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Pecar como Dios manda: Historia sexual de los chilenos. Desde los orígenes hasta la colonia
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Pecar como Dios manda: Historia sexual de los chilenos. Desde los orígenes hasta la colonia
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Pecar como Dios manda: Historia sexual de los chilenos. Desde los orígenes hasta la colonia

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No es posible conocer la esencia de un pueblo si se ignora la historia de su sexualidad. En los comienzos de Chile, un sinfín de pueblos originarios disfrutaba del sexo a su manera, sin mucho apego a las nociones pecaminosas traídas luego por los europeos. Los mapuches, que eran originariamente polígamos, no entendían mucho la obsesión hispánica con la monogamia. Las crónicas de la guerra en Arauco, por ejemplo, refieren el caso de un indio que, en un diálogo improvisado con un soldado cristiano, se muere de la risa al saber que el rey de España tenía una única esposa. La etnia rapanui celebraba la creación del mundo en sus danzas evocadoras del encuentro íntimo y los aymaras imaginaban que una montaña cercana, cuando perdía la nieve, estaba excitada con algún cerro vecino.
Así hasta que arribó el europeo con su prédica condenatoria de la lascivia entre esas gentes “bárbaras”. Un somero repaso de sus protagonistas enfundados en sus yelmos y sus hábitos revela, con todo, que ellos eran bastante más licenciosos que lo que la historia oficial deja entrever. Partiendo por el mismísimo Pedro de Valdivia, el conquistador del territorio, que se vino del Perú con la muy cautivadora Inés de Suárez, su amante disfrazada de criada, y se “amacenbó” con ella junto al Mapocho, dando origen a un jolgorio colectivo que habría de subsistir durante la Colonia, motivando toques de queda tempranos en la capital del reino y denuncias persistentes de las autoridades, casi siempre de la boca para afuera.
Aunque, a contar de entonces, la sexualidad se vivía en Chile aureolada de secretismo, es y ha sido, desde esos orígenes precolombinos, una práctica teñida de espontaneidad, marcada a la par por curiosas estridencias, como pueden ser el caso de la Quintrala, nuestra versión local del Marqués de Sade, o de Manuelita Rebolledo, la chica que hizo del arquitecto Toesca el cornudo más renombrado dentro de la escena colonial. Prácticas en que se entreveraban el placer y la culpa, el juego y el temor en partes iguales. En un doble discurso digno de explorar en su faceta dual, paradójica, para llegar a un cuadro revelador y más preciso de la sexualidad al estilo chileno, de sus razones profundas y las desvergüenzas atesoradas por sus cultores.
Tras una exhaustiva investigación, con un notable apoyo documental, Jaime Collyer inicia con este primer tomo una inédita , entretenida y lúcida crónica de lo que ha sido la sexualidad de los chilenos, desde los orígenes hasta los albores de la Independencia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 jul 2018
ISBN9789563240658
Pecar como Dios manda: Historia sexual de los chilenos. Desde los orígenes hasta la colonia

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    Pecar como Dios manda - Jaime Collyer

    cosas

    I.- LA SEXUALIDAD EN LOS CONFINES DE LA TIERRA

    1.- El sexo y la historia

    Recrear la historia sexual de una comunidad implica necesariamente leer entre líneas, atender a lo que es explícito en sus crónicas y lo que permanece velado, a los discursos en voz alta y lo que está en el trasfondo. A aquello que la historia oficial registra y eso que es preciso deducir de sus textos deliberados, tan heroicos, tan rotundos. Es un recuento que circunscribe en apariencia su objeto a esa dimensión específica, la de la sexualidad y la vida íntima, pero esa dimensión integra y explica de algún modo su vida entera. La sexualidad suele estar presente, con carácter protagónico, en su génesis como nación y sus episodios fundacionales, sus héroes se mueven no pocas veces impulsados por el deseo, igual que sus élites, igual que el pueblo en su propio entorno. El sexo compromete desde las emociones básicas de sus gentes hasta sus ideales de belleza, sus definiciones acuñadas históricamente de lo que es una vida satisfactoria o un sentido para su nación, la estima y autovaloración de sus gentes, sus preferencias éticas, incluso la forma en que se ejerce el poder en su seno o sus nociones del propio devenir, su idea de la trascendencia y de cómo sortear la propia finitud.

    La apuesta es clara: da por sentado que a la historia de un país subyacen un despliegue sexual y unos devaneos de alcoba que en alguna medida perfilaron el curso de varios de sus episodios fundamentales. O, lo que es lo mismo, que tales acontecimientos se vieron condicionados en algún grado por esos avatares íntimos y por las nociones que sus gentes sustentaban al respecto. La historia local abunda en ejemplos de ello. Francisco de Aguirre, conquistador español que desperdigó con generosidad su simiente entre Chile y Argentina, justificaba sus más de 50 hijos ilegítimos señalando que tener hijos mestizos era un servicio a Dios más que un pecado, alarde en el cual se evidenciaba de algún modo la noción avasalladora y pragmática que inspiró la turbulencia sexual de la Conquista. Los gestos visibles y decisiones históricas de O’Higgins, hijo natural de un alto funcionario imperial y una jovencita de la élite chillaneja, están –es dable imaginarlo– influidos en algún grado por su condición de tal y por un estilo de paternidad muy arraigado en la América española. Incluso los avatares bélicos en que Portales embarca a Chile en el XIX obedecen quizás, al menos en parte, a la misma impetuosidad que lo impulsaba a su ajetreada vida nocturna y sus deslices madrugadores en el barrio santiaguino de la Chimba.

    En la esfera íntima laten comportamientos y actitudes que sustentaban las facciones étnicas originarias, esas que sumaron su propio acervo cultural y sus genes a la conformación de las varias naciones americanas. Por vía de más ejemplos, quizá sea la propensión decimonónica de las élites chilenas a lucir a sus mujeres ante los visitantes –hábito ceremonial del que hay variados testimonios en las crónicas– un derivado remoto de las ofrendas que en ese mismo sentido hacían algunas comunidades originarias de la región. Y bien puede ser que el doble discurso respecto al sexo, la tendencia tan criolla a vivirlo desinhibidamente en privado y hacer un discurso pacato en público, sea fruto de las dos grandes cosmovisiones –la indígena y la hispánica– que nutren a la nación chilena, las cuales, por estar perpetuamente confrontadas, no llegaron a fundirse jamás o conciliar de veras sus respectivas propuestas. Hubo mestizaje, encuentro de los cuerpos, pero no una fusión a ultranza de los propios valores y hábitos, a consecuencia de una guerra que fue aquí más implacable que en otras latitudes. Cada facción siguió, en virtud de ello, sustentando en lo profundo su propia noción de la sexualidad, polígama y hedonista en el caso mapuche, monógama y pudibunda en el de los hispanos. El cronista español Alonso González de Nájera refiere, para muestra, el comentario de un indígena que en 1614, dialogando con un cristiano, se muere de la risa al saber que el rey de España tiene una sola mujer. Le cuesta creerlo, lo percibe como un síntoma evidente de que su pretendido poder imperial no es para tanto.

    Hincarle el diente a estas múltiples aristas implica descripciones pormenorizadas de lo sucedido pero no elude –no podría hacerlo– la especulación, el juicio arbitrario del cronista y el documentalista respecto a esos hechos, su interpretación de los mismos, la necesidad de desentrañar lo que permanece implícito, de indagar en el sobreentendido y lo prohibido, en lo que se proclama en la versión oficial y lo que se ocultó a sabiendas.

    En esta misma vena, los testimonios acuñados por la crónica de lo cotidiano resultan a veces más sugerentes que las precisiones tan necesarias de lo historiográfico o sociológico. Baste pensar en un ejemplo adicional y muy contemporáneo que es todavía motivo de comentarios en Chile, aunque han transcurrido varias décadas desde su ocurrencia: es esa especie de chascarro multitudinario que suscitó la visita de Juan Pablo II en 1987, en una escala de seis días que incluyó el sonado encuentro pontificio con los jóvenes chilenos, al atardecer del 2 de abril, en el Estadio Nacional de Santiago. A él se dirigieron, esa tarde apacible, los escolares de colegios religiosos y laicos, voluntarios de las comunidades eclesiales de base, chicos y chicas de establecimientos educacionales de todo el país, adolescentes agrestes y otros más compuestitos, todos imbuidos del espíritu devoto fomentado por sus profesores y sus pastores, muchos de los cuales los acompañaron a la cita con una sonrisa beatífica y las manos entrelazadas. Se respiraba en el aire un efluvio de beatitud, de paternal consideración por esa juventud ansiosa, la nueva savia de Chile, que venía esa tarde a anunciar un futuro de reconciliación, de austeridad y recato, de pudores en su sitio y como deben ser.

    El resultado fue otro y recorrió al día siguiente los diarios de todo el orbe: la noticia de un gesto improvisado por la grey adolescente ante el visitante papal, a micrófono abierto, con una nota mitad discordante, mitad festiva, que esa masa juvenil introdujo de manera espontánea en el ritual. Cuando, contra el telón fulgurante del atardecer, iluminado por los focos en su tarima, el Papa le formuló varias preguntas alentadoras de su fe (¿Vosotros tenéis sed de vida eterna…?) y otras más específicas, indagando en su voluntad o disposición colectiva a oponerse al ídolo de la riqueza y al ídolo del poder, a lo que esa multitud de corazones jóvenes respondió con sucesivos y estentóreos ¡¡¡Sí!!!, convencida de sus opciones, sin vacilar. El problema sobrevino a la tercera interrogante: ¿Verdad que queréis rechazar el ídolo del sexo –inquirió el pontífice–, del placer que frena vuestros anhelos de seguimiento de Cristo por el camino de la cruz que lleva a la vida…?. Punto en que el guión oficial quedó sorpresivamente de lado y toda esa multitud efervescente que allí había, o buena parte de ella, voceó un inesperado: ¡¡¡Nooo!!!.

    Fue una salida de madre no prevista por nadie, pero muy sugestiva de lo que es la sexualidad por estos pagos, de lo que ella ha sido desde sus orígenes: una práctica tan entusiasta como en otras latitudes, que aflora tarde o temprano sin muchas inhibiciones. Chile muestra cada tanto la hilacha, como sucedió ese jueves de abril. Una hilacha a su manera inclaudicable, que no repara en autoridades eclesiásticas o políticas institucionales. Es el terreno a la vez dual donde hay que indagar: entre los dogmas oficiales y la subversión espontánea de esos dogmas, a la búsqueda de sus razones profundas o su legitimidad relativa, de las restricciones fomentadas desde el podio, de los miedos y verdades discurriendo a la par. Este primer tomo de una serie, a la cual habrán de seguir otros dos volúmenes, abunda en nuestra historia sexual desde la era precolombina hasta la fase colonial. Desde nuestros inicios como nación, deteniéndose en las prácticas íntimas de las comunidades aborígenes afincadas en nuestro territorio, a la fase colonial y las circunstancias que preludiaron la Independencia. Desde los renuentes mapuches o la prolongada Guerra de Arauco, con las asonadas recíprocas de indígenas y españoles, a la Colonia y sus hábitos pretendidamente comedidos. Es un primer paso, desde luego necesario al abordar el asunto, antes de arribar a la Independencia y la fase propiamente contemporánea.

    2.- La sensualidad del Nuevo Mundo

    La desnudez era algo natural entre los pueblos originarios de América, que celebraban el sexo no solo por su función reproductiva, sino como fuente de placer y emblema de la sensualidad. Un dato que impresionó por sí mismo a los europeos. Cierta crónica alusiva a las tribus del Orinoco señala que los misioneros cristianos llevaban allí telas y prendas para que las mujeres nativas se cubrieran, gesto al final infructuoso, pues las indias terminaban arrojando las prendas al río y, cuando eran reconvenidas para que se taparan, respondían: No nos tapamos porque nos da vergüenza. Hay indicios de esa misma naturalidad en la cerámica y piezas arqueológicas heredadas de las culturas tempranas, como es el caso de la cultura mochica, que habitó en el litoral septentrional peruano, cuyas obras de alfarería representan de manera hipertrofiada los genitales masculinos y femeninos, la variedad postural en lo erótico y escenas sugestivas de que los mochicas cultivaban incluso el sexo colectivo. Para la mirada contemporánea, los genitales hipertrofiados pueden resultar obscenos o un motivo de risa; entre los mochicas era todo ello, a lo que parece, una estilización deliberada para exaltar la fertilidad.

    Esta representación exacerbada de los genitales no era privativa del mundo andino y en los territorios de la cultura guaraní floreció, dentro de su mitología, el personaje del Kurupí, una especie de fauno local, descrito como un hombre bajo y fornido, dotado de un falo tan descomunal que debía llevarlo normalmente enrollado alrededor de la cintura. El Kurupí era el responsable presunto del embarazo inexplicable que sufría alguna chica luego de cruzar por sus territorios, como sucede hasta hoy con el Trauco chilote en nuestras latitudes meridionales.

    El estudioso colombiano Manuel Patiño, en su obra Historia de la cultura material en la América Equinoccial: vida erótica y costumbres higiénicas, recopiló infinidad de testimonios orales y escritos sugestivos de esa libertad primigenia de los pueblos nativos, que ni siquiera era percibida por ellos como tal, sino como un modus vivendi, un estilo de vida afianzado entre sus comunidades, del cual no cabía sorprenderse ni hacer alarde; de aquí, en parte, el gran desconcierto que suscitaron los europeos con sus pecaminosas nociones de la sexualidad, tan ajenas a esa tradición originaria. Patiño reunió, entre otras, variadas alusiones al aspecto físico de esos pueblos, brindadas por los propios europeos y españoles en sus testimonios escritos. Como el dato de que casi todos los amerindios lucían muy buena dentadura, eran más bien bajos –salvo los onas patagónicos, que medían en torno a 1,80 metros en promedio– y casi no tenían vello corporal, un rasgo étnico distintivo de los pueblos precolombinos, a diferencia de los hirsutos europeos y los varones ibéricos; la calvicie prácticamente no existía entre ellos y eran, según algunos cronistas, poco propensos a la locura, pese a las condiciones de servidumbre y sujeción en que estuvieron durante el dominio español. Un dato aún más curioso es, de acuerdo a esos testimonios, que el beso era desconocido en ciertas tribus. Tomás Guevara, estudioso de la vida mapuche cuyos datos son a veces fidedignos y otras aparecen contaminados de sus prejuicios, insiste repetidas veces en que el beso en propiedad, como hoy se lo practica en Occidente, estaba ausente en los encuentros mapuches. Dice puntualmente en su obra Folklore araucano que el beso no fue originariamente araucano; aprendiéronlo [sus gentes] a la raza conquistadora. La manifestación erótica primitiva consistía en chupar suavemente la piel, o en la restregación de las mejillas del hombre i la mujer. Lo anterior da pábulo al propio Guevara para dudar de la existencia del sentimiento romántico, del amor en un sentido amplio, dentro de las sociedades precolombinas. Llega a afirmar, en términos demasiado generales, que la sensibilidad afectiva, comprendiendo la del amor, se manifiesta disminuida en las sociedades bárbaras americanas. Otros autores, como el etnógrafo Ziley Mora Pérez, desestiman la idea. Mora postula, en Amor y sexualidad en la cultura mapuche, que en el antiguo Arauco el amor y el sexo no solo estaban presentes en lo cotidiano, sino que adquirían una cualidad mística y totalizadora; eran, en sus términos, una forma de iluminación solar y un estado de renacimiento esperanzador. Como prueba de ello, recuerda que en mapudungún, la lengua mapuche, el término para el acto sexual o el coito es kurretu, cuyo significado literal es "acción circular y recíproca que se hace con la kure, vale decir, con la esposa". Y el término kure puede a su vez traducirse, considerando su origen etimológico, como la que torna pura la energía de la vida, la que purifica o ennoblece la fecundidad.

    Testimonios legados principalmente por los clérigos españoles, cuando menos los que evidenciaron tempranas inquietudes antropológicas, proponen que la menstruación era más precoz y abundante en las indias que en las europeas –en algunas tribus indígenas las jovencitas iniciaban su vida sexual a los 9 o 10 años– y la fertilidad más prolongada: se cuenta que indias ya ancianas todavía concebían hijos en las Antillas Menores y que en el Amazonas parió una india de 70 años. [Hay] en todas las criaturas un adelantamiento extraordinario, señala un testimonio afín a la visión patriarcal de la Conquista y rescatado por Patiño, pues las mujeres, gatas, perras, yeguas, vacas, etc., engendran y paren antes de su debido tiempo. De modo que, después de parir varias veces, crecen y llegan al estado de perfección, pero también se cansa antes de tiempo la naturaleza y quedan infecundas. De modo que una mujer de 45 años parece de 70.

    Hay pocas evidencias de que la virginidad fuera un ítem demasiado relevante para las culturas originarias o un tesoro a preservar de manera obsesiva, como hacía el catolicismo europeo. Entre algunas comunidades de Centroamérica era incluso percibida como un signo de poco atractivo en la mujer, lo que también ocurría entre los araucanos. Una excepción al respecto fueron los mayas, que sí la atesoraban. En algunas tribus ocurría, de hecho, que la madre desvirgaba en ceremonia pública y con su dedo a las niñas cuando eran pequeñas, para que luego no sufrieran dolor. Fue una práctica frecuente entre los incas, que luego abolieron por razones no muy claras. Aun cuando predominaba en casi todo el Nuevo Mundo una dinámica patriarcal en los clanes familiares, la mujer nativa daba muestras –para decirlo en términos contemporáneos– de gran liberalidad en lo sexual, fenómeno que impresionó y removió en su fuero íntimo, y no tan íntimo, a los primeros viajeros y cronistas arribados a estas tierras.

    Américo Vespucio, tan ponderado en sus consideraciones geográficas, no escatima adjetivos en sus crónicas de El Nuevo Mundo cuando se trata de la sexualidad indígena: No son muy celosos, pero son lujuriosos fuera de toda medida y mucho más las mujeres que los hombres, que por honestidad se deja de decir los artificios de que se valen para satisfacer su desordenada lujuria.

    Entre los chorotegas de América Central, las mujeres contaban con absoluta libertad, en días de festejo, para relacionarse sexualmente con cuantos varones quisieran y había prohibición expresa de hacer escándalo o alguna escena a posteriori. El cronista Gonzalo Fernández de Oviedo señala algo parecido en su Historia General y Natural de las Indias: En cierta fiesta muy señalada e de mucha gente […] es costumbre que las mujeres tienen libertad en tanto que dura la fiesta –que es de noche– de se juntar con quien se lo paga o a ellas les placen, por principales que sean ellas en sus maridos. E pasada aquella noche, no hay de por ahí adelante sospecha ni obra de tal cosa, ni se hace más de una vez en el año […] ni se sigue castigo ni celo ni otra pena por ello.

    Los enlaces de pareja ocurrían habitualmente por acuerdos familiares y eran precoces, e incluían una dote, aunque a veces se practicaba el rapto ceremonial de la jovencita por el varón, una práctica tolerada y hasta inducida por el entorno. Entre los pueblos andinos del sector boliviano existía el sirviñaco o matrimonio de prueba entre los cónyuges.

    En algunas tribus los varones eran dominantes y maltrataban a la mujer; en otras ocurría a la inversa. La poligamia era habitual entre los tupinambas, los mapuches y los incas. Estos últimos reglamentaban el número de mujeres que podían tener los varios niveles funcionariales del imperio, desde los más elevados a los inferiores. Dice Huamán Poma de Ayala, el cronista peruano, que tales disposiciones regulaban que un indio pobre tuviese dos mujeres y los otros que tenían puestos por mitimaes tenían dos mujeres y los soldados de guerra conforme la victoria les daba mujer para el aumento. Había además, entre los incas, una tolerancia relativa del incesto, aunque él estaba reservado a la casta reinante: el Inca o soberano se desposaba, de hecho, con su hermana mayor, que pasaba a ser su esposa predilecta. En otras regiones precolombinas, como sucedía con la etnia guaraní o entre las tribus de la actual Colombia, la poligamia alcanzó proporciones descomunales. Se sabe, por ejemplo, que el cacique Bogotá disponía de más de 400 mujeres. Y cabe mencionar las varias formas que adoptó la prostitución en la fase previa al arribo de los europeos, aunque el término en sí y el concepto mismo de prostitución no sean muy apropiados a esa fase, visto que involucran una contraprestación financiera que no existía en las culturas precolombinas. Había, en cualquier caso, prostitución ritual y de ambos géneros: en el actual Perú, los guerreros incas solían acudir, antes de emprender sus campañas, a lugares donde varones jóvenes especializados en ese cometido, los llamados pampayrunas, escogidos a temprana edad por su dotación genital privilegiada, los agasajaban y entretenían sexualmente antes de que se marcharan al frente. En Chile hubo una variante no prostibularia de esa práctica, una forma ritual de travestismo que los machis varones desarrollaban en algunos rituales. Los machis o médicos hechiceros de Chile, dice Patiño, "ejercían en tiempos antiguos la pederastia y usaban vestidos y adornos femeniles (machis hueyes). Actualmente han sido sustituidos por mujeres".

    3.- Tribus diversas en un territorio inestable

    El Chile continental era, ya en la fase de Conquista, un paisaje inestable, algo que los conquistadores verificaron muy prontamente, unido a la ausencia endémica de riquezas en el nuevo territorio, o cuando menos del oro en cuya búsqueda venían. Un territorio frágil, quebradizo, víctima –diría Neruda– de las sombrías estrategias del subsuelo. Propenso a los sismos y terremotos cada diez, cada veinte años. Una faja de tierra desplegada al oeste del macizo andino, situada en su extremo austral y más accidentado, como un corredor ínfimo que discurría entre el Pacífico y la cordillera de los Andes. Visto desde el aire –aunque no les era posible a sus habitantes primigenios o los europeos verlo desde el aire– parecía que un Titán miope, no demasiado benévolo ni en la plenitud de sus fuerzas, lo había dispuesto todo allí con premura, sin pensar mucho en lo que hacía, buscando tan solo reunir entre esos márgenes un paisaje disímil: un vasto desierto al norte, un trozo fértil de valles transversales al centro, una bella coreografía de bosques y lagos más al sur y luego un espacio donde el territorio se deshilachaba en infinitos islotes y fiordos, previo a los hielos flotantes y las nieves perennes del extremo austral. Casi parecía haberse confundido un poco, el Titán, cuando concluía su labor, desparramando aquí y allá esos islotes y ensenadas donde a veces habitaba el hombre y otras

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