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Maravillosos Cuentos y Leyendas del Siglo XXIX
Maravillosos Cuentos y Leyendas del Siglo XXIX
Maravillosos Cuentos y Leyendas del Siglo XXIX
Libro electrónico172 páginas2 horas

Maravillosos Cuentos y Leyendas del Siglo XXIX

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¿Te gustan las historias basadas en la antiguedad?

¡Qué mejor oportunidad que leer cuentos y leyendas del siglo XXIX!

Basadas en la coyuntura de ese siglo, estas historias espectaculares te harán vivir un mundo que jamás creiste posible.

Entenderás el porqué de los problemas de aquel tiempo y te aseguro que al final querrás seguir leyendo.

Perfecto para adultos, niños, jóvenes y adolescentes. 

¿Qué esperas para sumergirte y entretenerte?

¡Llévate el libro, no te arrepentirás!

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 abr 2021
ISBN9781393981558
Maravillosos Cuentos y Leyendas del Siglo XXIX

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    Maravillosos Cuentos y Leyendas del Siglo XXIX - David Martinez

    HABITANTES DE LA ALHAMBRA

    He observado que, generalmente, cuanto más ricos han sido los habitantes de un edificio en los días de su prosperidad, tanto más pobres y humildes son los que viven en los de su decadencia, y que los palacios de los reyes concluyen con frecuencia sirviendo de asilo a los mendigos.

    La Alhambra se encontraba en ese triste estado de decadencia. Cuando alguna torre empezaba a desmoronarse, venía a instalarse en ella alguna andrajosa familia, que se hacía la propietaria de sus dora- dos salones en compañía de los murciélagos y búhos, y colgaban sus guiñapos, emblema de la pobreza, en las ventanas tragaluces.

    Me quedaba atónito viendo los variados tipos que habían tomado por asalto las antiguas moradas de los califas, pues parecía que se habían asentado allí, dando un desenlace terrible al drama del orgullo humano. Uno de estos habitantes era una viejecita llamada María Antonia Sabonea, que tenía el apodo de la Reina Coquina; tan diminuta, que parecía una bruja, y debía de serlo, según pude colegir, pues nadie conocía su origen. Su habitación era una especie de zaquizamí debajo de la escalera primera del Palacio, y se sentaba en las frías piedras del corredor, dándole a la aguja y cantando desde por la mañana hasta la noche, y bromeándose con todos los que pasaban, pues, aunque muy pobre, era la vieja más alegre del mundo. Su principal mérito consistía en contar cuentos, teniendo, según creo, tantas historias a su disposición como la inagotable Scheherazada, la de Las mil y una noches, y alguno de los cuales le oí contar en las tertulias nocturnas de doña Antonia, a las que asistía con frecuencia. La extraordinaria suerte de esta misteriosa vieja ponía de manifiesto que debía tener ribetes de bruja, pues, a pesar de ser muy pequeña, muy fea y muy pobre, había tenido cinco maridos y medio —según contaba—, refiriéndose a un soldado que murió cuando la cortejaba. El rival de esta pequeña reina bruja era un orgulloso viejo de nariz chata, que iba ves-

    tido con un harapiento traje y un sombrero mugriento con una esca- rapela encarnada. Era hijo legítimo de la Alhambra y vivía allí toda su vida, desempeñando varios oficios, tales como alguacil, sacristán de la iglesia parroquial y marcador de un juego de pelota que había al pie de una de las torres. Era tan pobre como las ratas y tan altivo como desharrapado, blasonando de su alcurnia, pues decía ser de la ilustre casa de Aguilar, de donde salió el Gran Capitán Gonzalo de Córdoba. Efectivamente, llevaba el nombre de Alonso de Aguilar, tan renombrado en la historia de la Reconquista, aunque la gente male- ante de la fortaleza le puso por apodo El Padre Santo, nombre usual del Papa, que creí demasiado venerable a los ojos de los verdaderos católicos para ser puesto como mote. Era un verdadero sarcasmo de la fortuna el presentar bajo la grotesca persona de este harapiento un tocayo y descendiente del valeroso Alonso de Aguilar, espejo de la caballería andaluza, arrastrando una existencia miserable por la que fue en otro tiempo arrogante fortaleza, y que ayudó a tomar su ante- cesor; sin embargo, ¡tal hubiera sido la suerte de los descendientes de Agamenón y Aquiles si hubiesen permanecido dentro de las ruinas de Troya!

    En esta abigarrada compañía la familia de mi charlatán escudero Mateo Jiménez formaba —al menos por su número— un papel muy importante. Su orgullo por ser hijo de la Alhambra no era infundado, pues su familia habitaba en la fortaleza, sin interrupción, desde el tiempo de la Reconquista, legándose una pobreza hereditaria de pa- dres a hijos, y sin que se sepa que haya tenido ninguno de ellos jamás un maravedí. Su padre era de oficio tejedor de cintas, y sucedió al histórico sastre como cabeza de la familia, tenía entonces cerca de setenta años de edad y vivía en una casilla de caña y barro hecha por él mismo encima de la Puerta de hierro. Sus muebles consistían en una desvencijada cama, una mesa y dos o tres sillas. Un arca de ma- dera contenía su ropa y el archivo de familia, es a saber: unos cuantos papeles que trataban de pleitos antiquísimos, que él no podía desci- frar; pero el orgullo de su casa consistía en el escudo de nobleza de su familia, rabiosamente pintado, y colgado de un marco en la pared;

    demostrando claramente por sus carteles las varias casas nobles de que descendía esta familia.

    El mismo Mateo hizo todo lo posible por perpetuar la rama ge- nealógica, teniendo una esposa y una numerosa prole que habitaban un desmantelado rincón de la casilla. Cómo se las arreglaban para vivir sólo lo sabía Aquél que profundiza todos los misterios; la vida de una familia de esta clase en España fue siempre un enigma para mí; y, sin embargo, viven, y, lo que es más extraño, gozan de una feliz existencia, al parecer. La mujer bajaba los domingos al paseo de Gra- nada con un chiquillo en brazos y media docena detrás, y la hija mayor, que había entrado en la adolescencia, se adornaba el cabello con flores y bailaba alegremente tocando las castañuelas.

    Hay dos clases de gente para quienes la vida es un perpetuo día de fiesta: los muy ricos y los muy pobres; unos porque no carecen de nada, y los otros porque no tienen nada que hacer; pero no hay nadie que en- tienda mejor el arte de no hacer nada y vivir sobre el país que los pobres de España, pues el clima les da la mitad y su temperamento lo restante. Déle usted a un español sombra en el verano y sol en el invierno, un poco de pan, ajos, aceite, garbanzos, una capa de paño pardo y una gui- tarra, y ande el mundo como quiera. ¡Hable usted de pobreza!... A él no le hace efecto; vive en ella tan grandemente: él lleva su capa andra- josa, pero se tiene siempre por un hidalgo, aun con sus harapos.

    Los hijos de la Alhambra son una demostración elocuente de esta filosofía práctica. Creen, como los moros, que el paraíso terrenal está en esta tierra favorecida, y me inclino a presumir que hay todavía vestigios de la Edad de Oro entre sus pobrísimos habitantes. Nada tienen, nada hacen, nada les preocupa. Sin embargo, al parecer no hacen nada durante la semana, son fieles guardadores de todas las festividades y días santos, como el más laborioso artesano. Celebran los días festivos bailando en Granada y sus contornos y haciendo ho- gueras en los cerros la víspera de San Juan, y suelen pasarse bailando las noches de luna cuando recogen la cosecha del pequeñísimo Se- cano que poseen en el recinto de la fortaleza, que no da más que unos cuantos celemines de trigo.

    Antes de concluir estos apuntes mencionaré uno de los entrete- nimientos de este sitio que más me sorprendieron: Había notado re- petidas veces que un largo y flacucho individuo, subido en lo alto de una de las torres, meneaba dos o tres cañas como si tratara de pescar las estrellas. Quedeme perplejo un buen rato, viendo las contorsiones de este pescador aéreo, y creció mi perplejidad cuando vi a otros ocu- pados en la misma faena en diferentes sitios de las murallas y baluar- tes, y no pude resolver este misterio hasta que consulté a Mateo Jiménez.

    Parece que la pura y ventilada situación de esta fortaleza la ha hecho —como el castillo de Macbeth— un fecundo criadero de go- londrinas y aviones, que revoloteaban a millares alrededor de sus to- rres, con la alegría de un travieso chicuelo en día de fiesta cuando le dejan salir de la escuela. El atrapar estos pájaros en sus vertiginosas vueltas por medio de anzuelos encebados con moscas es la diversión predilecta de los desharrapados hijos de la Alhambra, que en su in- genio de hombres ociosos han inventado el arte de pescar en el fir- mamento.

    EL PATIO DE LOS LEONES

    Este antiguo y fantástico Palacio posee una magia singular, un especial poder para hacer recordar sueños y cuadros del pasado, y para presentarnos desnudas realidades con las ilusiones de la memoria y de la imaginación. Sentía yo, pues, una inefable complacencia pa- seándome entre aquellas «vagas sombras», buscando los sitios de la Alhambra que más se prestaban a estas fantasmagorías de la imagi- nación; y nada era tan adecuado para el caso como el Patio de los Leones y sus salones adyacentes. Aquí ha sido más benigna la mano del tiempo: los adornos moriscos, elegantes y primorosos, existen casi en su primitiva brillantez. Los terremotos han conmovido los ci- mientos de esta fortaleza y agrietado sus más fuertes muros; sin em- bargo, ¡ved!, ni una de estas delgadas columnas se ha movido, ni se ha desplomado ningún arco de ese ligero y frágil templete; toda la obra de hadas de estas cúpulas, tan delgadas —al parecer— como los delicados cristales de la mañana de escarcha, se conserva, después de un período de siglos, en tan perfecto estado como si acabase de salir de la mano del artista musulmán. Escribía yo en medio de estos recuerdos del pasado, en las plácidas horas de la mañana y en el fatal Salón de los Abencerrajes; la fuente manchada de sangre, mo- numento legendario de la degollación de aquellos magnates, estaba delante de mí, y el elevado surtidor de ella salpicaba sus gotas sobre mi escrito. ¡Cuán difícil se hacía el armonizar la antigua tradición de sangre y de violencia con la dulce y apacible escena que me rodeaba! Todo parecía preparado de antemano para inspirar buenos y dulces sentimientos, porque todo era allí delicado y bello: la luz penetraba plácidamente por lo alto, al través de las ventanas de una cúpula pin- tada y decorada como de mano de hadas; por el amplio y labrado arco del pórtico contemplaba el Patio de los Leones iluminado por el sol, que enviaba sus rayos a lo largo del peristilo, reverberando en las aguas de la fuente; la alegre golondrinilla revoloteaba en torno del

    patio y después se elevaba y partía trinando melodiosamente por en- cima de los tejados; la laboriosa abeja libaba zumbando por los jar- dines, y las pintadas mariposas giraban de flor en flor, jugando unas con otras en el embalsamado ambiente. No se necesitaba más que un débil esfuerzo de la imaginación para figurarse alguna pensativa bel- dad de harén paseándose por aquella apartada mansión de la volup- tuosidad oriental.

    Sin embargo, el que quiera contemplar este sitio bajo un aspecto más conforme con sus vicisitudes, visítelo cuando las sombras de la noche roban su luz a aquel hermoso patio y echan también un velo a los salones contiguos. Entonces nada hay tan dulcemente melancólico ni tan en armonía con la historia de su pasada grandeza.

    A esas horas del ocaso visité en cierto día la Sala de la Justicia, cuyas soberbias y oscurecidas arcadas se extienden a un extremo del patio. En tal sitio se celebró ante Fernando e Isabel y su triunfante comitiva la solemne ceremonia de una misa de gracias al tomar po- sesión de la Alhambra. La cruz puede todavía verse en el punto donde se levantó el altar y en el que ofició el gran cardenal de España y otros dignatarios eclesiásticos del país. Me imaginaba yo entonces la escena que presentaría esta regia estancia cuando se vio ocupada por los ufanos conquistadores; la mezcla de mitrados obispos y tonsura- dos frailes, caballeros cubiertos de acero y cortesanos vestidos de seda, el cómo cruces y báculos y religiosos estandartes se confundi- rían con los arrogantes pendones y banderas de los altos personajes de Aragón y de Castilla, desplegados en señal de triunfo en los mo- riscos salones; me figuraba también a Colón, al futuro descubridor del Nuevo Mundo, humilde y olvidado espectador de la fiesta, ocu- pando un modesto sitio en un apartado rincón; y veía, por último, allá en mi mente, a los Católicos Soberanos postrándose delante del altar elevando un himno en acción de gracias por su victoria, y resonando en las bóvedas los sagrados acordes y la grave entonación del Te- deum.

    Pero la pasajera ilusión, el vano fantasma de la imaginación huyó, como los pobres musulmanes sobre quienes habían triunfado. El

    salón donde se celebró la victoria estaba derruido y solitario, no oyén- dose sino el aleteo del murciélago en las oscuras bóvedas, o la lechuza lanzando sus gritos siniestros desde la vecina Torre de Comares.

    Al entrar en el Patio de los Leones uno de los días siguientes me sorprendí sobremanera viendo un moro cubierto con su tur- bante, pacíficamente sentado junto a la fuente. Creí al pronto ver tornada en realidad alguna de las supersticiones de aquel sitio y que algún antiguo habitante de la Alhambra habría roto el manto de los siglos, volviéndose ser visible. Pero no tardé en reconocer que era un simple mortal, un tetuaní de Berbería, que tenía una tienda en el Zacatín de Granada, donde vendía ruibarbo, quincalla y perfumes. Hablaba correctamente el español, y conversé con él, pareciéndome despejado e inteligente. Me dijo que subía la Cuesta muy a menudo en el verano para pasar una parte del día en la Al- hambra, en donde recordaba los antiguos palacios de Berbería construidos y ornamentados de un modo semejante, aunque nunca con tanta magnificencia.

    Mientras nos paseábamos por el Palacio, me llamó él la atención sobre algunas inscripciones arábigas, que encerraban gran belleza po- ética.

    —¡Ah, señor! —me dijo—. Cuando los moros dominaban en Granada eran una gente más alegre que hoy. No se cuidaban más que del amor, de la música y de la poesía. Componían versos con pasmosa facilidad, y los cantaban al son de la música. Los que hacían mejores estrofas y los que tenían mejor voz podían estar seguros de obtener favor y preferencia. En aquellos tiempos, si alguno pedía pan, se le respondía que compusiese una canción, y el más pobre mendigo, si pedía limosna en verso, era recompensado a menudo con una moneda de oro.

    —Y esa afición popular a la poesía —le pregunté—, ¿se ha per- dido completamente entre ustedes?

    —De ningún modo, señor; la gente de Berbería, aun los de las clases más bajas, componen todavía canciones bastante buenas, como en otros tiempos, pero no se recompensa hoy el talento como enton-

    ces; el rico prefiere en la actualidad el sonido del oro al de la poesía y la música.

    Hallábase hablando así cuando se fijó en una de

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