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Un mal día
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Libro electrónico323 páginas5 horas

Un mal día

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Tras la repentina muerte en un accidente de tráfico de su mejor amigo y la situación dramática vivida en el entierro del mismo, Gabriel recibe una llamada de teléfono del abuelo del difunto para comunicarle que vaya a recoger unas cajas que José había dejado para él en su casa antes de su muerte. Tras hacerse con ellas, Gabriel se verá envuelto en una serie de sucesos que le llevarán a enfrentarse a su propio pasado. Sus éxitos, focalizados en el mundo de la música rock; y sus fracasos volverán a él y le obligarán a agitarse y replantearse cuestiones sobre su vacía vida presente.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 jun 2017
ISBN9788416843220
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    Un mal día - Diego Perela Moure

    Primera edición: abril de 2017

    © Diego Perela Moure

    © Ediciones Carena-Acidalia

    c/Alpens, 31-33

    08014 Barcelona

    Tel. 934 310 283

    www.edicionescarena.com

    info@edicionescarena.com

    Diseño de la colección: Silvio García-Aguirre

    Diseño cubierta: Rocío Morilla

    Maquetación: Marina Delgado

    Corrección: Tania Duarte

    ISBN: 978-84-16843-22-0

    Depósito legal: B 6585-2017

    Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet— y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo público.

    Un mal día

    DIEGO PERELA MOURE

    Somos un collage compuesto

    por cada instante de nuestra vida.

    Todos y cada uno de los que habéis entrado a

    formar parte del mío, me habéis aportado algo

    en mayor o menor medida, y en resumen,

    me habéis llevado hasta aquí.

    Esto es para todos vosotros.

    LIBRO I

    LA HISTORIA

    I

    El cuarto de baño en el que me encontraba era algo absolutamente insalubre. El suelo estaba pegajoso y cubierto de manchas de muy dudosa procedencia. Pequeñas, medianas, grandes y enormes; poco a poco se habían apoderado de toda la superficie y era casi imposible saber de qué color eran las baldosas el día que se colocaron. Haciendo esfuerzos, podía distinguirse un blanco con un ligero tono amarillento, que bien podría haber aparecido con el paso del tiempo.

    El resto de la escena no era mucho más halagüeña. En la pared había colgados tres orinales, de los cuales tan solo uno era mínimamente aprovechable. El de la izquierda estaba tapado con una bolsa de basura y del central caían unas gotas un tanto sospechosas al ojo humano. Me explico: quizás un perro pudiese olisquear alrededor y llegar a la conclusión de que no era más que agua, pero ni mi sentido del olfato estaba tan desarrollado, ni tenía la menor intención de hacer un experimento empírico en esos baños. Así pues, utilicé el tercer receptáculo para descargar la vejiga. Para ser sincero, mi primera intención había sido utilizar el retrete, pero aquella idea fue un tremendo error y me di cuenta de ello en cuanto levanté la tapa, aunque lo empecé a sospechar en cuanto la así. Tan solo diré que un coprófago podría haberse dado un banquete allí dentro y, en caso de haber tenido a mano un táper, haber cenado tranquilamente esa noche en casa con aquello que no hubiera sido capaz de comer.

    Cuando hube terminado de miccionar, me dirigí al lavabo, que estaba misteriosamente limpio; me lavé las manos, me retoqué un poco el flequillo y salí de la gasolinera, no sin mirar fijamente al dependiente tratando de decidirme entre odiarlo profundamente o sentir pena por él. Al final me decidí por lo primero.

    Esta escena había afectado a mi estado de ánimo. Había pasado de ser muy malo a alcanzar unas cotas inimaginables de pesimismo. No tenía ya bastante con ir al funeral de mi mejor amigo, como para encontrarme en el camino con esa desagradable escena. Estaba claro que había días en los que era mejor no levantarse de la cama.

    Me metí en el coche, cogí mi porta cedés y busqué algo adecuado para ese momento. Al final me decidí por un Grandes Éxitos, de Roy Orbison. La verdad es que a mí no me hacía especial gracia, pero a José le encantaba. Supongo que se identificaba de alguna manera con el feúcho gafotas y perdedor que había compuesto clásicos como Pretty woman. Sería un pequeño homenaje.

    Según ponía en marcha el coche, empecé a pensar en que, con suerte, existiría el cielo, y que a esas alturas a lo mejor José habría conocido a todos o alguno de sus ídolos: Elvis, Chuck Berry, el propio Orbison… si es que estaban allí. Siempre he creído que, salvo contadas excepciones, el ser humano no merece tener otra vida después de la muerte. Una de esas excepciones era él. Un persona capaz de desvivirse por cualquier desconocido, creyendo que dentro de todos había más buenas intenciones que ganas de andar jodiendo al resto de seres con los que uno se cruza en el camino. Sí, José era un grandísimo ingenuo. Mi querido amigo.

    Lo había visto pocos días antes, en el entierro de su abuelo. Fue José quien se había encontrado al viejecito tumbado boca abajo en el suelo de su casa. Nadie se debía haber sorprendido mucho ya que el anciano debía tener mil años. Bastante había vivido para haber fumado como un carretero cigarros sin boquilla desde el día en que aprendió a abrir la boca, tomado unos cuantos vinos de más casi todos los días y haber trabajado en la mina durante más años de los que cualquier médico recomendaría. Nadie salvo nosotros dos, claro. El abuelo de José siempre nos había parecido el ser más duro del planeta. Un tío a la altura de cualquier superhéroe de comic, indestructible e inmortal. Sus rasgos eran duros, sus arrugas profundas, sus ojos penetrantes y sus manos, terriblemente encallecidas, eran recias y fuertes. De niños solo tenía que mirarnos para convertirnos en maniquís inmovilizados por el terror, y el efecto no se había terminado de borrar nunca de nuestro subconsciente, a pesar de los años. Si acaso, se había ido diluyendo ligeramente como una aspirina efervescente en el agua.

    Y tampoco estábamos tan equivocados, la verdad.

    Todavía tengo la imagen en la cabeza, como si lo estuviese viendo en este preciso instante. Los familiares de negro, muy compungidos, o esforzándose en aparentarlo, y el cura en el momento álgido de la ceremonia, haciendo esfuerzos por no bostezar. Entiendo que cuando te has pasado toda la vida celebrando funerales, ya no debe ser un trabajo estimulante, aunque podría haber hecho algo por disimularlo ante aquellos que nos estábamos molestando en hacerlo.

    Era una misa muy aburrida, obviamente, pero en un momento dado todo cambió. De repente, el cura se quedó callado y pálido, y la gente de las primeras filas empezó a mirar a todos lados con caras de verdadera confusión y terror. En la iglesia, como si de una pequeña ola moribunda acercándose a la orilla se tratase, se fue corriendo la voz de que se había oído un ruido extraño, como de ultratumba. Un sonido que posiblemente habría sido originado por en una garganta humana, aunque bien podría venir de cualquier otro ser vivo o no muerto.

    Pasados unos segundos de respiraciones contenidas, se oyó un golpe seco que parecía salir del interior del ataúd. Seguidamente se oyó una voz que proveniente del mismo punto, perfectamente nítida: «¡Sacadme de aquí, cabrones! ¿Queréis enterrarme ya?» Tras esta expeditiva frase, empezaron a surgir todo tipo de maldiciones de allí. En serio, de lo más variado que había oído en toda mi vida. Era un catálogo de improperios, insultos y palabras malsonantes que no abarcaba ningún diccionario y que hizo que no pocas personas se persignasen una y otra vez a la velocidad del rayo.

    José y yo fuimos los únicos que tuvimos el valor de acercarnos al ataúd. Inmediatamente, tras una breve mirada, nos pusimos manos a la obra para abrirlo. Mientras tanto, la gente estaba estática, sin saber si ayudarnos, o correr por si lo que salía de ahí era el mismísimo Belcebú con su tridente, su rabo rojo, sus cuernos y todos esos complementos.

    Cuando conseguimos abrirlo, vimos al viejo con las uñas ensangrentadas y, en algún caso, solo sangre donde debería haber habido una uña, de haber arañado desesperado la madera tratando de salir. Se levantó y miró a toda la gente que estaba en la iglesia. Mientras todo esto pasaba, se produjeron varios desmayos, pero nadie pareció enterarse de ello porque era mucho más interesante el show del viejo que alguna vulgar pérdida de consciencia.

    —¡Desgraciados! ¿Tanta prisa teníais por enterrarme? ¿Quién os habéis creído que soy?

    No hace falta asegurar, entiendo, que el hombre tenía mala baba. Aunque en este caso era totalmente justificado, siempre había sido así, pese a que en los últimos años parecía que la edad había conseguido atemperarle un tanto. Supongo que no hay nada como ser enterrado y vivir para contarlo para recuperar el brío perdido.

    Los momentos siguientes fueron la mar de confusos a la par que divertidos. La gente no sabía muy bien a qué atenerse, ni qué hacer, ni qué decir o pensar. Mientras, el abuelo agarraba a su nieto por el codo y lo empujaba hacia el exterior de la iglesia con una fuerza impactante. Yo iba detrás, mirando a los asistentes sin poder contener la risa que me provocaban las caras estupefactas, con sus bocas y ojos totalmente abiertos. En ese momento, tuve claro que más de un familiar avaricioso había estado esperando ingresar una buena cantidad de dinero en cuanto la última pizca de tierra cayera sobre el ataúd del falso difunto. Y he de apuntillar que, en la familia de mi amigo, la avaricia era un rasgo bastante arraigado, así que no serían pocos. Vamos, que en la Cofradía del Puño Cerrado tenían puesto de honor.

    —¡Llevadme a un bar! ¡Estoy cansado de hacer caso a esos soplapollas de ahí dentro que quieren enterrarme a base de papillas y otras mierdas de esa clase! —atronó (pues el verbo gritar es demasiado suave para describir la fuerza con la que expulsó aquella frase).

    Le hicimos caso inmediatamente y, una vez tomamos asiento, comenzamos a ingerir cervezas como si no existiera el mañana, brindando por las segundas oportunidades que a veces nos ofrece la vida, por las futuras ocasiones perdidas, por la levedad del ser humano, por la cebada, el trigo y la cerveza, por los latidos del corazón, por la absoluta sinrazón y por miles de estupideces que el alcohol nos fue arrancando de nuestra beoda materia gris hasta que ninguno de los tres pudimos articular ni la frase más sencilla de forma inteligible y tuvimos que retirarnos.

    Esa fue la última vez que vi a mi amigo con vida. Ese recuerdo tambaleante y dubitativo de un abrazo de despedida y una espalda que se aleja zigzagueando por las estrechas calles adoquinas quedará grabado a fuego en mi memoria.

    Días después, José fue atropellado por algún cabronazo que se dio a la fuga, dejando el cuerpo inerte a sus espaldas. Hijo de puta. Os juro que la impotencia que se siente en esos momentos es indescriptible. Si, al menos, la persona que había segado su vida, hubiera tenido la decencia de parar el vehículo, llamar a una ambulancia y hacer todo lo posible por salvarlo… posiblemente estaría muerto de igual manera, pero no habría quedado la sensación de vacío que provoca un interrogante sin respuesta y un porqué sin razones. No creo que sea algo que haya que explicar mucho: si pisas de más el acelerador, o simplemente te despistas con tus problemas de trabajo, la situación con tu pareja o el anuncio de la esquina, y te llevas a alguien por delante, al menos haz frente a tus actos y errores. Huir, tratando de dejar atrás todo lo que tu acción va a deparar, no es la solución, aunque no puedo ser yo quien de lecciones de valentía a nadie. Ya entenderéis por qué digo esto.

    Poco a poco, iba devorando los kilómetros que me separaban de mi destino y acabé sustituyendo a Roy Orbison por algo de los siempre tristes Joy Division. Al fin y al cabo, su cantante se suicidó y, por tanto, me pareció acorde con la situación. No por haberse quitado la vida voluntariamente, claro está, sino más bien por la atmósfera de tristeza que se había apoderado del viejo coche.

    Avanzaba tan meditabundo, tan inmerso en cuestiones nada halagüeñas, que apenas me percaté de que una sombra negra se acercaba por el lado izquierdo del coche hasta que no la tuve encima de forma literal. Era un pájaro que descendía a una velocidad vertiginosa. Durante unas décimas, no le di importancia, y por eso no me di cuenta de su trayectoria a tiempo. Cuando quise reaccionar, y pisé el acelerador al máximo para intentar evitar la colisión, ya era tarde, y el ave giró lo suficiente como para impactar en la ventanilla izquierda del asiento de atrás. El golpe hizo que cerrase los ojos y diese un volantazo que disparó el coche hacia el arcén. Gracias a la diosa fortuna, pude frenar con la maña suficiente para evitar el choque directo contra un árbol.

    Me quedé quieto, tratando de recuperar un ritmo de respiración normal y de esperar a que los latidos del corazón dejasen de golpear mis sienes con violencia.

    Cuando conseguí rehacerme, me atreví a girar la cabeza para ver un amasijo de carne y plumas clavado en uno de los asientos y miles de trozos de cristal esparcidos por la tapicería.

    En ese momento, aunque parezca ridículo, tan solo podía preguntarme una cosa: ¿cómo carajo iba a explicar aquello a las personas que me arreglarían ese destrozo? Y después ¿sigo viajando de esta guisa?

    Decidí seguir adelante, puesto que era la única opción de llegar a tiempo a mi destino. Con suerte, me daría tiempo a dejar el coche en algún taller.

    Hay días que es mejor no levantarse de la cama.

    Una vez decidido mi esquema de actuaciones, me puse de nuevo en marcha muy despacio, sin poder evitar dirigir la vista al cielo gris de aquel día de bochorno y maldecirlo por hacer que no nos demos cuenta de que el objetivo más importante del día, de cualquier día, era llegar vivo a otro amanecer. Si no, que se lo digan a José.

    El resto del viaje se llevó a cabo sin muchos problemas si obviamos las miradas de todos aquellos coches que se cruzaban con el mío. No les culpo. No debe ser algo habitual ver un coche lleno de manchas de sangre y cargado con una cosa negra que se mueve al ritmo que marca el aire que penetra por el espacio abierto que antes había sido ocupado por una ventanilla. Al principio sentía una terrible necesidad de explicarle a todo el mundo lo que me había pasado para que por lo menos pudiesen apartar sus jodidos ojos de mí. Pero, claro, me imaginaba parando el coche en seco, abriendo la puerta con los brazos en alto, contando a gritos el porqué de aquello y a la gente huyendo despavorida ante el loco que se dirigía a ellos tratando de pararles, y me decidía por continuar con mi ruta. En esos momentos es cuando se aprecia el anonimato. El ser un tío vulgar y corriente en el que nadie va a fijarse salvo que tu cuerpo se ponga en medio de su ángulo de visión y no le quede más remedio, y de cuya cara no se acordarán diez minutos más tarde. ¡Bendita insignificancia!

    Al fin pude dejar el coche en un lugar seguro. El chico que me atendió sonrió nervioso cuando le expliqué la situación. ¡Al carajo! ¡Seguro que pensaba que yo era un lunático! Menos mal que todavía llevaba conmigo el cadáver del cuervo para aportar pruebas fehacientes del suceso. Aunque aquello no debió contribuir, tal y como me decía su cara de asco, en mejorar mi imagen, al menos corroboraba la historia y eso, al fin y al cabo, era lo único que buscaba en aquel momento.

    Cuando conseguí asegurarme de que me creía, me dirigí a la iglesia con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos.

    Creo que lo he mencionado alguna vez, pero me veo obligado a rescribirlo: hay días que es mejor no levantarse de la cama.

    Cuando al fin llegué al lugar sagrado, todo estaba preparado para el comienzo de la ceremonia. La gente estaba posicionada correctamente, o, lo que es lo mismo, los familiares directos delante y el resto en un respetuoso segundo plano, el cura presidiendo y el ataúd a la vista de todos.

    Pero aunque todo parecía estar en su sitio, había algo que no me encajaba. Tenía la extraña sensación de que había una pieza que no terminaba de engarzar con el resto de la estructura, como si vas a terminar un puzle y descubres que el último hueco es la pieza central y solo te queda una esquina. Miré uno a uno a los invitados: estaban todos los que debían estar y algunos más.

    Incluso estaba una mujer a la que había visto por primera vez en el tanatorio, cuando fui a visitar al «difunto» abuelo de José. Era la señora que había aparecido, dando el pésame a toda persona viviente que se cruzaba en su camino y que, colocándose de espaldas al cuerpo, miró fijamente y uno por uno a todo el mundo, con la parsimonia de quien no es virgen en estos lances, y elevó la voz firme para decir de forma muy solemne: «creo que es hora de rezar un padrenuestro por el difunto» y empezó a entonar la oración. La gente acompañó a los coros, como si estuviésemos en un concierto de rock y el grupo estuviese interpretando su gran éxito. Una vez concluyó el espectáculo, y una vez concluido su trabajo, se fue sin despedirse y desapareció de la misma forma que vino.

    Pregunté a José quién era y me comentó que era algo así como la prima de la hermana de una amiga de la mujer de su abuelo. Vamos, que nadie sabe lo que hacía allí, o sabían bien que poco o nada tenía que ver su presencia con el apego hacia el difunto, sino que estaba más relacionada con el absoluto afán de presentarse ante los mortales y, de paso, intentar colársela al Todopoderoso como una verdadera beata.

    Pero debo dejar de irme por las ramas, así que resumiendo, por tanto, no faltaba nadie destacable. Me dediqué a centrar mi atención en los detalles lo mejor que pude: los rostros, los asientos, las vidrieras, el suelo... Tampoco encontraba nada que desentonara. Todo el mundo estaba compungido, o esforzándose en aparentarlo, y la iglesia estaba como llevaba estando los últimos siglos, o aparentando que así era, porque el tiempo no pasa en balde.

    Aun así, la sensación se mantenía latente, por lo que traté de olvidarme de ella autoconvenciéndome de que todo eso era ridículo. Al fin y al cabo, enterraban a mi mejor amigo. Era normal que algo no me terminase de cuadrar. Es más, nada lo hacía.

    No recuerdo nada de la misa de aquel día. Durante toda ella estuve como ausente, perdido entre absurdas divagaciones y recuerdos dolorosos. Cuando salí de la iglesia, mi ánimo se ennegreció más, si cabe. Me dirigí directamente hacia la familia de José y por el camino fueron llegando a mis oídos conversaciones terriblemente banales, del estilo «Fulanito ha hecho esto» o «Hace mucho que no nos vemos, ¿todo bien?»; alguna risa entre dientes y, sobre todo, el tema estrella: el asesinato, aun sin resolver, del alcalde la ciudad. Todo aquello me revolvía el estómago. Tenía ganas de subirme a un banco de piedra de los varios que bordeaban el lugar y preguntar con todas mis fuerzas si les parecía oportuno tratar esos temas cuando José no había sido enterrado todavía. Decidí, sin embargo, bajar la cabeza, llegar hasta la familia del difunto, darles el pésame e irme al cementerio en el coche de algún amigo presente.

    Pocos sitios imponen tanto como un cementerio. Desde pequeño, me producen un miedo irracional. Un respeto exagerado. Un vacío tremendo. Su silencio es capaz de arrancarme el calor del cuerpo mientras no deja de traerme oscuros pensamientos sobre los gusanos y la podredumbre a la que todos estamos expuestos.

    La inspiración vino cuando nos separaron menos de dos metros del agujero excavado en la tierra, donde descansaría para siempre el cuerpo de aquella persona que había sido tan necesaria para mí.

    En un momento, conseguí encontrar qué era lo que no encajaba aquel día. Cuando aparcó el coche fúnebre, se abrieron las puertas traseras y el sol incidió sobre el ataúd. La caja de madera de roble me parecía demasiado pequeña para albergar el corpachón de José. Aun así, intenté convencerme de que se debía a un efecto óptico, pero no pude seguir negando lo innegable cuando encontré demasiadas similitudes entre el féretro que estaban cargando en ese preciso instante los empleados de la funeraria y aquel que se usó en el funeral frustrado del viejo abuelo de mi amigo. Empecé a ponerme nervioso. Tenía que estar equivocado. No era posible que se hubiera cometido un acto tan vil. No podía ser que tratando de no gastarse un maldito euro en un nuevo ataúd, la familia hubiera reutilizado el que ya tenían. No podía ser. No. No podía ser real. No, no y no. Pero al final no pude engañarme más. Cuando estaban a punto de introducir el ataúd en el agujero, las leyes de la física acabaron por darme la razón, y la tapa del féretro se rompió, dejando al descubierto parte del cuerpo inerte. Poco a poco, la rotura se fue agrandando, con lo que al final quedó un brazo fuera, colgando, flácido y pálido.

    No fui capaz de soportar más aquella nueva situación. Los gritos, los desmayos y la angustia se hicieron dueños y señores de la escena. Tapándome las orejas con las manos, corrí lejos de aquella horrenda escena con los ojos cubiertos por lágrimas. Lágrimas de pena. Lágrimas de impotencia. Lágrimas que trataban de cegarme para no seguir siendo testigo de aquella aberración.

    Desde entonces, no he podido ir a ningún otro funeral. El recuerdo de aquello me asalta. También hay noches en las que esa imagen acaba con mis sueños y me cubre de sudor. Y lo peor, lo que más me duele y por lo que maldigo a los artífices de tal espectáculo: siempre que recuerdo a José, los grandes momentos que viví con él son fagocitados por ese brazo balanceándose en el aire.

    Lo dicho: hay días que es mejor no levantarse de la cama.

    II

    Pasé varias horas deambulando sin saber muy bien hacia dónde dirigirme, perdiéndome en las calles de la ciudad que me vio crecer y que se había mantenido al margen del tiempo. Incorruptible e inamovible. Como si se tratase de una fotografía en blanco y negro. Los edificios estaban tal y como los recordaba. Era como si las manecillas del reloj no hubiesen afectado a todo esto. Y eso no era nada útil para alejarme de la sensación de vacío que se había asentado en mi estómago.

    Me costaba gran esfuerzo contener el llanto, y no podía saber por cuánto tiempo podría seguir haciéndolo. Tenía un nudo en la garganta y no era capaz de deshacerme de la sensación de que mi voluntad se había transformado en un débil dique que contenía la fuerza del agua a duras penas y por un tiempo limitado.

    Tenía que salir de allí cuanto antes, pero el coche seguía en el taller y hasta la tarde era imposible recogerlo, así que me alejé del casco antiguo de la ciudad durante 20 minutos y me introduje en el primer bar que encontré. Estaba vacío.

    Era mediodía, y aunque no tenía nada de hambre, me dirigí a la barra para pedir un bocadillo de calamares. Cuando estuvo preparado, me senté en una mesa y me lo comencé a comer mientras echaba una ojeada al periódico. A lo mejor, pensaba, las desgracias ajenas me ayudaban a no recordar las mías propias.

    Al cabo de cinco minutos, entró en el bar un hombre desgarbado y mal afeitado. Cuando pasó a mi lado, el olor a vino, tabaco y sudor conquistó mis fosas nasales y tuve que mirar hacia otro lado. En ese momento, estaba convencido que el hedor que desprendía era el más desagradable que podía llegar a emanar de un hombre, tanto vivo como muerto y en estado de descomposición.

    El camarero debió pensar algo parecido, puesto que apenas pudo evitar torcer el gesto a medida que se le acercaba aquel individuo.

    Éste, que parecía totalmente ajeno a todo, se sacó unas monedas del bolsillo y pidió una ración de tortilla. Cuando la recibió, se sentó en una mesa (por suerte, al extremo contrario del bar), y comenzó a devorarla.

    Mi estómago tardó en volver a asentarse y, hasta que eso no ocurrió, no pude proseguir con el bocadillo y la lectura.

    Al cabo de unos minutos, el hombre acabó su ración, cogió el plato, se acercó a la barra para depositarlo y, cuando parecía que se acercaba a la salida, volvió a pasar a mi lado. Fue en ese preciso instante cuando se abalanzó sobre mí y me colocó el cuchillo manchado de tortilla, que había escondido en uno de sus bolsillos, en el cuello, a través de un rápido movimiento, que exigía una coordinación que nunca le hubiera otorgado. Me hizo levantarme y me condujo hacia el camarero, que observaba con más curiosidad que temor la escena.

    —O me das lo que tienes en la caja o le rebano el cuello. —Cuando el hombre comenzó, una bocanada de inmundicia salió despedida acompañando a sus palabras y me empecé a marear. Traté de contener el aliento.

    —¡Venga, hombre! ¡Si ese cuchillo no tiene nada de filo! No creo que pudieras cortarle el cuello con él —contestó el camarero mientras mostraba una pequeña sonrisa.

    —¿Cómo? —Cuando mi raptor y yo contestamos al unísono, volví a absorber su perfume embriagador y me vi obligado a contener las arcadas.

    —Pues eso, que no creo que pudieras cortar ni un maldito filete con eso —prosiguió el camarero.

    Obviamente, la situación me estaba empezando

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