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Hay que saber perder: Manual infrecuente para futuros separados
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Libro electrónico206 páginas3 horas

Hay que saber perder: Manual infrecuente para futuros separados

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Parece ser que la preferencia, hace miles de años, de las hembras pre-humanas por machos menos violentos y más implicados en la crianza derivó en una nueva especie, de la que Gabriel era descendiente. Más débil, había superado el hándicap de la fuerza física en la etapa de apareamiento con una mayor implicación familiar. Ahora, con la maleta en la puerta de la casa, respuesta inicial a una ruptura inesperada, esta dedicación se había revelado como insuficiente.
Hay que saber perder, manual infrecuente para futuros separados, es la sucesión de reacciones de nuestro protagonista, en clave de humor, a un nuevo e insospechado "proceso evolutivo" (o "cambio de estado") que inicia de manera forzada y finaliza, no sin extenuantes dificultades, de forma voluntaria.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 oct 2020
ISBN9788418362576
Hay que saber perder: Manual infrecuente para futuros separados

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    Hay que saber perder - Ángel Polo

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Ángel Polo López

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    ISBN: 978-84-18362-57-6

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    PARA LOS QUE HAN VIVIDO EN PAREJA

    PARA LOS QUE VIVEN EN PAREJA

    PARA LOS QUE VIVIRÁN EN PAREJA

    A Marisa, que siempre creyó en mí

    A Ángela, que me mantuvo alerta

    A Daniel, que me dio el último empujón

    A mis padres, reacios referentes

    A Isabel, incesante inspiración

    A mi tía Clari, refugio incondicional

    y

    A mi mujer, protagonista inesperada

    -

    No supimos ver lo que se nos venía encima. Fuimos niños felices, despreocupados, y jóvenes lineales, maniqueos, sin trayectos sinuosos ni héroes frágiles. La existencia tutelada por un hilo argumental sin incertidumbres, solo accidentes. Ajenos a ese sentimiento trágico de la vida heredado de unos padres convertidos en mártires y sacrificados al futuro, ni bueno ni malo, de sus hijos. Porque ellos, del futuro, solo habían conocido el significado temporal, el que sucede al presente de cada día, quieras o no. Y para ellos, nacidos durante la contienda civil y señalados por la escasez y el miedo de la posguerra, solo la vía del trabajo sin descanso para sobrevivir. El sacar adelante la prole como único destino. Y, aun así, fueron felices y desgraciados. Héroes responsables y frustrados, ignorantes pero conscientes de la situación porque la vida, entonces, transcurría despacio y era reconocible: aquel episodio en la puerta del cine, cuando una persona quiso adelantar a todos los que esperaban en la fila y mi padre la sujetó del brazo para interrumpir su avance insolente. El inevitable enfrentamiento y la imagen volátil, pero definitiva, de una placa policial, el individuo identificándose como sargento de la autoridad, y mi madre, digna en todo momento, sin estridencias, protegiéndonos a mi hermano y a mí con un brazo y apartando a su marido con el otro. La indignación en el rostro de mi padre, antes de sucumbir a un semblante impávido y solemne en la derrota. El retorno a la fila, el sargento avanzando hacia la taquilla entre murmullos. Y mi héroe de silencio protector observándonos con un rostro discordante, efecto de una sonrisa cómplice y una mirada anodina. Una vez más, protagonista de un recorrido súbito hacia la resignación. Antes de que el poeta lo escribiese, ya mi padre sabía «que la vida iba en serio».

    Y mi lógica llegada a la adolescencia uniformado, en blanco y negro, sin violencia infundada, neófito en la ironía y el humor, confinado a un conocimiento fragmentado y marginal. Y la aparición de Joan Manuel Serrat en nuestras vidas para iniciar nuestro imaginario sentimental y refrendar nuestra idea del amor, del éxito de la entrega sincera e incondicional: esos primeros protagonistas quebradizos, inseguros, que pierden escaramuzas pero que terminan ganando a su rival en buena lid. Y el poso molesto y relegado de esas canciones noveles sin continuidad aparente, de esas historias inacabadas, que nos empeñábamos en consumar en nuestra mente de forma heroica. Porque todo tenía que tener un final. Y la atinada comparecencia de Joaquín Sabina, oráculo irreverente, y con él, la coartada, el cinismo, el sarcasmo. El desconcierto de la súbita y recelosa irrupción de la anomalía. Y sin tregua, la búsqueda y el descubrimiento incesantes para quebrar nuestro ofuscado devaneo con un itinerario único, lineal, aunque fuera en otra dimensión (o eso pensábamos), descarnada y sórdida, aliviada por el verso del poeta. La vida del rosa al amarillo, la desmitificación del héroe. O la mitificación del personaje gris, mundano, que sobrevive, sin épica, a cualquier escenario. Las historias sin fin. Y las que se acaban, indiferentes a su final. Y la vuelta a empezar. El divorcio, como una etapa más en la vida. Y la resignación, mal heredada de nuestros progenitores, como única forma de afrontarlo.

    No podía hacerlo así. «Nada de protagonistas épicos en el relato e incompetentes en la realidad». Se lo debía a mis padres. Me acerqué a la oficina del BBVA, situada en la esquina de mi calle y ordené la transferencia; como aún no se aplicaba internet a los servicios bancarios, me libré del tan habitual «el sistema está caído» y realicé la gestión en pocos minutos. Con la conciencia tranquila, regresé a casa caminando, ya que la distancia, inferior a los cuarenta metros, no necesitaba de un taxi (descarté la llamada a un Uber, no tanto por la oferta de un servicio similar, sino porque todavía no existía la aplicación). Tampoco el suburbano era una alternativa, ya que la parada más cercana se encontraba a cien metros. De los autobuses públicos, mejor ni hablar: no transitaban por aquella zona. Ya en casa, me invadió una sensación de absoluto sosiego por el deber cumplido: en ese momento, recordé que no había tomado los tranquilizantes por la mañana y un irreprimible ataque de ansiedad colonizó todo mi cuerpo. Adicto a la escenografía exagerada, alcancé el dormitorio con pasos vacilantes y recurrí a las pastillas que guardaba en la mesita de noche, de forma excepcional, para recuperar la calma. Una vez medicado, completé el proceso de relajación con una siesta reparadora y ya delante de la pantalla del televisor, pensé durante unos minutos cómo había transcurrido el día: protagonista caricaturesco en el relato pero competente en la realidad, fue lo que se me vino a la cabeza a modo de resumen. Antes de darme cuenta, pegaba en la puerta de la nevera un post-it con la siguiente recomendación: «El humor absurdo como hilo conductor de mi comportamiento ante la inminente separación. Comprar calmantes».

    Su padre, ante la transferencia y el post-it, reaccionó como mejor sabía: con resignación.

    CAPÍTULO I

    Ante todo, sitúate

    Siempre había admirado a esos personajes graves y heroicos, solo reconocibles en la gran pantalla, que recorrían con insólita firmeza el camino hacia la adversidad y humanizaban los últimos pasos con un teatral desaliento antes de adentrarse en su particular y dramático escenario. No pudo resistirse a su momento cinematográfico y se detuvo en el instante en que cerraba la puerta, espacio y tiempo suficiente para la huida atropellada de imágenes que diluían cualquier atisbo de su presencia en aquella casa y terminaban empujándolo fuera, preludio de una partida sin retorno. No se llevó nada, aunque una hora antes había dudado frente al armario donde guardaba la ropa, una amalgama natural y ahora embarazosa de sus compras y los regalos de Patricia. Solo cuando considerase las cosas única y exclusivamente suyas regresaría por última vez para recogerlas, aprovechando una ausencia deliberada de su mujer y la inactividad dominical de la furgoneta de su cooperativa (algo en su mente lo impulsaba al ahorro desde entonces). Atravesó con paso lento y distraído la pequeña explanada de la urbanización y, antes de que desapareciera de su vista, dirigió una postrera mirada a la casa, su cobijo en aquel pequeño pueblo de la Serranía de Ronda. En la ventana de su dormitorio se distinguía la silueta de una persona que, por su tamaño, descartaba a sus hijos y a su mujer. Quizá esté adelantando acontecimientos, pensó, o peor aún, imaginándolos. Decidió cerrar los ojos durante unos segundos y, cuando volvió a abrirlos, la figura había desaparecido y solo un reflejo difuminado y lejano del cabecero de la cama se vislumbraba en uno de los cristales.

    Empezaba a resultar obsesiva su manía de proyectarse hacia adelante sin disfrutar del presente; sin embargo, en esta ocasión y por vez primera, cualquier intento de modificar el paso del tiempo no suponía ningún tipo de alivio, y tanto el momento actual como el futuro más inmediato se adivinaban igual de insoportables (iniciaba un proceso que cambiaría su vida, en concreto la dirección de su domicilio, su animadversión por el alquiler, su relación con los bancos —incluidos los de madera—, su forma de vestir, más acorde con las futuras rebajas, y su medición del tiempo, que en un burdo plagio del calendario cristiano sería, desde entonces, «antes o después de la separación»).

    Según caminaba hacia el coche, recordó las palabras de su amigo Guillermo Presa en un diálogo mantenido días atrás, justo cuando Patricia le había comunicado su decisión irrevocable de separarse: es una segunda vida, compañero. Y te lo digo por experiencia. En todo lo que tiene que ver con tu relación, «el ayer no existe ya». Aférrate a esa idea y sobrevivirás. Esa última palabra retumbó con inusitada fuerza en sus oídos hasta convertirse en un eco invasor que recorría todo su cuerpo, sacudido por un intenso escalofrío, y antes de remitir en una sensación cada vez más débil, un miedo desconocido se alojaba entre sus emociones.

    Los comienzos son aterradores, pensó Gabriel. Hubiese preferido un «saldrás adelante», más amable y alentador, pero Guillermo era un auténtico superviviente (había superado con éxito, años atrás, un agresivo cáncer de colon) y, desde entonces, aplicaba su particular y abnegada lucha por la vida a cualquier circunstancia.

    Ese miedo inédito aceleró sus pulsaciones de modo alarmante y tanto su cuerpo como su mente, en auxilio solidario y perentorio de su persona, iniciaron una huida conjunta para escapar de esta renovada angustia que finalizó no con su balsámica desaparición, sino con la fortuita presencia de Gabriel en el kilómetro cinco de la comarcal de la Serranía Ronda.

    —Por lo menos, han transcurrido un mínimo de quince minutos —musitó, más que sorprendido, acobardado, después de realizar un cálculo rápido. Hizo un esfuerzo por recrear, aunque fuese desordenada, la secuencia en el tiempo que le había transportado hasta ese punto, pero no pudo recuperar ya una simple escena, ni tan siquiera una imagen: nada que pudiese explicar por qué transitaba por esa carretera y, menos aún, cómo y cuándo había arrancado el coche e iniciado la marcha. Por fortuna, el instinto, ese impulso natural que aparece siempre que la razón desiste, corregía su destino azaroso y le empujaba, de forma autoritaria, a la ciudad de Sevilla, único refugio razonable en ese período de su vida (el legendario hechizo de la capital andaluza sería el mejor escenario terapéutico para su difícil separación, salvo momentos puntuales de calor extremo). Durante el trayecto, repitió la expresión una y otra vez, «el ayer no existe ya», «el ayer no existe ya», en un intento desesperado por mitigar su sensación de fracaso y abatimiento, pero solo consiguió cambiar el significado de la frase, como cuando una persona cuchichea un mensaje al oído de su interlocutor y este se va propagando de individuo en individuo hasta quedar desvirtuado en su totalidad. Así, por reiteración, pasó de «el ayer no existe ya» al «yo ayer no existía» para finalizar con un «¿existiré mañana?», proceso que serviría de base al memorable curso para recién separados Cómo llegar a la desaparición, que nunca pudo desarrollarse en su totalidad, ya que los participantes solo asistían a clase el primer día. Aun así, el «decepcionante resultado» de la mencionada práctica formativa no desanimó a sus promotores y, en un nuevo arrebato de creatividad, decidieron desarrollar otras posibles respuestas del ser humano en el shock inicial del proceso de separación, a la vez que intentaban que los alumnos realizasen el curso en su totalidad. Para ello, plantearon una tesis alternativa en el denostado seminario La ocultación o el fracaso de Houdini, donde las personas al borde de la ruptura que no conseguían desaparecer durante el espectáculo del inimitable mago aprendían a ocultarse siguiendo unas breves indicaciones:

    1.- No se equivoque y diríjase a su nuevo apartamento de alquiler o residencia temporal de un buen amigo (para evitar un inicio desmoralizador, no se menciona la posibilidad del hogar paterno).

    2.- Apague el móvil (es suficiente, no es necesario que habilite un número nuevo).

    3.- Borre el mensaje del contestador automático y no caiga en la tentación de sustituirlo por uno nuevo: grabe lo que grabe en estas circunstancias será patético, aunque no menos que el comunicado original. Cuando finalice el proceso, no se lo piense y aproveche para renovar tanto su presentación como saludo de bienvenida.

    4.- Coloque un cartel en la puerta del apartamento para impedir cualquier tipo de visitas con el texto «si te consideras mi amigo, necesitas ayuda psicológica»; hay que evitar a toda costa enunciados como «si en verdad me aprecias, entenderás que quiera estar solo en estos momentos», que únicamente producen el efecto contrario en las amistades.

    5.- Y compre una cantidad razonable de productos congelados y alimentos en conserva (no es tiempo para desafíos culinarios); en cuanto a las bebidas, y pensando en la salud y desenlaces inciertos, es recomendable «aflojarse el bolsillo» para evitar una borrachera improductiva que derive en un dolor de cabeza prolongado y estéril, y no en una resaca terapéutica.

    Por último, se recomendaba que no retornasen a la vida pública hasta superar las secuelas provocadas por la indicación número cinco, para no añadir, a su moribundo estado anímico, la conducta poco edificante de una persona ebria. En algunos casos, el individuo resultaba más soportable en estado de embriaguez y, animado por sus «amigos» y una inseparable depresión, terminaba convirtiéndose en un alcohólico, que él definía, visiblemente molesto, como la correcta continuidad de la última instrucción (Quiero beber hasta perder el control, la inolvidable canción de pulsión destructiva de Enrique Urquijo y sus secretos, se convertiría en el himno maldito de estos personajes).

    ¿Necesito reservar plaza en el Seminario?, se preguntó Gabriel. Y retornó a su mente con fuerza la idea central de la conversación mantenida con su amigo Guillermo Presa días atrás: «Es una segunda vida».

    En líneas generales, la frase le resultaba más que familiar. Gabriel, además de gerente de una cooperativa de trabajo asociado de carpinteros (era manifiesta su vocación social), se desempeñaba como consultor y reconocía con facilidad la arenga oculta que se encontraba detrás de esas palabras: el fracaso, como una experiencia renovadora, como una pausa antes del éxito. Pero también sabía que era un simple dominio teórico. Nunca había formado parte del público en situaciones realmente difíciles o traumáticas: solo en el aprendizaje derivado de errores como «dejar las llaves en casa al salir» o «confundir el beneficiario al realizar una transferencia» se había mezclado entre los asistentes. Y ese deplorable y escaso bagaje lo empujaba a soslayar el problema planteando una pregunta: ¿Y quién quiere una segunda vida? No necesitaba responder, bastaba con tener presente la reacción de Patricia. Su mujer se había adelantado a todo y a todos de forma práctica y genial: antes de que la relación se convirtiese en un auténtico problema, había resuelto darse una nueva oportunidad («me niego a un simple reajuste de expectativas», había dicho a su círculo más íntimo). El deseo de una segunda vida, frente a una segunda vida como necesidad. El desconcierto se apoderó de Gabriel por unos instantes: había convivido con una consultora autodidacta durante más de diez años sin darse cuenta. Patricia se había transformado, de golpe, en paradigma de la resolución de conflictos, simplemente evitándolos (no presagiaba aún el coste de tan magistral y acertada decisión).

    En esos momentos, se le ocurrió un posible corto o mensaje publicitario que, protagonizado

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