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Del Gólgota a Las Tierras Mayas: Los Viajes De Santo Tomás Apóstol
Del Gólgota a Las Tierras Mayas: Los Viajes De Santo Tomás Apóstol
Del Gólgota a Las Tierras Mayas: Los Viajes De Santo Tomás Apóstol
Libro electrónico393 páginas5 horas

Del Gólgota a Las Tierras Mayas: Los Viajes De Santo Tomás Apóstol

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Profundas y numerosas investigaciones sustentan el argumento de esta magnfica novela, que nos revelar datos inditos y sorprendentes sobre la persecucin, crucifixin y resurreccin de Jess, as como del destino de Santo Toms, un apstol escogido por el Hijo de Dios y por la Santsima Virgen Mara para llevar, junto con el discpulo Tadeo, la Palabra desde Jerusaln hasta el continente americano, precisamente a la majestuosa tierra de los mayas.

Pero cmo llegaron? Cmo fueron recibidos y qu encontraron? Cul fue su legado?

Qu teoras y evidencias apoyan esta increble historia?

Toms se yergue como el protagonista principal de una trama bien estructurada, en la que l mismo descubre las representativas similitudes entre la religin que profesa y otras de distinto origen, incluida la de los mayas. Su curiosidad inagotable y su infinito amor a Jess, lo conducen a una comprensin mayor de la vida tanto fsica como espiritual: es testigo y autor de milagros que no son suyos, sino obra de su Padre. Del Padre de todo y de todos que a la vez es uno con nosotros.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento3 feb 2017
ISBN9781506517926
Del Gólgota a Las Tierras Mayas: Los Viajes De Santo Tomás Apóstol
Autor

Guillermo Llaguno Almanza

Guillermo Llaguno Almanza nos toma de la mano y nos conduce desde el siglo I hasta nuestros días, logrando hacernos viajar en el tiempo y en el espacio, para vivir una experiencia emocionante que nos permite reevaluar la trascendencia de nuestro espíritu eterno y nos aviva la llama para seguir adelante con nuestra evolución natural como seres humanos, a través de una fe que no admite detractores. Patricia Laborde

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    Del Gólgota a Las Tierras Mayas - Guillermo Llaguno Almanza

    Copyright © 2017 por Guillermo Llaguno Almanza.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:   2017901082

    ISBN:   Tapa Dura              978-1-5065-1791-9

                 Tapa Blanda           978-1-5065-1793-3

                 Libro Electrónico   978-1-5065-1792-6

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Las opiniones expresadas en este trabajo son exclusivas del autor y no reflejan necesariamente las opiniones del editor. La editorial se exime de cualquier responsabilidad derivada de las mismas.

    Fecha de revisión: 01/02/2017

    Las citas bíblicas son tomadas de la Nueva Biblia de Jerusalén 2009. Desclée De Brouwer, S.A., Bilbao, España.

    Palibrio

    1663 Liberty Drive

    Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    Índice

    Agradecimientos

    Prólogo

    Capítulo 1 Jesús y Su pasión

    Capítulo 2 El descenso a los infiernos

    Capítulo 3 La noche más oscura

    Capítulo 4 El reencuentro

    Capítulo 5 Con rumbo definido

    Capítulo 6 Los sabios de Oriente

    Capítulo 7 La adoración al Niño

    Capítulo 8 De sabios y de necios

    Capítulo 9 Un nuevo destino

    Capítulo 10 Un castillo para elevar el espíritu

    Capítulo 11 Lo más grande de la creación

    Capítulo 12 Mandalas, asanas y mudras

    Capítulo 13 La ciudad de Punebai

    Capítulo 14 Nombres divinos

    Capítulo 15 Gundafor explica el hinduismo

    Capítulo 16 El ego

    Capítulo 17 Buda

    Capítulo 18 El exorcismo de Karaín

    Capítulo 19 La predicación

    Capítulo 20 El tránsito de María

    Capítulo 21 Una nueva misión

    Capítulo 22 Tomás y los ángeles

    Capítulo 23 Los mayas escuchan a Tomás

    Capítulo 24 La primera misa en tierra maya

    Capítulo 25 El jaguar negro

    Capítulo 26 Tonantzin

    Capítulo 27 La ciudad junto al mar

    Capítulo 28 Teología del amor

    Capítulo 29 Época actual

    Para Angélica Treviño García,

    que más que mi esposa, ha sido una compañera

    en la aventura de este camino de la vida:

    amiga, amante, consejera y consuelo.

    Agradecimientos

    Deseo agradecer a las personas que creyeron en mí y me apoyaron incondicionalmente en este largo peregrinar desde Jerusalén hasta las tierras mayas, del siglo I al siglo XXI de nuestra era.

    Muy especialmente al Lic. Mateo Alfredo Mazal Beja (†), gran amigo, quien desde el principio del proyecto me animó e impulsó con el fin de concretar su realización. Siempre estarás en nuestros corazones.

    Lic. Gabriela del Carmen Iglesias Garza, quien me ayudó cientos de horas, dedicándose a buscar información sobre el tema.

    Lic. Eugenia Urquijo de la Garza, experta en temas prehispánicos relacionados con los habitantes de esa esplendorosa época, y su vasto conocimiento de Tonantzin Guadalupe.

    Lic. Esperanza Martínez Farías y Lic. Nicelia Buttén, por sus valiosas aportaciones.

    Patricia Laborde, escritora y editora, por su paciencia en la revisión, corrección y edición del documento final.

    Sofía Pocurull, encargada del diseño de portada y formación de interiores.

    A ti, amable lector, que estás por acompañarme en esta apasionante aventura.

    Introducción

    Una tarde de 2013, Memo me citó en la sala de juntas del corporativo de un importante grupo industrial. Era cordial, muy formal y percibí su entusiasmo, medianamente contenido, quizás por el entorno; me contó que desde hacía años había comenzado una investigación. El tema era algo raro: mencionó espiritualidad, religión, la muerte en la cruz, pero también hinduismo, meditación, mandalas, seguido de los mayas, Palenque y para terminar, la lápida de Pakal.

    No entendí mucho, sin embargo el tema me intrigó. ¿Cómo se podrían unir esos asuntos tan dispares? ¿Cómo qué investigación? ¿Qué evidencias tendría? ¿Cómo contar una historia con ellos?

    Ciertamente el proyecto era retador. Acepté encantada.

    Las primeras dificultades fueron lo dispar de nuestros conocimientos; Memo tenía toda la vida de estar estudiándolos. Me tuve que apresurar. Después, en conjunto, lo que siguió fue leer, leer y volver a leer. Ver vídeos, buscar entrevistas; hacer algunos viajes. Dar bastonazos de un sitio web a otro. Discutir con intelectuales, religiosos, psicólogos, algunos místicos y luego terminar, con más preguntas que respuestas pero con una alegría desbordante. Este libro no lo estamos escribiendo nosotros, me decía, hay alguien que viene y sopla.

    Los comienzos, tropiezos, borrones y recomienzos fueron numerosos, cansados y algunas veces frustrantes. Pero Memo sabía la historia que quería contar, solo que no había descubierto el camino más acertado. Y como a escribir se aprende escribiendo, en el oficio (y con la ayuda de Alguien de arriba), de pronto la niebla se disipó y la tinta comenzó a fluir.

    El acompañamiento en la redacción de este libro fue fascinante; una experiencia que me sustrajo de este mundo para gozar de la espiritualidad. Fue un viaje que me trasladó a los inicios de la historia, a batallas de ángeles y seres infernales, a inciensos ardiendo y experiencias fuera de lo ordinario, a palacios, cortes y reyes, danzas y ceremonias; a quedarme helada al cuestionar mis propias creencias y sentirme perdida para después encontrarme… porque estoy convencida que son muchos los caminos que llevan a Dios.

    Gracias, Memo, por dejarme ser parte de esta aventura.

    Nicelia Buttén

    Monterrey, N.L., México / 2016

    Prólogo

    Me animo a escribir estas palabras tratando de explicar cuál fue mi intención personal para escribir este libro, y algunos conceptos para su mejor comprensión.

    Esta novela sucedió, pero igual pudo nunca haber sucedido.

    Con el paso del tiempo, de una generación a otra, con la traducción de un idioma a otro idioma, de una lengua a otra lengua, de una cultura a otra cultura, así como al intentar recrear una época muy distinta a la actual, gran parte de los hechos se pierden o se transforman; mucho es percepción, otro tanto es interpretación y fui más allá, para redactar una narración que empezó hace más de 2000 años y termina en la época presente. Hube de unir, con sumo cuidado, todos esos pedazos de la historia y con algo de creatividad armar un relato que resultara interesante.

    Para diseñar una novela, algunos escritores utilizan en un gran porcentaje la inteligencia, esa función del cerebro que todos tenemos en menor o mayor grado; otros en cambio, recurren a la intuición, llamada por algunos la inteligencia del alma, es decir, una acción sin razonamiento, todo ello empujado por el espíritu que nos mueve a hacer algo, a crear algo, a arrancarle a la nada eso que no existía. Esta novela se formó con todos estos elementos, además de muchos años de lectura e investigación.

    ¿Qué me motivó a escribir este libro? Lo que yo creo que perduran son los valores y los antivalores: la mejor forma de combatir los antivalores no es atacándolos de frente sino fomentando los valores. El fin último de este escrito, es el dejar algunos valores en la mente del lector, no más; no trato de ser moralista, ni de crear controversias inútiles. Quiero aportar algo trascendente al mundo con el fin de mejorarlo, y esta es mi humilde forma de hacerlo.

    Nuevamente, no quiero decir que esta novela sea verídica, pero tampoco deseo decir que no sea cierta, pues yo soy experto en nada, la única intención es darle al lector un libro construido con una amalgama de hechos y personajes históricos, andar con ellos en la línea del tiempo, aderezarla con algo de imaginación, historia, arqueología, espiritualidad e interpretaciones, y tratar de explicar que si uno tiene el deseo, se puede encontrar a Jesús hasta en las piedras.

    El autor de esta novela se considera católico por convicción, profeso el credo de los apóstoles y venero con mucho amor y admiración a María la Madre de Jesús. La palabra católico viene del griego Katholikós que significa Universal por lo que estoy convencido de que las grandes religiones del mundo, el hinduismo, budismo, judaísmo, cristianismo, taoísmo, y el Islam, todas nos acercan a Dios, y Dios de alguna u otra manera actúa a través de ellas. También están las religiones oscuras (minoría) cuyo único propósito es desviar nuestra atención de Dios.

    Para decir que una historia es real o no es real, como en el caso de los evangelios, habría que recurrir a las grandes instituciones ya establecidas, no hay otro camino. No obstante, la mente y sobre todo la mente colectiva crea realidades; permítanme exponer un argumento que soporte esta afirmación:

    La leyenda cuenta que María Magdalena, huyendo de la persecución de los cristianos llegó hasta Marsella, Francia, donde emprendió la evangelización de Provenza, para después retirarse a una cueva —La Sainte-Baume— localizada en las cercanías de esa ciudad, donde llevó una vida de penitencia durante treinta años. Según esta leyenda, cuando llegó la hora de su muerte fue llevada por los ángeles a Aix-en-Provence, al oratorio de San Maximino, donde recibió el santo viático.

    Esa cueva donde supuestamente vivió María Magdalena, Le Medeleine, que es objeto actual de veneración y procesión de muchos fieles, está bajo la custodia de religiosos que al preguntarles si verdaderamente vivió María Magdalena en ese lugar, ellos responden que no lo pueden confirmar, lo que sí aseguran es que realmente María Magdalena vive ahora en la cueva de La Sainte Baume; esa,… es la acción de la mente colectiva.

    Esta historia que ahora tienes en tus manos puede ser cierta total o parcialmente o puede no ser cierta, todo depende de lo que dejes vivir en tu mente… y en tu corazón.

    Respeto y cariño a todos los lectores,

    Guillermo Llaguno Almanza

    Monterrey, 15 de diciembre de 2016.

    1

    Jesús y Su pasión

    Jesús se acercó a ellos y les habló así: <<Me ha sido dado todo el poder en el cielo, en la Tierra y en todo lugar. Id pues y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.>> (Mt.28, 18-14).

    Con las primeras luces comenzaba otro domingo que, en apariencia, era tan solo el inicio de otra semana, pero para mí era un nuevo amanecer, una promesa que se refrendaba justo ese día. El calor hacía correr la sangre por mis venas, calentaba tiernamente mi rostro mientras el viento de la mañana lo refrescaba; eran dos sensaciones opuestas en una misma piel. Respiraba con vigor para llenarme de aire y sentir los pulmones hinchados de vida en el pecho.

    Al andar, levantaba del suelo algunas nubes de polvo que como talco cubrían mis pies en las sandalias. Caminaba con pausa, asombro y curiosidad, porque aunque el pueblo era el mismo, lo percibía desde una mirada diferente.

    Volví mis ojos al cielo. Nacía un nuevo sol que golpeaba directo sobre mi frente y así, como buscando que mi susurro llegara hasta las alturas celestiales, abrí mi corazón para dejar salir desde lo más profundo de mi ser una plegaria nacida del amor libre, infinito, recíproco y transparente: Gracias, Padre.

    Apresuré el paso; quería encontrar a mis discípulos para compartirles la Palabra, el pilar que sería fundamento para nosotros y todos los que vengan después: la Buena Nueva.

    Hacía algunas noches había estado en un huerto poblado por robustos olivos. En la quietud que nos regalaban los contornos de aquellos árboles, mis amigos más cercanos y yo nos unimos en la oración porque sabíamos —yo más que nadie— que las siguientes horas serían de un inmenso dolor. Humildemente, cobijado por el amor de mi Padre e impulsado por el gran afecto que les tengo a mis hermanos, acepté todo lo que vendría.

    En la calma que anticipa la tormenta flotaba la suave fragancia del jardín que se enlazaba con una atmósfera tensa. La angustia palpitaba sin piedad en mi cuerpo: cobraba tal fuerza que colmaba y desbordaba mis sentidos.

    Apenas distinguía las siluetas que se formaban en la oscuridad. Había luna llena pero el cielo estaba nublado, como si no quisiera testificar mi ansiedad. La pena hacía la noche más negra, más honda. Las imágenes que guardaba en la mirada rodeado por mis compañeros alrededor del pan, el vino y las reflexiones sobre las cosas de mi Padre se desvanecieron de tajo. El terror, denso como la niebla, no dejaba espacio para los recuerdos gratos. En ese momento estábamos solos mi miedo y yo: él de frente y yo viéndolo directo a los ojos, con la certeza de que el fin de mi vida sería el inicio de una batalla aún más grande.

    Estando junto a mis discípulos, se dirigían a mí llamándome Maestro, y encontraba en sus expresiones tanta necesidad de consuelo, que hubiera querido tomarlos de la mano para conducirlos a la libertad de la salvación, pero no podía mostrar debilidad. El miedo trepaba callado como la humedad que destruye los cimientos; subía desde mis piernas, hacía temblar las corvas, aprisionaba los intestinos y de súbito llegaba hasta la frente donde nacían inseguras las primeras gotas de sudor frío.

    Como una piedra antes seca que de pronto se convierte en venero, de mí brotó la duda. ¿Podré llevar a cabo la tarea de mi Padre?, ¿podré cargar todas las penas que han atormentado a mis hermanos? ¿Cómo podría lavar yo solo la mancha que opaca el alma de la humanidad?, ¿cómo poder levantar ese enorme peso divino desde esta condición humana? ¿Sería posible que en calidad de hombre, como un nuevo Adán, pudiera traer la salvación a la humanidad?

    Mi corazón galopaba violento mientras las lágrimas rodaban sin reservas. Recordé un verano de mi infancia: corría afuera de la casa envuelto en la alegría de la tarde, por el entusiasmo y la efervescencia de mis pocos años no me percaté de una raíz que cerraba mi paso y caí.

    Mi madre me observaba a la distancia y en el momento que mis manos tocaron el suelo, abandonó su oficio para socorrerme. Con mucho cuidado y sintiendo en su propia piel el ardor de la rodilla infantil, observó la descuidada herida. No era grave; pero yo apretaba el rostro contra su pecho, quería resguardarme en la tibia protección que emanaba de ella. Acarició mi cara con sus manos y me regaló la ternura de su mirada, mientras me decía: Con cuidado, hijo; su cariño fue el mejor bálsamo.

    Ahora, en la médula del terror, el arropo que mi madre me ofreció era una estampa remota a la que me aferraba con desesperación. Sudaba profusamente pero escuché, como cuando estaba en su vientre, que nuestros corazones latían a un mismo compás. Reviví esa música amorosa y dejé que me acompañara en esta penumbra. Y así, a la distancia, su recuerdo y la certeza de su cariño, calmaron mis temores. Empezaba mi pasión.

    "Padre, tengo miedo. Si tú lo decides, no me hagas andar por ese sendero de espinas. Yo no quisiera llevar encima la sucia carga del pecado. No sé si sea capaz siquiera de verla, porque poner mis ojos sobre ella es ya una dura tarea, todavía más será llevarla, lavarla.

    "Evítame, por piedad, que cuando lleve la carga del pecado de la humanidad, ésta se vea reflejada en mi rostro y tu Padre amado te cause aflicción al ver en su Hijo el reflejo de la mancha. Padre, por el amor que te tengo, evítame el causarte esa tribulación y ve en mi vida nada más a tu Hijo que te ama.

    Porque si mi dolor es profundo no quiero que tú padezcas esta pena. En este ruego, Padre, te entrego mi preocupación, mi miedo y mi fe. Que se haga tu voluntad y no la mía.

    Temblando empecé a incorporarme; mi cuerpo se convulsionaba, el aire que intentaba respirar llegaba con dificultad a su destino. Como una ola del mar arrasa con la arena a su paso, así la angustia había poseído mi cuerpo por completo. Mi frente estaba empapada de una humedad metálica. Pasé el dorso de mi mano para descubrir sangre, la roja visión que anuncia mayores sufrimientos. Creí desfallecer; todas mis fuerzas corporales se desplomaban sin remedio.

    Todo parecía acompañar mi pena: el viento no se movía, los olivos del huerto que de día causaban alegría y regalaban su fruto para nutrirnos y procesar nuestros alimentos con sus exquisitos y sanos aceites, en esa noche de sombras, lucían transformados, sus troncos gruesos, corrugados y retorcidos adoptaban formas espectrales bajo esos claroscuros, las mariposas oscuras hacían, con su presencia, que se dificultara aún más la oración. La escena parecía tener un aspecto como de inframundo.

    Era difícil sostenerme pero justo antes de caer, ahí, más fuerte que el temor, más firme que la oscuridad que pesaba sobre mis hombros, estaba el Amor: el amor puro, infinito, trascendente y luminoso. Me puse de pie no por las fuerzas del cuerpo, sino sostenido por el vigor del alma; me erguí por la fuerza de la afirmación absolutamente impulsada por el amor de mi Padre y del amor a los hombres, mis mayores sustentos. Aunque el temor corriera mezclado con la sangre de mi cuerpo dije: Sí, Padre.

    Después de esta entrega que le había hecho a mi Padre, desee unirme a Él en soledad. Apartado de mis apóstoles continué en una intensa oración pues quería estar preparado para cumplir la misión que me había encomendado: salvar a todos sus amados hijos. Repasaba en mi mente cada uno de los acontecimientos que seguirían: las ofensas, la tortura, la humillación, el dolor que pareciera no tendría final y la más denigrante muerte como el único final posible. Aceptaba con humildad cada escenario; mi voluntad estaba envuelta por el loco amor hacia mi Padre, un amor que me llevaba a entregar mi propia vida. Y en esta apasionada convicción, mi ser se avivaba con un fuego que jamás había sentido.

    Emocionado por el despertar que sentía, volví al sitio donde había dejado a mis compañeros. Encontré que uno, vencido por el sueño, apoyaba todo el peso de su espalda sobre el grueso tronco de un árbol, otro se había acurrucado entre los pastos y otro más, en duermevela, luchaba por sostener en alto su cabeza aunque sus párpados y sus lentas respiraciones lo jalaran hacia abajo. Quería que se despojaran del sueño físico, el adormecimiento del cuerpo, pero aún más, deseaba con vehemencia que ellos también sintieran esta ignición, la renovada conciencia espiritual. Ansiaba que despertaran a la espiritualidad, al Amor al Padre, que sintieran este fuego que arde, pero no quema, y que refrenda las promesas originales de ser el pueblo de Dios.

    Si el espíritu está dormido, ¿cómo podrá recibir mis gracias?

    Sí el espíritu está dormido, ¿cómo escuchará mi voz?

    Sí el espíritu está dormido en su último día en la Tierra ¿cómo escuchará mi llamado? ¿Cuál será su despertar?

    Me consume el deseo de que mi pueblo tenga ese despertar espiritual.

    Me consume el deseo de que mis ovejas escuchen mi voz¹.

    Shemá Israel, Shemá amados míos.

    — ¡Despierten! — les dije.

    En ese momento la calma del huerto fue interrumpida por el barullo atropellado de una multitud de hombres. Mis apóstoles y discípulos se levantaron sobresaltados cuando los guardias del templo, con vestiduras metálicas y violencia puntiaguda se acercaron. Yo sabía lo que iba a suceder, por eso les pregunté:

    — ¿A quién buscan?

    — A Jesús, el Nazareno.

    — Yo Soy.

    En aquellas palabras del YO SOY se contenía la fuerza del principio y el fin, del creador del universo, el misterio del Verbo y el poder de transformarse en carne. Dos palabras que recuerdan el nombre que Yahvé le había dado a Moisés: <>.

    Con la explosión inicial que permitió que se hiciera la luz y se separara de las tinieblas, como una ola que avanza imponente para abrir paso a la tierra, con la vida diminuta y tenaz de las criaturas más pequeñas y la supremacía del hombre como Señor de la creación, con el vigor, el amor y el poder sintetizados en mi respuesta, mis captores cayeron fulminados en el suelo al escucharme, cayeron desvanecidos y semiinconscientes por la fuerza de mi Yo Soy.

    Entre la confusión y la recuperación del desvanecimiento de los hombres que me buscaban aquella noche, reconocí un rostro familiar. Salió temeroso, de entre las sombras. Sin atreverse a mirarme a los ojos se aproximó escurridizo y me besó la mejilla. Un arpón atravesó mi ser con el dolor de la traición. Podía haberlo impedido, pero sabía que el tiempo que había iniciado no daría marcha atrás. Mi hora había llegado y yo fui manso como cordero: me aprehendieron.

    Con el alma flagelada por el azote de la mentira y la traición, recordé la gentileza que envolvía las pláticas con mis amigos. Hubo muchos días en que nos sentamos a conversar bajo la sombra de los árboles, cerca de un fresco estanque. Yo les hablaba sobre las cosas de mi Padre y los doce escuchaban con atención mis palabras.

    En aquellos tiempos, bebíamos un vino joven, un licor amable que era fácil de conseguir y que se volvía más frugal con la compañía de quienes se habían vuelto mis cercanos seguidores. Hablábamos del gran Amor del Padre y yo les mostraba mi gran amor por Él, para que de esa manera ellos también lo amaran, pues el amor debe de ser correspondido. Llenábamos nuestras copas hasta el borde, cantábamos, comíamos el pan. Así se pasaban las horas mientras nos uníamos en la fe de que el amor al prójimo es uno de los grandes cimientos de la salvación.

    Eran horas de pláticas profundas donde explicaba los planes de la creación, del libre albedrío, que es el mayor regalo del amor puro, de la caída de los ángeles y de nuestros primeros padres. Les contaba del plan divino de salvación de mi Padre y el rescate por medio del amor.

    Creo que mis discípulos no comprendían cabalmente mi exposición, pero se emocionaban y entrábamos en diálogos profundamente bellos. Hacían que las horas corrieran como minutos y yo gozaba al percatarme de cuánta atención ponían en mis palabras y sus rostros descubrían como niños el amor que mi Padre y Yo les tenemos.

    Las horas que siguieron fueron terribles. El dolor ya no era el de la anticipación. Era el del presente. El tiempo iniciaba y terminaba en sufrimiento. Las burlas, los insultos, los esputos, acababan poco a poco con mi fuerza. Hasta que llegó el momento en que, con el alma agotada y el cuerpo ultrajado hasta el cansancio, decidieron que mi castigo debía ser la flagelación por azotes.

    Apreté todos los músculos de la espalda cuando con la fuerza de un relámpago la rabia del látigo se encontró con mi piel. Cada golpe la abría, la desgarraba, se entregaba a la furia de alguien que no me conocía y se empeñaba en cumplir su trabajo.

    Mi madre ya se había enterado y observaba en la distancia, ahora, sin poder rescatarme. Sufría en su propia carne el dolor de mis azotes. Padecía en su alma pura, la humillación que me perpetraban. Cada burla, cada insulto profanado, la hacía esconder dolorosamente su rostro dulce entre las telas de su manto.

    El ardor de los azotes, de la carne viva expuesta al viento, se irradiaba por todo mi cuerpo y penetró mi alma cuando me topé con la pena de mi madre. Yo era la causa de su sufrimiento. Ella también estaba viviendo mi pasión desde su cuerpo. Me dolían todos los músculos, me dolía su gran dolor, me dolía tener que dejar correr sus lágrimas. Pensé: Gracias, Madre, por acompañarme en los momentos más oscuros, por tu valentía y amor, al padecer tú también estos intolerables dolores y al no abandonarme en mi pasión; desde mi corazón, te veo como corredentora de la creación.

    Al observarla desde mi sufrimiento, recordé su entrega, su valor, su decisión. Y luego pensé en todas las mujeres que por amor, abren su carne para dar vida, soportan un dolor extremo y justo cuando sienten la cercanía de la muerte, se escucha el llanto que anuncia el nacimiento de un nuevo ser. Quería ser esa entrega amorosa. Quería reconciliar el dolor con la belleza de la vida. Quería arrebatar esas almas de las manos y la confusión del mal y regresarlas a mi Padre.

    El dolor provocado por la tortura me impedía distinguir claramente mis alrededores, pero con esfuerzos encontraba a mis verdugos envueltos en un aura sobrenatural, como si hubiera en ellos algo que se alejaba de todo lo hermoso que hay en la creación. El odio desfiguraba sus caras y por momentos, veía que aparecían bestias rodeando sus cuerpos, que empujaban el látigo con más brío. Cerré los ojos e imploré: Perdónalos, Padre.

    Trataba de entender que en la poca humanidad que les restaba a mis verdugos, iba implícita la convicción de que ellos estaban haciendo su trabajo. Nada más eso; debían cumplir con su obligación. Igual que un pescador lanza sus redes al mar, ellos lanzaban el cuero que me golpeaba, igual que un campesino abre con sus manos la tierra, ellos abrían heridas en mi espalda. Era su trabajo.

    El mío había sido la carpintería y la construcción. Trabajaba la madera y la aprovechaba para modelar los espacios. Al principio, cuando apenas aprendía el oficio, me limitaba a pulirla, fabricar un par sillas y una mesa. Con la práctica, logré domar la madera; me volví tan hábil como mi padre José. Había días en que los leños pesaban más y no podía hacer lo que deseaba con los tablones. Serruchaba, pegaba, clavaba… no había resultados. Lo intentaba nuevamente no sin la frustración y contrariedad que implica un trabajo que no termina como uno lo imagina. Pero con el tiempo, el espacio humilde y austero que habitábamos se transformó en un hogar cálido por los muebles y espacios que había construido con el sudor de mi frente.

    Recordé también el amor que mi Padre tiene hacia la humanidad. Es tan inmenso que deseaba sentir que su amada creación estuviera muy cerca de su corazón, pero sobre todo quería que ésta se sintiera identificada con Él mismo.

    Por eso, hace poco más de tres décadas dejé mi trono celestial para tomar la forma humana. Asumí esta condición para toda la eternidad con el fin de que mi gente comprendiera que Dios ocupó esta forma de hombre para estar más cerca de sus amados hijos. Me convertí en un bebé para que lejos de verme como un Dios castigador, vieran en mí la inocencia, se acercaran a mí sin temor, me cargaran sin miedo, me tomaran entre sus brazos y me llevaran tan cerca, como lleva un esposo a la novia.

    Cuando los azotes cesaron, mi cuerpo se encontraba rígido en respuesta a la tortura; el dolor era una ola que arrasaba con todo a su paso. Estaba rendido, entregado a mi pasión. Cuando mi vida empezaba a apagarse, el pueblo sediento de sangre deliberó frente a la autoridad para darme la muerte más denigrante, aquella que se sufre clavado en la cruz.

    Poncio Pilatos, máxima autoridad en toda Judea, no deseaba cometer una iniquidad y colocó las piezas de mi juicio tratando de dejar una ventana abierta para mi libertad. Como era el tiempo de Pascua, por tradición, un prisionero podría recibir la absolución de su condena y sería liberado.

    Entonces Pilatos ofreció a la gente la opción de liberar y devolver a las calles a Barrabás, el Asesino o a mí. Yo que había hecho milagros, que había curado enfermedades, que había dado de comer a las multitudes, que había perdonado los pecados, que expulsaba espíritus inmundos, yo que daba la vida, estaba al lado que de quien la arrebataba.

    Barrabás el Asesino trascendía más que

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