Monoblock
Por Karina Sacerdote
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Mi advertencia no es ingenua. Leí el primer manuscrito hace unos años, cuando conocía a Karina Sacerdote por su poesía y sus eventuales —inolvidables— cuentos. Pero nada me preparó para los personajes fatales que gravitan en la vida de Germán y Marianela: el Polaquito y el Bola Flores. ¿Sabés lo que le hace a un pobre gato el Polaco para descargar la bronca? Qué no le haría a su peor enemigo.
Esta novela no recorre un túnel del horror con monstruos mecánicos, es una historia vívida de movilidad social descendente. Germán te lleva de la mano en su regreso obligado al barrio y es un recordatorio. En épocas de precarización quién está exento de caer en picada.
El edificio 69 muestra sus tripas de hormigón en el sexto piso para siempre inconcluso. Desde ese vértigo de columnas sin paredes Germán mira abajo, hacia el vacío, los jardines que nunca llegaron a ser jardines, cercados con una verja de fierros oxidados por el meo. Familias y amores y sueños de superación marchitos. Sabe que terminar en el barrio sería como no haber vivido, por eso ni siquiera lo ilusiona un futuro mejor, se conforma con no morir en los monoblock. No por ahora, no mientras leas estas páginas.
Luis Cattenazzi
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Monoblock - Karina Sacerdote
Monoblock
Sacerdote, Karina
Monoblock / Karina Sacerdote.- 1a ed . Ciudad Autónoma de Buenos Aires: También el Caracol, 2020.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN: 978-987-46881-8-7
1. Narrativa argentina. I. Título
CDD A863
© Karina Sacerdote, 2018
© También el caracol, 2018
Fotos y diseño de portada: Sofía Varacalli
Digitalización: Jose Rocuant
ISBN 978-987-46881-8-7
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra.
Reservados todos los derechos
Índice
2° N
Volver al barrio
Paladas de moscas
Nora, la de enfrente
La barra del Polaquito
El humo y los gatos
Marianela, la linda
Altos y bajitos
El sexto y la muerte
1° Q
La Palermo Chico del villeraje
El chico del 2° N
El primer beso
La plaza, el humo y el miedo
PB S
El bañito
Visita a la escuela
Hacer doler
3° A
Melodías de sicu
Un hombre triste
La furia del rey
2° N
El regreso de las pesadillas
Volver a matar al Bola Flores
Un limbo entre dos infiernos
10° H
Un pasado no tan lejano
El amor al Polaco
PB S
El hijo
Mentirle a Marianela
2° N
El llanto de mamá
La mujer del Polaco
El asalto
10° H
Una palangana con agua roja
El diablo
El diablo también lo sabe todo
2° N
Una noche con Nela
Se fue la Negrita
Ser padre
10° H
Detrás de la puerta
Las palabras del Polaco
Sin ninguno de los dos
El sexto piso
El Polaco
Germán
Tras los límites, el abismo
Karina Sacerdote
Monoblock
2° N
Volver al barrio
Cuando Germán llegó a la playa de estacionamiento, lo recibió esa sensación de encierro que ya creía olvidada. El olor. El olor siempre igual. Los edificios eran como campos abandonados alzándose en vertical. Pensó en los nichos de un cementerio: una ventana, un muerto.
El que entra acá, ya no sale, había dicho siempre su padre. El que entra, no sale... es como una condena a cadena perpetua. El barrio te chupa. Ahora lo creía. Ahora sabía que esos años lejos habían sido solo un recreo. Regresaba a los monoblock. En el 2° N lo esperaba su tumba.
Entró al edificio 68 y subió las escaleras.
—No hay luz —le dijo una mujer cuando apoyó el dedo sobre el timbre. La miró, le resultó conocida—. Hay que cargar agua, dentro de un rato nos quedamos sin agua.
Germán golpeó. Desde dentro se escuchaba una radio. Seguramente la antigua radio a pilas de su padre.
Lo ensordeció el chirrido de la puerta al abrirse.
Un viejo desaliñado que apenas se parecía al hombre que recordaba abrió la puerta. Se miraron por un rato. Germán sentía que las palabras no querían salir, que no existían palabras para ese reencuentro. Sabía muy bien que al viejo le estaba pasando lo mismo. Lo veía en sus ojos muy abiertos, en esa rara expresión en su boca, como una mueca intermedia entre la sorna y la lástima.
Su padre carraspeó, se irguió más y habló con una naturalidad que a Germán le pareció excesiva.
—Hay que poner aceite a las bisagras —dijo, y le dio paso para que entrara.
—¿No hay problema en que me quede? —preguntó Germán, apoyando el bolso sobre el suelo, contra la pared.
—No hay problema.
Germán intuyó que se regodeaba por dentro, estaba disfrutando. Su mirada le hablaba: Lo sabía, sabía que ibas a volver
.
Entró al baño. Trabó la puerta. Se acordó de que no había luz. El baño sin ventanas era más chico de lo que recordaba. Tanteó la canilla y un silbido reemplazó el agua. Se sentó sobre la tapa del inodoro. No necesitaba ver, se sabía de memoria cada rincón de ese pequeño infierno de tres ambientes.
Cuando salió, estaba solo. El departamento parecía más pobre, más triste. Las manchas de humedad en las paredes, la poca luz que entraba por los vidrios sucios de las ventanas.
Fue hasta el cuarto que había sido suyo y abrió la ventanita para que se aireara. Su cama, los posters de Kiss, de AC/DC, de Floyd a medio colgar en la pared descascarada, la cajonera enclenque. Todo igual que siempre, esperándolo.
Escuchó la puerta del departamento.
—Traje agua —dijo su padre asomándose apenas—. Por si te querés lavar un poco.
—Ahora voy —contestó Germán sin mirarlo.
—No te pudiste escapar nomás...
Germán no respondió. No quería tener que darle la razón. El barrio lo había vuelto a chupar, o más bien nunca lo había soltado del todo. Estaba ahí, a la vuelta del olvido, otra vez.
Paladas de moscas
Germán limpió como pudo el cuarto. Su padre pasaba por la puerta a cada rato, aunque no decía nada. Él hacía como que no se daba cuenta. Seguía acomodando la ropa en la cajonera, guardando cosas que ya no pensaba usar, que ya no quería ver. Descolgó los posters, sacudió el colchón. Cuando estuvo todo un poco más decente, se tiró en la cama.
Una mosca le zumbó en la oreja. Una mosca y recordó las paladas de moscas muertas que su madre tiraba en una bolsa, en los primeros tiempos, cuando recién se habían mudado al monoblock. No se sabía por dónde entraban. Ella mantenía las ventanas cerradas, pero ahí estaban las moscas, pegadas a las cortinas, acechando la comida, zumbando en la oreja.
—Tapate la boca que voy a tirar el Raid —decía ella mientras rociaba la casa—. Tapate bien que es veneno. —Y seguía rociando.
—¿Por qué hay tantas moscas, ma? —preguntaba Germán, le gustaba preguntar siempre lo mismo.
—Ya te dije. Porque esto antes era un basural. Acá tiraban la basura y la quemaban.
—¿Y ahora dónde tiran la basura?
—En otro lado... enfrente.
—¿Quedó basura acá y por eso vienen las moscas?
—La basura está en todas partes, quizás acá dejaron mucha abajo de la tierra para fertilizarla y hacer lindos jardines.
Minutos después las moscas zumbaban más bajo, caían desde el techo, intentaban aferrarse a las cortinas, pero se derrumbaban. Germán miraba cómo movían sus patitas, cómo intentaban remontar vuelo, escapar. Miraba sus inútiles esfuerzos hasta que quedaban duras, en el piso o en el respaldo desgastado del sillón de pana.
Ahora Germán se sentía como esas moscas, muriéndose atrapado en el veneno de ese edificio, de ese departamento; envuelto en la basura, en ese basural de gente que habían tirado ahí porque no tenían en dónde caerse muertos.
—¿Vas a comer? —le preguntó su padre desde la puerta.
—No —contestó Germán mirando al techo.
—¿Querés unos mates?
—No.
—¿Vas a salir?
—No.
—¿Te traigo una vela? Está oscureciendo.
Germán no contestó. Entornó los ojos. Se hizo el dormido.
Y terminó durmiéndose.
Nora, la de enfrente
Se despertó en mitad de la noche. Había soñado con su madre, y con Nora. Siempre que soñaba con su madre, aparecía también Nora. En esa pesadilla de años, Nora empujaba a mamá desde uno de los puentes de los edificios, Nora acuchillaba a mamá sobre la cama del dormitorio, Nora le pegaba un tiro a mamá.
Respiró profundo y se envolvió en las sábanas. Sabía que no tardaría en encontrarse con esa puta de mierda. Quizás, con suerte, ya estaría muerta. No le costó volver a dormirse.
Desde el comedor se escuchaban murmullos. Clareaba el día.
Salió de la pieza y se encontró a su padre tomando mates con Nora. Los dos sentados a la mesa, decrépitos, repulsivos, susurrando. La puta seguía viva. Pensó en la ironía de que justo soñara con ella esa noche.
Aunque había cambiado mucho, no podía ser otra que ella: el pelo platinado, las uñas larguísimas pintadas de rojo, el escote profundo. El pecho y el pliegue entre los senos estaban, ahora, llenos de arrugas. Flaca y huesuda como siempre, blanca teta, pasa de uva pintarrajeada. El cuello adornado con berretadas de plástico, parecía un acordeón. Sintió un hueco en el estómago, náuseas.
—Germán. —La puta se animaba a hablarle—. ¡Qué alegría verte! Era hora de que te acordaras de tu pobre padre.
—Me hubieras avisado. Haberme dicho que seguías con esta puta de mierda.
—¡No te voy a permitir!
Su padre se levantó nervioso, tambaleándose, y golpeó sobre la mesa. Nora estiró el brazo para tocarle la mano.
—Calmate, querido. Es entendible que el chico reaccione así.
El viejo volvió a golpear la mesa.
—Te debe respeto, ¡carajo!
Los dos se miraron midiendo fuerzas.
—Me voy a casa —dijo Nora y se levantó—. No