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Las crónicas del bosque nublado - Volumen I
Las crónicas del bosque nublado - Volumen I
Las crónicas del bosque nublado - Volumen I
Libro electrónico269 páginas4 horas

Las crónicas del bosque nublado - Volumen I

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En la niebla, los lobos no son el mayor peligro

Mortak es un despiadado bandido que huye de la justicia; Magorn, un hechicero ermitaño que vive en una cabaña a la vera del bosque nublado con su fiel catraz, Hollador. Calmíade, una anciana que desea estar en paz con los espíritus. Zumak y Eusífides, dos enemigos colosales que se han jurado la muerte. Algael, un hombre humilde que trata de salvar a su hijo, Tomás, en una ciudad asolada porla peste. Sáliba, una vieja que por su oficio es considerada una bruja. El capitán Lubrok, un comerciante al que la suerte le ha dado la espalda. Barbahelada, un pirata abnegado con su vil afición. Vísprel es un hombre de campo de pacífica existencia, hasta que recibe una macabra visita. Josler, un mercenario que se juró a sí mismo no volver a matar.

Poco o nada tienen que ver las vidasde unos con las de los otros, hasta que el influjo del bosque nublado comienza a pesar sobre todos ellos.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento24 jul 2020
ISBN9788418238871
Las crónicas del bosque nublado - Volumen I
Autor

Sebastián D. Lozano García

Sebastián D. Lozano García nació en Arjona, provincia de Jaén, el 24 de septiembre de 1980. Desde muy niño sintió una gran afición por la literatura de ficción, el terror y la poesía. Estos géneros literarios han regido su obra a lo largo del tiempo, confluyendo en el año 2010 en su primera publicación: De sueños y sombras, los escombros de la memoria. Aunque sus estudios e inquietudes le han llevado a residir en distintos lugares, en la actualidad se encuentra afincado en la provincia de Sevilla, donde alterna su afición por los libros con su trabajo como funcionario del Estado. Las crónicas del bosque nublado - Volumen I supone el nacimiento de su primera obra extensa. Una obra que, no obstante, sigue creciendo y enriqueciéndose día a día, con nuevos relatos que vienen a aumentar la ficción del desconocido país de los besánidas.

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    Las crónicas del bosque nublado - Volumen I - Sebastián D. Lozano García

    Las crónicas

    del bosque nublado

    Volumen I

    Sebastián D. Lozano García

    Las crónicas del bosque nublado. Volumen I

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418238376

    ISBN eBook: 9788418238871

    © del texto:

    Sebastián D. Lozano García

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Esto libro está dedicado a mi familia, quienes siempre me han apoyado en cuantos viajes he emprendido, por haber creído en mí más que yo mismo. Su huella está grabada en cada palabra de este manuscrito.

    A Pilar, quien supo ver con el corazón más allá de las espesas brumas del bosque, porque su fe fue el aguijón que dio vida a los seres que habitan mi pensamiento. Si hay alguna náyade en este bosque, sin duda es ella.

    A modo de advertencia

    Este libro no es una novela en la forma tradicional que todos conocemos. Los seres imaginarios que agitan mis sueños y pugnan continuamente por salir necesitaban un lugar donde encontrarse. Así, fui rindiéndome a su insistencia y, poco a poco, algunos de ellos ocuparon el rincón que les estaba reservado dentro de las leyendas y el folklore del país de los besánidas. No he sido yo quien los ha puesto ahí, pues doblegada mi voluntad, las criaturas se hicieron soberanas de este mundo, y como un mero espectador que aún no entiende sus arcanos, llegado el momento oportuno, cuando la pluma cae, descubro bajo su dictado aquello que acontece.

    Sirva esto para entender que ni aun yo conozco el fin de sus lances y ajetreos, que la vida insuflada en ellos se desenvuelve y expande de forma autónoma y yo, como el humilde escriba al que se ha privado del universal conocimiento, persisto en esculpir únicamente aquello que me es revelado.

    Así pues, primero fue un relato. Después, un segundo. Antes de darme cuenta… el noveno, y tantos otros que se agolpan aún en un sombrío escondrijo de la imaginación esperando la onda de luz que les ha de llegar. En cada uno de ellos he plasmado cuanto las criaturas han desenterrado para mí, pero el ingenio de este mundo sigue creciendo cada día, y muchas son las cosas que aún deben ser contadas.

    Perdóneseme pues, y sírvales a todos de advertencia, que las leyendas del bosque nublado, es probable, no encuentren jamás un final. Personajes que han pasado casi insospechadamente, de puntillas por alguno de estos relatos, se me presentan más tarde en sueños, y me exhortan: ¡Yo también tengo algo que contar. Aprémiate. Coge el cincel!, y esto ocurre de forma incesante e imperiosa, de tal suerte que no creo que ni aun el tiempo o el hastío vengan a acallarlos.

    Así pues, sépase, como dije en un principio, que esta no es una novela tradicional. No son, en realidad, nada más que una serie de narraciones, de peripecias, de aventuras que han de ser contadas, cada cual con su principio y su final. No obstante, era inevitable que en el devenir de sus vidas, algunas de estas criaturas acabaran cruzándose, y aunque algunos de ellos agoten su afán y no tengan más que decir, no tienen por ello que desaparecer, extinguida su memoria, pues otros tal vez sumen brasas a sus fuegos. Al igual que nosotros mismos, sin quererlo, sin advertirlo, sin ser conscientes de ello, venimos a influir en las vidas de tantos otros de tan velada forma que jamás llegamos a tener conocimiento del efecto que hemos causado; así, lo que pueda parecernos superfluo en cada una de las leyendas, puede acabar teniendo una relevancia tal en el flujo de los tiempos, que alguna vez se habrá de saber.

    Por todo esto no hay una línea argumental, y sería una temeridad marcar unas pautas temporales, ya que es este un puzzle al que se van sumando innumerables piezas que, tal vez, aun no sepamos dónde encajar.

    Rece así esta frase como lema que de a entender de qué materia se haya hecho el libro que tiene el lector ante sí: Que incluso aquellos que han muerto, no se han ido para siempre. Y que los actos que cometieron, volverán para ser revelados.

    Sin más, su humilde servidor.

    Prólogo

    A lo largo de los años, el Bosque Nublado se ha convertido en un lugar que temer. El folclore de las Tierras Libres y, más ampliamente, del país de los besánidas ha alimentado su aciaga leyenda, y la ha cargado de fábulas y supersticiones difíciles de obviar por cualquier persona que se considere suficientemente sensata.

    Qué hay de verdadero en todo esto y cuántas historias son ficciones creadas por el ingenio colectivo es, hoy en día, algo imposible de discernir.

    Lo que sí es cierto, y esto puede ser confirmado por quien se atreva a acercarse a sus lindes, es que sobre el ominoso bosque descansan unas eternas brumas que no obedecen a fuerza natural alguna. Cruzar sus líneas supone imbuirse en esta extraña niebla que gana o pierde densidad dependiendo del lugar en que nos encontremos, el momento del día o el ciclo del año. La visibilidad es buena en su interior, pero la vaporosa techumbre vierte sobre el ánimo incomprensibles y ancestrales miedos difíciles de explicar, pues sus efluvios se hacen con el alma de quienes lo transitan.

    Más allá de esto, las criaturas que lo pueblan representan un peligro muy real, que no debe de ser menospreciado. De todas las conocidas, probablemente las más temidas son los lobos y, aunque bien es cierto que no suelen aparecer, su presencia se siente intensamente.

    Pero pocos son los que entran en el bosque hoy en día, y aquellos que penetran en él lo hacen más acuciados por las circunstancias que por libre voluntad. «El bosque no debe ser perturbado», dicen los ancianos, pues funciona como un insondable organismo en el que los árboles, las rocas, la tierra y sus criaturas se hallan vinculados por una fuerza que conjuga todo lo vivo y lo no vivo, y que tiene en la foresta su lugar.

    No habrá nadie, si acaso algún despistado, que no haya oído hablar del Bosque Nublado en todo el país de los besánidas. Y aquellos que conocen y respetan su leyenda sienten un escalofrío cuando sale a la luz un nuevo acontecimiento sobrenatural relacionado con este. Todos lo respetan, pues, quien más y quien menos, todos se han criado con sus mitos y quimeras. Y ya sabemos que todo se vuelve más real cuanto más lo cree la gente y cuanta más gente lo cree, y la influencia del bosque se deja notar aun lejos de sus confines. «Si el bosque te ha señalado, tarde o temprano volverás a él», añaden los ancianos. Y así es como se cree.

    De todas estas historias conocidas, que por su ingente cantidad no han sido recopiladas hasta el momento, vengo a transcribir en este primer volumen algunas de las que más me han impresionado. Pero hay tantas, y tan distintas, que no sé si tendré en esta vida el tiempo que requiere tan titánica tarea. Durante los últimos años, he recorrido todo el país de los besánidas compilando cuanta información y versiones de las historias he podido, para ahora por fin venir a contarlas todas en esta serie de libros de cuya primera parte le hago a usted también partícipe.

    Si cree que conoce alguna leyenda cuya existencia ignoro, no tenga reticencia alguna en hacérmela llegar al lugar de retiro en el que ahora me encuentro redactando estas líneas, junto a las rocas donde se halló a cierto diablo; cerca de un lago cuyas aguas se mecen sin el viento y que arroja primitivos sonidos al exterior provocados, tal vez, por un monstruo primigenio que serpentea en sus profundidades; bajo la sombra de los abetos y los astralengos que se alzan como caballeros de otro tiempo y donde la luna llena parece más lejana que en cualquier otro rincón de la tierra, en el mismo corazón del Bosque Nublado.

    Sebastián Lozano, a 30 de enero de 2020

    Una luz en el bosque

    —¡Ya lo he dicho una vez, no veo por qué tendría que repetirlo! —Mortak clavó su mirada amenazante y sentenciosa en uno de los dos hombres que le acompañaban. Estaba cansado y no era su deseo discutir, pero tampoco estaba dispuesto a que se le llevase la contraria en este asunto—. No pienso entrar en ese condenado bosque. Está plagado de infortunios y brujerías. Antes que enfrentarme con seres de humo y niebla a los que no se puede herir, prefiero arriesgarme yo solo con toda la Guardia Arcaica.¹ —Su compañero bajó la mirada, frustrado. Le parecía irónico que a alguien como Mortak, que había demostrado en más de una ocasión ser capaz de las más terribles atrocidades, le acobardasen un puñado de cuentos para niños. Aquel hombre, de tez morena y largos cabellos oscuros, meditaba ahora en silencio bajo su ajado sombrero gris buscando alguna otra alternativa. Pero no la había, estaba seguro de ello. Arios, que así se llamaba, revisó el mapa de las tierras yermas que portaba consigo mientras repasaba mentalmente lo sucedido en los últimos días.

    Los saqueadores habían culminado con relativo éxito su último golpe tres noches antes. Sin embargo, cometieron un error que de ninguna forma podían haber previsto; y es que por perfecto que sea el plan, siempre hay algo que puede fallar. Ambos tenían una más que amplia experiencia en actos de pillaje de todo tipo. Mortak era magnífico con el cuchillo, la espada y cualquier tipo de arma que tuviera una hoja afilada; el manejo de los cuales era sincronizado por una mente tan astuta y afilada como cualquiera de sus herramientas de trabajo. Cualquier saqueo en el que participase tenía prácticamente todas las garantías de obtener su merecida recompensa, y sus «hazañas» se contaban por centenas. Tales «virtudes», no obstante, se veían ampliamente ensombrecidas por sus muchos vicios. La mirada con la que en estos momentos instaba a sus compañeros a acatar sus órdenes estaba fuertemente respaldada por un historial criminal tan macabro y funesto como cuantioso; y es que la perversidad, la crueldad y la depravación no encontraban en las tierras de los besánidas parangón alguno cuando se trataba de Mortak. Se jactaba este de poder atribuirse los más violentos y descabellados crímenes, y no era extraño encontrar tan nefastas señales allá donde el forajido había puesto alguna vez el pie: familias enteras quemadas vivas lentamente sobre las ascuas ardientes a las que cortaba previamente los pies solo por el placer de ver su sangre hervir; animales eviscerados vivos solo para probar la calidad de su hoja; e incluso algunas veces se reía a carcajadas al evocar aquel día en que le arrancó uno a uno todos los dientes a un felino que tuvo la mala suerte de cruzarse en su camino. Al parecer, en un torpe movimiento causado por la borrachera en una taberna del Sacroespino,² Mortak le había pisado el rabo al cachorro, y este, a su vez, se había revuelto para obsequiarle con un pequeño mordisco que le recordase su presencia. Cuando el animal se vio liberado, corrió a agazaparse tras unas barricas de vino, pero Mortak podía verle el rabo al felino asomando por detrás de una de ellas. A pesar de las lágrimas y los angustiosos gritos de la hija del posadero, el bandido tomó unas tenazas de la cocina, las puso al rojo vivo y, tomando al minino por el cuello, le arrancó, como ya hemos dicho, todos y cada uno de sus colmillos y el restante juego de dientes, y obligó a la niña a tomarlos en sus manos con la promesa de que, una vez terminada su perversa obra, su papá podría volver a ponérselos.

    Arios, el segundo de ellos al que se ha descrito anteriormente, no era mucho mejor que el primero, si bien es cierto que prefería ocupar su tiempo libre en la bebida y las mujeres, además de los libros; lo que es algo que decir de un sujeto de su calaña. Normalmente acompañaba a Mortak en sus golpes, lo cual no debe de dar a entender que algún tipo de amistad les unía más allá de los términos de su «sociedad lucrativa», como Mortak solía llamarla. Eran compañeros, ambos dedicados a los mismos menesteres, buenos en su ocupación y mejores aún en colaboración. A pesar de que Mortak tenía probablemente la mayor inteligencia, como hemos dicho, a menudo su ira le nublaba la razón; y cuando esto ocurría, cometía las mayores torpezas movido por su apasionamiento, que no le daba lugar a pensar en las consecuencias. Aquí era donde entraba Arios, cuya personalidad mucho menos temperamental era capaz de sopesar y tomar la decisión más adecuada en cualquiera que fuese la situación en la que se encontrasen. Y solo era gracias a él que habían salido vivos de su último asalto; aunque si la cosa iba a permanecer así, eso era algo que aún estaba por verse.

    El tercero de ellos no estaba en modo alguno vinculado a aquella perversa sociedad. No hablaba, no daba opinión alguna ni discutía órdenes. Era solo una sombra; y su presencia allí, una mera salvaguarda. Según lo dicho, era un rehén, una moneda de cambio en caso de que no encontrasen alternativa, y qué mejor garantía que el hijo de Drael, señor de las tierras de Alghardia. Contaba unos veinte años de edad y había sido el único capaz de tener la valentía, o cometer la estupidez —según se mire—, de intentar cortarles el paso cuando abandonaban la vivienda atacada. Una larga cicatriz que ahora decoraba su mejilla izquierda desde la mandíbula hasta la sien daba fe de ello, y la espada engarzada de rubíes, que su padre le regalara al nombrarle heredero por derecho legítimo de sus títulos y posesiones,³ pendía ahora de la cintura de Mortak. Había sido un día completo para el más joven de la noble familia alghardiana.

    Arios despegó por fin los ojos del mapa. Se encontraban a los pies de la montaña Hendida, la más meridional de la cara este del bosque. Sabía que penetrar en él, donde podrían encontrar alimento y abrigo velados a ojos indeseados, era la mejor opción. Pero Mortak estaba empecinado en no hacerlo, y de ser así era mejor no azuzarle. No querría atender a razones, y su situación podía acabar peor de lo que ya estaba.

    —En ese caso —respondió Arios después de unos instantes—, no nos queda más opción que rodearlo, pero se acerca la noche y debemos encontrar refugio. El pueblo más cercano al que podemos dirigirnos sin correr demasiado riesgo está a media jornada de camino, y los caballos están agotados y sedientos. Si nos decidimos por esto y revientan por el camino, estamos vendidos. A la intemperie, sin fuego ni cobijo alguno o lugar donde escondernos en esta condenada llanura, el frío o la Guardia Arcaica darán buena cuenta de nuestros huesos, y eso por no hablar de los depredadores. —De esta forma Arios trataba de que su compañero recapacitase.

    Mortak se contuvo un momento, como si tratase de barajar otras posibilidades, pero no las había y él también lo sabía muy bien. Oteó de refilón el horizonte y observó cómo el sol anaranjado de la tarde, y con él las últimas hebras de calor, desaparecían por poniente tras las montañas de la Lágrima Azul.

    —¡Maldición una y otra vez! ¡Buitres! —reventó al fin—. ¿Sabes por qué lo llaman el Bosque Nublado? Lo llaman así porque ni tan siquiera la luz se atreve a penetrar en él. Ese lugar está maldito por la magia de los brujos; ¡y las bestias, las plantas y todos los endiablados guijarros que contiene están malditos con él! Antes prefiero hacer un agujero en la tierra y enterrarme yo mismo. ¡Rodearemos el bosque, y que los drámeros⁴ se apiaden de nosotros!

    Con las últimas palabras de Mortak expiraron también los últimos rayos de luz, y un viento frío se levantó en la linde del Bosque Nublado sacudiendo las copas de los árboles y arrastrándolos a una reverencia sobrenatural. El rostro de Mortak empalideció y, con todos los pelos de punta, no tardó más que un abrir y cerrar de ojos en subirse al caballo.

    —¿Habéis visto eso? ¡Larguémonos de aquí! Ya me agradeceréis después que no os haya dejado entrar en ese nido de espantos. —Y diciendo esto, espoleó al equino. Arios hizo lo propio y después tiró hacia arriba del joven, que se hallaba maniatado, para sentarlo a su espalda en la montura.

    —Vámonos —dijo. Y luego añadió, con una sardónica sonrisa, dirigiéndose al chico—: Será mucho peor si se enfada.

    Todo había sido planeado a la perfección, digno de un asalto orquestado por Mortak y Arios. El señor de Alghardia se encontraba muy lejos de su morada. Llevaba fuera más de una semana, y eso seguiría así durante una semana más, al menos. El servicio no se acuesta mucho más tarde del crepúsculo durante el estío, y llegado ese momento tanto la señora de la casa como las doncellas se habrían retirado también a sus aposentos. El recinto no tenía mayor protección que la que brindan unos sabuesos de raza; y una buena carne de ternero rociada con almíbar de corvasueños, el veneno más fuerte conocido, les libraría de su indeseada presencia. Por lo demás, no había en la casa protección alguna. Eran tiempos de paz y solo a un insensato se le habría ocurrido asaltar la vivienda de un noble. El único hombre que podía causar alguna molestia se hallaba ahora a lomos de Tolbo, el rocín de Arios; y, en cualquier caso, ni pensaban entretenerse lo suficiente como para que nadie se percatara de su presencia. Con respecto al botín, quiso la suerte que unas semanas antes entablaran conversación en una taberna de Luzáurea con un lacayo que, bajo los efectos del vino, habló más de lo necesario. Les contó cuanto necesitaban saber sobre la disposición de la casa: dónde se guardaban las armas, dónde el dinero, dónde la vajilla y la plata; qué habitaciones se encontraban ocupadas, y quién había en cada una de ellas. Al principio por las buenas; cuando un vestigio de lucidez asomó a su sesera y decidió no hablar más, por las malas. Y al final, estos bandidos que nada dejan al azar decidieron degollarle, y dejar el cadáver tirado en los retretes con unos naipes y sin un solo centavo. No fuera a pensarse que había algún otro motivo para el asesinato que una simple discusión de juego o un robo.

    Durante el asalto, todo iba como es debido, y así fue casi hasta el final. Las armas estaban donde tenían que estar, el dinero justo donde esperaban que estuviese, los perros comenzando su irremediable descomposición en los jardines del palacete, y todo sin que nadie hubiese notado nada. Mortak ya se veía con el botín y a salvo, celebrando su maquiavélica victoria en algún lugar muy lejos de allí. No tenían más que abandonar las posesiones del señor de Alghardia, lo cual no les llevaría más de un par de días a caballo. Nadie les seguiría más allá de estas tierras y, si tenían la precaución de esconder los cadáveres de los sabuesos al terminar el golpe para que el asalto no pareciese tan evidente y se pudiese atribuir su repentina desaparición a cualquier otra causa, podían pasar unos cuantos días antes de que nadie notara siquiera que habían estado allí. Esto es, porque nadie usa las armas si no es para ir de caza, o en caso de que el servicio las limpiase; y no estando en la casa el señor, eso era poco probable. Al igual que el dinero atesorado. No el que se tiene para los gastos de la vida diaria, sino una cantidad mucho más considerable que el señor guarda para sus negocios. Y eran estas dos cosas las únicas más visibles que ambos pensaban rapiñar.

    Pero, como ya dijimos al principio, siempre cabe la posibilidad de que algo pueda fallar, y en este caso fue el propio Mortak el que se falló a sí mismo y a su compañero, ayudado en su desacierto por una botella de licor del castillo de Trastaramuga⁵ que el pillastre encontró en las bodegas, de esas que tan acertadamente hacen las delicias de sus fieles bebedores, y que se descargó de una sentada mientras su compañero arramblaba con otras posesiones varias. Al malhechor le brillaron los ojos nada más ver la botella de aguazarzas.⁶ Cierto es que no son fáciles de encontrar las de esa precisa reserva que tan celosamente guardaba el señor de la casa, y bien es sabido que los licores de Trastaramuga son únicos en todas las tierras conocidas por el hombre hasta el momento, lo cual no quita efectos a la negligente actitud profesional de Mortak, pero sí que la hace un tanto más comprensible.

    —¡Voy a ver a la hija del señor de Alghardia! —soltó el villano.

    La frase dejó a Arios estupefacto. Creyó, por supuesto, que se trataba de una broma, hasta que vio a su compañero dirigirse escaleras arriba, con la botella vacía en la mano, hacia los aposentos de la joven. Para cuando logró darle alcance, Mortak se encontraba ya dentro de la habitación y recorría con su mirada el cuerpo semidesnudo de la muchacha con una mirada lasciva que helaba la sangre.

    —Mírala —dijo—, no puedo decir que las historias que cuentan acerca de su belleza se alejen lo más mínimo de la realidad, y aun así no creo que le rindan suficiente homenaje. —La voz del malvado se elevó más de lo deseado por Arios, que rápidamente le conminó a guardar silencio y salir de la habitación—. No sin llevarme un recuerdo más libidinoso de mi fugaz paso por el hogar de los Asdrábara.⁷ —Y diciendo esto, se encorvó sobre el cuerpo de la joven como un buitre ante su presa, y pasó su lengua desde la barbilla hasta el entrecejo. Si el elevado tono

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