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La hora de Leviatán
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La hora de Leviatán
Libro electrónico682 páginas11 horas

La hora de Leviatán

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El objetivo de la obra es lanzar a unos personajes sobre una vasta superficie para que, a través de sus vivencias, quede urdido un tapiz representativo del mundo actual, ése que ha producido la crisis financiera y social que aún perdura. Para ello se inspira, cambiando cuanto haya que ser cambiado en materia de nombres propios, o simplemente elidiéndolos, en los casos llamados "Malaya" (que ahora se está juzgando) y "Ballena blanca", posiblemente imbricados, y también en el caso "Al Yamamah", que no lo está, pero al fin y al cabo no se trata más que de una ficción, lo cual no impide, por cierto, que este último caso sea presentado, como los otros, con rigurosa claridad, mutatis mutandi, por supuesto.

IdiomaEspañol
EditorialJ.A. Puig
Fecha de lanzamiento11 jun 2023
ISBN9798223841838
La hora de Leviatán
Autor

J.A. Puig

   J. A. Puig (Sueca, 1959), licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Valencia. Residente en Francia desde 1989. Actualmente catedrático de español en el Lycée Estienne d´Orves, Niza.    Premio de relato corto de la Fundación Fernández Lema (Luarca), en su edición de 2003, con un trabajo titulado “El vuelo de las ocas salvajes”, publicado en 2006 por la editorial Trabe. Finalista en el premio de relato de la UNED en su edición de 2007 con un trabajo titulado “La hora de Leviatán” y publicado por los servicios de la misma. Participa en la antología de narrativa “Cruzando el río”, publicada en 2010 por la editorial Crealite, con un relato titulado “Fábula de otoño.”

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    La hora de Leviatán - J.A. Puig

    LA HORA DE LEVIATÁN

    Plática de condotieros

    ––––––––

    JOSÉ ALEMANY

    "Nous courons sans souci dans le précipice après que nous

    avons mis quelque chose devant nous pour nous empêcher

    de le voir"

    (Pascal, Pensées)

    PRIMERA PARTE

    I

    ––––––––

    Los días de las grandes transformaciones pueden reconocerse desde que uno salta de la cama, o antes. Son días de marasmo. Por su parte, los días sencillamente impertinentes se anuncian también de inmediato, aunque de otra manera, cada movimiento termina en un tropiezo, los instrumentos rehúsan su cometido, las llaves se ponen del revés a propósito y hacen cuanto se halla en su poder para no entrar en las cerraduras, luego les cuesta dar las vueltas o incluso se rompen y hasta se puede iniciar por esa vía una larga concatenación de dificultades que acaban por poner los nervios de punta, pero ahí termina todo, esos días suelen saldarse sin consecuencias graves. Eso existe. Hay días repelentes, así. Los primeros son harina de otro costal. Los días que traen cataclismos, individuales o colectivos, son días de una quietud insalubre, el aire aparece como más denso a causa de los presagios diluidos que mantiene, los colores se ven a través de él con una intensidad mayor y los cuerpos se hallan invadidos por la serenidad que hace falta para afrontar esos formidables trastornos en sus destinos. Fue pues con cierta ecuanimidad y con paso uniforme como me dirigía al banco, tras verificar, eso sí, una por una, cada cifra, al igual que la fecha. Curiosamente, la única inquietud que albergaba era la de haberme equivocado en alguna de ellas y hacer el ridículo ante los empleados de la sucursal.

    Mentiría si no admitiera que me puse a hacer planes pero ello es casi un acto reflejo. Me dejé llevar a la elección de un modelo de coche, del tipo de casa que mandaría construir, cosas así. No obstante, cuando me hallé ante el director del establecimiento bancario ya tenía tomada la decisión.

    Deseo permanecer en el más absoluto anonimato.

    El hombre comprobó las cifras meticulosamente una segunda vez. La expresión de su rostro era de incomprensión profunda. Resultaba evidente que para él mi actitud no cuadraba con el significado de aquella papeleta. Alzó los ojos y me miró como si acabara de salir de un coche que hubiera dado numerosas vueltas de campana antes de estrellarse contra un muro de hormigón y, por todo comentario, le pidiera un papel de fumar para enrollarme un pitillo, mientras aguardaba la llegada de los atestados. Luego se puso a hacer llamadas, a rellenar formularios para que yo los firmara. Al final, tras una hora completa de formalidades, me dio una tarjeta mágica, inagotable. Con ella en el bolsillo me bastaba. Por el momento, claro.

    Pasé de un banco a otro, es decir, entonces necesitaba un banco que sirviera para sentarse. Elegí uno a la sombra, en una plaza recoleta, con niños jugando a perseguir una bandada de colipavas, vigilados por abuelas haciendo calceta. El porvenir se veía, ciertamente, de otro modo, desde aquella soleada mañana de primavera. Era como cuando uno se quita una camiseta interior demasiado estrecha. Se acerca el verano, se utilizan prendas más ligeras, más anchas. De repente una sensación de desahogo, de frescor. Había desaparecido esa angustia leve, esa espina que muchas veces parece no estar ahí pero que únicamente había sido olvidada unas horas, tal vez días, de la aprensión a que algún fin de mes las cosas hayan ido tan mal que no queden fondos, ni crédito, para pagar los gastos fijos. Por fortuna aquello pertenecía a un pasado que percibía como anormalmente alejado. En cambio, debía parar mientes en esa intuición, todavía mal verbalizada, por la cual no me hallaba corriendo a toda prisa hacia mi mujer, luego hacia mis amigos y enemigos, para comunicarles la grata noticia, a saber, que haría falta una notable imaginación para conseguir gastar mediante una sola vida todo el dinero que me había caído encima, así, sin comérmelo ni bebérmelo.

    Acababa de firmar lo que puede denominarse el acta de nacimiento de un rico y había tomado la determinación de sellar ese documento y quitarlo de la vista de todo el mundo, renunciando con ello, de modo provisional por supuesto, a la comodidad de hacer uso abiertamente de la recién adquirida riqueza. Sin cuya precaución, la actitud de mi entorno hacia mí habría sufrido un reajuste que consideraba prematuro. Mientras tanto, bajo mi epidermis de no haber roto nunca un plato, alentaba una bomba de hidrógeno.

    Mi piel había sido siempre como un estuche, poroso por la cara exterior, liso e impermeable por la cara interna. Asimilaba las provocaciones del mundo, pero muy pocas veces reaccionaba, o si lo hacía, era de manera muy atenuada. Poseía una mezcla de timidez, ya sin complejo de inferioridad, y de misantropía inamovible, aunque poco patente. Todo el ejercicio físico que hacía para canalizar mi angustia, me daba músculos, no fuerza. Posiblemente mis relaciones interpretaban como apocamiento lo que era apatía. No obstante, que Dios les pille confesados porque aquel día todo iba a cambiar. Una fuerza descomunal e inexplicable que brotaba desde profundidades insospechadas tomó posesión de mí como una melodía endiablada Esta vez habrá para todos, me dije, cada cual tomará según sus merecimientos. Sentado en el banco, experimenté algo así como una entrada en trance. La plaza se había convertido en un barco cabeceando ligeramente de proa, navegando en mar gruesa. Comprendí que había llegado el momento de tomarle las riendas a ese caballo de la acción y conquistar medio mundo, poner el mundo entero, si es preciso, a fuego y a sangre, para bien o para mal. Me sentía capaz tanto de lo uno como de lo otro, lo que no dejó de asustarme, pero la perplejidad sólo duró un segundo. Me hallaba tan bien allí, sentado en ese banco de piedra, viendo las colipavas, blanquísimas, los niños y las abuelas al sol, el mundo rodando plácidamente junto a las demás esferas, que no podía albergar de manera duradera ningún temor.

    Me levanté al cabo. Las calles eran lo que no habían sido nunca, un laberinto infinito de posibilidades y yo iba mirando a derecha e izquierda para ver cuál era el primer hilo del que me placería tirar. Mi mujer, por ejemplo, consideré, si fuera a decirle que la fortuna nos acaba de abrumar con un peso enorme, se pondría de inmediato en guardia contra mí, tomaría precauciones, incluso puede que dejara de engañarme con ese botarate. Pero yo no quiero que deje de engañarme, yo únicamente quiero saber si me engaña o me ha engañado con él o con cualquier otro. Especialmente con él. En el momento presente, ella no espera de mí ninguna reacción espectacular, me cree todavía prisionero de mi horario de trabajo, sin ningún medio para averiguar, encerrado entre las cuatro paredes de mi oficina, lo que ocurre en el mundo durante un fragmento preciso, fijo, bien determinado públicamente, de tiempo. Las circunstancias, empero, habían cambiado y ella no debía saberlo.

    Me sorprendí al verme en mi barrio sin que la memoria hubiera registrado el menor detalle del trayecto. Lo que me devolvió a mí fue una voz que llegaba a tocar en mi interior un punto de máxima irritabilidad. Alcé los ojos. Un grupo de jóvenes se hallaba todavía a una distancia considerable. Sin embargo, de entre ellos, surgía un vozarrón perfectamente capacitado para transmitir la extrema penuria intelectual de su propietario a cualquier punto de la calle. Dejé de oír el zumbido de los coches, desapareció el murmullo de la ciudad, el sol se puso más amarillo y me invadió una serenidad y una ligereza de espíritu que sólo aportan ciertos puntos ubicados en los aledaños de la intoxicación alcohólica. Al mismo tiempo era como si llevara a mi lado una bolsa de plástico que se iba inflando y adquiriendo un peso enorme hasta caer en un barranco, queriendo arrastrarme a mí detrás, atrayéndome en dirección a la banda de cutres con una fuerza irresistible. Que me diga algo el alipáparo ese, algo personal, que me provoque, que lo haga. Lo hizo cuando ya casi parecía que me iba a dejar pasar de largo. Tú, cara de culo, dame un cigarro. Afortunadamente, porque si no, hubiera desarrollado una cirrosis. Me detuve en seco, mis ojos buscaron con incontrolable avidez los de ese desgraciado y mis pies me lo acercaron hasta que su jeta se encontró a una distancia ligeramente inferior a la envergadura de mi brazo. No tengo cigarros, pero tengo un puro que tú no te lo has fumado nunca. ¿Sí? Sí. Pues dámelo. Mis pies estaban bien afirmados en el suelo, me concentré en mi estómago, luego en mis riñones y finalmente dejé que todo mi cuerpo se lanzara detrás de mi puño, de modo que la inercia casi me hace caer hacia delante. Toma puro. Recuperé el equilibrio, di un paso atrás, junté mis puños por abajo, combé mis hombros acumulando fuerza y lo mandé todo a rodar hacia arriba llevándome por delante las mandíbulas de los dos figurantes que lo flanqueaban. Después de ello, les incrusté profusamente los pies en el hígado y en la cara a los tres y con las mismas me fui, sin que ninguno de los demás integrantes del rebaño borreguil dijera esta boca es mía. Al llegar a la esquina, me volví. Se había formado un corro de curiosos alrededor de los heridos, pero nadie miraba en mi dirección, ni en esa acera, ni en la opuesta.

    Durante la comida, sostuve una animada conversación con mi mujer. Me bailaba intra muros la idea de preguntarle bueno ¿y qué tal el gilipollas de tu amante? Yo, que soy tan comedido. Pero me retuve, claro. Ya salpicaremos con los remos a su debido momento. Después de la siesta, en el momento en que, tras el ejercicio del amor, se quedó frita, me puse delante del ordenador. Consulté unas cuantas páginas, escribí en un trozo de papel dos o tres direcciones y, rico de esa nueva información, tomé el montante y salí de casa.

    Al tipo que me atendió le expliqué en cuatro palabras y con toda franqueza el asunto que me traía entre manos. Hablamos de ello como si estuviéramos negociando el alquiler de un piso. Eso me gustó. En realidad de eso se trataba, del piso, por lo menos como una primera instancia. Me preguntó si podía facilitarles el acceso durante unas horas. Le repuse que me las arreglaría.

    De regreso a casa, le anuncié a mi mujer que, puesto que se avecinaba Pascua de Resurrección, nos iríamos unos días a Europa Central. Proposición que ella acogió favorablemente, si bien no sin cierta sorpresa por lo precipitado de la decisión. Por toda respuesta, le mostré los billetes.

    A la vuelta, tenía instalado en el apartamento un sofisticado sistema de escucha que se ponía en funcionamiento únicamente cuando se producía un ruido y cuyas grabaciones podía escuchar a través de un ordenador mediante una clave secreta, o bien llamando por teléfono a un número determinado.

    Durante una semana no hice más que escuchar el chasquido de la puerta al cerrarse, casi inmediatamente después de mi salida, y el crujido de la cerradura al abrirse, poco antes de mi llegada. Si algo se produce, no parece que vaya a ser en casa, concluyó mi guía espiritual. Con la palabra todavía en la boca, salió del despacho un momento y regresó con unas cuantas cajas de cartón que empezó a abrir. De una de ellas sacó un teléfono móvil. Parece un teléfono móvil cualquiera, claro que con muchas funciones, un regalo ideal. Cierto que lo parecía, en efecto. De hecho lo es, se comporta como un teléfono móvil normal. No obstante, tiene una función secreta. Llamando con otro aparato a un número convenido, el teléfono no reacciona visiblemente en modo alguno, pero transmite a los oídos interesados todo ruido que se produzca a su alrededor. Destapó otra caja y sacó lo que tenía el aspecto de un pequeño imán. Coloque esto en el coche de su mujer y con esta pantalla, mediante la técnica GPS, podrá ver a dónde se dirige.

    Esa vez dimos en el clavo. Abrí un cajón de mi escritorio y puse en el fondo la pantalla. Cuando vi que el coche se detenía, aguardé cinco minutos y compuse el número indicado. En efecto, reconocí las voces de ambos. Esperé un instante y comenzaron a hacer el amor. Era todo lo que quería saber. A mi regreso de la oficina, le diría que esa noche la dormiría todavía en casa, pero que al día siguiente me iría para siempre.

    Mi trayecto de vuelta me hacía pasar por una de las calles más comerciales de la ciudad. Ese día se había instalado en la acera un joven mendigo que tocaba el violín. Llamaban la atención sus ojos azules clarísimos y su larga cabellera rubia. En ese momento se hallaba interpretando el doctor Zivago. Pasé de largo casi sin mirarle, en aplicación de mis principios progresistas acerca de la mendicidad en la vía pública. La melodía, sin embargo, me condujo rápidamente a un estado de narcosis, sin pérdida de lucidez, más bien todo lo contrario, pam, pam, pa pam, pa, pa, pa, pa, pa, pa pam.... Esa misma fuerza que había invadido mi cuerpo el día en que me convertí, por la gracia de Dios, en un hombre inmensamente rico, crecía en progresión geométrica y me estaba dejando en un estado de embriaguez peligroso, en una posición que se hallaba por encima del bien y del mal, mis pies no tocaban el suelo, mis oídos no me devolvían el menor sonido, todo a mi alrededor iba quedando cada vez más velado por una cortina de sombra, mientras que las luces de las tiendas brillaban como estrellas. Quieto, aquí hay algo, no vayas a cerrar los ojos ante los signos, cuando se despliegan ante ti. Me detuve ante el escaparate de una librería fingiendo interesarme por los volúmenes expuestos, pero en realidad mi mente estaba ya tejiendo  a sus anchas el complot.

    Hay que probarlo todo, dijo él una vez, adoptando ese aire del macho al que no le importa besar los labios de otro hombre, sabiendo que su virilidad está muy por encima de semejante pacotilla. Lo dijo mirándome a mí y yo le repuse que no lo creía necesario. Pero ahora soy yo el maestro de ceremonias, el que explora nuevos caminos, el tentador. Lo único que podía perder era el tiempo, puesto que la pérdida económica iba a ser insignificante para mi nuevo y vasto bolsillo.

    Volví pues sobre mis pasos. No debió transcurrir mucho tiempo entre mi ida y mi vuelta porque el joven seguía interpretando la misma pieza cuando me planté como una estatua delante de él, sólo nos separaba el sombrero donde se ponen las monedas. Imperturbable, interpretó la melodía hasta el final. Luego bajó el arco y el violín. Aguardó en silencio. Saqué un billete que resultó ser de cien euros y lo deposité en el sombrero. Ni siquiera me dio las gracias. Erguido, me contemplaba con severidad, como si en lugar de un billete de banco le hubiera entregado un billete de desafío, cuyo contenido no ignoraba.

    ¿Quieres más? ¿Cuánto? Tres mil. ¿Qué debo hacer? Tres mil sólo por escucharme. Luego veremos.

    Lentamente se puso a guardar el violín y el arco dentro del estuche, recogió el sombrero, retiró las monedas y el único billete. Quedó a la expectativa.

    Eché a andar. ¿Cómo te llamas? Nicolai. Muy bien, Nicolai, tú no has venido de la lejana Rusia para andarte con chiquitas, desde luego que no. Tocas bien el violín, pero el arte, por lo menos en occidente, hay que tocarlo con un poco de mano izquierda, de lo contrario uno no saca ni para pipas y tiene que enviar a hacer gárgaras el arte para consagrarse a otra actividad más clemente.

    En cuanto divisé el primer cajero automático, saqué tres mil euros y se los entregué sin mirarlos. Los recibió con una altivez desafiante que se resolvió en gesto de derrota y resignación al guardarlos en el bolsillo de su chaqueta.

    De regreso a casa, no pude evitar mostrarme un tanto deprimido. Traté, no obstante, de tomar las riendas de mis emociones. El atractivo de estas cosas radica sobre todo en el efecto de sorpresa.

    Al día siguiente vestí de punta en blanco a Nicolai en la tienda más cara de la ciudad, le compré un coche y le di las instrucciones para alcanzar los primeros objetivos. Y como quiera que dichos objetivos se iban cumpliendo puntualmente, para gran sorpresa mía, todo hay que decirlo, pero ahí estaba el viejo proverbio castellano para paliar ese tipo de pasmo, dime de qué presumes y te diré de qué careces, decidí alquilar un ático y encargué a los de la agencia que lo rellenaran con el material de grabación audiovisual más sofisticado que tuvieran en los almacenes. También les pedí que averiguaran a quién pertenecía el chalet de la montaña al que acudían mi mujer y su amante.

    No tuve que aguardar mucho, quién lo hubiera dicho. Una semana después del lanzamiento del plan, tenía en mi poder un CD bastante curioso. El modo en que iba a cursar dicho expediente lo había concebido desde el primer momento, desde que me quedé parado ante el escaparate de la librería. Grabé pues su contenido en el ordenador, utilicé una de esas direcciones electrónicas gratuitas que se crea uno mismo con nombre falso y, ni corto ni perezoso, lo mandé a todos los empleados de la fábrica, desde los ejecutivos del sancta sanctorum hasta los encargados de la carga y descarga de camiones en el patio, incluida la suya y la mía, por supuesto. Pero lo hice de modo que no pudiera leerlo antes de llegar a la oficina.

    La venganza es un placer del que ni siquiera los dioses han querido prescindir, provoca una satisfacción intensa y duradera. Cada cual considera como única justicia verdadera la suya propia y cuando consigue concatenar una serie de acciones que den como resultado último el cumplimiento de la misma, relacionada, por supuesto, con una sensación de poder, de dominio del entorno y de los infelices que han osado oponerse a ella, que han pretendido hacernos daño, entonces conoce una exultación inenarrable, que es preciso prohibir, por cierto, como cualquier otro placer desmesurado. Pero la maldad debe ser castigada, humillada, especialmente la que es dirigida contra nosotros.

    Lo único que me restaba por hacer era no perderme ni uno solo de los detalles que prometía aquel día resplandeciente, en un mundo que rebosaba sol y perfumes y cantos de pájaro. Atendiendo a los cuales, debo confesar que nunca he presenciado una metamorfosis comparable en un ser humano. Entró como un pavo real, cual solía hacerlo, y salió como una mariquita, silbada por la dotación en pleno de la descarga. La noticia había corrido como la pólvora. Antes de que él lo supiera, todo el mundo a su alrededor estaba al corriente. Yo adopté, de puertas afuera, como tantos otros, la actitud consistente en un mutismo cariacontecido. Sin embargo, en mi fuero interno, la gran preocupación era que no se desbordara una carcajada homérica que se iba inflando peligrosamente a medida que pasaban las horas. Hubo otros, menos discretos, que provocaron algunas fricciones por aquello de me has mirado de una manera rara, hoy no me gusta en absoluto tu sonrisa y ¿tendré yo monos en la cara o qué? Así hasta que el mismo que le prestara su chalet en la montaña para sus proezas de macho, le sugirió que consultara su correo electrónico. Cuando lo hizo, se le coló en el cuerpo la pestilencia de un mal aire que le adscribió la propia palidez de un cólico hepático. Noté que de repente le había crecido la barba y se le habían hundido las mejillas.  Salió precipitadamente, sin mirar a nadie, tambaleándose y tropezando con todo, como un borracho, o peor, como alguien a quien han inoculado el veneno de la muerte, para ya no volver más. Tras su paso se arremolinaba el mismo tufo con sabor a musgo que esparcen los coches fúnebres. Mientras presenciaba esa retirada atroz, no pude evitar un breve escalofrío. Pero se lo merecía, me apresuré a musitar para el cuello de mi camisa.

    A los dos días nos enteramos de que, al llegar a casa, se había colgado de una lámpara.

    Entonces ya pude decirle a mi mujer que la dejaba para siempre. No protestó. En su mirada podía leerse con toda claridad la interrogación ¿has sido tú, verdad? Con la mía procuré responder ¿quién iba a ser si no? Pero nada de eso fue dicho con palabras. Di media vuelta y sin coger ni una sola prenda me fui.

    En la fábrica, todos cuantos se hubieran sentido avergonzados de hablarle el día en que se divulgó el mensaje con el fichero audiovisual, e incluso quienes hicieron comentarios sicalípticos a sus expensas, una vez conocida la noticia de su dramática desaparición, encontraron que había sido víctima de un depravado complot, los complots siempre son depravados cuando no los urde uno mismo, y si bien no pudieron santificar la imagen de quien habían visto, con la nitidez que otorga la tecnología de punta en el dominio de la captación y reproducción de imágenes y sonidos, gemir de placer por obra y gracia de un ruso largo como un día sin pan que le daba tremendos empellones por detrás, al menos la beatificaron. El finado había sido en vida un pretencioso, pero tampoco carecía de cualidades. En fin, la pregunta que estaba en los labios de todos era ¿quién habría sido el cabrón capaz de hacer una cosa semejante? En cuanto se agotan las posibilidades de una víctima, hay que pasar a la siguiente, de inmediato, sin pérdida de tiempo. Y si se encuentra una relación de causalidad entre ambas, miel sobre hojuelas. El pueblo siempre será el mismo, desde el civilizado pueblo romano, ronco de tanto pedir sangre en las arenas de los circos, hasta los zafios obreros de hoy, orgullosos de que la televisión transmita a la ciudad y al mundo los berridos que profusamente dan en los estadios de fútbol, pasando por los espectadores de los autos de fe, bien provistos de aloja y toda suerte de vituallas, la historia rebosa de ejemplos. El vulgo necesita chivos expiatorios en quienes castigar las faltas que no ha osado cometer. Resulta sorprendente cómo las palabras, muchas veces, transportan un agua que el oyente ha bebido ya. Ello puede percibirse muy bien cuando, bajo determinadas circunstancias, las injurias más viles e hirientes pueden transformarse en calurosos y halagadores cumplidos. Lo que pude disfrutar de mi anonimato durante aquellos días, también es difícil expresarlo con palabras. Pues bien, en ese clima de agitación colectiva dentro de la fábrica, el individuo que les había prestado el chalet comenzó a mirarme con una insistencia que no era en absoluto de mi agrado, porque me hacía imaginar cosas y yo detesto imaginar cierto tipo de cosas que me pueden llevar muy lejos. Claro que por aquel entonces ya me hallaba en situación de mandar el empleo y a todos los demás empleados y jefes y otras hierbas a hacer gárgaras, mas no sin atraer poderosamente la atención sobre mí y correr el riesgo de que no solamente ese tipo sino otros establecieran una concatenación entre ambos hechos. Presumí que mi acto contravenía en algún punto el código civil, si bien ignoraba cuáles podían ser las consecuencias. Sea como fuere, acto legal o ilegal, inmoral o de restablecimiento natural de la justicia, lo cierto es que había culminado en muerte de hombre y ello nunca deja de impregnar la piel del responsable, directo o indirecto y por muy respaldado que esté por la legislación vigente, verbigracia un verdugo, de un brillo malsano, como si se tratara de la piel de una serpiente o de un sapo. Así pues opté por la prudencia. Decidí continuar durante algún tiempo en la fábrica. En cuanto a él, debía hacerle comprender sin ambigüedad que su interés se centraba sobre todo en mantener la boca cerrada

    Desde la habitación del hotel, me puse a observar las bandas de extranjeros que pululaban alrededor de la estación de autobuses. Compré unos buenos prismáticos y los acerqué a una distancia confortable para un estudio sistemático. Vivían del chantaje que les hacían a los automovilistas, temerosos de dejar sus vehículos flamantes rodeados por gente de semejante calaña, curiosa confirmación de la creencia popular de que donde está el veneno se halla igualmente el antídoto, también, cuando la ocasión se presentaba, de  pequeños y discretos robos a viajeros desorientados que llegaban por primera vez a la ciudad. Ellos mismos se encontraban posiblemente examinando aún los parajes contiguos al punto en que habían echado el ancla, pues todavía no llevaban trazas de hallarse incrustados en el tejido de la sociedad local, de buenos o de malos modos. Temían a la policía, entre otras cosas porque no debían tener la documentación en regla. Sin embargo, parecían comportarse en función de una cierta organización que, poco a poco, fue revelando su naturaleza casi militar, la cual podía observarse mediante la regularidad de los relevos en las diferentes actividades, la eficaz transmisión de las consignas y también porque, tras unos pocos días de examen, quedó patente una cierta jerarquía entre ellos. El que irradiaba más carisma era un tipo con toda probabilidad eslavo, de talla media, o quizá un tanto inferior a la media, seguido, cual sombra crepuscular, por un magrebí inmenso.

    Cuando me consideré preparado, cogí el coche y enfilé la calle objeto de mi estudio, aminoré la marcha, puse el intermitente izquierdo a fin de manifestar mi deseo de aparcar. Enseguida surgió de entre la fila de vehículos un joven berberisco para indicarme con solicitud ambigua la plaza libre que, por derecho propio, me correspondía. Una vez estacionado el vehículo a la sombra de unos árboles, cogí El idiota de Dostoievski y me apeé. El moro no estaba allí pasando un calor de María Santísima para sentirse como en su casa, el moro sabía que yo sabía que no lo necesitaba a él en absoluto para estacionarme en ese lugar, puesto que estaba libre a mi llegada. No obstante, el moro tenía todo el aspecto de albergar el profundo deseo de que le diera una moneda, no por nada, eso era evidente para ambos, y en ese aspecto se hallaba justamente la madre del cordero, sino tan sólo porque él era un moro que acababa de usar de su innegable prerrogativa de cruzar el estrecho, de plantarse en Europa y de exigir techo y sustento, para empezar, como preámbulo indispensable y fastidioso a los coches y mansiones de lujo, en otras palabras, el oro y el moro, pero yo no tenía por qué pagar por los sueños de los otros, por muy legítimos que fueran, acaso también porque, si no se la daba, tal vez a mi regreso me encontrara con el coche rayado o el cristal roto o los neumáticos pinchados o con cualquier otra lindeza semejante, la imaginación de uno y otro podía empezar ya a trabajar en ese sentido. Sí, la imaginación puesta a contribución en un asunto tan marcado por el lucro más primario, ahí estaba tal vez el lado absolutamente genial de la cosa. Había, en realidad, pocos factores en presencia sobre los que efectuar una inversión, tal vez uno solo, lo que él y yo podíamos imaginar.

    Puesto que todo estaba previsto, le di su moneda con desprendimiento, pero no me fui hacia el interior de la estación de autobuses como sin duda había imaginado, sino que me senté en un banco público situado a muy pocos metros, a la sombra también. Será pronto todavía para que llegue el autobús que espera, debió decirse el magrebí. Abrí el volumen, dejé la señal entre la última página y la tapa posterior y me puse a leer, realmente. El moro se aburría. ¿Qué lees? El idiota. Se quedó un tanto perplejo. A lo mejor hasta creyó que le había contestado mal para que me dejara tranquilo, pero no dijo nada, dio la impresión de olvidarse de mí. Lo mismo hice yo a propósito de él. Un idiota que lee El idiota, un pavo paseándose por las calles en el día de Navidad, un cordero entre los lobos, cuando éstos se den cuenta se les meterá en una muela. A no ser que venga pronto el autobús. La tiene clara, como no le llegue pronto su autobús. En fin, con su pan se lo coma, yo no estoy aquí para ocuparme de corderos, ni de pavos, ni de idiotas, sino para atender mi negocio y cuidarme yo mismo de los lobos. Hablando de lobos, se acercó uno y le dio un bocadillo y una cerveza de litro. Se puso el primero entre las piernas y las apretó para sujetarlo. Luego intentó desenroscar el tapón de la botella sin conseguirlo. Quise permanecer imperturbable, tratando de enfrascarme en la lectura, pero acabé sufriendo tanto o más que él por su aparente fracaso. Al final, derrotado, se vino con la empecinada botella hacia mí. Estuve a punto de aconsejarle que, en ciertos ambientes, resulta preferible pasar un poco de sed, en espera del momento oportuno, antes que descubrir uno su debilidad. ¿Puedes abrirla? Tengo las manos sudadas. Yo sí que no podía permitirme mostrar debilidad, tanto más cuanto que aquellos a los que estaba aguardando ya se habían instalado en el banco contiguo y observaban la escena, de modo que opté por auxiliar a la fuerza con un poco de industria. Saqué un pañuelo de papel, envolví el tapón, lo agarré con todas mis fuerzas, procurando, eso sí, que no se notara, e imprimí con la muñeca un giro tan violento que lo hizo crujir como si le hubieran arrancado a alguien una muela. Le alargué una botella totalmente vencida y consintiendo en entregarle hasta la última gota de su contenido. Le impresioné tanto que me propuso beber yo el primero. Decliné cortésmente el ofrecimiento.

    La operación, como dije, no había pasado desapercibida en el banco vecino, sino más bien al contrario, había sido seguida con la máxima atención. No obstante, a mí lo único que me interesaba era la lectura de mi autor favorito, o al menos eso quería dar a entender.

    ¿Qué lees? Alcé los ojos y vi la mole formidable de un inmenso pedazo de magrebí. A su lado se hallaba el hombre que había estado esperando, el cual no le llegaba más arriba del pecho. El idiota y le miré de hito en hito. Alargó una manaza entre cuyos dedos morcillones la obra maestra de Dostoievski parecía uno de esos libros en miniatura que venden en las ferias. Le dejé hacer, impasible. No está en español. Formuló esta observación como si el hecho de no encontrarse el libro en el idioma esperado fuera una prueba determinante contra mí. En sus ojos color miel había un reproche altivo. Se trata de una versión francesa del ruso, lengua en que se escribió el original. Su seguridad pareció tambalearse levemente. ¿No eres tú español? Sí, lo soy. ¿Y lees el francés? Claro, de lo contrario hubiera sido completamente estúpido comprarme el libro en esa lengua. Volvió a hundirse en la lectura, pero esta vez con una concentración extrema. Yo también aprendí el francés ¿sabes? Cuando era pequeño, en la escuela. Este argumento pareció reconciliarle una brizna conmigo. Se puso a silabear con mucho esfuerzo el texto, como un niño enorme. Sonreí sin ironía alguna. Al contrario, mi sonrisa tenía la vocación de ser una recompensa sincera a su aplicación. Pero en cuanto se relajó su atención le pedí que me devolviera el libro. Desapareció enseguida la expresión de agotamiento y beatitud que había quedado impresa en su rostro. ¿Por qué? Porque es mío. Esta vez fui yo quien alargué la mano y lo cogí suavemente de entre las suyas, sin dejar de obsequiarle con la misma sonrisa. En esa ocasión era él quien me dejaba hacer, con toda probabilidad porque estaba dudando entre aplastarme ya como un mosquito contra el suelo o aguardar todavía un poco a ver qué partido se me podía sacar de otro modo, algo así como quien se pregunta ante un pedazo de carne asada con qué salsa se la comerá. Pero su acompañante le tiró suavemente de la manga. Vamos. Claro, pensó que esa seguridad no podía tenerla por mí mismo. Debía esconder un as en la manga. Era un policía y estaban siendo observados por una brigada de ellos armados hasta los dientes. El magrebí comprendió enseguida las razones de su jefe, porque no se es jefe por nada y normalmente suelen estar en lo cierto, así que su mole obedeció tambaleándose más que nunca, tal vez dándome a entender que si se había acercado a mí y me había hablado de esa manera era sólo porque estaba algo borracho. Yo, en cambio, sabía muy bien que no había bebido nada, ni siquiera agua. Que lo que más deseaban ambos en ese momento era un interminable trago de agua fresca. Venid conmigo. Me levanté. Ellos estaban, los dos, convertidos en estatuas de sal, viéndose esposados, camino ya de su país de origen. No tengáis miedo, seguidme. Y eché a andar.

    La paliza debió ser morrocotuda. Sólo de imaginarla me dan escalofríos por todo el cuerpo, pues la consecuencia fue un mes entero de ausencia en el trabajo y una mirada de gato escaldado a su regreso; en un principio ante todo el mundo, después únicamente ante mí. Era, al mismo tiempo, la mirada de aquél que ignora por completo de dónde le viene la pedrada y a la vez tiene la más absoluta seguridad de ello. No obstante, no me hallaba en absoluto inclinado a ayudarle en lo más mínimo a resolver la paradoja. Le legué con encomiable generosidad ese bien intelectual y me desentendí plenamente de él. El personaje no daba tampoco para más.

    Bien, heme de nuevo sentado en un banco de la plaza de las colipavas, teniendo por momentos la sensación de que toda ella  era un barco cabeceando de proa, rumbo a otros mares. Probablemente del sur, a juzgar por el calor que hacía. Consideré cuán rápidamente se había cumplido mi venganza. Tan fulgurante había sido el proceso, que no me dio tiempo para evolucionar mentalmente. Porque, a decir verdad, apenas hube alcanzado mi propósito, comencé a sentir que todo había sido una lamentable pérdida de tiempo, una rémora, un residuo de una vida anterior que duró un momento, después de operada la transfiguración, pero que, para entonces, ya se había disuelto en el ambiente sin dejar rastro.

    Cuán lejos me encontraba, sin embargo, en aquél entonces, de comprender el alcance de mi error. Qué poco sospechaba la importancia de tal acto, aparentemente poco menos que inocuo, así como del engranaje, para mí todavía invisible, de causas y efectos que acababa de poner en marcha. Ahora bien sé que con aquella venganza gratuita había puesto la piedra angular del edificio que, con el tiempo, se derrumbaría sobre mi cabeza. Pon bien la primera piedra, porque como no se ponga bien esa primera piedra, el edificio entero caerá sobre la testa de su autor. La primera causa, prefigura la dirección del último efecto.

    A pesar de ello, no dejaba de maravillarme la facilidad con que había planeado y alcanzado mis objetivos. Acababa de descubrir en mí una cierta capacidad para crear realidad, así como los utensilios con lo que ello puede llevarse a cabo. Cierto que no dejé de preguntarme para qué diablos podía servirme cambiar de realidad, si la que se presentaba resulta que al final me convenía por sí misma. ¿Quién lo hubiera dicho? Y fue entonces cuando me respondí que para entretenerme, acaso para divertirme. Si bien, dado que por aquellas fechas todavía no había llegado a aburrirme de mi nueva situación, olvidé pronto semejante asociación de ideas.

    Si esa plaza me hacía pensar en un barco, el barco tenía su marinero, un tipo orondo, congestivo, de buen natural, a quien una cojera blanda le imponía al andar un movimiento ondulante y lento como el de una babosa. Lo bauticé enseguida con el nombre de Mefiboshet, el hijo patojo del rey Saúl. Ya David debía llevar años sentado en el trono, concluí, pues Mefiboshet frisaba la cincuentena. Supuse que le habrían permitido conservar tres o cuatro pertenencias de su padre para que no se hallara en la más absoluta miseria, lo suficiente como para satisfacer, por sus propios medios, las necesidades más elementales, ya que al fin y al cabo descendía de un Ungido. Y acto seguido todo el mundo en el reino debió olvidarse de él, pues no representaba el menor peligro. Mefiboshet se pasaba las horas muertas en la plaza de las palomas, observando el juego de petanca como si fuera el Roland Garros, conversando parsimoniosamente con cualquiera, o simplemente sumido en gran meditación, tal vez recordando los serrallos reales que había espiado durante su niñez. Para mí, Mefiboshet se puso a representar una vida tan insignificante como tranquila que, pensándolo bien, no carecía de atractivo y tampoco estaba al alcance de cualquiera en plena sociedad neocapitalista. Encarnaba el opuesto perfecto a su padre Saúl, era el mismísimo sentarse a la sombra de la parra y de la higuera para ver pasar unas horas que sólo se distinguen entre ellas por detalles nimios de luz o de color, el ala de una paloma sorprendida en una posición nunca vista, una hormiga acarreando un grano de trigo; al cabo, una ligera variación de temperatura. Mefiboshet siempre estaba allí para erigirse como símbolo de un cierto estilo de vida, para facilitar con su presencia una eficaz meditación sobre el mismo, siempre que a uno le venga en gana reflexionar a propósito de las cosas verdaderamente importantes de este mundo.

    II

    Tendido en la tumbona, observaba ya sin demasiado interés los manejos de los extranjeros en la calle de enfrente, los prismáticos al alcance de la mano, pero sin utilizarlos apenas. Allí estaban, encaramados como gallináceos a los respaldos de los bancos de madera, escuchando con reverencia los secreteos de Milos que recorría los distintos grupos, seguido indefectiblemente por su descomunal mameluco, dando órdenes acaso. Pensé que no volvería a tener necesidad de ellos, pero me confortaba el hecho de que estuvieran ahí, como quien dice disponibles ante cualquier eventualidad, como enlazados a mi cuenta bancaria. A veces alzaba la cabeza para comprobar que la tierra se los había tragado a todos de repente y es que la policía se había puesto a patrullar la calle o iba a hacerlo de un momento a otro. Vida de forajido, salpimentada por la emoción y la contingencia. Yo, por el contrario, dejaba vagar despreocupadamente mi mirada en otra dirección, hacia lo alto, hacia esos bloques de lujosos apartamentos cubiertos de hiedra y flores, de ficus y de geranios, como prismas verticales, como jardines colgantes de una nueva Babilonia. E iba asimilando poco a poco la idea de que en ese mundo donde lo vegetal y lo digital se entrelazaban me aguardaba una nueva vida, hecha  con una calculada y bien pesada mezcla de ocio, aventuras y cierta búsqueda por el momento vaga, con un objeto todavía sin determinar, si bien seguro de que no tardaría en aparecer, para fundirme con él y así dar al fin sentido a mi vida, para galopar sobre él como a lomos de un centauro y alcanzar parajes fabulosos, poblados por criaturas de una renovada mitología y sobrecargados de riquezas sin tasa.

    Sí, así sucede siempre, ignorando que cuando se entra en una espiral, sólo se puede salir por el otro extremo. Cuanto más intensamente se pretenda a la perfección, más poderosa resulta la apelación a un mal proporcionado. Cada cual encierra en sus entrañas el germen de su propio Leviatán y lo alimenta con su soberbia.

    Me dejé caer en el respaldo y cerré los ojos. Gradualmente, petatillo, gradualmente. Ahora ya sabes que es posible y antes ni siquiera se te habría ocurrido imaginarlo. La paciencia que debes observar por poco tiempo forma parte ya de tu nueva vida. La paciencia es la artesana de las construcciones más sólidas y el tributo que se le paga te es devuelto siempre al céntuplo. No obstante, algo se puede gastar en una sociedad de consumo sin levantar sospechas. Habían transcurrido varias semanas desde el gran avatar y todavía no me había permitido la más mínima compensación por toda una vida de restricciones, exceptuando, claro está, la desafortunada dispensa a favor de la venganza. Levántate de la hamaca, pingajo. No vayas a aburrirte, teniendo un Potosí a tus pies.

    Mientras atravesaba en diagonal el parque contiguo al hotel, para tomar la avenida que conduce al centro de la ciudad, bajo un auténtico diluvio de destellos, encontré que me urgía comprar las gafas de sol más caras que pudiera encontrar en el mercado y si me sentaban bien, tanto mejor. Luego, con ese delicado par de filtros de luz ante mis dos ojos, noté que el mundo me irritaba un poco menos. Cuando sea verdaderamente rico, no en potencia sino en acto, tal vez me reconcilie con él. La indumentaria ahora, veamos. Por lo pronto, debía tratarse de algo informal, por supuesto, pero, eso sí, elegido entre lo más costoso y exquisito del catálogo de las mejores marcas. Detalles nimios, cierto, pero con ellos ya no era lo mismo. No exactamente. Envuelto en esa tela fresca y crujiente, montado en esos zapatos rechinantes, uno se siente nuevo como un adolescente que se estrena en la vida. Tras el cambio de piel, me fui deslizando por las calles con una conciencia más ligera, vaciada de todo, excepto de lo esencial, de aquello que sirve para conservar una identidad.

    Fui a parar, o fui a buscar, no sé muy bien, al banco de la plaza de las palomas como quien llega a una sala de espera y me puse a soñar despierto. Seis meses me impuse como plazo antes de comenzar de veras mi nueva existencia. Calculé que, tras esa razonable moratoria, el asunto habría perdido una gran parte de la sensibilidad que aún llevaba adherida; en nuestros días el mundo va muy deprisa, lo que hace una semana apareció  en los titulares de todos los periódicos, de los diarios hablados de radio y televisión, hoy está olvidado. Incluso mi mujer habrá comenzado a abordar su biografía con arreglo a otros presupuestos. Convenía, sin embargo, ir tomando algunas decisiones. Tal vez fuera pertinente cambiar de ciudad. O mejor todavía, empezar por gustarlas todas, incluidas las del extranjero, y decidir después.

    En esas y otras comediciones me hallaba cuando noté que alguien se disponía a sentarse a mi derecha. Alcé los ojos y vi que era Milos. Luego me sorprendió menos que otro cuerpo, mucho más voluminoso, se posara a mi izquierda.

    ¿Te gusta esta placita, verdad? Yo también vengo algunas veces ¿sabes? Hay niños y viejos y a mí me encantan los niños y los viejos. Los de edades intermedias menos, porque con ellos tengo que hacer los negocios. Ya sabes que con los negocios hay que ser duro, si no quieres que te coman como si fueras un boquerón. Ah, pero los niños a mí me relajan y los viejos también. Sobre todo que aquí da gusto oírlos hablar, porque se pueden escuchar muchas lenguas. A veces la mía. Pero cuando se ponen a hablar todos juntos, lo hacen en un español perfecto. ¿No te has fijado? Sí. Yo no puedo distinguirlos de los verdaderos españoles ¿y tú? Tampoco. Y es que lo aprenden en la escuela, con los otros niños españoles. Pero no olvidan la lengua de su país, que también la hablan muy bien. Da gusto venir aquí y escuchar todas esas hablas diferentes y, de repente, como si un director de orquesta levantara una batuta, todo el mundo se pone a hablar un español que a mí me da mucha envidia porque, después de cinco años, todavía no consigo deshacerme de este acento del demonio. Lo único que se me ocurre contestarte es que cabe desearles un mundo menos cruel que el presente, en el que no sólo se comprendan, sino que además se entiendan. No lo tendrán. Del hombre sólo se puede esperar ideas, como el cristianismo, el comunismo, pero no que las cumpla después. Eso es otra cosa.... Una cosa es predicar y  otra repartir trigo ¿eh? ¿Qué? Digo que estoy de acuerdo contigo. Me refiero a la justicia social, porque en cuanto se trata del beneficio propio, cualquier idea, por insensata que sea, la concebirá y la llevará a cabo. Eso ha producido a veces buenos resultados. A veces buenos, a veces malos, en la mayor parte de las ocasiones buenos y malos a la vez. Ése es el hombre, así somos todos a la primera oportunidad y así serán estos chavales a los que ahora, en la tierna edad, parece que sólo les falten las alas de las palomas para ser ángeles. Ángeles los hay buenos y malos. Sólo los ángeles pueden ser buenos o malos, nosotros no. Aquí, en vuestro país, las leyes son lo suficientemente ambiguas como para que pueda manifestarse sin agobios la verdadera naturaleza humana, mixta en su substancia y también en sus actos; claro que debe guardar un equilibrio, los errores se pagan, por eso mismo no hay que cometerlos. No tienes más que fijarte en la nueva Babilonia, una nación gobernada por la mafia. Al menos no hay hipocresía; en el país del que yo vengo, en cambio, todo era oficialmente perfecto. En éste, por el contrario, comenzamos a desconfiar de todo lo que no está viciado, pues no hay término medio. Lo hubo, por ejemplo, en la antigua Roma, donde prevalecía el concepto de la virtud. Léete la historia de Roma (y la de Grecia), no los tratados de sus filósofos. Eso es como haber leído a Marx y a Engels e incluso a Lenin, sin haber vivido en la Unión Soviética o en cualquier otro país de su antigua órbita. En occidente la solución consiste en saber crearse una vida privada. Justo, tú lo has dicho; y la tuya, tu vida privada, no deja de ser interesante y misteriosa. ¿Sí? Pues sí....hay algunos puntos que no llego a entender. ¿Y te interesan? El gusano de la curiosidad, se mete en todos los cuerpos. Yo no pretendo ocultar que soy un hombre curioso, al contrario, he aprendido a prestar atención a mi entorno y no estoy arrepentido de ello, lo que se cosecha es siempre superior a las molestias que se invierten. Por ejemplo, en tu caso me sorprende mucho que un simple empleado pueda permitirse el placer de la venganza, privilegio de los ricos o de los poderosos. Y a ti ese capricho te ha costado bastante caro, según he llegado a saber..... Me guardé mucho de pedirle confirmación pero comprendí que no se refería únicamente a la paliza que ellos mismos entregaron y, por supuesto, cobraron. Puesto que entramos en ese terreno, o mejor dicho, quieres que yo entre, he de decirte que también a mí se me abren algunos interrogantes respecto a tu persona. ¿Ah, sí? Sí. ¿Puedo saber cuáles? No comprendo cómo un simple esbirro, que vive del robo y la extorsión y a veces de la concusión, pueda permitirse pensar tanto. Una actividad mental tan intensa no suele convenir a ese particular negocio.

    Al levantarme, les di la espalda durante unos segundos. Estábamos en la plaza de las palomas, rodeados de niños y ancianas tomando el sol. A Milos le gustan tanto los unos como las otras, en la paz de esta plaza recoleta. Tal vez le recuerde algún lugar semejante de su país natal, también a orillas del mediterráneo. Podía concederme ese desplante. Me volví, sin embargo, hacia ellos. Los encontré a ambos todavía sentados, distendidos, con la sonrisa apacible de dos inmigrantes que vienen a conversar con sus madres y ver jugar a sus hijos, después de una dura jornada de trabajo. Hice mutis y los dejé, al parecer muy a su sabor, como si nunca hubieran roto un plato.

    Demasiado listo, ese Milos, para ir suelto por ahí, al mando de una tropilla clandestina. Debía mudarme a toda prisa al otro extremo de la ciudad. Era preciso encontrar un domicilio provisional lejos del hotel y olvidarme por un tiempo de la plaza de las palomas.

    Durante mis horas de ocio, me dediqué pues a buscar activamente una vivienda. No podía sino tratarse de algo modesto, acorde con mi situación aparente. Pronto encontré lo que me convenía, una casa áspera, más bien estrecha, y algo desvencijada, con un jardín de proporciones medianas en un estado de absoluta incuria, abarcado por una gruesa cerca de mampuesto que parecía tan vieja como la muralla del poblado en que vivió Matusalén y situada en un barrio de las afueras. La amueblé someramente antes de sentar mis reales en ella, conservando lo poco que habían dejado, tal vez por pereza, o por urgencia, o por vejez o por muerte repentina, sus antiguos propietarios, a saber, una alacena y un armario ropero rechonchos y nervudos, comidos de carcoma, una tinaja conteniendo un universo sin crear, una palangana con su trípode de patas salomónicas, un tenebroso retrato de una santa, probablemente Santa Teresa de Ávila, y una mesa de nogal y hierro forjado. Lo demás lo dejé como estaba, respeté la pintura añil desconchada del desván y de ciertas habitaciones y el enjalbegado de las demás piezas. Únicamente di una capa de cierto barniz especial a las vigas para protegerlas de la corca.

    A mi regreso de la oficina, abría bien los ojos por ver si alguien me seguía y alternaba, por precaución, los itinerarios. Me encerré en ella con el propósito de no salir más que para ir al trabajo.

    En la fábrica los ánimos se habían calmado, ya nadie hablaba de lo sucedido. Las heridas, donde las hubo, se habían curado y las pieles se hallaban regeneradas y restablecidas. Resulta curioso, pero esa rutina que tanto había detestado ya no me pesaba, tal vez porque me estaba despidiendo de ella, porque ya tenía un plazo, no muy largo, marcado y también porque sabía que ya no me iba a embrutecer más, que, en adelante, viviría para mí, para satisfacer mi propio afán, al fin.

    Más te hubiera valido, después de todo, quedarte quietecito en tu fábrica, si no estabas seguro de disponer del valor suficiente para enfrentarte a los monstruos que te aprestabas a invocar.

    En mi nuevo domicilio, con ayuda del ordenador, construía periplos imaginarios, visitaba con  antelación los lugares que me atraían, tomaba notas para no perderme ninguna de las curiosidades más notables durante mis inminentes viajes. En realidad, me había escapado ya, mi mente deambulaba sin trabas a lo largo y ancho de este mundo. Me las prometía muy felices. Ah, pero un día, al despertarme, antes incluso de abrir los ojos, noté que no me encontraba solo en mi habitación. Con precaución, alcé un poco los párpados hasta procurarme una mínima raja, a través de la cual percibí a Milos, sentado en la misma cama, como si velara a un enfermo, observándome atentamente. No llevaba armas, exceptuando a Ouissene, que se hallaba de pie, a mi izquierda. Tarde o temprano tenía que manifestarme, así que lo hice sin demora, lo más naturalmente que pude. ¿A qué debo el honor de una visita tan temprana? Por toda respuesta, se limitó a levantarse y pasar al salón. Lo seguí. Allí estaba Moussa, tendido en el sofá, cubierto hasta el cuello por una manta. Herida de bala, en el hombro. La policía llegó antes de lo esperado. A buen entendedor.... Comprendí enseguida lo que se esperaba de mí, así que di media vuelta, me vestí y me dispuse a salir. ¿Qué vas a hacer? Traer a un médico, ¿no es eso lo que pretendéis de mí? También habríamos podido traerlo nosotros. Tal vez no en las mismas condiciones.... Eso es justo lo que esperaba oír. Abrí una puerta. Instaladlo en esta cama.

    Sentí una inesperada fruición, pues era la primera orden que les daba.

    Poco tiempo después regresé con un bien remunerado doctor, quien se circunscribió al estricto desempeño de su trabajo, sin la menor pregunta. Mientras tanto, Milos me consideraba como un cirujano la porción de anatomía en la que se dispone a practicar una incisión. Vagamente había comprendido que mi capacidad adquisitiva era considerable, puede que no la hubiera evaluado en su real alcance, ignorando, por supuesto, cuanto se refiere al detalle, mas resultaba evidente que había calado en lo esencial. En esos ojos que no se perdían ni uno solo de mis movimientos, noté cómo se iba condensando un veredicto que me concernía. Milos se hallaba tan sumido en sus cavilaciones, que sus funciones vitales parecían reducirse a la sola actividad de seguirme con esas dos gotas de brea que refulgían en el centro de sus ojos. Lo que debe estimarse es si, a pesar de las apariencias, la cantidad que se le puede extorsionar es, sí o no, infinitamente inferior a la contenida en su cuenta bancaria, en cuyo caso, la estrategia a seguir sería mucho más compleja. Conocía que no era una decisión fácil la que le correspondía a Milos. Yo, en cambio, lo tenía muy claro, si se me ofrecía la menor oportunidad de escapar e irme a vivir al sur de la Patagonia, la tomaba sin pestañear; en caso contrario, no había sino aguardar a que cayera la sentencia. Y si es así, ¿cómo es que vive de manera tan frugal? Milos se torturaba.

    Ouissene, en cambio, se había dado en cuerpo y alma a la observación del trabajo del médico sobre el hombro de Moussa. Yo, para intentar zafarme de aquella mirada inquisitiva y ponderativa, tanto más fija e insistente cuanto que su propietario se había olvidado probablemente de ella, fingí interesarme también por la operación.

    Podías sentirte satisfecho, los monstruos que se disponían a devorarte, tú mismo los habías invocado. En efecto, los errores siempre se pagan; yo puse la trampa y me las arreglé solo para caer en ella. Ahora, con tu pan te lo comas, muchacho.

    De cuando en cuando, el gigante, contento de haber encontrado a alguien con quien compartir momentáneamente su interés por la ciencia, se volvía hacia mí y me obsequiaba con una sonrisa admirativa. Milos lo llamó para un aparte. Luego salió de la casa. Durante un segundo, se pintó en el rostro de Ouissene un gesto de desconfianza, mas enseguida se puso de nuevo a observar por encima del hombro del doctor su delicado trabajo con la misma embobada atención que antes y con una sonrisa meliflua, cuyo objeto era invitarme a reincidir en el interrumpido escudriñamiento de las asépticas manipulaciones del galeno. No obstante, conocí que en ese momento su actividad principal era vigilarme.

    Milos no tardó en regresar. Se le notaba más distendido. Podía palparse la evidencia de que había tomado una decisión. Los hombres somos siempre patéticos cuando nos hallamos paralizados por un dilema y de repente integramos de nuevo la humanidad en cuanto tomamos una decisión, aunque sea errada. Milos ofrecía el aspecto de quien se cura in promptu de un estreñimiento prolongado y mirarlo a la cara ya no producía esa sensación de agobio que comunicaba hacía tan sólo unos minutos.

    Entretanto, el doctor había concluido su intervención y al tiempo que iba metiendo dentro de una bolsa de plástico frascos vacíos, así como algodones empapados en sangre, lavando y guardando utensilios, se puso a darme instrucciones sobre cómo administrarle los cuidados necesarios al herido. Volvería al día siguiente para supervisar. En el momento en que salía, se cruzó con Vuk, llamado sin duda por Milos. Me hice a un lado para dejarle entrar y cerré la puerta.

    Heme aquí encerrado, por vez primera, en mi propio domicilio con mis secuestradores, como un calamar listo para ser guisado con su propia tinta, y para colmo uno de ellos

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