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La rebelión de las nanas
La rebelión de las nanas
La rebelión de las nanas
Libro electrónico207 páginas3 horas

La rebelión de las nanas

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Son las primeras en levantarse y las últimas en acostarse. Duermen en cuartos pequeños, caminan por el barro en pleno invierno, comen cosas distintas a las que cocinan y sirven. Soportan las humillaciones de sus patronas, de los hijos de sus patronas y, en ocasiones, de las manos demasiado largas de su patrón.

Frente a ellas, la Pilola, la Cata y todas las mujeres para cuyas grandes casas solventadas por los maridos, la presencia de las nanas resulta imprescindible. Viven con el miedo y la sospecha de que les vayan a robar, metan al hijo adolescente en sus camas, abandonen sus trabajos de la noche a la mañana, rompan sus normas o alteren sus vidas.

Con fino humor y gran agudeza, esta novela logra configurar una verdadera radiografía de fines de los noventa, a lo largo de imágenes que reflejan el contexto político, social y cultural de un Chile que se abre al siglo XXI.



SOBRE LA AUTORA:

Elizabeth Subercaseaux, periodista y escritora, nació en Santiago, Chile. En la actualidad vive en Pensilvania, Estados Unidos. Ha trabajado como reportera, entrevistadora, articulista y columnista para las revistas Cosas, Apsi, Master, Caras, El Sábado, La Nación, Cuadernos Cervantes (Madrid), Diario Al Día (Filadelfia), Ocean Drive (Miami), Vanidades Continental (Miami). Fue profesora de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile. Ha sido corresponsal de la BBC de Londres y de las revistas Semana (Colombia) y Crisis (Argentina).
Entre sus libros periodísticos están: Los generales del Régimen (entrevistas en coautoría con Raquel Correa y Malú Sierra); Del lado de acá (entrevistas); Ego Sum Pinochet (entrevista en coautoría con Raquel Correa); Gabriel Valdés (anecdotario político); Michelle (entrevista (entrevista en coautoría con Malú Sierra); Evo Morales (entrevista en coautoría con Malú Sierra).
Sus crónicas humorísticas incluyen La comezón de ser mujer; Las diez cosas que una mujer en Chile no debe hacer jamás; Eva en el mundo de los jaguares; Las diez cosas que un hombre en Chile debe hacer de todas maneras.
Entre sus novelas destacan: Silendra; El canto de la raíz lejana; Matrimonio a la chilena; La rebelión de las nanas; Una semana de octubre; Un hombre en la vereda; Reporteras; Vendo casa en el barrio alto; Compro lago Caburga; y Clínica Jardín del Este. Y dos novelas policiales: Asesinato en Zapallar y Asesinato en La Moneda.
Su novela Una semana de octubre, recibió el Liberaturpreis 2009, en Alemania.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jun 2016
ISBN9789563243734
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    La rebelión de las nanas - Subercaseaux Elizabeth

    FINAL

    Y TUS CAMPOS DE FLORES BORDADOS

    La historia que vamos a contar ocurrió al amanecer del siglo XXI, cuando las mañanas luminosas, los crepúsculos suaves y las noches quietas eran materia de viejos cronistas, casi todos muertos. Atrás habían quedado las reminiscencias de ese octubre mes de las flores que describía Benjamín Vicuña Mackenna, la gala de Chile, la fiesta de su profusa y esplendorosa primavera. El clima ya no era un perfume ni su cielo un manto de azuladas brisas. El país ya no se asemejaba a un vasto paisaje tendido entre la blanca flocadura de los Andes y la orla de esmeralda de los mares. Atrás habían quedado esos años de un Chile parroquial donde no había problemas graves, a menos que se inventaran, el Chile del Congreso y sus viejas rencillas y camaraderías democráticas, con la Negra Lazo rompiéndole la cabeza a Jorge Lavandero y Salvador Allende pidiéndole prestada la chaqueta de terciopelo a su amigo del partido liberal y el marqués Bulnes sorbiendo su té helado antes de pulverizar con toda finura el argumento de su colega del Partido Socialista y Jorge Alessandri comentando que lo único que lamentaba de los radicales ingresando al gabinete era que iban a llenar La Moneda de abrigos amarillos y el descomunal apetito de Mario Palestro, monarca de la República Independiente de San Miguel. Lo he visto despacharse cuatro choros zapatilla, una cazuela de pava, metro y medio de chunchules y quedar mirando con ojos largos una cabeza de chancho con su respectivo perejil en la oreja y su zanahoria en el hocico, contaba Eugenio Lira Massi. Quién sabe dónde había quedado el chileno viril, culto, vernáculo, señor de alguna tierra, que sabe algo de leyes, del poeta Armando Uribe. El país de las sombras tranquilas estaba guardado en el corazón de algunos como un hermoso sueño. Hacía mucho tiempo que la tradicional sobriedad de una gente que andaba en citroneta y vivía sin ostentación se había convertido en mall y tarjetas de crédito y mansiones californianas y televisión de mal gusto y teléfonos celulares y citófonos para llamar a las empleadas domésticas, que dejaron de llamarse empleadas y pasaron a ser las nanas. En medio de fuertes desigualdades, avivadas por la marea del mercado, cundían la delincuencia alarmante y todo el desencanto que es capaz de producir una sociedad cruzada por severas asimetrías. Había emergido una clase de súper gente bien —así la habría llamado Benjamín Subercaseaux—, nuevos ricos que vivían encapsulados en sus mansiones, completamente al margen de la política, los placeres y los sufrimientos de la humanidad fuera de sus barrios, sin saber nada de la pobreza y la desesperanza que existía a pocos kilómetros de sus casas.

    La gente venía arrastrando la carreta del siglo XX a duras penas, presa de un gran cansancio. Todo empezó con el gobierno popular que espantó a la derecha y no supo controlar a la ultraizquierda y derivó en un desastre económico y social de magnitudes desconocidas para el país. Luego de tres años de turbulencia, los militares dieron un golpe y partió la dictadura que se prolongó por diecisiete años y dejó un saldo de miles de muertos, más de mil detenidos desaparecidos, diez mil exiliados y una profunda división en la sociedad herida y llena de miedos. Uno de los responsables de estos hechos, el general Augusto Pinochet Ugarte, el héroe sudamericano de la guerra fría contra la ex URSS —así lo llamaban sus seguidores—, había cumplido ochenta y tres años y padecía de diabetes Mellitus, dolencia atrioventricular con extrasístoles y marcapasos, artritis de la rodilla izquierda, laminectomía de descompresión en los discos L4 y el sacro, rinitis atópica, desarrollo multinodular de la tiroides, presbiacusia, isquemia. En resumen, declaró un facultativo que estudió su historial médico, es un paciente con múltiples enfermedades crónicas, con un cuadro depresivo-ansioso sobre agregado, con dificultad importante en su rehabilitación post laminectomía. Como el resto de los mortales, el general Pinochet había envejecido. Retirado de todo, menos de la necesidad de pedir perdón, esperaba volver a su patria luego de largos meses de arresto domiciliario en Londres, donde fue apresado por orden de un juez español, acusado de crímenes contra la humanidad.

    La humanidad no se equivocaba en su percepción del gobierno militar. Durante diecisiete años se violaron los derechos humanos, en forma sistemática, produciéndose la supresión de todas las libertades, salvo la económica. Cuando el gobierno llegó a su fin, la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación logró comprobar que 1.261 personas cayeron en los últimos meses del año 1973, 59 personas murieron en los Consejos de Guerra, 93 durante las protestas, 101 alegando Ley de Fuga, 815 fueron torturados y luego ejecutados, 957 cuerpos nunca aparecieron. Entre 2.179 víctimas había hombres y mujeres de España, Argentina, Ecuador, Francia, Uruguay, Bolivia, Estados Unidos, Brasil, Perú, Venezuela, México, Italia, Austria, Checoslovaquia, Vietnam e Inglaterra.

    El triunfo del No en el plebiscito del 5 de octubre de 1988, realizado luego de cinco años de protestas callejeras, cacerolas retumbando en la noche, nuevos arrestos, tres opositores degollados, otros quemados vivos y otros ametrallados en sus casas, obligó al general Pinochet a ceder una cuota importante del poder. Abandonó el sillón presidencial del Palacio de La Moneda, cruzó la Alameda y se instaló en la Comandancia del Ejército, donde quedó al mando de las Fuerzas Armadas. Más tarde, se convertiría en senador vitalicio del Congreso que había ordenado clausurar en 1973 y que ahora volvía a funcionar.

    Al plebiscito siguió la primera elección democrática en diecisiete años y ganó el candidato de una concertación de partidos que se habían opuesto a la dictadura. Fue entonces cuando entre la Concertación, los militares y el mundo civil pinochetista se llegó a un acuerdo tácito: no se enjuiciaría al comandante en jefe por su responsabilidad en los crímenes cometidos y, en ese primer tramo hacia la recuperación democrática, tampoco se tocarían los enclaves autoritarios contemplados en la Constitución de 1980. La memoria de su gobierno estaba manchada, era cierto, pero había otra cuenta que sacar, mucho más alegre y aplaudida por la comunidad internacional, que nadie estuvo dispuesto a poner en tela de juicio: la aplicación de una política libremercadista, que se insertaba perfectamente bien en los tiempos de globalización de las economías mundiales, había dejado a Chile en una situación económica envidiada por casi todos los países del continente. Será verdad que en su gobierno se violaron los derechos humanos, pero no es menos verdad que la economía está boyante. Y no lo tocaron. Abajo quedaron los sacos de arena que apisonaron los soldados, más abajo la capa de piedras, más abajo la bandera cubriendo el cajón de pino y todavía más abajo los restos de la vieja y respetable democracia. Una pala mecánica, accionada desde un lujoso mall en lo alto de Las Condes, le echó tierra a la memoria y se dio comienzo a la transición.

    En octubre de 1998, durante el segundo gobierno de la Concertación, el general Pinochet viajó a Inglaterra y aprovechó la oportunidad para operarse de una hernia en la región lumbar, una operación que le podrían haber practicado en cualquier parte del mundo, incluido el Hospital Militar de la calle Providencia. El 16 de ese mes, a medianoche, la policía de Scotland Yard irrumpió en su cuarto del London Clinic y le comunicó que estaba arrestado. ¡El intocable general chileno prisionero en Inglaterra! Nadie daba crédito a la noticia. No podía ser. Esto no se podía permitir. El Capitán General, el Comandante en Jefe, el General Benemérito, el Senador Vitalicio, el Tata, vejado... Hasta los pájaros escucharon el ruido que produjeron los sables al desenvainarse. Los cóndores aletearon, los huemules levantaron las patas. Entonces, el Gobierno de Chile —incluidos varios personeros que fueron perseguidos y exiliados durante la dictadura militar— consideró que Inglaterra y España estaban agrediendo la soberanía nacional, aquello era una bofetada al orgullo del país, no era posible aceptarlo, el arresto del dictador chileno constituía una intromisión en los asuntos internos, si había que enjuiciarlo, se lo enjuiciaría en Chile. La Colonia terminó hace más de trescientos años, rezongó el presidente Frei y, aludiendo a razones de Estado, emprendieron la defensa del Senador Vitalicio. Esa misma noche empezaron las pesadillas. Los personeros que ahora se jugaban por él no lograban descansar tranquilos. En el silencio de sus dormitorios se les venían encima, una y otra vez, aquellas ligeras palabras del general Pinochet al almirante Carvajal, desde su puesto de ataque a La Moneda, en el fragor del golpe de 1973: No podemos aparecer con debilidad de carácter aceptando un plazo de parlamento con esta gente, porque no podemos nosotros aceptar plazos ni parlamentos que significan diálogos, significan debilidad. Todo ese montón de jetones que hay ahí, al señor Tohá, al señor Almeyda, a todos estos mugrientos que estaban por arruinar el país, deben pescarlos presos y en el avión que tienes dispuesto tú, ¡arriba!, y sin ropa, con lo que tienen, para afuera.

    Pero eran otros tiempos, otro lenguaje, otro Pinochet y otros jetones y mugrientos. En las estructuras políticas, el Pinochet de los días del golpe —anteojos oscuros, gesto adusto— había desaparecido tal como los cuerpos de algunas de sus víctimas. Era el momento de dar vuelta la hoja y mirar hacia el futuro o seguir revolviendo una herida que de esa forma nunca iba a cicatrizar.

    Así, el pensamiento crítico pasó a ser una majadería de intelectuales de izquierda pegados al pasado, gente de no-mercado que no comprendía la modernidad y se había colocado de espaldas a la historia, contestatarios motivados por la nostalgia de los 60, la gente que odiaba Miami. El gobierno de la Concertación se reconcilió con las fuerzas autoritarias a ciegas, a tontas y a locas, decía Diamela Eltit, sumándose a los aparentes éxitos de un libremercadismo sin ninguna traba, que tenía a un gran porcentaje de los ciudadanos nadando en deudas, alienados por el consumismo y peligrosamente despolitizados. Además —y era muy difícil comprender el por qué de esta imprudencia—, la Concertación dejó caer los medios de comunicación que recogían voces disidentes y sensibilidades distintas de las de la cultura neoliberal. Apsi, Análisis, Cauce, Fortín Mapocho, La Época y, finalmente, la revista Hoy fueron quebrando, sin que la Concertación les tendiera una mano, como si ya no les sirvieran. Y frases como aquella pronunciada por el ex ministro de Defensa, Edmundo Pérez Yoma: El gobierno no reconoce diferencias éticas entre los últimos gobiernos de Chile, dejaron en el mismo plano ético a los gobiernos de Frei, Aylwin, Allende, Frei Montalva, Alessandri y Pinochet.

    Así se hicieron parte y permitieron el desdibujamiento de las fronteras entre víctimas y represores, demócratas y pinochetistas, sociedad de consumidores y ciudadanía política, memoria e inmediatez, y a finales del año 1999 el contubernio se había extendido como una mancha de aceite por los distintos sectores del país.

    En ese contexto se produjo la elección presidencial de diciembre de 1999. El candidato fuerte de la derecha, Joaquín Lavín —hombre del Opus Dei, colaborador del gobierno militar— se enfrentó al único candidato de la Concertación, Ricardo Lagos, socialista de los nuevos tiempos, cuyo efectivo y desafiante dedo apuntador del general Pinochet fue domesticado al máximo, para no asustar a los militares ni al poder empresarial. Sus campañas —cada uno tratando de asemejarse al otro, no convenía espantar a nadie, ni remecer la memoria, ni parecer cercano a Pinochet— confundieron a la gente hasta el punto en que algunos llegaron a decir que daba lo mismo votar por cualquiera de los dos... Lo cierto es que empataron en la primera vuelta; pero cómo era posible afirmar que Lavín y Lagos eran la misma cosa. Lagos y Lavín no son ni con mucho la misma cosa. ¡Por favor!, gritó el escritor Pablo Azócar, yo no sé si aquellos que sostienen que dan lo mismo ambos candidatos se han puesto a pensar lo que sería un gobierno de Lavín, un gobierno del Opus Dei, un gobierno en el que podrían perfectamente aparecer Sergio Fernández, Onofre Jarpa y toda una bien conocida cáfila de angelitos de la guarda. La Concertación es responsable de haber preparado este pavoroso escenario de lavinización de la política, con una estrategia de deliberada despolitización que ha llevado a la pérdida de toda mística y a la percepción aparente de que dan lo mismo unos políticos que otros. Pero no dan lo mismo unos y otros. Por lo pronto, en la Concertación no hay criminales, ni ha habido tortura sistemática, ni maquinaria de la muerte.

    Estimada Dorada, comenzó su carta Carmen Rubilar, menos mal que vives en México, cabra, que si estuvieras en Chile, viendo lo que estoy viendo, capaz que tuvieras que salir al exilio otra vez. Se me pone la carne de gallina. Lavín empató con Lagos y dicen que es bien probable que en enero gane la segunda vuelta. Mi patrón celebró como si se hubiera repetido el golpe del 73. La señora Amelia votó en blanco, pero don Patato ya anda diciendo que por fin el país volverá a tener un gobierno decente. Y es bien posible que él mismo sea ministro. Las señoras se juntan todos los martes, para jugar a las cartas, en una de las casas; el martes pasado tocó acá y les escuché decir que, si gana Lavín, don Patato va a ser nombrado ministro del Interior. Yo estoy segura de que Lagos gana en la segunda y, si estoy en lo cierto, es de esperar que su gobierno resulte mejor que el del presidente Frei, porque el desempleo es una cosa tremenda, la gente anda desesperada, totalmente deprimida, ni en los tiempos del PEM habíamos estado peor. En todo caso, querida cabra, cualquier cosa es mejor que volver al pinochetismo, cruza los dedos, que tengamos suerte, de ahí te voy contando...

    Las críticas y el repudio a la gestión de la Concertación arreciaban. Pocas veces en Chile un gobierno había producido tanto desencanto entre quienes le depositaron su confianza y, más allá de su confianza, su ilusión. Se farrearon la oportunidad de marcar distancias con todos los errores que han cometido estos últimos diez años: se la farrearon, se lamentaba el historiador Alfredo Jocelyn-Holt. En cuanto a ponerle fin a la tutela fáctica-empresarial, militar-autoritaria: se hicieron los sordos, los prudentes. Ante la posibilidad de volver a reencantar a este país con algo más sustancial que expectativas económicas: también la dejaron pasar. Preocuparse seriamente de la juventud, de la brecha creciente entre ricos y pobres, y de que la sociedad civil exige espacios de expresión y organización: tampoco parece haberles quitado el sueño. Que las secuelas de la tortura persisten, y que a muchos de ellos mismos los traumatiza y paraliza el temor: prefirieron hacerse los desentendidos. Que esta es una sociedad escindida, probablemente imposible de reconciliar sin que por ello deje de ser imperativo crear instancias de convivencia mínima: dudo que se les haya pasado alguna vez por la cabeza.

    Licha Muñoz abrió la ventana de su pieza y respiro profundo. El aire fresco de la noche le sentó bien. La señora Susana había invitado a veinte personas a comer esa noche. Estaba rendida. El griterío cuando anunciaron los resultados finales fue una cosa de locos. Se abrieron más de diez botellas del champan francés que don José Manuel encargaba por cajas. ¡Casi, casi, casi y ahora a la segunda y a ganar!, gritaban celebrando. Ella estaba deprimida, no podía creer que el resultado de la elección hubiera sido ese, tan estrecho, Madre santa, si casi gana Lavín. Estaba convencida de que Lagos ganaría en la primera vuelta. Una gran amargura tiñó sus pensamientos. Tanto que se había luchado para recuperar la democracia y todo para entregársela de vuelta y en bandeja a los mismos que la pisotearon sin compasión. Qué iba a importarle el pueblo a esa gente. Sentía que si Lavín llegaba a la Presidencia, los pobres quedarían completamente desamparados. Todo le parecía injusto y a la vez incomprensible, no entendía que el mismo pueblo hubiera apoyado a Lavín. Si ganaba Lagos, los ricos seguirían en sus mansiones, con su vida muelle, las señoras jugando a las cartas y arreglando los jardines y los caballeros manejando sus empresas. Para ellos no cambiaría nada. Para los pobres, sí, cambiaría todo. Lavín era el candidato de la gente con plata y velaría por sus intereses. Nunca se había visto que un presidente de los empresarios se pasara al bando de los trabajadores. Lavín no sería la excepción, a pesar de sus promesas a los trabajadores y de haberle hecho la desconocida al general Pinochet dándoselas de persona preocupada por los derechos humanos. Lo que más le molestaba de ese caballero era la manerita como ahora trataba de borrar con el codo lo que los soldados de Pinochet habían escrito con sus metralletas. Licha era de Chihuío, cerca de Cauquenes, y aunque en los aciagos días del mes de octubre de 1973 estaba recién casada con Ramón Chandía y vivían en Valdivia, se enteró del fusilamiento de Claudio Lavín Loyola. Su tía Elvira le

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