Cuadernos de Obrajillo
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Cuadernos de Obrajillo - Luis Hernán Castañeda
PAUL BAUDRY
(St. Germain-en-Laye, 1986). Reside en París donde ejerce la docencia como profesor de Literatura Hispánica. Es doctor en Literatura Latinoamericana por la Universidad de La Sorbona con una tesis sobre Julio Ramón Ribeyro, la cual ganó el Premio Piedallu Philoche en 2016. Ha publicado los libros de cuentos: Distraiciones (2005) y El arte antiguo de la cetrería (2017). Este último fue seleccionado entre los prefinalistas del Premio de Cuento Gabriel García Márquez en 2018.
LUIS HERNÁN CASTAÑEDA
(Lima, 1982). Reside en Vermont, Estados Unidos. Ha publicado los libros de ficción Casa de Islandia (2004), Hotel Europa (2005), Fotografías de sala (2007), El futuro de mi cuerpo (2010), La noche americana (2011), La fiesta del humo (2016) y Mi madre soñaba en francés (2018). También es autor de dos novelas cortas juveniles: El chamán y la sacerdotisa (2007) y Viaje al norte del verano (2012). Es profesor asociado en Middlebury College.
FÉLIX TORRES
(Lima, 1980). Es autor del libro de novelas cortas A media luz (2003), el libro de microrrelatos El viento en tu cara (2015), y las novelas El silencio de la memoria (2008) y Ríos de ceniza (2015). También ha publicado el ensayo Un sueño hecho ficción: los prostíbulos en la novela latinoamericana (2019)
© Paul Baudry, Luis Hernán Castañeda y Félix Terrones, 2019
© Grupo Editorial Peisa s.a.c., 2019
Jr. Emilio Althaus 460, of. 202, Lince
Lima 27, Perú
editor@peisa.com.pe
Diseño de carátula: Renzo Rabanal / PEisa
Fotos de interiores: Archivo de los autores
Diseño y diagramación: Peisa
Primera edición, julio de 2019
Serie del Río Hablador
ISBN edición impresa: 978-612-305-149-5
ISBN edición digital: 978-612-305-153-2
Registro de Proyecto Editorial N.o 31501311900688
Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N.o 2019-08897 a 18
Diagramación digital: ebooks Patagonia
www.ebookspatagonia.com
info@ebookspatagonia.com
Prohibida la reproducción parcial o total del texto y las características gráficas de este libro.
Cualquier acto ilícito cometido contra los derechos de propiedad intelectual que corresponden a esta publicación será denunciado de acuerdo con el D. L. 822 (Ley sobre el Derecho de Autor) y las leyes internacionales que protegen la propiedad intelectual.
A la memoria de José María Arguedas y Julio Ramón Ribeyro
1
6 de agosto de 1968
Otra vez, solo en Obrajillo.
Me trajo mi mujer. Nuestra carcochita hizo un noble esfuerzo para trepar la cuesta que separa la tristeza de Lima de estas alturas soleadas y propicias, pueblos íntimos de la sierra a los que siempre debo regresar, aunque solo sea en sueños.
Aquí estoy, pero no por mucho tiempo. Apenas el suficiente para ir arreglando mis asuntos. Para empezar, hay que escribir poco. Soltar rápido estas prositas para así callarme de una vez por todas. No son demasiados, espero, los interesados en leerme. Algunos jóvenes, ojalá, dispersos en las universidades. Por esa razón me hice traer a Obrajillo, quería acercarme a un silencio absoluto, quizá doloroso para los que me quieren, pero también apropiado y seguro que inevitable. Un silencio sin exquisiteces.
Con ese fin me ha depositado en este pozo mi mujer, tras cinco horas de manejo en que comimos mandarinas sin hablar. Tampoco dijimos gran cosa mientras almorzábamos en una fondita próxima al río. Los demás comensales medían sus palabras, aquello parecía un velorio. Ella no sabe lo que pienso hacer o solamente lo intuye. Sé que no ha leído –creo que no– mis últimas anotaciones. Me dijo adiós con el temblor y la gravedad de quien dice algo por última vez, sabiéndolo e ignorándolo al mismo tiempo.
Después del almuerzo, una trucha que parecía un esqueleto y un refresco en el tambo de una esquina, hemos caminado alrededor de la plaza de Armas con la vista puesta en los cerros. Obrajillo es una celda y cada barrote mide mil metros de altura (sabrán perdonar, padres pétreos, la oscuridad). De uno de ellos, el peñasco más alto y señorial del valle, salta una cascada que parece inmóvil, un hálito de la montaña cuya música es blanca: un lamento invernal que solo yo oigo. Mi mujer, presa en sus pensamientos, se ha limitado a deslizar que no quiere volver por mí ni se interesa por mi regreso, del que desconfía. Eso he entendido. No puedo culparla de nada. Fui yo quien debió insinuar, mintiendo por piedad, que la llamaría pronto para que viniera a buscarme. Añadí que no podría pasar demasiados días sin ella. Tampoco sin el anillo cálido que forman en torno a mí los cariños de Carolina y Sebastián, y los de nuestros amigos.
Estoy acá para escribir. Eso es lo que ellos creen. La novela chimbotana no avanza ni lo hará, un veneno paraliza sus piernas, fuerzas y anhelos, esa materia negra que se mezcla con mi sangre y de la que ella, la pobre de mi mujer, ya está cansada de oír. Voy a mejorar, Sybi: ya verás. Ahora sí dejaré atrás mi bloqueo o moriré en el intento, lo que suceda primero. Antes de que mi mujer pueda manejar desde Lima para recogerme, o para recoger mis restos, el acto habrá sido consumado. Así ella, que estará demasiado lejos, será arropada por el fragor de la ciudad, tan remoto y próximo a nuestro refugio californiano: allá donde la costa pierde su nombre. Para algo tendrá que servir ese arenal sin alma, plagado de muros, villanos y egoísmo.
No quiero que sea ella la que venga por mí, esté vivo, muerto o como me encuentro ahora; no, tampoco hará falta. Algo le he insinuado otra vez a Arístides, quien es más recio de lo que muchos creen. Él se enterará antes y mandará por su hermano, así ha de ser si todo sale como espero. También hará los trámites, los mínimos y con la mayor discreción, como le he rogado. De cualquier modo, nada atenuará la fealdad de las circunstancias. Ni siquiera el funeral más bello del mundo. Las campanas y las flores, los danzaqs y los charangos, no son para mí. Tampoco los llantos ni las multitudes, nada de eso merezco. Los estoy abandonando cuando más frágiles andan y su desprecio será justo, como he reconocido de mi puño y letra. La carta acunada sobre el escritorio de Arístides, que le he suplicado no abrir hasta que me haya marchado, es la que debe ser leída en aquellas exequias: odiosas y necesarias por los que aún me escuchan.
¿Me escuchan todavía?
Mientras tanto estaré aquí, refugiado en la segunda planta de esta casona de la calle Comercio, enfrente de la plaza de Armas, que me ha acogido como a su hijo. Ya me alojé antes en este solar, el más prominente del pueblo, hace menos de cuatro meses, cuando
