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Melodías dispersas
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Libro electrónico370 páginas6 horas

Melodías dispersas

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Información de este libro electrónico

Juan Francisco, Pancho, o más bien John es papá de Julie. En innumerables ocasiones ha olvidado comprarle un regalo de cumpleaños o ir a buscarla cuando prometió hacerlo. También pierde su teléfono constantemente.

Esta forma de actuar, aparentemente distraida y descuidada, persiste en su vida. Enfrentarse ahora a la adolescencia de Julie y a la próxima reunión con sus ex compañeros del St. Boring, veinticinco años después, lo llevarán a reflexionar de qué manera su comportamiento, presente y pasado, conducen su vida.

Sin embargo, John no es el único a quien el TDAH le ha cruzado la vida. Otros tantos tienen que enfrentarse todos los días a este trastorno que muy pocos conocemos y comprendernos.

A través de Melodías dispersas, Norma Echavarria, médica, psiquiatra con más de 20 años de experiencia desarrolla en clave de novela, y con la música del cuarteto de Liverpool de fondo, las distintas caras que puede tener el Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad, así como sus posibilidades de tratamiento.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 ene 2019
ISBN9788468532844
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    Excelente Norma muy bueno . Te felicito por esta obra.

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Melodías dispersas - Norma Echavarria

Melodías dispersas

Novela

Norma C. Echavarría

© Norma C. Echavarría

© Melodías dispersas

ISBN papel: 978-84-685-3282-0

ISBN epub: 978-84-685-3284-4

Impreso en España

Editado por Bubok Publishing S.L.

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

ÍNDICE

Prólogo

Mensaje de la escritora

Capítulo I

Solos de piano. Realmente solo. John

Camino al trabajo. Lena

Sinfonía del día siguiente. Otra vez John

Los demonios del David. Debajo de la piedra. David

Solo tiempo. Mariana Sogno Paterno

Capítulo II

Jardines secretos

Ella es una mujer. ¿Estiletos o borcegos? Mariana

Riña de gallos descoloridos

Margarita para John, pero sin tequila. Camino a ningún lado

Capítulo III

De dos en dos

Clave de sol para un día lluvioso

Da capo a los recuerdos

Condenados por las apariencias. Un ladrillo en la pared

Sintonizando en igual frecuencia. Mirándola a ella

Capítulo IV

Todos tienen algo que esconder, excepto yo y… ¿quién era? Cónclave de brujas finas en falsetto

Tocata y fuga a la infancia. Pentagramas en el asfalto

Epifanía de una realidad en canon. Réquiem para la ilusión

Rondó de un pasado posible. Anyway

Capítulo V

Piano, piano, pianisimo. Strawberry Fields Forever. Soledad y John

Mariana y Gonzalo. Andante fortisimo contra la corriente

Popurrí de verdad o consecuencia. Lena y David

Capítulo VI

Sognando senza misura. Passionato in crescendo

Compases de silencio. Mariana

Con voz, sin vos

Sinfonías familiares. Paternidades sin partitura. Julie y John

Dúo desafinado. Una samba triste. Julie y Soledad

Capítulo VII

Los bemoles del dinero y el miedo. Money, Money, Money

Mentiras piadosas en coro

Nesum Dorma. Réquiem para la tristeza

Capítulo VIII

Rapsodia bohemia. Más que un ensayo

Notas para todos, menos ellas. Serpentario en mi menor

Viejos trucos

Rondó triste

Capítulo IX

Claro de luna y fantasmas añejos

Reflexiones laberínticas entre cenizas. Finale de Lena

Capítulo X

Preludio de Liverpool. Collage de historias

Andante. Tocata y fuga

Capítulo XI

Hello, Goodbye. El mágico misterio final

Prólogo

Este libro tiene en cada párrafo algo de mi amigo Marcelo. Con él pensé este proyecto y me quedó pendiente plasmarlo después de su partida. Todo llega, amigo.

Para hacerlo posible, los personajes representan trocitos de la vida de muchos individuos afectados por el trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH). Todos y ninguno pueden ser como vos.

En él va mi entrañable amor por mis cinco hijos: Juli, Andy, Lari, Luli y Billy. Por su paciencia al entender la pasión de mi trabajo. Gracias.

En él va el reconocimiento a mi hermano, con quien construimos un hermoso camino y compartimos más que un diagnóstico.

Y el agradecimiento infinito a mi padre, que sigue hoy siendo mi inspiración y mi maestro; nada de lo que soy sería posible si él no hubiera creído en mí.

«Para que no vuelva a suceder»: durante años estuve en terapia psicoanalítica. Psicoanálisis didáctico freudiano y luego lacaniano fueron el mandato que exigía formarme como psiquiatra.

Durante años, recostada en un diván, hablé de mis olvidos, de mis pérdidas, de mis múltiples historias llenas de síntomas de un trastorno que marcaba mi sufrimiento.

Sin embargo, nunca recibí un diagnóstico. Escuché interpretaciones que me devolvían a cambio más indefensión y más culpa. La última profesional, inspirada seguramente por mi insistente cuestionamiento ante las pérdidas en mi vida, hizo una asociación algo salvaje.

Dijo: «TAMBIÉN PERDISTE UN HIJO». Mi primer bebé falleció solo tres días después de su nacimiento y fue el más duro y desolador momento de mi vida.

Pude dar fin a esos cuatro años de psicoanálisis en una sola sesión. Pude irme de allí a pesar de escuchar como única respuesta a mi reacción que partía por «mi resistencia». Partí gracias a mi instinto de conservación y sentido común.

Nada peor para alguien que se dispersa que una técnica basada en la asociación libre y un encuadre desafectivizado. Nada peor que pedir ayuda y salir más con más daño.

Espero que nunca más nadie se encuentre con semejantes interpretaciones, que generan un enorme daño emocional en quien las recibe y denuncian lo graves que son la ignorancia y la soberbia juntas. Para ella va mi agradecimiento, porque si no hubiera sido tan salvaje tal vez yo hubiera seguido recostada en un diván sintiéndome estúpida y pagándole por seguir sufriendo.

Pero lo más importante es que no hubiera transitado el camino que me lleva a realmente ayudar a muchos adultos que aún deambulan buscando una respuesta.

Dra. M. M. Miles de personas te lo agradecen.

Norma Cristina Echavarría

Médica psiquiatra

Mensaje de la escritora

Cuando llegue a tus manos este libro, te encontrarás con varias historias que transcurren simultáneamente. Cada personaje te permitirá sentir, intuir e imaginar cómo puede manifestarse el déficit atencional a lo largo de la vida. El déficit de atención es altamente hereditario, pero las respuestas del entorno pueden hacer que se exprese en formas muy diferentes.

La historia es una ficción, pero está colmada de situaciones que a diario muchas personas sufren sin tener la oportunidad de recibir ayuda.

Mi intención es ayudar a identificar la forma en la cual conductas, estilos de funcionamiento y manifestaciones emocionales pueden ser parte de un problema que se mantiene sin ser descubierto y, por lo tanto, carece de posibilidades de ser tratado. La posibilidad de verte reflejado, en alguno de los personajes, no implica que por ello resuelvas tú solo el diagnóstico.

En caso de que algo te resuene, no dudes en informarte. Tener una evaluación para identificarlo es tu derecho. Busca alguien que sepa del tema. Mi propio diagnóstico llegó cuando tenía treinta y seis años. Y ya pasaron veintidós. Nunca es tarde para saber en verdad quién eres realmente. Te dejo ahora con ellos.

Norma Cristina Echavarría

27 de mayo de 2018

Capítulo I

Solos de piano. Realmente solo. John

Una tenue luz procedente del interior de un sótano oscuro daba que pensar que él seguía desentendido de lo tarde que era. Tarde, cuando para otros era ya la hora de caminar rumbo al tren haciendo una mansa fila. Una de esas malditas rutinas detestables. Aún escondido en el subsuelo, siempre algo le hacía llegar el aviso a su vida de que seguía a contramano del mundo. Sin embargo, John persistía golpeando sus dedos contra el teclado. Ni él mismo a esa altura podía escucharse. Por momentos Hey Jude, en otros Penny Lane, la vieja y olvidada banda que inundó la adolescencia de su hermano e impregnó la suya, seguía alimentando su alma adormecida en una mente demasiado despierta.

Desordenado, como en todo, nunca llegaba a terminar un tema de punta a punta. Tal vez no era desorden, sino mezcla de ansiedad y aburrimiento. Noche tras noche intentaba hacer que su cabeza hiciera una pausa. A veces solo lo lograba en parte. Sin saber qué parte de sus ideas quedaban asfixiadas, continuaba compulsivamente entregado al intento. Tocaba en el bar a cambio de un par de tragos gratis. Algo más que un par aquella noche. Ni él mismo se había dado cuenta de que era su cumpleaños.

¿O tal vez perseguía el objetivo inconsciente de olvidarlo?

Después de todo, cumplir años tan solo le generaba la presión anual de tener que hacer algo con su vida. Eso era lo que había hecho siempre. Vivir buscando zafarse de cuanta elección lo confrontase con hacerse cargo de lo que fuera.

Este, no obstante, era un momento que había elegido, pero como en materia de huidas siempre salía nominado, hasta él olvidaba su intención al hacerlo. Buscaba fundirse en el teclado, mientras su mente, llena de silencios de redonda en cuanto a proyectos tangibles, sobrevivía anestesiada por el alcohol y, de paso, servía para camuflar su existencia saturada de lágrimas. Lágrimas que no encontraban la vía de escape. Para ellas no existía ninguna salida.

—¡John…! Una voz proveniente del fondo parecía acercarse con tono de cansancio—. Tengo que cerrar, hermano. ¿O te quedas a limpiar el piso y a vaciar ceniceros conmigo?

Junto a la banqueta desvencijada, tirados a sus pies, estaba un cuaderno de cuero deslucido, una mochila de lona ajada con vestigios fluorescentes y un teléfono celular sin capacidad de brillo, uno de esos de sistema prepago, de los que se pueden comprar en un quiosco. Cansado de perderlos, aceptaba solo ser merecedor de aquellos cuyo valor de reposición ni siquiera le generase cosquillas. La verdadera razón era evitar que le recordaba su crónica estupidez al notar su olvido.

Entre anuncios de muerte inminente de la batería y la necesidad de mudarse con la música a otra parte, seguía firme en ignorarlo todo. Las palabras de aquel hombre buscando llamar su atención no entraron en su escena.

Esos pedazos de su historia serían los únicos testigos de la resaca y la soledad de un ser que amanecía a otro año más, perdido en la niebla del no destino. Con sus zapatillas gastadas aún marcaba el tempo con bastante clase. Todo en alguna medida tenía olor a fracaso. Ensimismado, apenas oía la voz que lo traía de vuelta.

—¡John!

Mientras tocaba, una sucesión de escenas de vida marcaba los ocho de diciembre de su historia. Su madre y las infaltables zapatillas de regalo para su cumpleaños, un bajo continuo de viejos deseos. Con ellas solas podría armar varias temporadas de una nueva serie o podría con facilidad testimoniar décadas de diferentes modas. Esta debería ser la número cuarenta y tres. Demasiado alcohol en el cerebro para asegurarlo. Imaginaba que el primer año debía de haber recibido otro presente. ¿O acaso sus primeros pasos habían estado marcados también por aquella rara obsesión materna? ¿Quién sabe?

Otra habilidad suya, la de engancharse en la retórica de pensamientos inútiles. Su rostro ahora amagaba muecas de tristeza, mezcladas con cierto cariño y nostalgia. Se encontraba en cada arpegio y se perdía en el siguiente silencio. Otra vez el humo del cigarrillo había ayudado a borrar el rastro de sí mismo.

John bajó la tapa del piano con la misma delicadeza con que lo hiciera su abuela, dio un empujón a la banqueta, se agachó y pudo, casi al tanteo, atarse los cordones sucios de las zapatillas. Detuvo la mirada en ellas, dejando aparecer otra vez la imagen de Julia, su madre. ¿Cuántos años habían pasado desde el último regalo? Sin ninguna claridad, creyó que casi cuatro. ¿Cómo cuatro años le parecían una eternidad si durante casi veinte se había negado a verla? Siempre de una forma u otra ella le hacía llegar su regalo, acompañando las zapatillas con una nota que decía: «Te quiero, hijo. Ojalá encuentres este año el camino a tu felicidad, no dejes de perseguir tus sueños, que la vida es eso».

Cabeza abajo, casi se animó a dejar caer una lágrima. Pero tenía años de entrenamiento en evitar emociones intensas. Nadie, ni él mismo, podría ver su quiebre.

Sin percibir que olvidaba su cuaderno, recogió el teléfono silbante, abrió el alfiler de gancho que hacía las veces de tirador del cierre de la vieja mochila y largó su móvil al fondo. Hundido en la oscuridad que habitaba en ella, quedó mezclado con varias hojas sueltas y algunos cuantos cables inútiles, encargados de recordarle sus buenas intenciones de seguir comunicado en algún momento. Igual nunca llamaría a nadie. Así desaparecieron su teléfono y otro día más, sin pena ni gloria.

Ya se iba. Siempre, de alguna manera u otra, eso hacía. Al cerrar, John arrimó la puerta que daba a la calle, dándose cuenta de que se iba escurriendo sin saludar siquiera. «Mario es solo un viejo mozo», se dijo como una coartada a sí mismo y a sus inseguridades. Era experto en generar excusas y construir siempre buenas explicaciones. Mejor irse sin dejar testigos. Sobre el piano, una botella de whisky barato y un cenicero hinchado de colillas quedarían sin embargo para señalar su partida.

«Suerte que sigo viviendo cerca», pensó. ¿O tal vez era esa otra señal de su estancamiento? Subió las escaleras del frente que lo dejaban frente a su puerta y en el escalón dejó su mochila apoyada para poder revolver con las dos manos. Su habilidad de acumulador era una de muchas aptitudes inútiles. El alcohol colaboraba otro tanto en no dar con lo que buscaba. El silbido del celular, enredado en el cargador perdido, le sacó una mueca que se acercaba bastante a una sonrisa. Quien lo conociera diría que sus caras hablaban solas. Frunciendo el ceño, volvió a recordar la intención que lo frenaba.

¿Cómo diablos abriría la puerta? Imágenes innumerables de revolvedor de mochilas vinieron a agolparse en el umbral para hacerle compañía. Al parecer, era generador de algunos pensamientos positivos.

No todo estaba perdido, si seguía sumando habilidades, podría tal vez iniciar un nuevo año algo menos deprimido y derrumbado. Otra virtud más para su lista. Era bueno desordenando, tan bueno como pintando realidades imposibles. Bueno en excusas y también en desapariciones. Al fin, tirando de uno de los cables, salió el famoso manojo de llaves.

Julie insistía mucho en que se hiciera un sistema. Para las llaves, sin duda. ¿Para qué más sería posible? Su sistema era no tener ninguno.

Sin embargo, la jovencita no contaba con que su padre, quien jamás llevaba a cabo nada de lo convenido, en el extraño caso de hacerlo, dejaría enterradas sus acciones en la profundidad oscura de una mente sin recuerdos. Espacio parecido al de aquella mochila desordenada. Hiciera o no hiciera lo que debía, era un experto olvidándolo todo. Bueno, casi todo.

Después de varios intentos, logró embocar la llave en la cerradura y dio un empujón a la puerta que acompañó el movimiento con un chirrido de bisagras sin aceite. Entró en la casa y detrás suyo el golpe confirmó el cierre, sin percatarse siquiera de que la manga del viejo suéter descolorido había quedado atrapada dejando la mitad fuera.

Camino al trabajo. Lena

Manejar realmente era algo que le encantaba. Vaya a saber qué sucedía en ella al hacerlo. Desde la primera vez que su padre le había permitido subirse al auto y manejarlo, se había transportado hacia una nueva dimensión en su vida. Una enorme contradicción, sin embargo, porque si bien era muy distraída al caminar, no lo era para nada detrás del volante.

Irrumpieron escenas de su adolescencia: su padre sentado en el asiento del acompañante, siempre alentando cada aprendizaje, aún frente a alguna mala maniobra. Tal vez de eso se trataba todo, de convencerla de que podía, transmitirle confianza. El automóvil fue un sitio que tan solo ellos dos compartieron.

Su madre odiaba manejar, tenía muy poca paciencia y tal vez mucha inseguridad, mirándolo ahora en retrospectiva. Aprender algo de mayor es más difícil. Ella se quejaba de todo, pero el auto era una caja sin escapatoria. Magdalena aprendió no solo a manejar antes de los trece años, sino que sabía cambiar un neumático, rotar las ruedas y lavaba y aspiraba el interior como parte del combo.

Su padre era así con ella. Le daba por un lado la confianza para aprender, mientras que aceptase con ello la responsabilidad que su elección generaba al adquirir esa nueva habilidad. Su padre había sido siempre como una bocanada de aire fresco.

Su madre, sin embargo, era la antesala del infierno. Ella era el recordatorio de sus dificultades y él el de sus talentos. De su padre aprendió el amor incondicional y la mirada de valoración en tanto que de su madre una larga lista de sus defectos. Aún entrada en su madurez, no lograba renunciar a la espera de una aceptación latente.

Manejar también era un oasis para salir de su casa cuando ya no toleraba las malas caras, huyendo hacia la independencia. Estar detrás del volante la hacía sentir libre. Y la palabra que más honraba de todas era «libertad».

Ahora, a los cincuenta y dos años, disfrutaba al conducir con calma. Sin embargo, en el paquete de recuerdos acopiaba muchos episodios de ella manejando con exceso de audacia.

Cuanto más tiempo pasaba en el auto y más subía la velocidad, menor era la distracción que la acosaba. Muy loco, pero ignoraba las razones. Aún tenía el recuerdo del día en que llegó a sus manos aquel volante de auto deportivo. Fue difícil resistirse a eso. Se apropió del rol de chofer para estar atenta durante más tiempo. Lena debía tener un dios aparte, porque en tantos años de maniobras audaces, había chocado solo una vez y lo había hecho contra un camión estacionado a la vuelta de su casa.

Volviendo al presente, no entendía el para qué de la llamada de Emilio. Una parte de su vida la había disfrutado jugando con él pese a los nueve años de brecha, otra parte estuvo dedicada a acompañarlo. Ella sabía que pocas veces llamaba, salvo que se encontrara en apuros. Él había decidido dejar su tratamiento hacía más de diez años y ella no se animaba a preguntarle por miedo a perderlo. Tal vez ahora, ya casado, era su esposa la que tenía temor a que siguiera tomando la medicación como antes. Fumaba demasiado, no hacía ejercicio, pasaba más horas sentado frente a la computadora que las que pasaba en su infancia frente a la pantalla del televisor.

Quizá su padre, que había sido fantástico con ella, no había sabido vincularse con su hermano. Quizás la timidez y las diferencias de estilo, la edad o su accionar permanente hicieron que lo dejase a cargo de alguien que tuviera un poco más de paciencia. Ella sentía que a Emilio le faltaban herramientas. Su padre era un tipo increíble, pero mostraba poca flexibilidad con aquellos que no coincidían con sus ideas.

Si Emilio insistía en llamarla, encararía la charla que hacía tiempo tenía en la cabeza. «Basta de ignorar su problema», pensó. ¿Acaso ella no había seguido tomando la medicación?

Sus pacientes revisaban cuidadosamente las recetas que les hacía, porque aún prestando atención equivocaba la fecha o algún que otro dato. Ellos insistían con bastante sentido del humor en que aumentara su dosis. Tal vez no estaban tan errados. En fin, lo importante era que ella no había abandonado.

Sus padres seguían viviendo lejos, eran demasiado mayores para hacerles reclamos, aunque debía reconocer que era con su madre con quien realmente se salía de la vaina. Ambos tenían la habilidad de mostrarle sus fortalezas y debilidades simultáneamente y el saldo de esta ecuación nunca daba cero. Aún con las quejas y críticas de ella, la mirada y el apoyo del padre, amigo y maestro siempre habían sido más fuertes.

Entendía que seguramente acercarse a esta niña hiperactiva y desatenta había sido un desafío con el que su madre no había podido. Era demasiado inquieta, vivía desaliñada, jamás se paraba a mirar detalles de su ropa o de su estilo, solo usaba lo que le fuera cómodo. El resto era perder el precioso tiempo. En definitiva, ella no había reunido las mínimas condiciones del estándar de niña impecable. Vivía con el pelo enmarañado, las zapatillas desatadas, trepando a los árboles en busca de piñas para hacer decoraciones a sus siempre creativas tortas de barro. Sin duda, la pesadilla de criar a la niña torbellino había dejado a su madre sin recursos para entenderla.

Su relación fue algo así como un intento de domesticarla. Perseguirla para peinar su larga cabellera era como enlazar un potrillo salvaje. De todas formas, no justificaba por ello las múltiples escenas negativas que guardaba en el arcón de sus recuerdos. Debía dejarlas en el pasado, estaban prescritas.

Las imágenes que su cerebro no podía cambiar quedaron enlazadas a emociones muy dolorosas. Había interiorizado el castigo en cada reproche frente a sus errores. Por ello, debería asegurarse de comentarle a Dulce, su madre, en su próxima visita, que de ella le había sido imposible olvidarse. Lo único que pudo hacer con todos los años de trabajo terapéutico fue convencerse de que cada uno hace lo que puede, ama como puede y que tiene que aprender a vivir con eso.

Al volver su atención a la ruta, se dio cuenta de lo cerca que estaba del consultorio. Max depositó el hocico en el brazo, sabía que habían llegado, luego sintió el golpeteo de la cola como señal de alegría. En ese momento percibió que había recorrido casi dos kilómetros sin prestar la más mínima atención al camino.

Una cosa se repetía, aunque era obvio que no siempre le funcionaba ese mantra: debía poner más atención, porque no deseaba perder sus logros ni su calma. Una vez más llegó porque era cierto que tenía un dios en sus zapatos.

Puso la luz de giro y ubicó la camioneta frente al edificio blanco. Con ambas manos al volante, inspirando profundo y con una sonrisa estacionó mientras volvía al presente.

Apagó el motor, sacó las llaves, tomó su cartera-mochila y poniéndosela al hombro abrió la puerta. De inmediato salió para liberar a Max del asiento de atrás. Sin ninguna orden, su fiel compañero se sentó frente a la puerta. Amaba los perros, eran parte de su vida y siempre había convivido con alguno, de pequeña había aprendido a quererlos y a considerarlos parte de la familia. Antes de cerrar el auto, volvió a buscar algo. En el asiento del acompañante llevaba una enorme caja que abrió para tomar unas cosas.

Prefería dejar la caja en el asiento, así recordaría siempre la importancia de tener todo en un solo lugar. Era bueno centralizar sus pertenencias, como hacía con su mochila. Le costaba cada vez más comprarlas, hacía tiempo que las mochilas no estaban de moda, pero no aceptaba otro tipo de accesorio. Su mochila era una de las «rampas», como ella llamaba a las soluciones creativas que encontraba, para sortear los obstáculos cotidianos.

Pensó de repente en aquel extraño que había visto cruzar esa mañana, camino a la oficina, y en la mente asoció una imagen muy familiar. Recordó su primer trabajo, recién terminada la secundaria: ayudaba en sus tareas a un niño con problemas escolares. ¿Cómo se llamaba? Maldita laguna era su memoria. Sus ojos tristes aún hoy parecían mirarla pidiendo ayuda.

Ese hombre con mochila que cruzaba la calle le devolvió una parte de su propia historia. Así funcionaba su cerebro, asociando imágenes para traer elementos de una memoria diferente a la del resto. Recordaba con claridad cuando Ani, su compañera del colegio, le había pedido ayuda para su pequeño hermano. ¿Cómo olvidarlo? Ni bien llegó a casa de ¡Pancho!, así se llamaba, se cruzó con Max, el hermano mayor, un chico que había sido el protagonista de sus románticos desvelos desde que empezara la escuela. Aceptó la propuesta de inmediato para estar más cerca, aunque él no la registrase.

Sin embargo, para su perro Max Lena jamás pasaba inadvertida. En señal de registro movía la peluda cola.

Recordó la advertencia familiar acerca de lo terrible que era aquel chico; su rebeldía y sus berrinches le harían la vida imposible. Eso fue cierto, pero algo la ayudó a quedarse: Juan Francisco, Pancho, como le llamaban, le recordaba mucho a Emilio, su hermano.

No entendía bien porqué ella y su hermano no podían verse más seguido, ahora que vivían cerca. Otra vez mezclándolo todo. Se daba cuenta de por qué le decían que era difícil seguirla. Metió la mano en su mochila y tirando de un cable en espiral que, atado al interior, le permitió pescar las llaves de su oficina, se acercó a la entrada.

Entonces le vino la cara de su padre, él era un verdadero experto en organización y funcionamiento. Pudo aprender de él muchas cosas, aunque nunca llegó a superarlo. Él silbaba cuando se enfrentaba a una crisis y ella sufría migrañas. Él tenía hasta numeradas las llaves, ella atadas a su mochila. Volvió a sonreír al pensar cuánto seguía extrañándolo. El hecho de que viviera lejos la obligaba a organizarse para ir a verlo, y últimamente viajaba cada vez menos porque se quedaba enredada entre planes, tantos, como su pelo en la infancia.

Al entrar, se encontró con la sonrisa de su secretaria, que siempre la recibía para iniciar su día. Lena se dio cuenta de lo importante que era en su recorrido cotidiano rodearse de ellas, las sonrisas le hacían siempre las cosas más fáciles. Seguramente como el silbido de Franco, su padre. En una época, sin embargo, ella había sido la encargada de repartirlas. Eran expresión de su constante búsqueda de complacencia, la que necesitaba para sentirse aceptada.

Vivió con la adicción de agradar para evitar conflictos como parte de su karma. Su primer terapeuta decía que era porque jamás había tenido la aprobación materna. La siguiente dijo que en realidad ella era la única responsable de aquel rechazo, así alejaba a su rival y nadie disputaría el amor de su padre perdurando atorada en el Edipo. Una tercera sostenía que trabajar para que la quisieran marcaba su necesidad de mantenerse siempre en el centro de la escena, no tolerando pasar desapercibida. Hasta le sugirió que sus gustos poco femeninos encubrían una masculinidad no aceptada, basándose en el rechazo a su madre.

Sonrió frente a los recuerdos de años de diván y psicoanálisis. Interpretaciones salvajes, sesiones tres veces por semana que le recordaban el daño que puede hacer un profesional que no logra ajustarse al avance del conocimiento en las ciencias y sigue emperrado en encajar la realidad a su dogma. Como en el mito de Procusto. Amaba la mitología.

Procusto pretendía que sus huéspedes encajasen a su antojo. Los acostaba en un lecho de hierro donde él manejaba la estatura que definía adecuada por capricho. Si eran muy altos, les amputaba las piernas, si eran más bajos, los sometía a estiramiento.

¿Cuántos viajes a Europa podría haber hecho con tanto dinero gastado?

Si alguno de sus terapeutas hubiera recogido las evidencias en su conducta, en lugar de llenar todo con eruditas interpretaciones, quién sabe si hasta tal vez hubiera sufrido menos. De esa etapa solo le quedó la certeza de que jamás cubriría las expectativas maternas por no ser la niña prolija, tranquila, serena, callada, obediente y ordenada que la sociedad espera para el sexo femenino. Ni un millón de sonrisas repartidas le otorgarían esa imagen.

Siempre se sintió diferente al resto. Con el tiempo entendió que vivir buscando la aceptación de los demás para sentir bienestar era el peor de los objetivos.

Hacía mucho que había aprendido a dejar de temer a los conflictos. Pero no todos los malos recuerdos se extinguieron con su transformación. Algunos, los más dolorosos, volvían de vez en cuando al cruzarse con una cara demasiado seria.

Dos minutos después de ese viaje, aterrizó de nuevo en la realidad.

María había sido su secretaria durante años. Compañera fiel y tolerante con su «no estilo», su espontaneidad confusa y sus constantes cambios. Ella era una parte trascendente para su funcionamiento. Era su doble de cuerpo. Era quien la ayudaba

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