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Algo dentro de él se sacude y percibe que nada volverá a ser igual.
Ya no podrá hacer nada para cambiarlo.
Cada vez más las vibraciones de los presentimientos que tiene en ese lugar lo acompañan mientras va descubriendo su nueva realidad cada vez más enrevesada y angustiosa junto al hallazgo de un objeto que cambiará su destino.
Todo es muy confuso para él hasta que una noche descubre historias pasadas muy parecidas a las suyas que lo dejan atónito.
Nunca esperaba que su vida cambiaria tanto desde ese ocho de diciembre al regresar del roble.
Una historia basada en las intuiciones llena de intriga y angustia, pero a su vez cargada de sentimientos que te harán vibrar como al protagonista.
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Ecos en el viento - Rafa Zamora
© Derechos de edición reservados.
Letrame Editorial.
www.Letrame.com
info@Letrame.com
© Rafael Zamora G.
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz Céspedes
Diseño de portada: Rubén García
Supervisión de corrección: Ana Castañeda
ISBN: 978-84-1144-790-4
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.
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.
Para la voz que dejé de oír,
pero sus recuerdos me acompañan…
.
A mi abuela,
Donde la voz se ahoga para siempre; el reflejo de las almas reluce impasible
sobre las oscuras aguas como un claro de luna en una lóbrega y frígida noche
pretendiendo vislumbrar su nueva apariencia.
Solitarias vagan en silencio, manifestando su presencia cuando nadie las ve.
Ignorantes de la libertad concedida de no pertenecer a este mundo, susurran a la fina brisa con un hilo de voz que jamas volverá a ser audible...
.
«Las pequeñas emociones son las grandes capitanas de nuestras vidas y las obedecemos sin saberlo».
Vincent Van Gogh.
Capítulo 1.
La casa amarilla
Era un día normal de vacaciones. Hacía varios días que acababa de cumplir ocho años y el tiempo era apacible en víspera de Navidad. El sol brillaba y la brisa del aire alborotaba mis cabellos cuando paseaba por el sendero que llevaba hasta el viejo roble.
Aquel era mi lugar preferido desde que era muy pequeño y pasaba largos ratos jugando, dibujando o simplemente tumbado a la sombra de su exuberante follaje. Siempre iba solo y, cada vez que llegaba hasta este lugar, la sensación de tranquilidad y paz inundaba todo mi cuerpo; me sentía a gusto allí.
Vivía a las afueras de un pequeño pueblo que pertenecía a la Vega del Guadalquivir, ubicado entre los cauces de los ríos Guadalquivir y Genil.
Aquel pueblo aún conservaba las ruinas del castillo y de la muralla almohade de finales del siglo XII, que en el pasado sirvieron de protección al poblado. Este lugar era conocido tanto por su historia como por sus naranjas, que se trataba del cultivo principal desde tiempos inmemorables, por lo que abundaban las huertas que producían estos frutos.
La casa donde habitaba era una casa de campo que construyeron mis padres situada en la zona rural. Era grande, tenía la fachada de piedra y las contraventanas de madera natural, que permanecían abiertas la mayor parte del tiempo. El tejado, a dos aguas, estaba construido con tejas árabes que pertenecieron a la casa donde vivían mis abuelos. El paso del tiempo las había envejecido y eso le daba ese toque rústico que tanto me gustaba. La casa estaba rodeada de jardines con gran variedad de plantas cercadas por largas hileras de tuyas. La puerta de acceso trasera daba a la cocina; era una puerta muy antigua, la madera oscura se veía algo blanquecina y también permanecía abierta durante toda la jornada.
Me gustaba cruzar la verja de hierro que había al final del jardín trasero y daba paso a una explanada sembrada de trigo. Aún eran pequeños brotes verdes que manaban de la húmeda tierra y, al final de este, comenzaba el sendero hacia aquel árbol.
Ese día llegué junto al roble y, al igual que en muchas otras ocasiones, me senté apoyando mi espalda contra el tronco. Sin embargo, empecé a notar que algo había cambiado… La sensación que comenzó a invadirme fue extraña, me sentía intranquilo y un nerviosismo empezó a apoderarse de mí. Esa paz que me había acostumbrado a experimentar junto al roble me pareció lejana y, durante ese breve momento en que permanecí sentado, me resultó imposible concebir cómo en tantas otras ocasiones fui capaz de encontrarme a gusto en ese lugar. Me levanté, decepcionado y confuso por esa inexplicable sensación, y volví a casa por el mismo sendero, sin poder concentrarme en otra cosa. La sensación que experimentaba en ese lugar había sido siempre tan reconfortante que no entendía por qué ese día no lo fue. Crucé el campo de trigo a prisa. A lo lejos, me llamó la atención un hombre joven con un gorro que caminaba plácidamente por uno de los regueros del trigo. Nunca había visto a ese hombre antes por aquel lugar.
Llegué hasta la verja del jardín trasero de la casa. Cuando ya la había sobrepasado, la cerré tras de mí con fuerza, haciendo sonar el golpe seco del metal contra metal provocando que se quedase medio abierta a causa del rebote del impacto.
El resto del día fue diferente. Jugaba con los juguetes que me habían regalado días antes en mi cumpleaños. Lo estaba pasando especialmente bien junto a mi hermano y mis primos que habían venido a pasar aquí las vacaciones. Les encantaba venir a casa. Aquí hacíamos juegos, construíamos cabañas, merendábamos juntos…
El día terminó tan rápido que no éramos conscientes del tiempo que habíamos estado jugando. Cuando mis primos se fueron a casa a la hora de cenar, yo seguía jugando, no quería que el día acabara tan pronto, no quería que ese día terminase jamás.
A la hora de la cena, comencé a pensar en el roble, en la sensación que había experimentado y tuve la certeza de que algo había cambiado en mí. Comenzaba a sentirme agobiado por aquella experiencia. Un fuerte presentimiento me decía que todo estaba a punto de cambiar, no sabía a qué se debía todo aquello, pero me dejó sin apetito y apenas comí nada. Simplemente, me quedé ausente, pensativo, sentado en el sofá situado al lado de la chimenea de aquel salón, mientras observaba cómo el fuego consumía lentamente la leña. Mis padres estaban como siempre, conversaban de sus cosas y mi hermano veía la televisión. Una noche normal entre tantas otras para todos después de la cena. Excepto para mí, que seguía inmerso en mis pensamientos.
De pronto, el teléfono comenzó a sonar y el sonido me sacó de mis pensamientos. Miré a mi alrededor y noté que mis padres y mi hermano me observaban. Me levanté deprisa a atender la llamada y, al descolgar el teléfono, una voz cálida y dulce que siempre me había gustado escuchar me decía:
—Venid a casa. Tengo una sorpresa que daros.
Lleno de alegría se lo dije a mis padres y comenzamos a prepararnos para irnos.
Yo subí a prisa las escaleras y me puse la ropa nueva de mi cumpleaños con mucha ilusión. Quería estar guapo para la ocasión y, sobre todo, para ver a la persona con la que había hablado por teléfono. Bajé de nuevo al salón, cogí el coche teledirigido que esa persona me había regalado y que tanto me gustó y, desde el mismo sitio donde había estado sentado, comencé a jugar con él.
Mi madre fue la última en prepararse. Yo seguía entretenido con mi coche y, de pronto, la sensación extraña que había tenido en el roble aquella tarde me volvió con más fuerza, esta vez fue como una sacudida que me dejó paralizado. No era capaz de reaccionar, no podía controlar mi coche de juguete, que iba directo hacia la pared. No podía mover un músculo para pararlo. Estaba sin fuerzas, sin energía. Aquella sacudida me había consumido. Lo único que podía hacer era observar el cochecito que iba cada vez más lento hacia la pared.
El leve golpe del juguete contra el muro de piedra me hizo reaccionar. Fue como si en aquel instante recobrase la energía que había perdido, pero esta vez no era capaz de calmarme. Estaba agitado, tembloroso, sentía miedo y angustia.
Las contraventanas golpeaban la fachada mecidas por el viento,
