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Gabriel: Novela
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Libro electrónico237 páginas5 horas

Gabriel: Novela

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Gabriel es Dios. Constituye la esencia del poder central. Si el Arcngel Miguel es el mismo Jess, hijo de la Virgen Mara, entonces, Gabriel es el padre de Miguel. La paloma del Espritu Santo correspondera a Gabriel. Sin embargo, es un dato consumado casi por todas las versiones de que el Arcngel Gabriel es el nico femenino de los Siete ngeles que rigen el universo. En ese caso, Dios sera una mujer.
Nos enfrentamos a uno de los tantos misterios que rodean a la concepcin divina de la Santsima Trinidad. Y de la Fe, en general.
El Dios nuestro (monoteo) es superior a los anteriores porque organiz el mundo de mejor manera. Simplific las cosas para que funcionaran por s solas. Pero no pudo abstenerse de la osada de generar antologas de contradicciones.
En la narracin de esta novela, encontramos una trampa. El objetivo estratgico del enemigo consista en la eliminacin de lo ms grande que el hombre ha imaginado. Dios, que todo lo ve y prev, haba respondido al enviar al segundo de sus hijos con anticipacin.
El desarrollo de esta crnica de hechos se remonta al origen de la Banda de Poetas que Dios ayud a organizar para que defendieran al mundo. Ellos se encargaran de preparar las condiciones para la prxima venida del segundo semidis. El mismo Gabriel iba a entrenarlos.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento13 jun 2014
ISBN9781463386139
Gabriel: Novela
Autor

José Galileo Martínez

José Galileo Martínez nació en El Salvador. Filósofo y Psicólogo. Fue catedrático de la Universidad de El Salvador. Epistemólogo. Iconoclasta. Fue fundador y jefe del grupo literario El Trompezón en Washington, DC. Ha publicado la saga de novelas, Todas las Martas son pardas. Shulton City. Walmart. Sociedad de poetas. La Casa Blanca. Historias de amor. Gabriel. Actualmente vive entre Texas y El Salvador.

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    Gabriel - José Galileo Martínez

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    Copyright © 2014 por José Galileo Martínez.

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Fecha de revisión: 12/06/2014

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    636092

    ÍNDICE

    I. MARCOS

    II. HUERTA

    III. OCTAVIO

    IV. CARPIO

    V. ANA

    VI. ISABEL Y ARTURO

    VII. SARA

    VIII. GABRIEL Y GABRIELA

    IX. MOREIRA

    X. LAS PALABRAS

    XI. LAS COSAS

    XII. MIGUEL ÁNGEL

    XIII. LA OSCURIDAD

    XIV. EL ESCONDITE

    XV. LA LUZ

    XVI. EL SANTO MÁS HUMILDE DEL CIELO

    XVII. HORACIO

    XVIII. SANTILLANA

    XIX. EL MITO, EL RITO Y EL HITO

    XX. VAGAS ASPIRACIONES RELIGIOSAS

    XXI. LA SOLEDAD DEL TIEMPO

    En la entrada de La Villa de La Piedra Azul se encuentra una inscripción donde se lee,

    La Oscuridad no es más que la Luz a punto de disparar.

    La guerra es la expresión más pura y fundamental de la vida.

    ¿Quién ha dicho que la vida es buena?

    Detrás de estos muros se encuentra la memoria de un Grupo de hombres y mujeres poetas que murieron peleando por entender la caracterización de la relación entre Las Palabras y Las Cosas.

    Aquí se trató de escribir un libro como referencia a estos hechos. En él se narra el esfuerzo desarrollado por tratar de detener la descomposición de la interpretación real del mundo.

    Forastero, si entras a sus páginas, no trates de reestructurar tu vida. No estás obligado a ceder ante la ambigüedad. Si quieres, solo contribuye en el reacomodo de las calles y los días.

    I. MARCOS

    El mundo es un triángulo. En una esquina se encuentra el lenguaje de las estrellas. En el otro rebota la música. El cuadrado de la hipotenusa es igual a la resta de lo que falta al terminarse la geometría de esta pasión que no consigues entender.

    Marcos era uno de los más jóvenes del grupo de guerrilleros que se iba a formar durante la historia de estos recuentos. Para la época de estas crónicas, andaba por los veinte años. Recordaba con ahínco las primeras etapas de su formación de poeta. El mundo y la noche bajo los primeros cielos. Marcos llegaba a su jardín a esperar a su primera novia, Marta Julia. La había convertido en su primer amor, mientras jugaba con sus amigos a Los Escondidos. Un día, corriendo por el prado, cerca de un pozo, el mozalbete no encontraba donde esconderse. Las niñas jugaban, a su vez, extendiendo los mantos de sus risas y suspiros bajo las sombras frescas de los árboles. Una de ellas se interponía por casualidad entre la mirada de sus amigos y su presencia. Él se acercó por detrás de la chica para ocultarse de la búsqueda de sus cuates. Ella colaboró, cubriéndolo con su figura, extendiendo como un abanico sus faldas para esconderlo. Sin querer, él tocó la punta de sus nalgas de roble. Ahí rodó la inocencia del mundo. El fuego comenzó a brotar como un nacimiento. Un ligero temblor de cuerpo ascendió de imperceptible a venidero. Ocurrió como cuando la punta del dedo de Dios tocó la punta del dedo de la mano del hombre (Ver La Capilla Sixtina de Miguel Ángel). Entró en la certidumbre la verificación del descubrimiento del principio del sistema de glándulas. La invasión se cernió en el espacio escondido donde se juntan esto y lo otro, lo crudo y lo cocido, la línea vertical de lo entero. La piel de ambos se transformó, como la cáscara de los árboles, en el tuerce que entendemos como natural, cuando la leche abandona su función para convertirse en vino. Se estremeció la realidad como un toro en ascuas. Ambos sintieron que la Historia del Mundo, a partir de ese momento, se dividiría en Antes y Después de aquel contacto. (Ella y él) iban a quedarse jugando por el resto de la tarde y de todos los tiempos por venir. Sus amigos pronto se dieron cuenta de que era tan fácil encontrarlo porque él ya no buscaba otro lugar donde esconderse. Y ella ya no podía controlar cómo, de qué manera, sus gónadas habían enloquecido, al punto de parecer que no querían bajarse de sus carrozas recién descubiertas. Esa misma noche, sin haberse tenido que poner de acuerdo, bajo ningún juramento, se encontraron en el jardín que con tanto esmero sembraba y cuidaba su madre.

    Él estaba ahí, agazapado. Temblando, comiéndose el ansia. Ella apareció entre las ramas de la magia nocturna, bañada de luna. Palpitando. Con su cuerpo tenso, como el agua, dura. Por alguna razón, con el pelo suelto, intuitivamente, como una mujer. Apartando las flores porque estorbaban. Lo que más valía eran sus ojos. Nuevos. Abiertos hacia él. Ojos profundos, llenos de una luz exuberante, radial. ¿Cómo sabían ambos que iban a encontrarse ahí, esa noche, sin haberlo acordado expresamente, para participar en la celebración de ese primer nocturno, haciendo olas de sus corazones? Como ya se habían conocido, lo que quedaba era acercarse hacia la segunda forma de entrega. Ambos eran vírgenes, enteros, verticales. Él sentía sus manos llenas del viento que ella le había dejado impreso durante las tareas diurnas, al cubrirlo con su falda ancha de la mirada y búsqueda de sus enemigos. Ella sentía los roces del fuego del mismo viento que él impregnara en sus muslos y sus caderas. Se habían tocado tanto durante el juego del día, que estaban convencidos que lo que venía ahora era otra forma de diversión. Lo increíblemente nuevo para él, era esa inaugural forma del concepto de dureza, de solidez, de mezcla de dulzura tibia con la suavidad firme y dura del músculo del corazón. Y luego la sensación de la tela de algodón deslizándose por las curvas de aquella muchacha que había venido a introducirlo a lo que más tarde en la vida iba a conocer como el salto de la cantidad en calidad. Para ella, consistía en reconocer que no se había equivocado, cuando ya sospechaba desde algunos días antes, que aquel muchacho era el que vendría a descubrirle que ella no era una flor, una estrella, sino que las flores y las estrellas las tenía ella regadas por su cuerpo y aquel era el encargado de recogerlas para comérselas, una por una. Todo comenzó por las manos. Después el rostro. Los ojos y los labios. El pelo extendido de ella como una cascada negra. El cuello y los senos. La exploración de las manos cautivas como un prisionero de mil años que no habían, ni por señas imaginado, aquella mezcla de la consistencia del barro con la ternura del calor encerrado. Esa concomitancia palpitante de la primera sesión del albor del cielo venido a menos cuando las dos manos se han apoderado de los privilegios de la piel estirada del eros. Y luego, por inercia inaudita, sin que nadie lo hubiese previamente indicado, el descenso de la boca abierta alrededor del origen del mundo, cubriendo la ausencia de pezón con una tenue succión que hace gemir al tiempo y a las piedras depositadas, quietas, sobre la superficie de la piel de la noche. Cuando aquel muchacho, ya hecho un hombre, abraza aquel cuerpo blanco que tiembla, y luego desliza sus manos hacia abajo (por la espalda de la ninfa) descendiendo bajo las enaguas de algodón, de repente, advierte que se encuentra en guerra y embriagado en las colinas rotundamente nuevas, desnudas y mágicas. Siente que aquello que le crece vertiginosamente, abajo del ombligo (colocándose entre ambos) (estorbándole al buen pecar, según la teoría de Los Merovingios), ya no resiste la violencia, volviéndolo loco. Ella, instintivamente, le toca el pedazo de pan duro y, a su vez, siente que se le van a derretir todos los puentes de mantequilla. Sus manos le dan vuelta a todo. Exploran las nuevas piedras del mundo. Se buscan para llenarse los huecos. Y para beberse. Todavía estarían besándose si no hubiera sido porque la abuela de Marta Julia sintió, en su propio corazón, que las tormentas del verano de su nieta ya habían comenzado a arreciar por el jardín nocturno de La Casa Blanca.

    II. HUERTA

    Los dos grandes misterios kantianos siguen estando ahí. Hoy más graves que nunca. El infinito hacia allá, afuera, en el espacio del vuelo de la materia. Y acá, internamente en la conciencia, también hacia el infinito.

    Cuando Luis de la Huerta era novio del ángel Coconí, ellos se veían por las tardes a la sombra de una enorme ceiba milenaria que cubría el campo de recreo de una escuela apartada en los suburbios de la Villa de La Piedra Azul. Después de los besos de rigor introductorios se arremolinaban hacia el corredor escondido de las oficinas de la Dirección de la Escuelita. Ahí se consumían por un par de horas antes de retirarse en el despido hacia la siguiente cita. Con el tiempo, se esperaban de una vez en la orilla del corredor, entre macetas colgantes de geranios y azucenas. Al ángel Coconí le fascinaba el color blanco. Luis de la Huerta moría por la geografía aérea del Querubín. Un día que Luis esperaba en la agradable esquina (que habían descubierto al final del corredor para hacer su nido) por la llegada de Coconí, apareció otro ángel (amiga de Coconí) de nombre Ruiseñor,

    -Coconí no puede venir hoy, le dijo, No le dio permiso su mamá. Y me pidió que te trajera esta carta.

    Ruiseñor se acercó para entregarle la tarjeta. Luis notó que el ángel femenino, Ruiseñor, se mostraba perturbada.

    -¿Te encuentras bien?, le preguntó.

    -Sí, le contestó, Me siento bien.

    Cuando le estiró la mano, temblaba tanto que casi bota el papel. Luis la tomó por el brazo para que no cayera,

    -¡Estás muy fría, estás tiritando! ¿Qué te pasa?, insistió Luis.

    -Nada, estoy bien, dijo ella.

    -¿Quieres que te dé calor? ¿Qué yo te abrace?, preguntó.

    -Si, dijo la muchacha.

    Luis de la Huerta la atrajo hacia él, rodeándola con sus brazos para calentarla. Ella vestía un ligero traje de verano de color celeste que hacía juego con su piel extraordinariamente blanca. Temblaba como un ligero emblema bajo un viento tenue. Luis le frotaba los brazos pero no la calmaba. Lo que parecía mejorarla era cuando Luis la apretaba más contra su cuerpo. De repente, algo cambió, pareció como que el calor comenzaba a venir desde ella. Luis sintió la invasión. En un momento en que sus mejillas se rozaron, a Luis se le vino una erección automática, rozando los muslos del ángel, bajo la falda color de cielo,

    -Lo siento, dijo Luis, discúlpame.

    -Está bien, dijo ella, como cuando uno descubre, sin aviso, al abrirse, la puerta del cielo. Y lo apretó más.

    La piel de ambos se estiró hasta el palpitar. Sus mejillas estaban a punto de reventar, arrastrando sus cuerpos hacia un nudo de fuerza inaudita. Sin prevenirlo, sus caras se rozaron bajo el efecto de un fenómeno que se le conoce como ímpetu, conduciéndolos hacia sus bocas que se estrellaron en un choque que, por lo inesperado del ansia, parecían comerse una a la otra. Aquello se convirtió en un núcleo central de neutrinos, impidiendo que escaparan ni las cáscaras de la luz. Los labios se convirtieron en un simple beso de fuego. Se bebían como abandonados. Lanzaron sus brazos alrededor del otro como para impedir que cualquier duda escapara. Sus áureas produjeron una burbuja para aislar el área del peligro de cualquier enemigo que osara perturbar la caracterización de un fenómeno nuevo, introductorio, que se le conoce (en el mejor de los casos) como el desencadenamiento de una pasión inesperada (y/o para protegerse de los efectos colaterales). El ángel femenino se acostó sobre un lecho de flores de tiempos inmemoriales. No hubo tiempo, ni necesidad, de desnudarse porque la penetración vino como por encanto, apenas apartando lo suficiente de las ropas. La boca de carmesí del querubín se estiraba gimiendo, generando halos de éxtasis que hubiesen hecho palidecer y hacer lucir como principiante a la Santa Teresa. Por lo inesperado y prohibido, aquello iría a contribuir a cumplir con los enunciados románticos (más tarde corroborado por las ciencias de la Química) de que la pasión estalla cuando menos se la espera. Luego vino el descanso. La diatriba que felizmente no llega. Sin hablar, envuelta en la suavidad que otorga la complacencia y el poder, la Serafina, ya desvirgada, se levantó y se retiró.

    Luis de la Huerta y Nantes, poeta, se quedó sentado a la orilla del corredor de la escuela, observando las plantas cercanas, tratando de adivinar el nombre de unas flores azules que parecían sonreírle. Se sentía levemente confundido, con la boca un poco hinchada de tantos besos. Sentía una paz de dioses. Medio aturdido. ¿Y ahora qué le iba a decir al ángel Coconí? Observó, desde lejos, la hierba que crecía en el campo de juego de los jóvenes de la escuela. Miró hacia lo lejos las montañas que marcaban la orilla del paisaje. El resto de los árboles. Los círculos llenos de flores de que estaban compuestos los jardines diseminados por lo ancho de los terrenos aledaños a los pabellones del centro educativo donde acababa de experimentar uno de los momentos más agradables e inesperados de su vida. Luego observó la vieja ceiba, centenaria. Recordó que partiendo del cerco de piedra y de cemento que la rodeaba, algunos años atrás, su profesor del sexto grado lo había castigado, obligándolo a caminar en cuclillas (el Castigo del Pato, lo llamaban) ida y regreso desde la Ceiba, unos doscientos metros. Reflexionó que la pena no era tan cuestionable. Lo que sí lo era es que el criminal de su profesor, unos metros antes de terminar con el trayecto, le ordenó que, inmediatamente, se pusiera de pie y saliera corriendo. Como Luis no conocía lo que ello significaba, así lo hizo. No sospechaba que el truco consistía en que iba a caerse de bruces como efecto del adormecimiento de sus piernas después del esfuerzo sostenido de mantenerse moviendo en una posición no acostumbrada. Todos se rieron cuando vieron a Luis irse de bruces después que intentó correr para cumplir con el mandato del verdugo. Éste se llamaba Elías, quien más tarde en la vida se convertiría en el profeta que llevaría a la ruina a la Villa de La Piedra Azul cuando, siendo la estrella del equipo de fútbol local, perdieran el campeonato nacional después que él fue incapaz de consolidar el triunfo formal de su oncena ante la ausencia del equipo visitante el cual no se presentó a cumplir con el partido de las finales. Resulta que las normas de aquella época establecían que, al no contar con la presencia de la escuadra enemiga, el capitán del conjunto presente (quién generalmente era el mejor o más disciplinado jugador del grupo respectivo) disparara el balón en contra de la portería contraria, la cual, ante la ausencia de los contrincantes, estuviera, naturalmente, vacía; o sea, sin portero. Era una pura formalidad para que el árbitro mostrara en su informe que él había presenciado la anotación del gol del equipo ganador. El Profesor Elías con parsimonia y alevosía colocó la pelota en la posición reglamentaria, la cual, generalmente está marcada a unos (antes a nueve) doce pasos (unos siete metros de distancia del marco enemigo). Un tiro que un ciego, o un niño, ejecuta sin mucho esfuerzo. Elías se prepara, corre, dispara y falla el gol. Ello ocurrió como a las tres y veinte minutos de la tarde de un día domingo. Como se sabe, la hora 3 es maldita porque se supone que es la hora en que murió Nuestro Señor Jesucristo. Pues, a esa hora se asegura que se desencadenó la maldición, la hecatombe de anatemas. Ante lo obvio de la disparidad de alternativas, los dioses (o quienes sean los encargados de estas caracterizaciones) optaron por la estratagema del diluvio. Comenzó a llover sin previo aviso, convirtiendo al cielo en un aguacero que duró 9 meses. Solo se escampaba para que la gente se aprovisionara. Por último, la gente se acostumbró a la lluvia, convirtiéndose en uno de los primeros pueblos de la comarca que cambiaron el transporte terrestre por el acuático. Las canoas y botes vinieron a sustituir a las carretas y a los caballos. Los varones, adultos y niños, comenzaron a emigrar hacia el Norte en masa, después que se asustaron al ver las vacas dando una leche de color rojo. Los viñedos se secaron. Las salineras convertían el cloruro de sodio en una sustancia amarga, a veces ácida. Cuando el diluvio se paró, el profeta Elías abandonó su escondite y pudo seguir como alcalde del pueblo. Luego vino la sequía, las plagas y otros regalos que les encanta otorgar a los responsables (por derecho) de la Creación del Mundo. El profeta comenzó a tener dificultades para que le creyeran sus sueños de las vacas gordas y las vacas flacas. La tierra se hizo dura, como de barro. El cielo adoptaba diversidad de colores. Cuando se ponía gris, asustaba. Por esos días, la esposa del profeta compró una casa de esquina famosa, La Casa de la Tía Eugenia para poner un negocio. Se creía que en aquella casa había peleado la Tía Eugenia con el Diablo. Cuentan que Don Satanás venía un par de veces por año a revisar sus negocios con el dueño de la mayoría de casas, terrenos y negocios del pueblo, quién le entregaba un alma por año, como parte del trato que habían convenido desde tiempos inmemoriales. En base al mito faustiano, se decía que el Doctor Araujo, al cual nos referimos, no envejecía porque el Cachudo le había otorgado una longevidad acordada. Lo que se sospechaba es que se le vencía el término y tendría que mudarse adonde no lo conocieran. En cada lugar vivía unos 40-50 años mientras no le prestaran mucha atención.

    La Casa de la tía Eugenia era famosa por poseer muchas puertas a las cuales cerraba la Tía con 120 trancas y candados. Las paredes mostraban, de alguna manera, señales de luchas violentas ignotas. Había un aire denso, cargado de esencia de almendras podridas y humedad de hongos que contenía el misterio de años de encierro y separación. Se sentía la presencia de una extraña sustancia colgada del aire interno, nube gris, que volaba y se desplazaba por las sombras de la casa. Sin embargo, cuando un par de hijas visitaban a la tía y se atrevían a abrir

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