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Los héroes: Cuentos completos. Tomo I
Los héroes: Cuentos completos. Tomo I
Los héroes: Cuentos completos. Tomo I
Libro electrónico346 páginas5 horas

Los héroes: Cuentos completos. Tomo I

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Para bien de la humanidad, el chileno Jaime Collyer guardó en un cajón el diploma de psicólogo y se dedicó a la escritura. Sus cuentos son una invitación al “voyerismo” y en ellos el lector se transforma en una suerte de intruso que asiste al repentino desplome de un universo que creía hasta allí en orden.

José Prata, Revista LIBROS de Lisboa

“Lo mejor es dejar que los cuentos pataleen solos ante el lector, se defiendan solos y a veces mueran solos”, dice Jaime Collyer en el breve prólogo a este volumen inicial de sus Cuentos Completos, con la convicción probable de quien ha demostrado una maestría indiscutible en el género del relato breve. Un virtuosismo que ha terminado por situarlo entre los nombres más relevantes dentro de la actual narrativa de habla hispana. La frase sugiere la que tal vez sea su propia experiencia íntima del cuento, como un organismo siempre vivo, que late con fuerza propia y a la par de sus empeños. No en vano, alguna de sus narraciones más breves lleva el título curioso de Cuento sumido en la tristeza y nos refiere la sorpresa de un autor innominado que una noche oye a uno de sus cuentos sollozando discretamente en su estudio.

Asentado en el flanco inhabitual de la existencia, eso que la crítica ha denominado «la otra orilla», Jaime Collyer parece capaz de capturar al vuelo esa y otras cosas al margen de lo usual y luego inyectar esas emociones imprevistas en sus relatos entrañables, tan hondos como desconcertantes, tan conmovedores como inteligentes. Bienvenido sea este primer y esperado volumen de sus Cuentos Completos.

SOBRE EL AUTOR:

Jaime Collyer (Santiago, 1955) Es psicólogo y Magíster en Sociología y Honorary Fellow en Creative Writing de la Universidad de Iowa. Su obra ha sido vastamente galardonada y traducida a los principales idiomas y, a raíz de la edición en inglés de Gente al acecho, el New York Times lo proclamó “un narrador nato”. Entre sus novelas destacan: El infiltrado, Cien pájaros volando, El habitante del cielo, La fidelidad presunta de las partes y Fulgor. Su labor cuentística incluye Gente al acecho, La bestia en casa, Cuentos privados, La voz del amo y Swingers. Es autor de los ensayos Pecar como dios manda y Chile con pecado concebido. Ha recibido el Premio Grinzane Cavour, Premio Altazor, Premio Municipal de Literatura, Premio de narraciones eróticas de revista Playboy y el Premio de la Academia Chilena de la Lengua, entre otros. Actualmente, divide su tiempo entre la creación de ficciones, su labor docente y la traducción de ensayos y autores clásicos dentro de la tradición literaria.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 jun 2017
ISBN9789563244595
Los héroes: Cuentos completos. Tomo I

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    Los héroes - Jaime Collyer

    COLLYER, JAIME

    Los héroes. Cuentos completos, tomo I / Jaime Collyer

    Santiago de Chile: Catalonia, 2016

    ISBN Obra Completa: 978-956-324-458-8

    ISBN Tomo I: 978-956-324-459-5

    ISBN Digital Obra Completa: 978-956-324-493-9

    ISBN Digital: 978-956-324-494-6

    Cuentos chilenos

    Ch 863

    Ilustración y diseño de portada: Mario Mora Sanhueza

    Edición de textos: Cristine Molina

    Diseño y diagramación: Sebastián Valdebenito

    Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco

    Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo o en parte, ni registrada o transmitida por sistema alguno de recuperación de información, en ninguna forma o medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo, por escrito, de la editorial.

    Primera edición: diciembre 2016

    ISBN Obra Completa: 978-956-324-458-8

    ISBN Tomo I: 978-956-324-459-5

    ISBN Digital Obra Completa: 978-956-324-493-9

    ISBN Digital: 978-956-324-494-6

    Registro de Propiedad Intelectual N°269.899

    © Jaime Collyer, 2016

    c/o Guillermo Schavelzon & Asoc. Agencia Literaria

    www.schavelzon.com

    © Catalonia Ltda., 2016

    Santa Isabel 1235, Providencia

    Santiago de Chile

    www.catalonia.cl - Twitter: @catalonialibros

    Índice de contenido

    Portada

    Créditos

    Índice

    LOS HÉROES

    Prólogo del autor

    Últimos días de nuestro vecino

    Estrella fugaz

    Día de visitas

    Danubio pardo

    Aniversario

    Dios, que está en tantas partes

    Macbeth se rebela

    Sin comentarios

    Un hombre ocho años mayor

    Solo de piano

    Desaparición de un comerciante

    Cuento sumido en la tristeza

    El ancestro

    Pompa y circunstancia

    Ángel dormido

    En el bosque un nido gigante

    Warrior

    El año de la bomba

    Entropía

    Boleto de ida y vuelta

    Los años perdidos

    Actos reflejos

    Informe de Kaufmann

    Bitácora de Sam

    Una luz al fondo del pasillo

    Breve manifestación de Dios en la selva

    Ciclo vital

    Secuencia que vuelve sobre sí misma

    LOS HÉROES

    CUENTOS COMPLETOS, TOMO I

    JAIME COLLYER

    Prólogo del autor

    Muchos cuentistas egregios han postulado, a la par de su obra, un modelo del cuento. Sin ánimo de insertarme en ese panteón honorable, creo haber llegado a mi vez a mi propio modelo del género, una propuesta más bien simple: el cuento supone siempre (o casi siempre) un orden o equilibrio inicial; en ese orden se produce un hecho más o menos banal; ese hecho se vuelve recurrente, empieza a reiterarse; una vez convertido en rutina, el hecho adquiere una significación no prevista, se transforma en metáfora o alegoría de algo más.

    Doy un ejemplo: un conferenciante dicta una charla en una universidad; un ujier interrumpe al inicio para preguntarle amablemente al charlista si está todo bien; el charlista le dice que está todo muy bien; el ujier se vuelve recurrente y repite su gesto al azar, interrumpiendo cada tanto la conferencia, asomando por la puerta para preguntar al charlista si está todo bien; el conferenciante y su audiencia se inquietan progresivamente, hasta que la conferencia se desvirtúa y todo el mundo está pendiente, no del charlista, sino del ujier. Punto en que el asunto se transforma en una metáfora sugestiva de otras cosas, a gusto del lector. El mecanismo sigue esquemáticamente la secuencia «orden-quiebre-rutinización-metáfora».

    Así y todo, expuesto a los varios intentos de caracterizarlo, el cuento persiste en su rebeldía y cualquier modelo que se proponga para definirlo se llena al instante de excepciones. Las excepciones suelen asomar para tender zancadillas a esos varios modelos. Uno puede, por ejemplo, sugerir que no todos los cuentos ocultan buena parte de la información, como decía Hemingway que ocurría al proponer su propio modelo del iceberg: algunos cuentos son más bien explícitos, lo cuentan casi todo, como quizá sea el caso de «Bola de sebo», un relato bastante clásico en que las motivaciones secretas de sus protagonistas son desmenuzadas sin contención y de manera explícita por el narrador ominisciente que Guy de Maupassant gestiona a su arbitrio. En esta vena, se podría refutar mi modelo tan pretencioso diciendo que hay muchos cuentos en los que el orden está alterado antes de que irrumpa algún factor a resquebrajarlo, o que hay cuentos que son un gran acontecimiento explosivo y no la reiteración de algo banal, y así sucesivamente. 

    De donde solo queda concluir la futilidad de proponer modelos del cuento y que lo mejor es dejar que los cuentos pataleen solos ante el lector, se defiendan solos y a veces mueran solos, condenados merecidamente al olvido.

    Este primer volumen exhaustivo de mis relatos engloba su contenido bajo el título optimista de Los héroes. A veces, ellos surgen de la Historia con mayúsculas, otras —las más— de lo cotidiano y el escenario por el que todos transitamos habitualmente y que también implica una cuota de heroísmo a la hora de sobrellevarlo, aunque no se note mucho. Por lo mismo, pocos de entre esos héroes de lo banal alardean de su condición. Solo me cabe esperar —con menos modestia que la de ellos— que aún consigan interesar con sus disquisiciones a eventuales lectores.

    Últimos días de nuestro vecino

    El episodio gatillador de todo es trivial, cabe incluso en unas pocas líneas: tras adosar una prótesis a la boca de su último paciente, el prestigioso ortodoncista Hugo Schatzman —que es a la vez nuestro vecino de la casa ocho— abandona una tarde su consulta para ir al médico y hablarle de «cierta fatiga incomprensible» que lo invade al despertar; el médico detecta algo más que una sencilla deficiencia vitamínica, ordena radiografías de tórax, descubre una sombra en el pulmón izquierdo; un segundo médico ordena nuevos exámenes para determinar, al cabo de una semana aún por transcurrir, si Hugo se nos muere de cáncer o es tan solo el festín que el bacilo de Koch ha organizado en su interior. Al bacilo se lo puede echar a patadas; el cáncer es otra cosa. 

    —Igual tendré que dejar de fumar, para siempre —nos explica el propio afectado esa noche, a los amigos y vecinos reunidos en su casa. Y sonríe, quizás por la ironía que ahora supone ese «para siempre». 

    Esa primera sonrisa consigue aureolar sus gestos futuros de cierta grandeza, una cualidad trascendente que habrá de germinar a través de la semana, en el tiempo que nos queda hasta corroborar uno u otro diagnóstico, muerte o absolución. 

    Hugo se nos muere. Es la sensación, la improvisada certidumbre que nos invade a todos. 

    —Es una época escasa en mártires —comento esa misma noche a Sonia—. Cuando menos es emocionante. 

    —Por favor —me reprocha ella de vuelta—. ¿No has pensado en Ana Luisa y el niño? 

    —Desde luego —reconozco avergonzado—. Ana Luisa y el niño, claro. 

    Al día siguiente, al desayuno, veo a través de los visillos a Hugo, que se ha levantado temprano y se dirige con gesto reconcentrado al Toyota. Ana Luisa llega junto a él segundos después y le acomoda una bufanda en torno al cuello. Los demás están a su vez tras los visillos, pendientes de ambos, que parecen ahora un matrimonio bien avenido. El hecho de partir tan temprano a su consulta es quizás calculado: hay que vivir desde temprano, aprovechar cada segundo de luz, despertar con el día porque la noche vigila acechante para caerle a Hugo en el cuello y arrebatárnoslo. Su inesperada agonía lo engrandece: a los demás, cohibidos tras los visillos, nos vuelve prosaicos, irrelevantes. 

    Ese día regresa algo más tarde de lo habitual y salimos todos con Ana Luisa a recibirlo. Hay algo morboso en las palmaditas que todos brindamos a sus hombros o las bromas deliberadas con lo del diagnóstico. Alguien lo compara con Margarita Gautier y le promete un ramo de camelias para el lunes, sugerencia que el resto aprobamos riendo. El énfasis recae previsiblemente en la tuberculosis, una estrategia colectiva para conjurar a tiempo la otra opción: esa posibilidad temible de ver a Hugo entubado en el hospital dentro de unos meses y acompañarlo después al camposanto, él en posición horizontal. 

    Agradecida de las bromas, que actúan como un bálsamo necesario frente a la desazón inminente, Ana Luisa nos invita a un trago, a lo que Hugo accede encantado. En la casa ocho nos invade a todos una sensación de paradójica conformidad. Nada, ni siquiera la muerte de nuestro amigo, nos va a arrebatar el futuro, a esa hora crepuscular en la que el moribundo nos deslumbra con su actitud apacible. Las chicas lo miran de reojo; alguna hasta se permite con él pasajeros contactos visuales. La muerte, la posibilidad de la muerte, duplican su atractivo; su cuerpo se vuelve a los ojos de todas un bien perecible, que es preciso registrar con la mirada (¿con las manos?), porque muy pronto ya no estará. El lunes lo sabremos. Entretanto, brindemos. Nadie quiere irse. Cerca de la medianoche, bajo el efecto del ron y el vermouth, se me ocurre comentar la noticia del juicio que se le sigue por aquellos días a Winnie Mandela en Ciudad del Cabo. 

    —¿Y por qué la han llevado a juicio? —indaga el propio Hugo—. ¿De qué la acusan? 

    —De aporrear a un par de negros en un callejón, hasta matarlos —explico. 

    —¿Ella sola aporreó a un par de negros hasta matarlos? Creía que para eso estaba el Gobierno de De Klerk. O el canalla de turno. 

    —Sus guardaespaldas, los de Winnie, han aportado también su cuota. 

    Sobreviene un espeso silencio. 

    —Para eso mejor el apartheid, ¿no? —sugiero—. El Gobierno los liquida en los tribunales, pero eso les deja la posibilidad de apelar. Con el guardaespaldas, un negro de dos metros con garrote, no hay derecho a pataleo. Después va donde Winnie y se lo cuenta a su manera: «Tuve que matarlo, jefecita». 

    Mi explicación provoca cierto escozor en los presentes, en el muro tambaleante de nuestras convicciones, ahora que nuestro ejército de antiguos insurrectos ha sido paulatinamente diezmado por los ministerios y organismos públicos. Sonia me observa desde un rincón con una mueca de disgusto. Es partidaria incondicional de Winnie Mandela, eso es evidente. Algo habrán hecho ese par de negros para que se los llevaran al callejón. 

    —No me lo creo —dice finalmente Hugo.

    —Yo tampoco —repiten a coro los demás.

    La muerte, aunque sea una conjetura, favorece la unanimidad. Alguien alude a «la manipulación informativa de las agencias internacionales», una hipótesis que los conforma a todos, y Winnie queda absuelta sin necesidad de acudir siquiera al tribunal. Yo me cuido de abrir la boca de nuevo por el resto de la velada, que se prolonga hasta casi las dos. A nadie le preocupa demasiado la hora. Puede que no se repita, un encuentro como ese. 

    De vuelta a casa por el sendero de gravilla, Sonia me expone sus quejas: 

    —¿Cómo se te ocurrió sacar a relucir ahora lo de Winnie Mandela? ¿Te parece apropiado en estas circunstancias? 

    —¿Qué circunstancias?

    Por un segundo queda perpleja. ¿Qué circunstancias?

    —No sé —concluye—. No me pareció muy atinado, eso de los dos negros tirados al callejón.

    —Sí, bueno. Es mejor no insistir en esos temas frente a Hugo.

    Esta vez me rindo fácilmente, con el solo propósito de dormir en paz. Ya en la cama me desvelo de todas formas, como tal vez les ocurre a los demás en sus casas. Al amanecer, cuando ya la noche está perdida, arribo a algunas certezas: me pesa estar sano, como probablemente les sucede a los demás; me pesa la ausencia de un pulmón carcomido que suscite a mi alrededor alguna forma de consenso y me haga enigmático, atractivo ante mis vecinas... 

    El jueves, faltando escasos cuatro días para el diagnóstico, repetimos la velada en nuestra casa. Hugo acrecienta con maniobras inesperadas el interés por su figura. Nos cuenta que ha abandonado temprano la consulta —los premolares y las caries han dejado de interesarle— y se ha pasado algunas horas en la Biblioteca Nacional rastreando en variados textos la muerte de hombres notables. Menciona entre otros a Nelson, alcanzado por un proyectil enemigo en Trafalgar, desgarrado en los brazos de su fiel ordenanza, ante quien pronuncia una única frase: «El beso de la muerte, Horacio». Menciona a Serguei Esenin ante el espejo, con las venas seccionadas en la habitación del hotel, redactando con su sangre el último verso: «Adiós, amigo mío, en esta vida el morir no es nada nuevo...». Menciona, en fin, al Mahatma, que perdona a su ejecutor antes de caer abatido por sus balas. El recuento hace aflorar las lágrimas a los ojos de Ana Luisa; los demás guardamos silencio. Esta vez, todo el mundo se retira a una hora prudente, en actitud de recogimiento. Por la noche, cuando piensa que ya estoy dormido, oigo a Sonia llorar en la oscuridad. Vuelvo a sentir la falta del bacilo en mi interior, uno cualquiera. 

    Al día siguiente por la tarde me encuentro a Hugo al llegar a casa, justo cuando se baja del Toyota. Al verme, sonríe con melancolía, con esa estudiada languidez que se ha adherido a su rostro en los últimos días. Lo noto lejano, síntoma evidente de que han ocurrido en su interior nuevos cambios. Esta vez se trata de algo grande: le ha ocurrido en la consulta, una especie de satori, una revelación primordial, justo cuando iba a ponerle una gutapercha a algún paciente, un tal Gutiérrez. 

    —Nunca me había ocurrido —dice, aún sorprendido—. ¿Has leído a Borges? ¿El Aleph

    —Desde luego. 

    —Fue algo parecido. Una captación repentina de todo cuanto hay y todo cuanto ha existido. 

    Consciente de su entusiasmo, lo dejo explayarse en torno a su Aleph particular, que ha detectado en la boca de Gutiérrez, del lado de la epiglotis. 

    —Es complicado —digo—. ¿Cómo harás para seguir observándolo? 

    —Voy a prolongarle el tratamiento —dice, sin remordimientos—. Me inventaré las caries que sea. Pero déjame que te hable de lo que vi... 

    Sus términos me decepcionan. Previsiblemente habla del «incesante y vasto universo» y de «un punto donde convergen todos los puntos». Demasiado conocido incluso para mí, que no releo a nadie, ni siquiera a Borges. 

    El sábado nos reunimos todos en nuestra casa de nuevo. Hugo aprovecha para exponer a los demás su hallazgo en boca de Gutiérrez, deslumbrándolos. La muerte, para otros una derrota, es en su caso un hilo de plata, el salto a la metafísica, aun cuando el listado que sugiere en boca de su paciente me resulta de nuevo muy poco llamativo. Borges hablaba de telarañas en antiguos lugares de culto, de inabarcables desiertos, de barajas, tigres y ejércitos en retirada. Schatzman habla de todos los partidos jugados en segunda división el pasado año, del guardarropía de su madre en Melipilla, de todos los molares que ha extraído en sus varios años de consulta. No evoca el infinito, pero el auditorio escucha de todas formas su enumeración con fervor. 

    —¿Y la gutapercha de Gutiérrez qué? —pregunto al final—. Con tanto Aleph revolviéndosele en la boca se la habrás puesto en un ojo, seguro. 

    El auditorio se vuelve a observarme con expresión reprobatoria. Sonia ofrece más vino y canapés para salvar la situación y me dedica un gesto homicida. 

    El domingo, con el diagnóstico en ciernes, nuestro ánimo decae y nos refugiamos cada uno en su casa. Los niños, ignorantes de todo, juegan a gritos en el patio de gravilla hasta el atardecer. Sus voces, sus habituales combates, suenan lejanos, irreales, como habrá de sonarnos a todos el nombre de Hugo Schatzman cuando lo hayamos perdido. Es un día nublado y domingo, dos buenas razones para quedarse en casa, ahora que el diagnóstico entra al fin en la cuenta regresiva. Al día siguiente lo sabremos, muerte o resurrección, según lo que diga el laboratorio. 

    Al final todo resulta menos dramático de lo esperado. Por la tarde vemos llegar a Ana Luisa y Hugo abrazados, sonrientes, y salimos todos a recibirlos. 

    —¡Tuberculosis! —anuncia él mismo y lo abrazamos todos por turnos. 

    El pulmón es todavía remendable con unas cuantas punciones, algo de reposo, los fármacos apropiados al caso. 

    Al día siguiente por la tarde celebramos en su casa la buena nueva. Alguien ha adquirido, ex profeso, un ramo de camelias, que le es obsequiado a Hugo en nombre de todos. Las bromas afloran con el champaña y otros detalles, aunque nadie las celebra en exceso, ahora que solo nos queda para reírnos sin ganas el estereotipo degradado de Margarita Gautier. Hugo se esfuerza sinceramente por renovar la mística, cierto aire de tragedia. Señala que en ocasiones el laboratorio también se equivoca. Luego insiste en lo del Aleph, pero alguien le pregunta, ahora sí, por la gutapercha del pobre Gutiérrez y las risas opacan, antes de que la inicie, su enumeración de lo que ha percibido hasta allí en su garganta. 

    Esa noche me desvelo nuevamente y Sonia conmigo. La oigo darse vueltas y suspirar impaciente en la oscuridad. 

    —¿A ti no te parece que está de todas formas muy flaco? —me pregunta al fin. 

    —¿Quién? 

    —Hugo. Parece como si estuviera de todas formas en fase terminal. 

    En ese momento comprendo lo que va a ocurrir. En los próximos días nadie habla de Hugo, al que ahora nos referimos únicamente por el apellido: Schatzman, el de la casa ocho. El cretino ese que se iba a morir. Nos ofende su presencia recurrente cada tarde, el detalle imperceptible de que vuelva a engordar y recuperarse. Nos abruma su estilo desenfadado, que ahora nos parece trivial, trivializándonos. Lo queríamos agónico y trascendente, no inmortal. 

    Alguien habla —en tono de broma— de arrollarlo con el automóvil, en caso de que falle el bacilo de Koch. Dicen que la autora de la propuesta es la propia Ana Luisa. Mejor un mártir del automóvil que un dentista con el pulmón estropeado, digo yo, dice ella. 

    No es una mala idea, digo yo.

    Estrella fugaz

    Acaba de ocurrirle la pasada noche, pero ya ni siquiera puede emplear en propiedad un verbo semejante: desde la pasada noche, nada ocurre propiamente en el universo, al menos como antes, no es ya un proceso indefinido y perdurable, garantizado. Ha sido al enfocar el telescopio en la dirección de Alfa Centauri, en la noche despejada y esa región en las afueras de Sídney, donde el perímetro urbano cede a la vastedad de la pradera australiana, a la noche insondable, a los canguros y especies que la habitan desde el pleistoceno, mucho antes de que Bancroft y su esposa se instalaran allí, él a montar su pequeño observatorio.

    A cierta hora de la madrugada lo ha visto: un destello apenas discernible para los demás astrónomos, aunque suficiente para él, que tiene un sexto sentido para esas cosas, es lo que dicen, una habilidad probada de advertir estrellas que a miles de años luz agotan su ciclo y explotan en la noche. Esta vez ha sido más llamativo: un astro de un volumen diez veces superior al Sol irrumpiendo al centro del telescopio con un fulgor imprevisto. Lo relevante —lo terrorífico— ha sido el fulgor, precisamente. Una llamarada certera, puntual, incuestionable. Ni siquiera ha debido corroborarlo, sabe con precisión lo que significa.

    Cuando empieza a aclarar, oye a su esposa ya levantada en la casa, preparando como cada día el desayuno. Lo recibe, ella, con la alegría habitual en la cocina. Él responde de igual modo, encubriendo su desconcierto.

    Por la tarde, acude de nuevo a su despacho a revisar las fotografías que el computador ha hecho en forma automática y ya no tiene dudas: una supernova no prevista, situada un poco más allá de Alfa Centauri, acaba de estallar a unos seis años luz de la órbita terrestre. Decir que acaba de estallar es, desde luego, optimista. Si está —como sus cálculos sugieren— a seis años luz, quiere decir que ha explosionado seis años antes, que su luz cegadora y su efecto devastador vienen ya en camino hacia la atmósfera. La cifra en sí lo deja nuevamente sin habla: dentro de escasos seis años la nube de radiación y escombros siderales alcanzará a la Tierra, una fuerza infinitamente superior al efecto arrasador de la bomba arrojada sobre Hiroshima. Todo está desde ya terminado, un apocalipsis viene volando por el espacio, aunque tardará aún seis años en sembrar sus efectos.

    Al anochecer vuelve a la casa para tomar el té con su esposa, que está como siempre aguardándolo en el rellano, con la mesa servida.

    —¿Todo bien? —la oye preguntarle, al tiempo que le tiende una galletita, horneada por sus manos diligentes ese mismo día.

    Bancroft medita brevemente.

    —Todo bien —dice. Y mira con súbita nostalgia al cielo estrellado.

    Día de visitas

    Recuerdo la primera vez que te vi, el día fijado para las visitas, de cuatro a seis, según lo establece el reglamento inapelable del recinto carcelario. Fue en la plazoleta que despliega irónicamente su verdor ante la puerta enrejada de la prisión, donde se reúnen habitualmente las demás mujeres para visitar a sus vástagos menos decorosos, los adictos al puñal y lo ajeno, todas a la espera de la revisión y el chequeo reglamentario, con los gendarmes vociferando entre el gentío y las visitantes cacareando su indignación, la rutina habitual. Te recuerdo ese día, tan joven, tan discreta, replegada en una esquina de la plaza, alejada del grupo de mujeres, con una bolsa de comestibles entre las manos, restregándola con nerviosismo mientras pensabas —es una hipótesis— en que ya pronto darían las cuatro y en cómo sería tu primera experiencia con el brazo inexorable de la ley, alguien hablaba del chequeo a manos de los guardias, requisito indispensable para ingresar a la sala de visitas y reencontrarte al fin con Salazar, tu novio de entonces, separados por el mesón aborrecible que todos los jueves se tiende entre los reclusos y el mundo civilizado. Había algo especial, indefinible, en tu lejanía del grupo, esa mirada de soslayo a los torreones y ventanas abarrotadas, en una de las cuales estaba yo, aguardando cualquier cosa a excepción de una visita. 

    Nadie de la familia parecía demasiado interesado en mi caso, desde que hice mi arribo al lugar con las formalidades de rigor, una fotografía de frente, otra de perfil y un número que sustituyó para siempre, o poco menos, mi nombre y mi libertad. No me quejo; si un día resolví participar en la fabricación casera de billetes, el «negocio redondo» con que Fabrizio nos prometía a todos el paraíso, es cosa mía: no voy a justificarme de nuevo, como hice a brazo partido ante el juez, ni menos responsabilizar a la parentela. El empedrado hogareño era de lo mejor, si el hijo resultó irremediablemente cojo eso es cuento aparte. Con tu presencia insustituible en el presidio el día de visitas, comprendí de todas formas que no era indispensable andar con los bolsillos repletos de dinero —menos el dinero impreso en casa de Fabrizio— a cambio de quedarse aquí, tras los barrotes, durante casi diez años. 

    Te veo ahora de nuevo, embargada de ese aire adolescente que ya entonces anunciaba su repliegue: una niña obligada a crecer sin previo aviso, porque Salazar, su novio, acababa de sorprenderlos a todos con la graciosa ocurrencia de encañonar a un recto ciudadano en un callejón de la ciudad, circunstancia en que la policía había tenido, a su vez, la graciosa ocurrencia de sorprenderlo a él. Se veía en tu cara que deseabas salir corriendo de allí, para nunca más bailar al compás de un tipo que cierto día faltó a la cita programada, cuando pensabas que todo iba de lo mejor entre ustedes. Hasta que alguien trajo a casa el periódico y ahí venía todo con pelos y señales, tu arbitrario Romeo en la página de sucesos policiales, Salazar con el rostro ojeroso, demacrado en las fotografías, y yo te lo dije, hija, ese rufián no te convenía, una madre nunca se equivoca. 

    Una semana después estabas frente a la prisión (qué iba a decir mamá), esperando a que dieran las cuatro para rescatarlo, al rufián, de las sombras, ese jueves memorable en que te decidiste a integrar el grupo de visitantes. Yo estoy en la celda del torreón, una de las que mira a la plazoleta, desde la cual asistí complacido a tu nacimiento en la avenida conducente al penal, a tu rostro pálido y agobiado, discernible entre el gentío y las demás mujeres. 

    A los que no teníamos visita se nos permitía quedarnos en las dependencias adyacentes al galpón donde se reúnen los presos y sus familiares. Allí permanecía yo todos los jueves, pegado a una de las puertas de acceso, a cierta distancia del rincón donde se refugiaban tú y Salazar a conversar. Desde allí te observaba de reojo, fumando un cigarrillo tras otro, atento a tus manos delicadas, que Salazar acariciaba con nostalgia. De vez en cuando mirabas hacia donde me hallaba apoyado, lo recuerdo bien, pero yo extraviaba la mirada en algún punto del patio, por eso del pudor. 

    La vida transcurre con parsimonia en la prisión. A poco andar, comencé a vivir para el día de visitas, como Salazar, aferrándome a la idea de que algo sabías de mí, el tipo encerrado para siempre, o casi, en la celda del torreón. Ya al momento en que acepté unirme a los bajos fondos —por culpa de Fabrizio y sus geniales propuestas—, intuía que el asunto acabaría mal, presentía los barrotes, la soledad del torreón, esta vida restringida a cuatro paredes insalubres, todo a cambio de vagar durante algún tiempo por la ciudad con la sonrisa desleal de un millonario. 

    No podía durar indefinidamente. No hay plazo que no se cumpla, dicen, y es verdad. Un día le ocurrió a Salazar, que apareció corriendo por el patio a la hora en que estirábamos allí las piernas, su rostro desencajado de alegría. 

    —¡Me voy! —gritó, viniendo hasta nosotros—. ¡Me han aceptado la petición! 

    —¿Cuándo? —pregunté con fingido entusiasmo. 

    —El miércoles. 

    Era el día previo a las visitas. 

    Pasé la semana entera buscando alguna alternativa, pero no la había. Consideré incluso la posibilidad de sincerarme con Salazar y suplicarle que al menos se quedara hasta el jueves, pero no tenía caso, no hay petición capaz de retener a un hombre tras los barrotes una vez cumplida su sentencia, y el miércoles al amanecer Heriberto Salazar abandonó el penal llevándose consigo la afortunada posibilidad de verte por última vez, solo una más. 

    Al día siguiente, el jueves, me sorprendí de nuevo apoyado contra los barrotes, mirando a la plaza. Las mujeres estaban allí desde hacía una hora. A las cuatro en punto cogieron sus bártulos y se dirigieron a la entrada para la revisión. Contemplé desolado la avenida conducente a la prisión, la arboleda, a un grupo de muchachitos jugando a algo indiscernible en la distancia y me abandoné luego sobre la litera, dando cuenta de los últimos cigarrillos. 

    Segundos después oí el taconeo marcial de un guardia en el pasillo, lo vi detenerse en el umbral de mi celda. 

    —¡Al galpón, Jorquera! —me ordenó—. Tienes visita. 

    No sé bien cómo llegué abajo, tan solo que fue en tiempo récord y que lloré un poco entre tus manos, en una esquina del mesón, como un niño de pecho. 

    En cuanto a Salazar, ya lo dijo tu madre, ese tipo no te convenía. Y una madre jamás se equivoca.

    Danubio pardo

    En ningún caso iba a alterar, en función de oscuras amenazas, mis hábitos más arraigados, que incluían un breve paseo al atardecer por entre las cruces gamadas pintarrajeadas en la acera y bajo mis pies. A lo más evitaba pisarlas, claro, para no exacerbar a sus autores: ni

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