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Vida interior
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Libro electrónico135 páginas1 hora

Vida interior

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Después de la exitosa publicación de Cámara oscura, Julián Isaza presenta una nueva recopilación de siete cuentos envolventes, extraños y aterradores. En una realidad aparentemente anodina, nos encontramos con criaturas extrañas y personajes que, atrapados en su subconsciente, se parecen más a nosotros mismos de lo que querríamos aceptar. En estas páginas conoceremos el horror de lo que pasa en lo más profundo de la psique, cuando estamos completamente solos y nuestros deseos y miedos alcanzan nuevos horizontes.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 feb 2024
ISBN9786287589346
Vida interior

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    Vida interior - Julián Isaza

    La ventana

    la anciana no deja de mirarme.

    Es irritante. De verdad que lo es. El que diga que no es para tanto, no ha tenido que aguantar la mirada entrometida de esa vieja. Mañana, tarde y noche está pendiente de lo que hago o dejo de hacer. Lo peor de todo es que tiene un estúpido mohín en la boca con el que parece reprobar todo lo que ve. ¿Qué le ocurre a esa mujer?, ¿acaso no tiene televisión?, ¿acaso no ha visto a una persona normal haciendo cosas normales?, ¿acaso no ha visto a un hombre joven?

    Ayer estuvo todo el día ahí, en su ventana. Lo mismo que antier y que el día anterior y que el día antes de ese. Al principio no le presté atención, solo era una anciana sentada en un sillón en el apartamento de enfrente. Pero después de un par de días en los que lo primero que vi, luego de abrir las cortinas del ventanal de la sala, fue a la venerable momia dedicándome una mirada torva, me empecé a cabrear.

    Ahora, por ejemplo, me preparo un café y mi propósito es beberlo sentado en el sofá de la sala, mientras disfruto del sol matutino. Me gusta hacerlo después de que regreso del gym, pero resulta que no puedo. No puedo porque la fisgona está ahí. Lo peor es que hay poco que pueda hacer. Hace dos días quise que entendiera, así que me paré frente a mi ventana y abriendo los brazos y extendiendo las manos como quien espera una respuesta celestial, le expresé más o menos esto: «¿Qué?, ¡¿qué?!». Por supuesto, no sirvió y ahí siguió ella, con los ojos fijos en mí. Luego quise ser más explícito y le mostré el dedo medio, y ella solo abrió esos párpados arrugados y aguados de prepucio que, con lentitud, volvieron a su posición inicial. Qué vieja desagradable.

    Ayer, en varias oportunidades y exagerando el movimiento de los labios, le solté insultos mudos, en especial el clásico «vieja hijueputa». Haciendo énfasis en el «hi-jue-pu-ta». Y ella, en cada ocasión, respondió también con esos labios cuarteados que se estiraron con lentitud hasta formar una sonrisa trémula y repugnante.

    Lo sé: podría cerrar las cortinas de nuevo y asunto resuelto. Pero no quiero, no me da la gana. Este es mi apartamento y pedí estos días de descanso en la agencia porque quiero estar tranquilo, porque este fue un año con mucho trabajo, con un millón de campañas y de clientes. Estoy tan cansado que ni siquiera quise irme de viaje, lo único que espero es el mínimo derecho a no hacer nada y a mi privacidad.

    La mirada de esa vieja no logrará que deje de disfrutar de la claridad de la mañana.

    Como la anciana parece inmune a mis intentos disuasivos, se me ocurre que puedo darle una cucharada de su propia medicina. Tengo el tiempo y el ánimo para vencerla en su juego. Entonces muevo uno de los sillones a la ventana y, con la taza de café en la mano, también la observo.

    La anciana me sostiene la mirada. Mueve la cabeza hacia arriba y hacia abajo, en un sí permanente, como si aceptara el reto o, a lo mejor, es que tiene Parkinson. No me importa, yo también afirmo con la cabeza.

    Vieja desocupada.

    Ya sé que podría parecer una pérdida de tiempo lo de sentarme aquí y sumergirme en este duelo. Seguramente mis amigos de la agencia se morirán de la risa cuando les cuente que invertí mi tiempo en esto, en vez de irme con ellos a Cartagena. Mejor no les digo nada. ¿Para que me hagan bullying y digan que soy un rarito? No, gracias. Además, aquí la única rara es la vieja esta.

    ¿Qué edad tendrá? Probablemente noventa, quizá sea más vieja. Es un esqueleto cubierto por una piel de nata que se descuelga desde los párpados y estira todo hacia abajo. Es igualita a Palpatine, el malo de Star Wars, solo que más esquelética. Hasta en ese par de ojos encajados en lo profundo del cráneo hay una vaina toda maligna y retadora.

    Empiezo a creer que la estrategia funciona, porque la anciana parece molesta. Lo digo por la expresión de su cara, por la boca fruncida y la postura rígida de su cuerpo. Sin embargo, no desvía la mirada y desde aquí puedo percibir su furia. «¿Esto querías, vieja horrenda?», digo para mí mismo, aunque con ganas de gritárselo en la cara.

    Después de un rato, noto que la vieja se mueve de un modo tan ligero que, si no estuviese tan concentrado observándola, no lo habría podido percibir. Supongo que se acomoda para resistir el duelo, para prolongarlo. La expresión de su rostro se relaja y, en esa boca agrietada, se vuelve a formar una sonrisa.

    Así que seguimos.

    Ahora que la veo con más calma, debo admitir que es probable que haya exagerado con su edad. Me parece que debe tener unos ochenta años. Aunque bien vista puede que sea incluso menor, unos setenta y cinco o setenta y cuatro años. No lo sé. Lo que sí sé es que ahora, en esa cara contraída, hay un gesto de repudio. Pero su mirada se ha ablandado. Ya no siento en ella esa intensidad rabiosa. Es posible que se esté dando por vencida. Ojalá.

    En este momento quisiera ir a la cocina por un bocado, pero si me levanto ahora habré perdido y no quiero darle ese gusto. Sería imperdonable, más cuando estoy seguro de que voy ganando el pulso. Tengo que aguantar, aunque también empiezo a sentirme incómodo en el sillón y el cuero empieza a pegarse a mi cuerpo. No. No voy a dar mi brazo a torcer.

    En el apartamento de al lado están preparando el almuerzo. Escucho las ollas y el chisporroteo de alguna fritura, también empiezo a oler la carne y el guiso. ¿Hace cuánto estoy mirando a esa mujer?

    Ella, desde su ventana, continúa inmóvil. Si no parpadeara, diría que es un maniquí que me dedica una mirada indiferente. Qué voluntad la de esa señora. ¿No tendrá hijos que atender?, ¿esposo?, ¿algo? Admito que su tenacidad me sorprende, no esperaba tanta determinación. Por eso, la doña tiene mis respetos. Y por eso también debo decir que me produce cierto orgullo estar a la altura de mi adversaria.

    «Adversaria»… me gusta esa palabra, casi nunca la uso.

    Creo que he exagerado con ciertas apreciaciones. Reconozco que a lo mejor he sido un tanto excesivo y que no está bien que reaccione de una manera tan… belicosa. Sí, «belicosa», esa es la palabra que estaba buscando, así suene como mi padre.

    El asunto es que quizá no fui muy justo al detestarla por el simple hecho de mirar, tampoco debí hacerle pistola ni llamarla «vieja horrenda» o ensañarme con su decrepitud. Es más, creo no es ni tan vieja ni tan horrenda ni tan decrépita. Es una señora mayor, sí. Tal vez de la misma edad de mi madre, que tiene sesenta y tres. O tal vez un poco menor. Incluso puedo aceptar que hay cierta elegancia en ella: el pelo bien recogido, la postura recta, el cuello largo, los movimientos suaves de sus manos cuando se toca la cara.

    Y también debo aceptar otra cosa: entre más la contemplo, más entiendo que en sus ojos no existe la maldad que le he endilgado. «Endilgado»… vaya.

    La situación resulta confusa, me cuesta entender por qué albergué tanta hostilidad hacia esa mujer. Del mismo modo, es extraño que lleve tanto tiempo aquí sentado y que, a pesar de la incomodidad física, siga absorto en ella. Y esa permanencia, más allá de la motivación inicial, me ha dado la oportunidad para meditar sobre mí mismo.

    Esta situación tiene su lado positivo: me ha permitido explorar y admitir mis errores, comprender que a veces me comporto de una manera impulsiva e injusta. El hecho de ser capaz de reconocer mis defectos y tener el deseo de rectificarlos, me prodiga una cierta paz interior.

    Nada de esto significa que esté pensando en abandonar. Quizá es la creciente sensación de tranquilidad o tal vez es mi orgullo lo que no me permite la rendición. A lo mejor son ambas cosas las que me mantienen prisionero en el sillón. Aunque, para ser honesto, espero que este combate silencioso termine pronto, pues siento ganas de orinar.

    Mis rodillas se mueven, abro y cierro las piernas, sudo. Tengo la vejiga llena, me voy a estallar. Pero me niego a moverme de esta silla, no quiero dejar inconcluso este encuentro distante y, al tiempo, íntimo. Lucho, aguanto. Me concentro más en ella, si eso es posible, para olvidar la urgencia de salir corriendo al baño.

    Es que no quiero dejar todo esto por el impulso vulgar de ir a orinar. No me parece correcto simplemente levantarme e irme, así sea por un par de minutos. No es educado de mi parte. Es más: sería una falta de compromiso, casi una

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