televisión en las operaciones salida, refiriéndose a ellas como «en las principales ciudades, la operación salida está siendo....», porque aún no se han enterado en televisión de que la ciudad principal es, para cada uno, aquella en la que vive, que es donde tiene que habérselas con la vida cada mañana, donde viven sus sueños, donde convive con sus temores. Lástima que cosas tan obvias resulten desconocidas, y más teniendo en cuenta que, en este bendito idioma, hay tantas palabras como ideas se puedan alumbrar. Basta con

    decir que «en las ciudades de mayor población, la operación salida...», que resulta más acertado hablando de una operación de salida de tráfico. Lo que más nos va a afectar es el tamaño de la población, no que la ciudad sea más o menos «principal» puesto que, como hemos visto, ese es un concepto subjetivo. Vemos, en la actualidad, que la calidad de vida suele ser mejor en una ciudad de ciento cincuenta mil habitantes que en una de millón y medio. Desplazamientos, contaminación, retenciones a la hora de entrar y salir de ella..., las ciudades que nunca duermen resultan agotadoras; por eso sugiero un término que se ajuste más al punto concreto que se está tratando.

    Andrés, que apenas se acordaba de lo tratado, saludó cordialmente a su amigo, pero al hacerlo vio un gesto contraído en su cara como si luchara con algo en su interior.

    —Será nada —pensó Andrés—, Ramón siempre fue proclive al ensimismamiento y la obsesión.

    Por eso Andrés creyó que alguna bandada de pájaros cruzaba la mente de su amigo una vez más. Sin embargo, la mirada no ya sombría, sino atormentada de Ramón, sí que puso un punto de inquietud en el ánimo de Andrés; no parecía que esa expresión fuera simplemente la de alguien que da vueltas a las cosas, sino la de una persona extraviada. Ya no era la bandada de pájaros viajeros al cruzar por la mente de Ramón, sino que se adivinaba en sus ojos el vuelo siniestro de los buitres sobre su presa cuando la ven a su alcance. Sonrió Andrés, a pesar de todo, porque no quería imaginarse nada raro, nada malo, nada de lo que no queremos en la vida, nada, en resumen, de lo que nos termina alcanzando; así es que salió con aquella pregunta comodín que tan buen resultado está dando en nuestro tiempo.

    —¿Qué tal todo?

    Y no me extraña que esta pregunta recorra el mundo cada día con gran éxito. De corta extensión, sin nombrar cosa concreta y, sin embargo, haciendo referencia a todos los asuntos del sujeto que es preguntado. No podía haber algo tan impersonal e indiscreto. Esta cuestión, que parece propia de unos individuos que se han vuelto locos y preguntan por todo y por nada a la vez, tiene una gemela, que también surca el planeta con no menos éxito que la anterior: ¿Todo bien? Entre ambas establecemos diariamente un diálogo como de pistoleros en un duelo al sol. Alguien me habrá entendido, muchos quizá, y lamentaría que fueran millones. La traducción es sencilla: Verás, he de preguntarte, el caso es que no tengo mucho tiempo, estoy lleno de problemas, unos externos, es decir, de los que me trae la vida cotidiana, contratiempos y el propio esfuerzo de mantenerme en vuelo. Otros, en cambio, son de mi propia creación; fantasmas creados por mí que con el tiempo adquieren, digamos, carta de naturaleza. Por eso no quisiera entretenerme demasiado. Así que te pregunto por si tienes algo realmente importante que decirme; por supuesto, no tengo tiempo para ser indiscreto, por eso «rezo» para que entre unas cosas y otras me digas: «Sí, todo bien», que me sonará como música celestial. Antes así era. «Todo bien», nos dicen; «puedo seguir con mis cosas», pensamos entonces. Lo que pasa es que como arrastramos una especie de sexto sentido de cuando éramos tribu, allá en las cavernas, a veces no logra uno creerse la información objetiva que expresan los mensajes que nos llegan. Así es como la modernidad nos va ganando, claro que a veces falla el mecanismo, cierto que no es infalible. Muchos de los que contestaron «todo bien» cuando se les hizo la pregunta, engrosan las listas de personas que se quitaron la vida poco tiempo después. Nadie se percató de su estado. A nadie le interesó lo suficiente. Probablemente, eso no aparece en su historial, por lo que la pregunteja sigue recorriendo vertiginosamente el planeta día y noche, seguramente sonriendo maliciosamente en alguna ocasión.

    —Todo bien —contestó Ramón.

    «Quién lo diría», pensó Andrés. Ahí quedó la cosa. Si te dicen «todo bien», es patente de corso y pasaporte, llave que cierra las puertas de la curiosidad y ventanas que ofrecen las vistas de asuntos nuevos.

    —¡Qué gracia lo del otro día! —insistió Andrés, quedándose un momento la llave que cerraba los secretos de su amigo.

    —¿Cuál? —dijo Ramón, casi sin pensar.

    Advirtió, entonces, Andrés que debía cerrar también ventanas y que de allí no saldrían sin saber la naturaleza de aquella aturdida y confusa expresión en la mirada. Andrés tomó la palabra para debatir sobre el novedoso asunto:

    —Sí, hombre, la tontería de la que hablamos el otro día sobre que hay dos empresas en el mundo que te hibernan y puedes aparecer en el tiempo que escojas.

    —Tontería realmente —dijo Ramón. Y fue entonces cuando, al decirlo, sus ojos viajaron como al vacío, con lo que Andrés supo en ese momento la clase de calentura que había anidado en la sesera de su amigo. Sonrió primero y rio después, porque no podía causarle sino risa todo aquel disparate. Pero quiso tirar un poco más de la cuerda para estar seguro de que aquel era el mal y no otro, así que añadió:

    —Tontería será, como dices, pero ¿tendrá algún punto de verdad?, y si la tuviera, ¿albergará ese proyecto alguna cordura? Lo digo porque se plantean interrogantes muchísimo más serios que los meramente técnicos. Se me antoja que la logística una vez que has sido retornado es de una complejidad desbordante, ¿eh, Ramón?

    —Sé lo que dices, y por locura tomo todo el proyecto, por locura digo, tanto como tomaron en su momento las gentes sensatas la ocurrencia que tuvieron algunos pocos de querer

    volar. He de enterarme más a fondo del tema.

    —¿Cómo lo harás?

    —Para eso nació internet, querido Andrés. Todo lo sabe, y te vende por sabido aquello que desconoce. Todo lo tiene, y te muestra en su catálogo aquello de lo que carece. Todo te lo soluciona, ofreciéndote distintos remedios para casos en los que la solución no es posible. Verás, amigo, que con esta herramienta no cabe el error.

    —Tanto es así que, según me parece, corremos no poco riesgo de vernos encapsulados una temporadita, sí que tienes fe en la ciencia.

    —Así es. Pero el mayor inconveniente que veo es elegir el momento en el que despertar. Habría tanto donde elegir… Figúrate poder volver dentro de mil años a esta misma ciudad. Y si mil años te parecieran cosa de poco, vuelve dentro de tres mil que a lo mejor algunas cosas han cambiado.

    Esto lo acababa de decir Ramón degustando cada palabra y alzando la vista como quien encuentra, por fin, la salida a cuantos temores lo habían acechado desde siempre. Andrés apuntalaba la cuestión aportando otra decisión nada fácil, aunque todo se andaría, claro.

    —Lo que a mí más me preocupa es el momento del despegue, es decir, cuándo marcharse. Soltar amarras, que dirían los clásicos, nunca es fácil y el sabor amargo de esta vida deja al final un regusto dulce que es lo que nos hace formar parte, como un todo, del planeta más asombroso de todos los conocidos.

    Ramón intervino de inmediato, prolongando y dando alas al razonamiento que había comenzado Andrés, dando lugar a un intercambio entre ambos de razones en las que hacían ver la presencia de ciertos elementos, incluso personas, que aparecen en la tierra con extrema rareza, lo mismo que se encuentra en el espacio sin límites un planeta como nuestra tierra.

    —Sí, y de tantos por conocer. No abundan las perlas en el mar, ni son eternos los veranos cuando uno tiene quince años.

    —Cierto; ni siquiera una pepita de oro por cada millón de piedras. Ni un gramo de aire respirable en el espacio infinito, salvo allá en aquel lugar insignificante y único llamado Tierra.

    —Ninguna entre todas como Dulcinea, ni una ola es idéntica a la anterior. Todo tiene aquí su exclusividad, por lo que, bien pensado, sería una locura perderse ni tan siquiera un segundo este regalo que también tiene su parte de aventura, cuanto más renunciar desde ahora enterrando en el empeño un tiempo por venir, que ya no tendría lugar. Este planeta, junto con la vida que alberga, es la perla del cosmos, al menos de lo que hasta hoy, dos mil dieciséis, conocemos.

    En este duelo dialéctico se hallaban cuando Andrés intervino queriendo enfriar los ánimos de Ramón, al tiempo que con sus dudas más y más lo entusiasmaba.

    —Bien dicho, chavalote. Hay que agarrarse a la vida como el lactante al pecho materno, pero ahora que se han roto tantas barreras, volar por ejemplo, ¿no sería propio dejarse llevar de la mano de la ciencia para trasladarse no ya a otro lugar, sino a otro tiempo? Y conste que todo esto lo digo para desengañarte, ya que acto seguido añado y concluyo que tal cosa es una locura tanto desde el punto de vista técnico (no es sencillo y está sujeto a mil peligros) como desde el ético:

    ¿quiénes somos para decir hasta aquí?

    Estaban así las cosas, de modo que ambos se daban y quitaban a un tiempo la razón. Tal era la senda de la charla que, allá por donde pasaban, la temperatura del ambiente parecía subir un par de grados. Caminaban más bien sin rumbo, pero les era grato andar mientras la imaginación volaba, y así quedaron en ir aparcando el tema. No diré aparcando, porque un sueño semejante no se aparca, se puede ir soltando y no sin dolor, que

    es lo que hicieron. Pronto se vieron envueltos, ya más despacio, en todo lo cotidiano que tiene la vida. Baldes y baldes de agua, la mayoría fría, cayeron sobre ellos. Era la actualidad que se derramaba sobre sus hombros. Los acontecimientos, como el diablo, tampoco duermen y con esa costumbre que hoy tenemos de seguir todo lo que pasa en cada rincón del planeta, también fuera de él, las cosas se desmesuran. Resulta agotador enterarse de que, por ejemplo, a diez mil kilómetros ha nacido una cebra con las rayas verdes y azules. Sin embargo, esa noticia, si se produce, nos llega y otras muchas como esa, que a la postre nos van recalentando la moral.

    —Eso es muy cierto, querido narrador; permíteme, soy Ramón, el que te habla. Me entrometo no más de un minuto en tu labor, tan solo para añadir que seguramente la humanidad actual no está aún adaptada a manejar tanta información al no venir esta facultad con el diseño original. Pensados para un tiempo y un lugar más pausados, hasta que la evolución no haga su trabajo, el agotamiento psíquico será el precio por la asimilación de conceptos voraces que hoy nos circundan. El viaje desde las cuevas ha sido largo. La adaptación, costosa; y si bien es cierto que el diseño del aparato ha sido insuperable, a veces, la actualidad cansa.

    Mi muy querido Ramón, ¿podría yo continuar con mi humilde labor de narrador si fuera usted tan amable? Menudo minuto de gloria que se ha marcado revelando una opinión que a mí me hubiera correspondido mostrar. Por favor, le sugiero que en adelante se abstenga de intervenir de esta manera y se limite al papel que el autor le ha asignado en la obra, que no es poco, ya que ha depositado en usted el entramado de toda esta locura que se traen entre manos, y otras, no de menor tamaño, ni menos sugerentes.

    Así es; en algunos países resulta difícil saber escuchar,

    en otros es imposible. Este que me acoge es de los segundos.

    Tiene millones de cosas buenas; sin ir más lejos, es capaz de volar con un ala absolutamente partida. Habéis acertado; nadie se explica cómo un país tan desunido puede verse ahí donde está, viendo que cada día una parte de él piensa más como tribu que como nación, sintiéndose, eso sí, muy europeos, pero sin el don de saber esperar a que el interlocutor termine de explicarse. Lo doy por bueno. Es sabido que en los países mediterráneos se vive más en la calle, seguramente se es más impulsivo, una cosa lleva a la otra, de modo que lo que ganamos en vivir más cerca de la naturaleza

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