Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Los monstruos. Cuentos completos. Tomo II: Los monstruos. Cuentos completos. Tomo II
Los monstruos. Cuentos completos. Tomo II: Los monstruos. Cuentos completos. Tomo II
Los monstruos. Cuentos completos. Tomo II: Los monstruos. Cuentos completos. Tomo II
Libro electrónico345 páginas5 horas

Los monstruos. Cuentos completos. Tomo II: Los monstruos. Cuentos completos. Tomo II

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

La selva, la barbarie, lo inesperado, asoman en sus cuentos en el centro mismo del orden civilizado
y nos revelan que este orden es mucho menos confiable de lo que suponíamos.
Collyer es un agitador, un observador apasionado de lo inquietante, un provocador.



Jorge Edwards, Premio Cervantes

Collyer es capaz de transitar con igual soltura y pericia por geografías
y tiempos variopintos tocando una amplia gama de registros, del realista al fantástico y del satírico al histórico. Señala con humor la quiebra íntima de unos solitarios que nunca escapan a su destino y que se enfrentan a él con una leve sonrisa dibujada en el rostro.

Marcos Giralt Torrente, El País, Madrid


Como esperado complemento al primer tomo de sus cuentos completos (Los héroes, Catalonia, 2016), este segundo volumen de los relatos de Jaime Collyer irrumpe con su propia dosis de temas desconcertantes y protagonistas al margen de los cauces habituales, tan singulares como el turista que un día se queda a vivir en el zoológico de Schönbrunn o un exhibicionista extraviado en la Revolución francesa. Cosas, en fin, que terminan muchas veces descoyuntando la vida de sus personajes y que su autor aborda casi con deleite, como si explorar en el lado en penumbras de nuestra existencia fuera un derecho inalienable, el mecanismo literario que nos permite asumir su faceta diurna y a la vez su dimensión noctámbula, al Dr. Jekyll y Mr. Hyde en iguales proporciones. Decía Poe que no hay belleza alguna que no incluya una distorsión en la forma. Collyer parece el heredero privilegiado de esta fórmula y de sus consecuencias, cultivando a discreción sus “monstruos” entrañables, esas presencias insólitas que circundan nuestro diario vivir. Lo suyo es una invitación difícil de rechazar: hay que leerlo sin más y descifrar a sus protagonistas con la misma curiosidad que él los hace surgir de su pluma, disfrutando de sus alardes y sus motivos siempre tan afines a los nuestros.

SOBRE EL AUTOR:

JAIME COLLYER (Santiago de Chile, 1955): Es psicólogo y Magíster en Sociología, aunque su vocación auténtica fue desde siempre la escritura de ficciones. Su obra ha sido traducida a los principales
idiomas y, a raíz de la edición norteamericana de Gente al acecho, el New York Times lo proclamó «un narrador nato». Su producción incluye las novelas El infiltrado, Cien pájaros volando, El habitante del cielo, La fidelidad presunta de las partes y Fulgor; y los libros de cuentos Gente al acecho, La bestia en casa, Cuentos privados, La voz del amo y Swingers. A fines de 2016 publica Los héroes, primer tomo de sus Cuentos completos. Es además autor de los ensayos Pecar como dios manda y Chile con pecado concebido. Su obra ha sido distinguida con numerosos galardones, entre ellos el premio de narraciones eróticas de revista Playboy y el Premio de la Academia Chilena de la Lengua. Ha traducido a Shakespeare y otros autores dentro de la tradición universal y realizado una vasta labor académica, incluyendo su actual colaboración en el Magíster de Guión en la Universidad Finis Terrae.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 oct 2017
ISBN9789563245264
Los monstruos. Cuentos completos. Tomo II: Los monstruos. Cuentos completos. Tomo II

Lee más de Jaime Collyer

Relacionado con Los monstruos. Cuentos completos. Tomo II

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Los monstruos. Cuentos completos. Tomo II

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Los monstruos. Cuentos completos. Tomo II - Jaime Collyer

    especie

    Prólogo del autor

    Pienso —lo dije alguna vez en otro sitio— que uno escribe desde cierta penumbra, un poco a tientas, y que hasta es recomendable que así sea. Parafraseando a Picasso, no se escribe en busca de algo, sino para encontrarlo, sea lo que sea aquello con lo que uno se topa al momento de estampar el punto final en una historia. Para mí, no hay un momento más regocijante que ese, ninguna otra instancia que me haga sentir un individuo más provechoso para mis congéneres. Debe ser como el momento del parto —lo que ya es un lugar común, pero sigue siendo una metáfora eficaz—, parecido al momento en que la madre oye el llanto inaugural del hijo que acaba de asomar de su interior, en este caso, el alarido narcisista de ese cuentito indefenso y todavía embadurnado de sus propios humores que ahora yace sobre el escritorio. En ese momento es como si volviera yo mismo del proceso de escribirlo. En esto coincido con el maestro Cortázar: uno entra en el cuento, se funde en alguna medida con él, ese ectoplasma aún informe que ahora patalea y respira por su cuenta sobre nuestra mesa de labor, quién lo diría. Y quizás sea esto último lo que mejor define mi propia sensación ante el género: un cuento es un organismo vivo, un ente deseoso de que se lo muestre en público, aun con sus deformidades a cuestas. O, en no pocas ocasiones, a causa de esas deformidades. Terminar un cuento es, desde esta perspectiva, un procedimiento irrepetible, como cruzar de nuevo —ya que estamos— el cuello del útero o recobrar esa alegría del origen, como ser a la vez un medio y un fin, el catalizador que lo hizo posible y el cuento en sí. Luego se verá si el esfuerzo valió la pena. En este sentido, el tiempo opera la mayoría de las veces —aunque otras no— a favor del cuentista, brindándole cierta percepción diagnóstica de sus materiales al cabo de los años.

    Este segundo volumen de mis relatos enumera a variados protagonistas con el rótulo grandilocuente de Los monstruos. Cabe esperar que nadie se inquiete por ello: son monstruos de carne y hueso que simulan no serlo, lo que es en sí mismo una actitud paradójica y habitual entre los seres de carne y hueso, o sea nosotros, los monstruos cotidianos. Una actitud habitual y, me parece a mí, una forma de ternura, un signo de nuestra consustancial fragilidad interior. Solo espero, una vez más, que puedan todos ellos, estos monstruos con vocación de seguir mostrándose, seducir a eventuales lectores.

    La bestia en casa

    No creo preciso justificarla, a la bestia, o legitimar sus actitudes desconcertantes. Mucho menos explicar sus hábitos imprevisibles, como lo de permanecer oculta durante varios días —semanas enteras— o su afán opuesto de hacerse notar en cualquier momento, en forma subrepticia, usufructuando de la penumbra o los rincones a oscuras. Nunca la consideré —o hice de ella— un caso excepcional, tampoco ante los amigos o quienes la oyeron gruñir alguna vez desde las dependencias vecinas y quedaron perplejos, haciendo como que no la oían, jugando a que no era eso, ningún gruñido proveniente de algún sector mal iluminado del sótano o la biblioteca. Me refiero a la troupe que acudía a mi casa los viernes por la noche sin necesidad de invitarla, a beberse un resto de whisky y corroborar por unas horas las delicias residuales de la soltería, mi condición en apariencia privilegiada, que ellos habían descartado hacía años a cambio de una situación estable, alguien que te entienda o «una relación más llevadera que otras», en los términos que ellos mismos empleaban. 

    Laura se coló de manera sutil en mis dominios con esa comitiva y los amigos de siempre. 

    Un viernes apareció entre todos ellos con su expresión remota, la conocidísima Laura Moore, que se hallaba incomprensiblemente sola, cosa extraña para alguien que estaba en la televisión, y era una mujer a la vez triste y bella, una belleza revestida de cierta melancolía. Como un enigma a descifrar o un desafío que las circunstancias llamaban a asumir. 

    Tampoco a ella le hablé muy claramente de la bestia. Quizás se la mencioné al pasar —con aparente liviandad—, simulando una alegoría, mi recurso habitual para neutralizarla, lo de fingir que había bestia pero que no era relevante. De todas formas se fue imponiendo, a la larga, en eso que suele denominarse «el orden habitual», con su deambular estrambótico por mis habitaciones, con sus gestos extemporáneos y sus alaridos a deshora, o los gemidos al fondo del patio. La casa era en algún sentido propicia a sus actuaciones: los muros agrietados y las filtraciones, las escaleras crujientes, el piso superior abandonado desde hacía años y el patio trasero lleno de hojas y maleza resultaban, al fin y al cabo, una escenografía acorde a sus alardes. Me quedé con ellas, con la bestia y la antigua casona familiar, por descarte, tras el progresivo desmembramiento del viejo tronco familiar. Ocurre que nadie más las quería y del «viejo tronco familiar» quedaba apenas una fotografía enmarcada en el comedor, con algún tío enfermo de Parkinson al centro, que aparecía comprensiblemente borroso, incapaz de estarse quieto. Por turnos, fueron mudándose todos a un barrio mejor, perdiendo —también por turnos— todo interés en la casa que heredé sin proponérmelo. La bestia, cosa rara, quedó simplemente ahí, en el patio o la alacena, entreverada con lo demás. Como parte del inventario. 

    Inconvenientes varios de la puesta en escena, pero recuerdo agradecido que la propia Laura estuvo desde un inicio a la altura de todo ello. De hecho, asumió la primera mención del engendro sin inmutarse. O casi. 

    —¿Cómo una bestia? —preguntó. 

    —Una bestia —repetí—. Aquí en la casa. 

    —¿Aquí en tu casa? 

    —Aquí mismo. 

    —No entiendo. 

    —Yo tampoco. Nunca he entendido mucho. 

    Hubo una pausa larga, con ella pensativa, mirándose atentamente los pies. Estábamos frente a frente en las sillas de la terraza, gozando de la tarde y el frescor a esas horas. Luego, para mi sorpresa, se encogió de hombros y ya no volvió sobre el tema. Ese mismo día resolvió, por su cuenta y riesgo, que de allí en adelante cenaría conmigo, luego de concluidas sus sesiones de grabación en el canal. A mí me pareció una iniciativa espléndida. Me hallaba abocado por aquellos días a una biografía de Rimbaud que me había encargado alguien desde Buenos Aires, un editor más inspirado que otros. Al atardecer apagaba el computador, ponía a helar un Chardonnay adquirido expresamente por la mañana y arremetía con fervor contra alguna receta probada en otras ocasiones. Ella aparecía cuando ya había anochecido, tras completar la grabación de ese día, y cenábamos en la terraza lo que hubiera cocinado yo y que ella aprobaba con una sonrisa, agradecida de mi esfuerzo antes que de los resultados, lo que era a la vez de agradecer, tanto entusiasmo de su parte, tanta obsequiosidad, y sus exclamaciones gozosas. O el hecho puro y simple de que se lo comiera todo sin chistar. 

    Parecía, de un momento a otro, una vía posible a la felicidad, con mayor razón cuando comenzó a quedarse por las noches, integrándose con beneplácito a lo que ella misma denominó en un rapto de lirismo mi «reino de sombras pretéritas». 

    —Es tan tuya de todos modos —añadió con su franqueza habitual—. Esta casa espantosa. 

    Así, en fin, cada anochecer, con el Chardonnay y la cena como pretextos y el parrón para resguardarnos, una vía posible a la felicidad. Hasta que, fiel a su impronta incordiante, la bestia resolvió hacerse presente y empezó con sus tonterías, a rondarnos y querer participar. Participar no sé muy bien en qué. 

    Eso me obligó a mantenerme atento al patio y la bodega, mirando de reojo hacia los arbustos y luego a la segunda planta a oscuras, en un gesto de vaivén con la cabeza y aparente distracción que Laura solía interpretar, equivocadamente, como una lejanía innecesaria de mi parte. No es que estuviera lejos, es claro. Tan solo presentía, la mayoría de las veces falsamente, a la bestia aproximándose desde algún punto al fondo del patio, cada día un poco más, examinándonos con sigilo desde el follaje, radiografiándonos en detalle. La presentía y le temía a la vez, pero al mismo tiempo —cómo podría negarlo— la echaba en falta. Casi diría que la anhelaba allí en secreto; que deseaba su asedio recurrente y pueril, luego de tantos años, y convertirme de vez en cuando en un objetivo íntimo para ella, un punto que de seguro rastreaba con sus ojos lacerantes, perdida entre la vegetación, fiel a sus pasiones incontroladas. 

    Transcurridas unas semanas, cuando la cena al abrigo de la terraza se nos había ya transformado en un hábito necesario y un bálsamo al atardecer, ocurrió lo que me temía en mitad de la noche, al momento en que Laura abandonó la cama para ir medio dormida al cuarto de baño, ubicado al final del pasillo. Yo me hallaba adormilado a mi vez y ni siquiera tuve tiempo de prevenirla. Segundos después, la oí gritar en el pasillo y volvió corriendo al dormitorio, refugiándose de un salto entre las sábanas, aferrándose a mí para resguardarse de algo que no conseguía nombrar. Y permaneció así, recogida y alerta, sin decir palabra, hasta el amanecer. 

    Ninguno de los dos consiguió dormir nuevamente, aquella vez, ni hablar de ello, hasta que irrumpió la mañana en los cristales, esa mañana desalentadora. Di por sentado que se la había topado en el pasillo y durante la noche. Por eso mismo, me conmovió su silencio, esa audacia calculada de su parte de volver sola al cuarto de baño por la mañana y luego seguir rumbo a la cocina a preparar el café y traer como siempre, como cada día, la bandeja con el desayuno, que hizo el milagro necesario, pero transitorio, de abolir la pasada noche. Nos permitió resurgir, por el momento, de las brumas a otra mañana de luz y pájaros y oficinistas camino de sus labores, con los comerciantes a la puerta de sus tiendas. Todo muy habitual, un universo conocido: un día más de una pareja como otras, que cenaba normalmente y al aire libre y tenía (¿por qué había de ser tan reprochable?) su propia bestia en el jardín, aproximándoseles día a día desde la maleza, apareciéndose por las noches. 

    Difícil saber cuándo irrumpió en casa, nuestra versión peculiar del eslabón perdido, si estaba ya al fondo del patio o en el sótano cuando alguien adquirió la propiedad. De niño, extraviado con mis hermanos entre la maleza, la oía gemir débilmente en algún rincón cuando jugábamos en las cercanías de la bodega a ser el estado mayor de un ejército invisible, en el que todos querían ser oficiales, ninguno un soldado raso o un sargento. Era un ejército por completo inoperante. Al anochecer nos enviaban a todos al segundo piso, sudorosos, embarrados, a esperar que mi madre subiera a prepararnos el baño. Entonces le hablaba a ella de la bestia y de sus gemidos desconsolados y casi me parecía advertir en su gesto pensativo y sonriente, en la expresión reconcentrada con que atendía a mi historia, un asomo de complicidad de su parte, una afinidad sutil con eso que acechaba en el patio. Otras veces la notaba distraída, como en otra cosa, como luchando por resarcirse internamente, luego de haber tenido que oír la tarde entera a mi progenitor cuando hablaba de sus inversiones disparatadas, o a mi abuelo y sus problemas de gota, y a todo el mundo hablándole a la vez, en lo que parecía un infierno suficiente para ella, sin necesidad de que hubiera una entidad peluda gimoteando al fondo del patio. 

    Al cabo de los años, la propia bestia se volvió una víctima de su estilo vacilante y comenzamos a advertir en su accionar algo de comedia improvisada, un vodevil a oscuras, una duda metódica que ejercía a costa de todos y cada uno de nosotros, simulando que no estaba, que se había mudado para siempre, aunque su idea del «siempre» era menos estricta que la nuestra. Eso era lo más reprobable, su tendencia a rehuirnos, eso de dejar a sus espaldas apenas un indicio confuso, ambiguo, el aroma que la envolvía o la huella enlodada de sus garras en una pared, cuando ya se había ido a otra parte, quizás a alguno de sus escondrijos en la maleza. Desde allí permanecía atenta a nuestras ocasiones festivas y nuestras alegrías familiares, siempre tan frágiles. Bastaba con uno de sus alaridos provenientes del entretecho, proferido justo en mitad de un brindis, justo cuando habíamos servido el ponche, para desbaratarlo todo. Nos quedábamos todos con la copa entre las manos, inmóviles, abrumados, y ningún brindis y ninguna muestra adicional de cordialidad lograban ya devolvernos a la alegría inicial. A veces se volvía melodramática y se abandonaba por las noches a un llanto incontrolado, a su propio desgarro impúdico, quizás luego de contemplarse por error en algún espejo del desván. Entonces nos correspondía a todos compadecerla a regañadientes, lo que era incluso peor, tanta melancolía a hurtadillas, tanta desazón sin un objetivo preciso, corroyéndonos a todos por separado en nuestras habitaciones. 

    Luego de esa noche en que Laura se la topó en el corredor, algo cambió. Comenzó a rondarnos incluso con mayor insistencia que antes: a armar barullo allí en la bodega, entre los trastos acumulados, cuando estábamos en el postre; a jadear con insolencia desde el entretecho y remedarnos cuando hacíamos el amor; a sobresaltarnos desde cualquier rincón de la sala cuando encendíamos repentinamente la luz y fugarse trastabillando a un rincón a oscuras; a esperar que nos durmiéramos y se hiciera el silencio en toda la casa, para romperlo con un alarido destemplado que la señalaba todavía despierta en el sótano. En parte, me pareció todo ello halagüeño, ahora puedo confesármelo, un indicio de que aún seguía atenta. Pese a ello, dormíamos mal, solo a rachas, y el asunto acabó haciendo mella en nuestras labores por separado y nuestros ceremoniales al atardecer. Mi texto de Rimbaud, al que intentaba volver cada tanto, entró de hecho en punto muerto (como el propio Rimbaud en África, con la rodilla a la miseria) y ya no conseguí entregarlo en la fecha indicada. 

    A fines de enero me llamó el editor desde Buenos Aires: 

    —¿Qué pasa, che? 

    —No sé. Me he ido atrasando sin querer —le expliqué—. Es por la bestia. 

    —¿Cuál bestia?

    —Una bestia, aquí en mi casa. 

    Hubo un silencio incómodo. Yo empecé a ponerme nervioso. 

    —¿Cuánto tiempo más necesitás? ¿Dos semanas? 

    —No lo sé. 

    —Bueno, te llamo en dos semanas, a ver cómo andás. 

    —Sí, bueno —mentí—. Dos semanas estarán bien. 

    Hubo otra pausa. Luego añadió una breve recomendación: 

    —Y, flaco..., dejá de romper las pelotas, ¿sí? Aquí la única bestia sos vos, ¡una bestia irresponsable! 

    —Seguro —acaté y ya no dije más. Él no insistió en el punto y colgó.  

    Laura oyó esta conversación con gesto ansioso, según lo comprobé por su entrecejo en tensión. Su propia labor en la televisión había entrado para entonces en crisis, quizás porque comenzaba a hacer cuentas, cuentas de toda índole, y veía un descalabro sobre la marcha. Lo del programa-concurso la tenía hasta la coronilla, eso me lo confesó de entrada, y no pensaba seguir exponiéndose indefinidamente. Estaba harta de sonreírle a todo el país los sábados a la hora de almuerzo, dándole vueltas a la tómbola, haciendo varios millonarios cada fin de semana. 

    Estábamos de nuevo en la terraza y ella me hablaba de sus ganas de dar un alarido ante las cámaras, casi con delectación, decidida a romper con todo. Era ya la medianoche y había llegado algo más tarde que lo habitual, tras la grabación del siguiente programa. Me refería sus intenciones con un entusiasmo exagerado, mientras yo vigilaba inquieto el patio a sus espaldas. En ese preciso momento, una entidad perseverante lanzó —ella a su vez— un alarido, una queja estridente desde la maleza, y remeció los arbustos del fondo del patio, captando por un segundo mi atención, escabulléndose hacia la bodega. Hacia el interior de la bodega, uno de sus escondites preferidos. 

    —A cualquiera le pasa en estos tiempos —se dijo Laura en voz alta—. Lo de querer borrarse o andar chillando... 

    Cierto, a cualquiera podía ocurrirle. Pero esa sola frase lo cambió todo, le dio un nuevo giro al asunto, ahora estaba de algún modo allí, la bestia, con renovados bríos y nuevos derechos entre nosotros. Esa acotación tan simple de Laura, que pareció una alusión directa a ella y debió hacerla más llevadera para ambos, le arrebató en cambio el prestigio de su anonimato, su tradición a hurtadillas. Hasta allí, nos unía mínimamente, a Laura y a mí, el rechazo encubierto, pero aún cómplice, de sus arrebatos vociferantes y a oscuras, de sus intenciones poco claras. Ahora era, por decirlo de algún modo, parte del decorado. ¡Y de nuestra conversación! De ahí en adelante, sus apariciones se multiplicaron a cualquier hora y en cualquier sector, pero ya no nos resultaba ni siquiera amenazante o un adversario entre bastidores que contribuyera de algún modo a lo nuestro. Era tan solo estrafalaria, apenas un engendro narcisista entregado a su propio juego circular y sus acechanzas sin destino. 

    No podía durar, ese ménage à trois ahora tambaleante, repentinamente falto de pasión, falto de nocturnidad. En los días posteriores, me volví hosco como una mula, insufrible y mordaz. Hasta que, merecidamente por mi parte, Laura faltó a la cena al atardecer, pretextando «un compromiso ineludible» con la gente del canal. Ni siquiera fue una excusa bien urdida. Dos días después nos vimos y ya no teníamos de qué hablar; no había, para llenar el vacío, la retórica amorosa de los primeros tiempos, ni los adjetivos grandiosos que nos dedicábamos recíprocamente, ni el entusiasmo con que detallábamos en un principio nuestras afinidades, quizás porque no había ya tantas afinidades o las que alguna vez hubo se habían marchado por la puerta chica, iniciaban su repliegue definitivo. En ese punto, ella resolvió —de nuevo por su cuenta— que ya no volvería a quedarse por las noches, hasta poner «algo de orden» en su vida. Tenía, según dijo, cosas pendientes, cosas que resolver. 

    Seguí atentamente sus pasos a través de la prensa, cuando ya no había más cenas al anochecer. Así me enteré de su renuncia al programa-concurso, lo que no me sorprendió gran cosa. Casi diría que me hizo feliz, salvo por el hecho de que ya no la vería de nuevo en las pantallas, rodeada de gente sonriente que contaba frenética el dinero ante las cámaras. Era libre al fin, para recobrarse paso a paso, sin necesidad del alarido ese que planeaba ante su audiencia. Libre del escándalo, libre de mí. Ya no más Laura Moore «a la hora de siempre y en el mismo canal», sino la misma mujer remota y lánguida que había conocido a la hora del crepúsculo. Una mujer triste y muy hermosa. Una combinación desconcertante. 

    La casa volvió a ser, entonces, mi reducto exclusivo y excluyente, como dijo ella misma alguna vez. En abril, acabé al fin la biografía de Rimbaud y la envié a Buenos Aires, para gran algarabía de mi editor. En cuanto a la bestia, su propia algarabía fue decreciendo poco a poco en ausencia de Laura. Se volvió más considerada y apacible. Y más explícita. Un mediodía sorprendente de junio, la vi de hecho, de cuerpo entero, al fondo del patio, acicalándose junto a una charca. Quedé ciertamente fascinado, examinándola con un dejo de ternura. Por la noche, la oí sollozar en su rincón del entretecho y supe que era por mí, ese llanto a oscuras, como un delicado tributo a lo nuestro, como un arrullo necesario a cualquier hora de la madrugada, proveniente del entretecho. Me sentí extrañamente conforme, por primera vez en largos meses. Y dormí esa noche como en una nube, sin más sobresaltos.

    Best-Seller

    Horacio Reyes March publicó Vestigios de lucidez en el 84, cuando arreciaban a su alrededor y en todo el país prácticas abusivas de variada índole. La publicó con Víctor Pla, dueño de una editorial muy prestigiosa hasta un par de años antes, con la cual habíamos colaborado unos cuantos en esa época de bonanza y volví a colaborar el 84, ya en su fase de decadencia, para remendar la novela del propio Reyes March. 

    Su obra venía precedida de una docena de títulos que había ido perpetrando desde su época universitaria, con escaso éxito de crítica aunque no de público: lo denostaban los profesores universitarios en los medios de comunicación («estilísticamente vacuo», fue lo menos que le dijeron a fines de los setenta) y lo adquirían personas de gusto heterogéneo en los supermercados. Apelaba al titular sus novelas a cierto primitivismo sintáctico que le era propio y a las emociones fáciles, que calaban hondo en alguna gente, y con «alguna gente» quiero decir, sin excluir a nadie, desde el rabioso militante de una organización ciudadana contraria al aborto hasta un miembro desprevenido de la masonería. Gente que entraba por casualidad en alguna librería y se dejaba persuadir por el dependiente con títulos varios de Reyes March, como Llévame a visitar contigo la luz, o Triste sombra al amanecer, dos novelitas que había editado con escaso pudor el mismo año, allá por el 76. Dos títulos en que él mismo insistió con dientes y uñas, según se rumoreaba, y que evidenciaban su propia ligereza en el tratamiento de sus textos. Del primero solo cabe señalar que «la luz» no es algo que uno pueda «visitar» en un sentido estricto, con la avidez compulsiva que ese título pérfido sugiere. Del segundo, valga decir que las sombras inciden, de preferencia, al atardecer sobre las paredes y que, en todo caso, es a esa hora agónica y no al amanecer que se tornan quizás «tristes», en el caso poco probable de que ello suceda. 

    Los detalles sobran a estas alturas y quizás traicionen mi rechazo oculto a Reyes March, de quien fui su corrector de estilo, amigo coyuntural —que no es un amigo de veras o perdurable— y asesor gratuito. No de los mamarrachos incontables que dio a la imprenta antes del 84, sino de Vestigios de lucidez, su obra capital, publicada ese mismo año, la que lo lanzó a la fama y le brindó, cuando bordeaba la cincuentena, el ansiado reconocimiento internacional. Fue su época de mayor gloria, el 84, gloria que perduró unos pocos años y luego se le escurrió de las manos. 

    No quiero alardear aquí de lo que no lo amerita, tan solo referir el derrotero sorprendente de Vestigios, obra que en su discurrir exitoso por las librerías y sus varias traducciones, cada una más arbitraria que la otra, le cambió la vida a Reyes March, nos la cambió a todos, y referir a la par una verdad que a muchos les pasó inadvertida o se redujo a simple rumor, como una cerilla que resplandece y nos ciega durante apenas un segundo en la noche; como un perro que, con la tristeza inesperada de su expresión y su cabeza ladeada, nos señala algo recóndito en nosotros mismos. Lo diré en pocas palabras, con una frase breve pero sustantiva: Horacio Reyes March es un fraude. Horacio Reyes March c’est moi

    Yo mismo contribuí al engaño y a armar el fraude. Recibía órdenes y las cumplí a rajatabla, sin mucha convicción pero con eficacia, a diferencia de Eichman en su despacho, que lo hizo, él sí, con eficacia y con sus convicciones miserables a cuestas. 

    He dicho que trabajé para Ediciones Pla antes de publicarse Vestigios de lucidez, un par de años antes. Buen amigo de Víctor hasta hoy, él mismo me había sugerido por entonces, el 82, que trabajara con ellos o cooperara en forma independiente con su sello y sus proyectos. Yo era todavía muy joven y, más que joven, atolondrado, un rasgo que al propio Víctor le parecía de provecho. 

    —Quiero un editor joven y atolondrado, como tú —me explicó entonces—. La gente atolondrada es casi siempre ambiciosa. 

    Durante un año anduvo todo bien. Hice la corrección, entre otros, de Jorge Santoro con su historia espléndida de un individuo que buscaba oro al fondo de su jardín, y de Aldo Correa con sus Páginas del desamor, que estuvo a un paso de matarme toda ilusión superviviente en el progreso de la humanidad, pero el libro se vendió bien y a nadie le importó mucho si era buena o mala literatura. Mucho menos a Víctor Pla, que suspiró aliviado y pudo enfrentarse con dignidad a sus acreedores durante un año. 

    Al cabo de ese último éxito, resolví alejarme de las labores de corrección y entré al negocio pesquero con un cuñado que acababa de embarcarse en la exportación de salmones. Había, creo, un paralelismo interesante entre mi oficio previo de corrector de estilo y la supervisión sesuda de las labores de empaque en la salmonera. Excepto por la fragancia a pescado que ahora me circundaba, no había más desventajas en un destino nítidamente empresarial, pendiente de los salmones (los cuales desfilaban con sus pupilas eternamente abiertas frente a mí), que en aligerar una mala novela de sus ripios y cacofonías para los editores. 

    Un corrector de estilo cobra importancia por omisión, precisamente porque permanece oculto a los ojos de los demás, sin pretensiones de figuración, ni siquiera de riqueza. Es relevante a su modo, en una parcela ínfima de la realidad: como un factor innombrable o un jorobado que la editorial mantiene en las sombras para extraerlo cada tanto de su covacha y exigirle que embellezca, desde su condición innombrable, los textos a él sometidos, novelas esencialmente mal escritas o irreparables que el jorobado ha de reparar como sea. 

    El éxito alcanzado por Aldo Correa acrecentó, sotto voce, mi prestigio de corrector. Sus más fervientes partidarios dijeron de mis retoques a su estilo que contribuían a «perfeccionar una novela que ya era perfecta»; uno de sus adversarios —hablando por todos sus rivales— señaló que «su corrector ha reescrito y transformado en mínima literatura el mamarracho original» (era difícil saber si lo de «mínima literatura» quería decir literatura mínima o bien un mínimo de literatura). En ambos casos, el mérito me fue atribuido, aunque no me enorgullecí de ello. 

    Quizás porque no me enorgullecía de nada, resolví fugarme en última instancia al rubro de los salmones. Poco después —por una coincidencia extraña— decayó el negocio editorial y se esfumó la bonanza de Ediciones Pla, cuyas cifras de venta decrecieron en forma abrumadora. Los autores publicados hasta allí comenzaron a ser denostados en la prensa y la gente empezó a desconfiar de lo que Víctor Pla publicaba. Luego vinieron las murmuraciones en torno al propio Víctor, y que andaba en una mala racha, decían (lo andaba, de hecho), con problemas de próstata (los tenía, aunque eran los de siempre), enamorado además de una veinteañera, que lo había persuadido de crear una colección de poesía. La colección había vendido,

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1