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La acrópolis de los pantanos: Crónicas de Sajará, #1
La acrópolis de los pantanos: Crónicas de Sajará, #1
La acrópolis de los pantanos: Crónicas de Sajará, #1
Libro electrónico472 páginas7 horas

La acrópolis de los pantanos: Crónicas de Sajará, #1

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   Sajará es un territorio mítico enclavado en algún lugar de la conciencia hispánica. Sus alrededores son brumosos, pantanosos. El mar está cerca. La Albufera también. La ciencia geográfica nos lo presenta de manera difusa, como diluido en los vapores de una leve intoxicación etílica. El viajero a menudo se pierde en la niebla, para aparecer en el punto de partida, después de una larga caminata, o increíblemente lejos. Y lo que ha dicho, soñado o gritado, tiene repercusiones en otros puntos de la región. Hay lugares que nadie ha hollado, porque constituyen el universo de una única persona, aunque estén poblados por multitudes, pero todo aguarda la llegada de aquél para quien han sido dispuestos desde el principio de los tiempos. El hilo de su historia a veces se teje con el entramado de la de un país que todos conocemos, pero otras desciende hasta las oscuras y rezumantes criptas pertenecientes al numen, al recinto cerrado de lo fabuloso, donde se contemplan rostros uliginosos. En este ámbito se desarrolla la saga de los Colliure, porque se trata también de la historia de una sangre.

IdiomaEspañol
EditorialJ.A. Puig
Fecha de lanzamiento8 may 2023
ISBN9798223541271
La acrópolis de los pantanos: Crónicas de Sajará, #1
Autor

J.A. Puig

   J. A. Puig (Sueca, 1959), licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Valencia. Residente en Francia desde 1989. Actualmente catedrático de español en el Lycée Estienne d´Orves, Niza.    Premio de relato corto de la Fundación Fernández Lema (Luarca), en su edición de 2003, con un trabajo titulado “El vuelo de las ocas salvajes”, publicado en 2006 por la editorial Trabe. Finalista en el premio de relato de la UNED en su edición de 2007 con un trabajo titulado “La hora de Leviatán” y publicado por los servicios de la misma. Participa en la antología de narrativa “Cruzando el río”, publicada en 2010 por la editorial Crealite, con un relato titulado “Fábula de otoño.”

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    Vista previa del libro

    La acrópolis de los pantanos - J.A. Puig

    LA ACRÓPOLIS DE LOS PANTANOS

    J.A. PUIG

    ––––––––

    C:\Users\José\Pictures\FOTOS\FOTOS DE AUTOR\SUECA\2147729294_d3f1eeb292.jpgM:\Jose V\Pictures\MIS IMÁGENES\2011-01-02 Bisabuelos paternos\2011-09-17 familia abuelo\familia abuelo 001.jpg

    DEL ORDEN DEL SER

    LA ACRÓPOLIS DE LOS PANTANOS

    I

    Acaso alguien concibiera rencor por una cuestión referente a los toros, sobre cuya pavesa se abatiera en un punto el viento de poniente, pujante y abrasador cuando sopla por estos asientos en los caniculares, rodando como bola ígnea desde la estepa contigua, porque el odio de la turba es como fuego de rastrojera, que arde veloz, cual si fuera piroxilina, y se lanza a recorrer los campos, liebre encarnada que la traílla de galgos acosa, pero que no llega a quemar la tierra. Se lleva, eso sí, todo lo que pilla por delante, convirtiéndolo a su paso en chiribitas y humo. O tal vez fuera por haberse llevado a Sajará a la mujer más bella de Riera y estamos en lo mismo, cólera morbo malcomida de trapacerías. Poco importa, desde luego. A estas alturas, preguntarse por ese tipo de cosas viene a ser tan absurdo como, pongamos por caso, pretender razonar sobre si el universo ha existido siempre, sin un comienzo, o si, por el contrario, lo ha tenido y entonces ha surgido de la nada. Sabido es que no merece la pena demorarse en ello, cuestiones bizantinas se denominan, sino que, aplicando el exabrupto de Tertuliano, pasemos adelante con los faroles. Vaya que sí: "Creo porque es absurdo", o no creo por idéntica razón, mas no vengas con que quieres hacer inventario de pajitas que volaron y de alfileres que se desprendieron, porque en tal caso no le arriendo la ganancia a nadie, pues absurdo es el comportamiento del hombre cuando no se ha entrenado, denodada e implacablemente, a serlo. Comparado con eso, lo demás es viruta. Y, aun así, a veces, incluso un Edipo, madera de carrasca, de las mejores, falla en su previsión. Así son y serán las cosas. Pero tampoco esto nos incumbe, ni le incumbió, por cierto, al mentado Edipo, sino cumplir con nuestro deber y desalojar presto, que otros esperan ya su turno, probablemente para cometer los mismos errores, pues el mundo no se da de vagar y todo ha de pasar por tal manera.

    Por absurdo que fuera, el calendario de aquel día señalaba el viernes 15 de enero de 1915, José Colliure cumplía 15 años y, precedido por 15 relucientes toros como recién subidos del lavadero, ponía por primera vez sus pies en Riera. No vio a Consuelo en tal ocasión, ni siquiera sabía que existía, aunque se encontraba allí, de ello no cabe la menor duda, pues antes de casarse con él y de acompañarle a Sajará, jamás había abandonado las lindes de su pueblo. Si algún rayo de sol, taimado y furtivo, alcanzara por alguna de aquellas a ganar su tez, podría haber empañado su cutis de albayalde.

    La fecha en cuestión tan sólo le reportó un único y no pequeño consuelo, el que venía engastado en el acto de entregar personalmente los últimos toros que él mismo había traído desde la lejana Salamanca. Podía haberlo mandado hacer, por supuesto, como así lo había sugerido el propio regidor, habida cuenta de la incuestionable magnitud de la epopeya protagonizada ya mediante el acto de culminar tan dilatada expedición, a una edad tan tierna, comparado con lo cual, aquello no era sino una pequeñez, pero puso un punto de honor en coronarla hasta en sus postreros detalles cuando aún estaba picado el molino. Y no era para menos, ya que, por vez primera, había tomado solo el tren hacia Salamanca con la triple misión de elegir los animales, comprarlos y traerlos. Cierto que, anteriormente y con tal propósito, había acompañado en numerosas ocasiones a su padre, hallándose familiarizado ya con todos los resabios del oficio; pero eso no quitaba que, en la presente, el mérito recaía al fin enteramente sobre sus espaldas, por cuya razón se le granjearon las felicitaciones de cuantos alcanzaban a tener conocimiento de ello, incluido su progenitor, lo que constituía, en verdad, un acontecimiento nada banal, porque las felicitaciones del regidor describían una órbita larga, comparable a la de esos cometas que deben recorrer medio universo antes de volver a pasar por determinado punto.  

    Cuando hubo concluido la distribución de los astados, algunos compradores, ya fuera porque les intrigara su juventud en relación con tales menesteres, o bien porque así lo mandara la costumbre, le invitaron a tomar unas mistelas en el casino. Atención a la que Colliure correspondió con una nueva ronda a su cargo, como era de recibo.

    Dada la hora, las doce del mediodía bien sonadas por el acatarrado reloj del campanario, un notable bullicio acaparaba el local. Uno de los presentes, Juan Mayorino, no pudo refrenar su curiosidad y, alzando la voz por encima del murmullo tenaz, preguntó cómo su padre había sido lo bastante para encomendarle una tarea de tal envergadura a un muchacho que no tendría más allá de catorce años.  

    -Quince –repuso Colliure, siempre alerta. –Y ha hecho algo más que mandarme traer unos cuantos becerros a dos kilómetros de casa.

    -¿Y qué más ha hecho tu padre, muchacho, si se puede saber?

    Colliure le clavó los ojos, retador.

    -Enviarme a Salamanca para buscarlos.

    Los parroquianos que integraban el corro y, fuera de él, los que se hallaban más cerca, guardaron silencio, intrigados por el giro que tomaba la conversación.

    -Quieres decir que has ido tú... ¿Solo?.... Hasta Salamanca y has traído estos toros.

    -Éstos y algunos más –repuso con suficiencia, al tiempo que alzaba el vaso para cobrar la aceituna.

    A pesar de la ligereza de la respuesta, parecía Jesús entre los doctores.

    -Tu padre siempre me ha parecido poseer una ilimitada confianza en sí mismo, pero no sabía que la otorgaba con tanta facilidad a los demás.

    Colliure lo miró de arriba abajo, pero renunció a explicarle que él no era uno cualquiera entre tantos.

    -Él suele decir que un hombre se mantiene vivo por una complicada cadena de milagros que se suceden los unos a los otros todos los días. Así, cuanto antes aprenda a llevar el negocio, mejor. Más tarde podré enseñar a mis hermanos.

    Juan Mayorino no tuvo más remedio que admitir el fundamento de las palabras que el chico había aprendido sin duda de memoria. Todavía estaba fresco, entre los más viejos del lugar, el recuerdo de una devastadora epidemia de cólera que había asolado la comarca. La entrada de su primo, Luis Mayorino, lo distrajo de tan lúgubre pensamiento.

    -Mira, primo, lo que dice este chaval. Su padre, José Colliure, de Sajará, lo ha enviado solo a comprar toros a Salamanca.

    Luis Mayorino echó una mirada soñolienta, como la de todos los Mayorino, y distraída al muchacho. Éste iba vestido como para un baile. Botas relucientes, traje cortado a medida, fulgurante camisa almidonada e impecablemente planchada, corbatín y reloj de bolsillo con leontina de oro.

    -Si fuera mi hijo –declaró- yo también lo hubiera enviado.

    Y pasando adelante pidió una cazalla.

    De regreso a Sajará, caminando por encima de la mota, ya libre de todo cuidado y con el cuerpo tibio bajo el efecto de la mistela, se entretuvo en atisbar las pollas de agua y algún que otro pato salvaje, antes que precipitadamente alzaran un vuelo tan rasante que rozaba el plano de la superficie en varios puntos, para esconderse enseguida entre las insidiosas ramas de los sauces de Babilonia, las cuales bajaban hasta serpentear en las aguas verdes del Júcar, lenta masa de cristal líquido para fabricar botellas, más allá de Riera.

    No hacía entonces mucho tiempo, Sajará bebía aún las aguas glaucas del Júcar; ahora la traen de la montaña, por estar prácticamente exenta de bacterium coli.

    Al pasar ante el matadero municipal, no pudo reprimir un rictus de amargura pensando que ése era el destino final de todos sus toros, atendiendo al hecho de que los campesinos no los compran precisamente para arar. Para ello y para tirar de los pesados carros labriegos estaban los sólidos rocines que se vendían por estas tierras.

    La arquitectura del matadero recuerda vagamente la del cementerio, si se hace abstracción de las cruces y los ángeles carrilludos que tocan allí silenciosas trompetas de piedra. Los toros eran carbón para alimentar esa fragua tan historiada y barroca como una carroza de lujo de las Pompas Fúnebres. Peor sería vivir de sangre humana como hace, ahora y siempre, tanto vampiro escondido en las tinieblas. La hoguera de la guerra crepita ya, con furia nunca vista, en toda la sesuda Europa, sin duda tan sólo para dar calor, a pesar de tanto pretexto huero, a cuantos mueven los hilos de ese teatro de marionetas que ha sido siempre la política. Arte de gobernar los pueblos, sí, y un jamón con chorreras. Más bien arte de hacer suculentos negocios más allá de las fronteras. Del mundo entero llegan paletadas de gente, carbón igualmente que se echa al horno en el cual cuece el festín de los grandes, a la caldera que propulsa el crucero de los privilegiados, carne de cañón que arde para iluminar la fiesta de cumpleaños dada en honor de un niño bonito, criado en estufa y entre algodones. En cualquier caso, semejante carnicería aprovecha también a unos cuantos españoles que pescan en río revuelto. Sin ir más lejos, en Sajará se salvará, de este modo, la cosecha de arroz, cuya exportación había prohibido el gobierno el año anterior pero que luego, con el conflicto, quedó la orden revocada, y se venderá más naranja que nunca, e incluso carne de toro para mantener la tela, alimentando a ambos contendientes.

    Colliure echó un vistazo a la quinta de Sanromá, situada enfrente del matadero municipal, y construida a base de cumplidos sillares de granito, medio oculta por la tupida vegetación de pinos, palmeras, arrayanes, cañas de bambú y quién sabe qué otras plantas venidas del mundo entero. Pero son los grandes industriales y terratenientes, como Sanromá, quienes, según oyó decir a su padre en conversación privada con el alcalde, están sacando una formidable tajada de la que ya se denomina primera guerra mundial. Al conde de Trémol, aseguró el edil, le ha valido un pan por ciento y ha recuperado ya todo el dinero que perdió en la Exposición de 1909 y mucho más. Ello no es óbice para que mantengan los mismos salarios de miseria que han pagado siempre.

    La tapia de sardinel que cerraba el parque se elevaba por los lados y con toda seguridad también al fondo; sin embargo, en la parte anterior apenas alcanzaba un metro de altura. A partir de ahí era reemplazada, en su bienintencionada labor protectora, por una imponente verja de hierro forjado, cuyos negros barrotes culminaban, a una distancia de vértigo para el aún no completamente desarrollado Colliure, con unas puntas de lanza doradas, que añadirían, qué duda cabe, un delicado toque estético a la desgarradura en la carne de quien osara franquearlas.

    Colliure caminaba junto a la verja e iba pasando la mano distraídamente por entre los barrotes, cuando vio acercarse a lo lejos el carruaje de Sanromá, tirado por dos apaisados alazanes, y la apartó enseguida. El prohombre viajaba dentro de la ventana del coche como dentro de una moneda.

    No hizo el menor gesto para saludarlo, porque cómo osaría hacer tal cosa un rapaz de quince años ante el prócer de Sajará. Antes bien apretó el paso.

    Llegado a las casas de Cardona, notó que salía de ellas un denso aroma a comida popular. Echó un vistazo a su reloj y esta vez arrancó a correr. Aquello no era todavía Sajará. Y el corregidor no toleraba que nadie se le retrasara a la hora de las refacciones, bajo ningún concepto.

    No paró hasta llegar al convento, pero a partir de ahí siguió andando, no fuera que en Sajará alguien le viera corriendo. De los males, el hombre prudente elige el menor; pues se debía a sí mismo la retención y el decoro de los que nacen con posibles. A dónde iríamos a parar si mezcláramos los paños de cocina y las servilletas.

    En efecto, cuando entró en casa halló a la familia entera sentada alrededor de la mesa, si bien con todos los platos vacíos, aunque limpios y relucientes. Un colectivo suspiro de alivio se evaporó en un instante. Tal vez en otras circunstancias, José Colliure padre hubiera dirigido teatralmente su mirada hacia el historiado reloj del comedor, mas en ésa se limitó a decir:

    -¿Todo bien?

    -Al pelo.

    -Comamos pues –se apresuró a terciar Teresa, contenta de que su hijo saliera tan bien parado en esa ocasión, pero consciente de que para comer con el diablo hace falta una larga cuchara. -

    -¿Has visto al Rey, en Madrid? –Quiso saber Mercedes. -

    María Teresa, la mayor, rio.

    -No, pero sí el palacio donde vive.

    -¿Y cómo es? –Inquirió esta vez María Teresa. -

    -Como la mitad de Sajará.

    -Ah.

    -Al menos así parecía desde fuera.

    Daniel no pudo contenerse e intervino.

    -¿Y has visto a don Eduardo Dato?

    Risa general.

    -¡Qué ocurrencia! Lo que sí he visto es la librería en la que mataron a Canalejas.

    Silencio abrupto.

    -Por cierto, te compré allí mismo un libro.

    A Daniel se le iluminaron los ojos.

    -¿Cómo se titula?

    -Luego lo sabrás, cuando os dé los regalos a todos.

    Consumido el arroz como entrada, Teresa sacó la fuente con el puchero. Tras servir al padre, depositó un gran pedazo de ternera en el plato de su hijo José.

    -Lo tienes bien merecido –ponderó. -

    Los hermanos no sabían cómo contener la risa y Joaquín, el menor de los chicos, y María Asunción tuvieron que abandonar precipitadamente la sala, pues ya entonces era legendaria la falta de apetito de José Colliure. 

    -Pues apañados estamos. Si hay que reírse de un pedazo de ternera –rezongó el héroe de la taurina hazaña.

    El regidor se cubrió discretamente la boca con una servilleta, para ocultar una sonrisa.  

    II

    Sonaban las cuatro de la tarde en el campanario de la iglesia de San Pedro, cuando el regidor empujaba las puertas del casino La Linterna. Enseguida divisó, al fondo, apoyado en la barra, al comprador de naranja con quien había concertado una cita. Pero en ese momento oyó su nombre, emitido con tono grave desde una de las mesas alineadas a lo largo del flanco derecho, junto a las ventanas que dan a la calle San Cristóbal.

    -Pepe –repitió la egregia voz.

    El aludido se volvió ligeramente y percibió a Sanromá con el periódico "Las provincias" desplegado a toda vela. Se acercó a saludarle.

    -¿Qué tal, don Hermenegildo? Como aún no he tenido ocasión de felicitarle el año nuevo, le deseo lo mejor.

    Sanromá levantó las pobladas y ya entrecanas cejas de un Mefistófeles de la edad provecta.

    -Gracias, Pepe. Lo mismo para ti y para la familia. Por cierto, espero que hoy no hayas reñido en demasía a tu hijo mayor.

    -¿Habría acaso algún motivo, que por el momento desconozco, para hacerlo?

    -Oh. Nada grave, en verdad. Eran las dos en punto y todavía pasaba frente a mi casa. Pero conociendo tu proverbial puntualidad y organización...

    -Bueno, es la primera vez que efectúa esa labor....

    -Ah. Si venía de trabajar, excusado está.

    Colliure frunció ligeramente el ceño.

    -No todo está en trabajar, también hay que hacerlo cabalmente. Pero así es, venía de distribuir los toros en Riera. Sobraba tiempo para ello, de modo que ha debido dejarse entretener más de la cuenta en alguna casa.

    -Vaya. A una edad tan temprana y ya efectuando trabajos de esa responsabilidad.

    -Bien podía hacerlo, don Hermenegildo, ya que ha sido él quien los ha traído de Salamanca.

    Sanromá levantó aún más las tupidas cejas, dejando ver unos globos oculares albos e inmensos.

    -¡Caramba! Solo, a Salamanca, y habilitado para comprar, que no es moco de pavo. Un muchacho precoz donde los haya. Es lo menos que se puede decir. En todo caso, parece que ha sacado porte señor. Comprendo que no hayan osado darle gato por liebre.

    -Sí. Y todavía está espigando. Ya ve usted, don Hermenegildo, ellos para arriba y nosotros para abajo.

    El regidor pugnaba con todas sus fuerzas por ocultar el orgullo que sentía en esos momentos hacia su vástago. Y en honor a la verdad hay que decir que lo consiguió.

    -Es ley de vida.

    -En fin, que pase usted una tarde agradable.

    -Gracias, Pepe.

    Nada más fácil que presumir a toro pasado, nunca mejor dicho. Pero antes hubo que unir los dos extremos de la semana que había durado la ausencia del hijo y eso fue harina de otro costal. Porque, por bien atados que hubiera dejado los cabos durante los últimos viajes, ello siempre incluye imponderables, cuya contingencia le hizo perder muchas horas de sueño al regidor durante aquellas interminables jornadas. En fin, había salido bien y pelillos a la mar. La próxima vez estará ya el camino abierto y por otra parte el chico es listo, de eso no cabe duda. Cuando el agua encuentra su vía, es para mil años y un día. Dentro de unos meses estará avezado.

    El comprador lo veía acercarse y le alargaba ya una mano callosa y robusta. Colliure se dirigió al hombre que atendía la barra.

    -Lo mismo para mí y cóbrate las dos consumiciones.

    Acto seguido pasó a dar cumplidas instrucciones al primero sobre cómo debía proceder al día siguiente, la variedad que debía atacar y dónde estaba situada en el interior de la finca. Se trataba de la propiedad rústica denominada La Closa, que el regidor administraba.

    -Supongo que a la hora de comer ya habréis terminado con esa parcela. Como no estaréis lejos de la casa, podéis instalaros en el poyo que hay bajo la parra y utilizar la parrilla. Mi hijo estará allí con las llaves, por si necesitáis algo, y la bota del vino. Luego, por la tarde, él mismo os conducirá a lo mío. Ahora es esa variedad la que urge.

    -Entendido –repuso el otro y echándose al coleto de un solo golpe lo que quedaba en el vaso, se despidió.

    José Colliure pidió que le trajeran un café a la mesa. Tomó "El Mercantil Valenciano" que se encontraba sobre la barra, algo manoseado ya, y fue a instalarse donde había dicho, a la vera de uno de los grandes ventanales que ofrecían un amplio panorama sobre la plaza de la Constitución y buena luz para la lectura. Antes de desplegar el periódico, extrajo de un bolsillo interior de la americana una pequeña caja de cartón que contenía unos cuantos habanos y encendió uno con la habitual prosopopeya.

    Sanromá seguía enfrente, enfrascado todavía en la lectura del periódico conservador, Colliure lo observó con disimulo. De nada le valió a la septembrina, aseguró don Mariano tras su última visita a Madrid, que efectuó poco antes de Navidad, y cuyo verdadero objeto era entrevistarse con don Santiago Alba, derribar el trono del monarca si el del cacique permanecía en pie, intacto. Don Mariano había regresado con las ideas notablemente aceradas de ese viaje a la capital. Asistió, según parece, a numerosas reuniones y coloquios que le inocularon el virus de una fiebre social pasmosa, casi inquietante. El régimen que vivimos no es en absoluto una democracia constitucional, como tratan de hacernos creer, sino una oligarquía cuyos pilares son tres: los oligarcas o notables, los caciques y el gobernador civil. Llegó incluso a citar a Aristóteles, como si éste fuera Sagasta o Maura, para quien la aristocracia era una modalidad de gobierno ejercida por una minoría de hombres de bien, que actuaban movidos por razones de Estado; pero que, si esa minoría desviaba su afán hacia sus propios intereses en tanto que tal minoría, entonces el gobierno degeneraba en oligarquía, ni más ni menos. Tal estado de cosas puede sostenerse en nuestro país gracias a que el Señor Gobernador sanciona el clientelismo conformado, y en buena parte heredado, por el cacique, quedando el resto de la población sin desayunarse en la vida política. Tal y como suena. Y mientras tanto, no solamente el partido conservador, sino también el partido liberal, haciéndonos comulgar a todos con ruedas de molino. Por lo tanto, si alguna vez España aspira a convertirse en una verdadera democracia, y de esa labor más vale que nos encarguemos nosotros, desde arriba, porque, si no lo hacemos, detrás vienen otros que lo harán con menos miramientos, deberá derribar esa pieza fundamental del gobierno de los peores, que es el cacique. Todo eso y mucho más dijo el alcalde en el casino liberal.

    Colliure expulsó una gran bocanada de humo y, a través de esa bruma, miró a Sanromá de soslayo, por encima de "El Mercantil valenciano," quien fumaba igualmente su pipa con tanta placidez y delectación como él empleaba con el habano.

    Claro que, también según don Mariano, Sanromá no es sino un cacique de segunda o tercera categoría. El verdadero cacique de esta provincia es el conde de Trémol.

    Alzó de nuevo los ojos Colliure y vio que Sanromá miraba también en su dirección. O más bien hacia el ventanal junto al cual se encontraba. Y sonreía, divertido. Colliure volteó su cabeza a la derecha para casi caer de bruces sobre su hijo mayor, que allí estaba, al otro lado del cristal, encendiéndose un puro, tan largo como el suyo, con una prosapia no inferior a la que su atónito progenitor solía gastar para tales ocasiones. No le impresionó tanto que fumara, pues él a su edad ya lo hacía, como el rumbo. Tampoco es eso, se dijo, demasiadas ínfulas para tan pocos años, habrá que ir frenándolo, al mozalbete éste.  

    Colliure escarbó con una mano en el bolsillo de la americana y sacó una llave de casa, aproximadamente del tamaño de un pan, mientras que con la otra extraía su reloj. Utilizó la llave para dar unos golpecitos en el cristal. El así aludido no pudo evitar un respingo de sorpresa al ver a su progenitor tan cerca, en ese preciso momento, pero mantuvo la compostura. Colliure le mostró el reloj de plata mediante un gesto harto significativo, con el cual no le invitaba precisamente a contemplarlo con estética disposición, ni a ninguna consideración filosófica sobre la huida irreparable del tiempo, sino que manifestaba a las claras su deseo perentorio de que dejara de hacer el ganso y se encaminara de una vez hacia la academia, pues ya iba a llegar con retraso. Colliure, hijo, saludó con la mano en que sostenía el puro, sonrió y se fue. Menudo barbián que ha salido, tampoco es bueno tan flamenco. No sé de dónde habrá sacado ese temple.

    Sanromá conservaba media sonrisa, pero ya estaba de nuevo sumido en la lectura. 

    III

    El prócer Sanromá, reclinado en el respaldo del acolchado banquillo, tapizado en cuero rojo burdeos, del casino La Linterna de Sajará, conocía dificultades para contener su hilaridad. Desde luego, el muchacho se las trae. ¿Qué haría si fuera hijo suyo? El patricio sólo había tenido hijas, todas ellas educadas en colegios de monjas, como Dios manda. Sin embargo, un novillo así de bravo, cual ofrece todo el aspecto de ser éste, requiere otro procedimiento y otra implicación, por supuesto. No lo tiene ciertamente fácil, el bueno de Colliure. Dio una prolongada calada a la pipa y se entretuvo contemplando cómo el denso algodón se evadía lentamente hacia las vigas. Por otra parte, no estaba seguro de no envidiarle. Habría que peinarse bien, desde luego, para encauzarle, pero no hay recompensa que valga algo sin sacrificio. Ello hasta los veintidós o veintitrés años, no más le durará a Colliure el afán, entonces es cuando se le da una buena hembra que le para hijos enseguida y Santas Pascuas. La familia es la piedra angular de todo el edificio social. Aun así, los tiempos que vivimos son turbulentos y los que se avecinan no prometen nada mejor. Una época durante la cual uno tiene el máximo interés en atar bien los machos, si quiere conservar vida y hacienda, amén de posición social. Sanromá sintió un leve escalofrío al recordar los sucesos acaecidos en la vecina Cullera, hacía cuatro años. Y lo peor, a fin de cuentas, no es esos estallidos fulgurantes con que suele arrebatarse la chusma, sino el ambiente de insurrección y huelga que se respira de continuo. Razón por la cual conviene confeccionarse una buena pica que cubra bien las espaldas, una erguida lanza que proteja la heredad cuando uno decline o se halle en el trance de tener que hacer mutis por el foro. Quien tiene hijas, tiene hijos, dicen. No obstante, por los tiempos que corren, conviene tomarse uno mismo la molestia de templar el hierro de esa lanza, para tener a alguien completamente seguro. Porque los yernos, ¿quién los conoce? ¿Quién sabe dónde empieza y dónde acaba un yerno? En cambio, un hijo se lo ha ido forjando uno día tras día. Así como lo hace Colliure, que es un hombre cabal. Que lea "El Mercantil valenciano no es óbice para que no lo sea. Además de cabal, sería ideal si leyera Las Provincias, qué duda cabe. Pero hay que reconocer que los hombres de pro deben leer unos El Mercantil valenciano y otros Las Provincias"; en ello consiste el espíritu de Sagunto, insuflado a toda la nación por el añorado Cánovas del Castillo, secundado como es debido por el espadón del general Martínez Campos, desde luego. Claro que las cosas han llegado hoy a tal grado de complejidad que incluso desde dentro se desea socavar las bases del edificio canovista. Ellos, los liberales, tienen a don Santiago Alba y nosotros a Maura. Y aquí, en Sajará, a don Mariano, más albista cada día que pasa. 

    Sanromá echó un vistazo hacia la plaza, que comenzaba a animarse, en el momento justo en que Olegario Casadavant doblaba la esquina y se colaba de rondón en el mismo estanco que previamente había visitado José Colliure hijo. Al momento ya se hallaba empujando la puerta de La Linterna.

    Don Hermenegildo depositó el periódico sobre la mesa y alzó brevemente la mano a guisa de saludo. Éste, que ya se dirigía al sitial que ocupaba el prócer, le correspondió con un efusivo apretón de manos. Nada más que la liturgia cotidiana de un casino de provincias.

    -Buenas tardes, don Hermenegildo. Pido un café y vuelvo enseguida. ¿Quiere usted alguna otra cosa?

    -Nada, gracias, Casadavant. Es muy amable.

    Olegario Casadavant, concejal por el partido conservador, uno de sus más sólidos puntales en Sajará por su verba fácil y esférica, así como notable propietario de tierras; era, por lo demás, un asiduo de la tertulia de Sanromá. En el camino que le conducía hacia el pocillo de tinta, se detuvo unos instantes para saludar a Colliure.

    -Me parece –comentó nada más regresar, dando un sorbo al café que había traído él mismo- que vamos a tener un buen parón en la recogida de la naranja.

    -¿Y eso?

    -Anuncian mal tiempo. Un buen temporal de agua, a lo que parece. Ya sabe usted, esos viejos resabiados que ya no quieren mojarse en el campo por nada y no se equivocan nunca cuando se trata de medirle las intenciones al cielo. En eso, tienen más conocimiento que los curas. Y sin saber latines –rio, timpánico, Casadavant.

    -Si se trata tan sólo de lluvia y no de viento que la eche al suelo.....

    -Apuraremos cuanto nos venga, don Hermenegildo, ¡qué remedio!

    Con esa frase de sabio, apuró también don Olegario el contenido del pocillo. Pero Sanromá, de repente, se puso a observarlo con una curiosidad extraña.

    -Pobre del ratón que conoce un solo agujero.

    -¿Por qué dice eso, don Hermenegildo?

    -Mira a Colliure. Si un año le fallan algo las tierras, tiene la procura de "La Closa" y tiene sobre todo el negocio de los toros.

    Don Olegario Casadavant se volvió ligeramente, en efecto, para escudriñar al impertérrito Colliure, que seguía absorto en la lectura del Mercantil valenciano de marras.

    -No es una mala estrategia. Preciso es reconocerlo.

    -Principalmente lo de los toros. Un asunto que ofrece más posibilidades de las que tal vez él haya visto.

    Sanromá se ensimismó durante unos instantes.

    -Pero no faltará quien acabe viéndolo, con el tiempo... –añadió misteriosamente. -

    -Que acabe viéndolo.... ¿Quién?

    -El hijo. El hijo mayor de Colliure. Se me antoja sabe más que las culebras. Ladino es, en todo caso, el rapaz. ¿Sabías que ha sido él quien ha hecho, solo, el último viaje a Salamanca para traer toros?

    -¿El chico de Colliure? ¡Pero si no tiene más de quince años!

    -Ya ves. El regidor parece que quiere hacernos del muchacho un auténtico gerifalte. Y hay que reconocer que madera no le falta. Si hubieras visto, hace un momento, la traza que se daba al fumar. De la uña se conoce el león. El propio padre, que el barbián no se imaginaba tan cerca, no daba crédito a sus ojos.

    -Pero... ¿Qué era concretamente aquello que el muchacho acabará sin duda viendo, respecto al asunto de los toros?

    Sanromá parecía hablar en sueños.

    -Los toros, sí. Con un buen capital como respaldo... Un capital de una envergadura superior a la que podría alcanzar Colliure....

    Olegario Casadavant iba comprendiendo el razonamiento del jefe.

    -¿Sabes, Olegario? No me gustaría tenerlo el día de mañana enfrente. Quiero decir enfrentado a nosotros....

    -¿Al chico de Colliure? Probablemente siga los pasos del padre e integre el partido liberal. Pero en fin.... Ya sabe usted... El partido liberal....

    -No representa ningún peligro. Lo sé. Resulta incluso un mal necesario, que habría que inventar si no existiera. O que en su día inventaron, cuando no existía. Aunque esa corriente de regeneracionismo que nos afecta también a nosotros, por cierto, pero sobre todo a ellos.... ¿Has leído a Joaquín Costa?

    -No.

    -Pues léelo. No tiene desperdicio.

    -Me deja usted perplejo, don Hermenegildo. Yo creía que de quienes había que desconfiar era de los republicanos y de los socialistas. Sobre todo de los anarquistas, desde luego. Pero me está hablando usted de nuestras propias filas. Porque, entre nosotros, liberales, conservadores, ya se sabe, tanto monta, monta tanto. Ellos tienen tantos condes y marqueses como nosotros, si no más... Ya ve usted a don Álvaro de Figueroa, conde de Romanones, propietario de minas en Asturias y latifundios en Guadalajara, principal accionista de la sociedad titulada "Figueroa, Soto y Compañía," que tan grandes beneficios ha hecho con el abastecimiento de Madrid en carbones y combustible inglés, jugando a envolverse con el azufre y el humo anticlerical para evitar discutir de otras cuestiones...

    -No he dicho que sea precisamente el conde de Romanones quien turbe mi sueño. Otra cosa es don Santiago Alba, por poner un ejemplo. Y me consta que don Mariano ha estado últimamente en Madrid con el único propósito de entrevistarse con él. Lo cual ha coincidido con una notable radicalización de sus posturas. Cuando el río suena, agua lleva.

    Casadavant se tomó unos instantes para asimilar las palabras de don Hermenegildo.

    -Por cuanto se refiere a don Mariano, es una lástima, ciertamente. Pero, en fin, Colliure es un auténtico varón de chapa.

    -El padre. Mas el hijo ¿quién sabe? ¿Quién sabe igualmente lo que nos deparará el día de mañana?

    Sanromá volvió a dar la impresión de soñar despierto.

    -Por eso no quisiera tenerlo enfrente...

    -Vaya. Veo que le ha causado una fuerte impresión el chico de Colliure.

    -No es sólo el chico de Colliure, sino la conjunción de él, y otros como él, y un mundo nuevo que, mucho me temo, resulta ineluctable. Por eso hay que ir amañándolo ya, modelándolo en la medida de lo posible. Y he aquí un ejemplo de lo que se puede anticipar. Este novillo de Colliure, existe un modo de mantenerlo atado al pilón de nuestros valores.

    Don Hermenegildo escrutó, tras los centelleantes cristales de sus antiparras, a Olegario Casadavant con una insistencia decididamente extraña.

    -¿Cuál? –se atrevió éste al fin, un tanto desconcertado, a preguntar.-

    -El sacrosanto matrimonio, Olegario. ¿Qué otra cosa iba a ser? La argamasa que, durante siglos, ha unido en Sajará a las familias con posibles. La familia, Olegario, es la piedra angular de la sociedad. Una vez está puesta en su lugar, el peso entero del edificio reposa sobre ella y la inmoviliza para la eternidad. Al tiempo que se coloca en las casas, se pone en los panteones.

    -Sus palabras resultan estremecedoras, don Hermenegildo. Si bien debo reconocer que son también ciertas, así ha sido siempre en Sajará y lo seguirá siendo por los siglos de los siglos.

    Sobrevino otro silencio mientras Olegario Casadavant se preguntaba cuál sería concretamente esa familia en la que, con toda seguridad, estaba pensando ya Sanromá para unir a ella al mayor de los Colliure. Sería una familia que no debía carecer, sin duda, de cierta prosapia, pues el chico no era, después de todo, un mal partido. Especialmente si se tenía en cuenta el proyecto que albergaba Sanromá respecto a él y al negocio de los toros.

    -Tú tienes una hija.... –lo interrumpió suavemente aquél en sus cavilaciones. -

    -Tengo tres. La mayor está casada, la segunda comprometida y la tercera tiene sólo doce años.

    -Pues claro. Doce años. Es perfecta para un muchacho de quince.

    Olegario sintió que le invadía un calor inesperado y se pasó un pañuelo por la frente. 

    IV 

    María Teresa Luisa Colliure y Santamaría ostentaba el honor vitalicio de haber abierto el seno materno, lo cual implicaba, aun en la acrópolis de los pantanos, una leve transferencia de poder hacia el elemento femenino. Menos mal, decía a menudo, lanzando una mirada de desafío a su hermano José, quien la recogía con una sonrisa, porque en las familias donde el primogénito es un varón, las hijas no suelen considerarse más que muñecas de porcelana para vender al mejor postor.

    Por el contrario, los lares familiares determinaron sacar tras ella una serie de tres varones consecutivos y sólo a los seis años de su nacimiento se dignó aparecer María Asunción y a los nueve, María de las Mercedes. Ésa fue la razón de que la mayor asumiera con toda naturalidad, fuera de las horas lectivas de escuelas y colegios, por supuesto, el papel de institutriz con relación a las pequeñas.

    La madre no tuvo más que templar y forjar el carácter de la primera, educándola como a una auténtica Santamaría, a saber, telas, hilos y breviario. Y una vara bien tiesa con objeto de imitar su compostura, así como su impasibilidad, ante cualquier contingencia de este mundo y del otro. Toda aspiración, le decía, nace de una carencia y es, por tanto, sufrimiento; pero su satisfacción no hace sino convocar una nueva aspiración. En consecuencia, la vida no es más que sufrimiento continuo. Si por acaso la necesidad y el sufrimiento conceden una tregua, entonces el hastío se manifiesta como un vacío insoportable. Así, la vida oscila entre el dolor y el hastío, que viene a ser como otro dolor, porque la naturaleza humana siente horror por el vacío. Vistas así las cosas, no solamente nuestro dolor es esencial, sino también necesario pues, al ocupar su lugar, nos preserva de otro quizá mayor. Sólo si entendemos esto, podremos llegar a ser personas cabales, es decir, las que se consagran por entero a la preparación de la única vida que de verdad merece ser

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