Cosas Que (Nunca) Pasan
Por Miguel Tallón
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La cotidianidad de Pérez (a veces González) comienza a volverse algo delirante el día que un anciano sale del armario de su dormitorio, conminándole a seguir el hilo de unos acontecimientos que, aparentemente, le son ajenos. Ante la naturalidad de sus surrealistas interlocutores, Pérez (quizás González) prefiere impostar un entendimiento ambiguo —que resulta ser buenamente aceptado por sus «nuevos amigos»—, en lugar de reconocer que hay una parte de sí mismo, y de sus circunstancias, de la que no sabe, ni quiere saber. Así, no consigue llegar nunca al final de una cuerda floja de cómicos sobreentendidos que lo condenan al oxímoron de un destino indeterminado.
Tallón, marcado por Beckett y Pessoa, toma el camino de la perplejidad y la ironía para aproximarse a las realidades extrañas que cuajan en sus narraciones, y que usa para conseguir la sonrisa del lector, poniendo en evidencia nuestra voluntaria ceguera frente a la pobreza existencial de cada día, esa que nos acecha desde nuestro propio felpudo. Su aceptación humorística de una realidad distorsionada, a veces nos trae a la memoria el «Amanece que no es poco» de José Luis Cuerda.
Miguel Tallón
Nacido en Lugo en 1964 y economista de profesión, vive en Madrid desde hace más de veinte años.Algunos otros autores que le han ayudado a trasladar al papel las rarezas que ve a su alrededor, son Cunqueiro, Bernhard o Perec, cada uno aportando su peculiar mirada a un mundo que, con sus sinsentidos, parece exigirnos tratarlo literariamente, si no queremos desesperarnos.
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Cosas Que (Nunca) Pasan - Miguel Tallón
ENCUENTROS VARIOS
1
¿Había sonado el timbre? Cómo saberlo. Hacía ya un rato que el proceso de vegetalización había alcanzado niveles que afectaban seriamente a mi capacidad perceptiva. Claro que, por otra parte, el hecho de hacerme la pregunta no dejaba de ser una actividad intelectual claramente fuera de lugar en una presunta planta así que se podía dudar de la realidad de mi naturaleza vegetal. Pero, en cualquier caso, ¿había sonado o no?
Lo más cómodo era pensar que no, pero mi tan recientemente adquirida condición vegetal no superó la prueba de resistir la curiosidad de saber quién era el que llamaba, cosa que, indudablemente, estaba fuera de lugar en una planta, y por el agujero de esa incoherencia se metió a toda velocidad el resto de mi escondida naturaleza así que, cuando me levanté del sofá, estaba dispuesto a aceptar que podía ser un invertebrado, a mitad de camino de la puerta reconocí apenado mi condición de mamífero y, cuando agarré la manilla, ya recordaba hasta mi número de teléfono y había recuperado los infinitos detalles de mi historia personal, incluidos los del día.
Era domingo, pero como si no lo fuese. Se suponía que tenía que pasar el día estudiando los gustos y costumbres de los visitantes de un centro comercial y, como María andaba fuera en uno de sus viajes para dar cursos, Julia había ido a pasar el día con los abuelos. Pero después de levantarme cuando me lo ordenó el reloj y luego de tomar el correspondiente café con leche y, ya de paso, cuatro galletas, me volví a la cama. Al tumbarme, deduje que no tenía ganas de pasar ocho horas rodeado de familias que no sabían qué hacer con el domingo. Y, encima, todo para terminar redactando un texto que, más o menos, ya sabía lo que iba a decir.
El ... por ciento de los visitantes forman parte de grupos familiares tradicionales (dos generaciones, tres coma... miembros de media) que simultanea las actividades comerciales con las de ocio. La segunda agrupación en importancia (... por ciento) está constituida por jóvenes (entre 15 y 20 años) que forman grupos de heterogénea magnitud (desde parejas hasta grupos mixtos de una docena de miembros) con un perfil claro de actividades de ocio y sociales y que, en ciertas franjas horarias (20/22 horas), pueden llegar a ser el grupo principal de usuarios.
Decididamente, no valía la pena y la presunta culpabilidad por no hacer el trabajo no me impidió disfrutar de una mañana dedicada a tomar con el cuerpo la medida de la cama.
Al mediodía, mientras cocinaba algo, sonó el teléfono pero, por si acaso, no lo cogí. Más tarde, embotado por la digestión, me puse a ver la televisión. Encontré una carrera de motos que resultó especialmente apropiada al estado de vacío mental que se me había ido instalando a lo largo del día. Media hora de los hipnóticos ronroneos acababan de dejarme del lado de allá del límite del reino vegetal cuando vibró el timbre de la puerta ahuyentando a mi nueva naturaleza.
Al girar la manilla y abrir la puerta encontré a un hombre que nunca había visto antes y que, sin más y a toda velocidad, comenzó a decir, más o menos:
…buenastardesperdonequelemolestesoysuvecinodearribanosésimeconoceelcasoesquetengoeltelevisorestropeadoyestabaenelbalcónyporelruidomeparecióqueestabaviendolacarreradecientoveinticincoypenséseguroquenoleimportasibajoafindecuentasentrevecinos...
Y calló de golpe, dejándome en la duda de si se había quedado sin aire o si estaba esperando a que yo dijera algo. Tardé un poco en contestar, con la esperanza de que arrancase de nuevo a hablar, pero como no hizo otra cosa que mirar para mí con ojos de pez fuera del agua, no me quedó más remedio que decir algo.
—Claro, vecino. Pase, pase...
Se lo dije y me eché a un lado para dejarle pasar mientras pensaba sorprendido en el exagerado entusiasmo que se había escuchado en mi voz, entusiasmo que encantó al vecino, al que se le vivificó la cara con una sonrisa al tiempo que todo el cuerpo se le esponjaba de satisfacción. Y el caso era que, en realidad, a poco que me fijase, y me fijé justo en ese momento, yo no tenía ninguna gana de darle conversación a un extraño, que encima acababa de arrancar de cuajo el brote de mi nueva vida vegetal, así que, cuando ya iba a colarse por el hueco que le acababa de despejar, añadí:
—Aunque, lamentablemente, tengo que irme en diez minutos...
Ahora lo que me había salido había sido un tono decididamente compungido y tan creíble que hasta yo mismo sentí un poco de pena. Pero el más afectado fue el vecino, y con mucha diferencia. Lo vi ponerse rígido, mustiársele el rostro, desaparecerle la turgencia del cuerpo como si por un agujero se estuviese vaciando toda la satisfacción de la que todavía hacía nada se acababa de rellenar. Para terminar la transformación, retrocedió el paso que, en realidad, no había llegado a dar y abrió la boca.
—¡No, no...! Si tiene que salir no le molesto... —dijo ya con la mano echada al pasamanos de la escalera.
Daba un poco de pena verlo y, encima, yo me puse a insistirle hipócritamente para que se quedase, pero él ya había comenzado a izarse escalera arriba alternando trozos de frase con brazadas en el pasamanos y pasos en los escalones. Al final, terminó por desaparecer en el descansillo donde giraban las escaleras, en medio de inconcretos votos para verse otro día.
Cerré la puerta y volví al sofá. Allí seguían las motos con sus ronroneos adormecedores. Estuve un rato intentando coger otra vez el hilo, pero no hubo forma. Imaginaba al vecino en su balcón, escuchando el ruido de las motos y luchando por descifrar el murmullo de los comentaristas. Le había dicho que estaba a punto de salir y me sentí obligado a, por lo menos, aparentarlo, así que apagué el televisor y fui hasta la puerta para abrirla y luego cerrarla con un estruendo calculado.
Volví al sofá. Cogí una revista que andaba tirada encima de la mesa y estuve un rato hojeándola, pero ya me la sabía. La volví a tirar a la mesa y me quedé un tiempo allí tumbado, con la mirada enganchada en los reflejos grises de la pantalla del televisor, hasta que, a falta de algo mejor que hacer, me levanté.
Me fui hasta la ventana. Daba al patio interior del edificio, ocupado por un pequeño jardín al que solo accedía de vez en cuando el portero para recoger los desconcertantes objetos que caían de los pisos.
Hacía algo de fresco pero la gente, como si ya fuese verano, tenía abiertas las puertas de los balcones y muchas de las ventanas. Por sus huecos se escuchaban un par de televisores. El que más bramaba era uno que estaba conectado con la carrera de motos. Probé a seguirla, pero no había forma de coger lo que decían los comentaristas.
Me puse a curiosear por las ventanas que tenía justo enfrente, por si hubiese algo interesante, pero no se veía ningún movimiento, como si todo el mundo se hubiese ido, dejando las ventanas de las casas abiertas y los televisores funcionando.
Las limitaciones de acceso a la información que afectaron al estudio no permitieron determinar el grado de ocupación de las viviendas ni el tipo de actividad realizada en las efectivamente ocupadas aun cuando resulta razonable suponer un grado de ocupación bajo (las estadísticas disponibles acreditan un notable incremento de las salidas de fin de semana durante el final de la primavera) y actividades tanto física como intelectualmente poco intensas (ver la televisión o dormir la siesta, por ejemplo).
Iba a continuar el estudio por los pisos superiores con el fin de confirmar la hipótesis cuando me di cuenta de que mi vecino podía estar asomado a la ventana de justo encima. No me atreví a comprobarlo. Me metí para dentro y volví a tirarme en el sofá.
Después de un tiempo, quise abrir los ojos, pero no pude hacerlo porque no los había llegado a cerrar. Me mantenía delante del televisor, medio tumbado y con los ojos desenfocados pero fijos en la muerta pantalla. Me di cuenta de lo que estaba haciendo, o dejando de hacer, y se me fue centrando la mirada de manera que terminé por ver con exactitud lo que tenía delante, que resultó ser el televisor, con aire atento y respetuoso, como si esperase algo de mí pero, al mismo tiempo, a poco que uno quisiese fijarse, se le notaba distante y hasta un punto burlón. Se diría que tenía algo así como una sonrisa en el medio de su gran ojo gris, y así era, ahí estaba el reflejo de mis pies, aplastando contra la mesa periódicos y revistas y marcando las diez y diez. Detrás de ellos se veía al resto de mí, más tumbado que sentado, con el cuerpo queriendo tumbarse de todo mientras la cabeza tiraba en dirección contraria, como esforzándose por componer una postura más decorosa.
Y allí estaba yo, en el reflejo, como en un cuadro. Lo estuve mirando hasta que, un poco aburrido de su inmovilidad, decidí romperla. Comencé por pasar la mirada a la punta del pie derecho, que era la parte de mi cuerpo que estaba más cerca de su propio reflejo. No fue fácil. Tuve que concentrarme para dar el salto, pero luego ya fue mejor y, desde la punta del zapato, dejé resbalar la mirada cuesta abajo por las piernas hasta que fue a dar con las manos, que resultaron estar encima del estómago, adormiladas en un abrazo lleno de mutua confianza.
Hice por moverlas y noté cómo, a lo largo de los brazos, iba bajando un hormigueo que llegó a los dedos en forma de pequeños movimientos que terminaron por despertarlas, haciéndoles soltarse una de otra, libertad que aprovecharon para estirarse lentamente, como si estuviesen desperezándose a conciencia. Tras el esfuerzo, los dedos se relajaron, recogiéndose y dejando a las palmas mirando para mí, como si esperasen algo.
Les debí de mandar que ayudasen a las piernas a bajar de la mesa porque fue lo que hicieron, echarse a ellas y, rompiendo su rigidez, irlas llevando, primero a la una y luego a la otra, hasta dar con los pies en el piso. Enseguida las vi empujando en el sofá y, con el impulso, no pude hacer otra cosa que levantarme. Y así me quedé un instante, instante en el que me dio tiempo a pensar en volver a sentarme, pero no a ponerlo en práctica ya que mis pies cogieron la delantera y se echaron a andar. Mis manos, como si dieran por terminado su trabajo, cogieron cada una por su lado y se fueron a juntar al final de la espalda, aparentemente alegres por quedar dispensadas de participar en la tarea. Yo, por mi parte, a falta de algo mejor que hacer, me dispuse a observar el movimiento de mis pies.
Conmigo encima, mis pies tiraron por el pasillo, me hicieron pasar por la puerta del dormitorio del fondo y, al llegar al borde de la cama, dieron la vuelta. Mientras regresábamos, noté cierta parsimonia en su movimiento, como la de quien no puede evitar gastar algo escaso y valioso. Les costaba llegar al salón, se volvían perezosos, pero terminaron por llegar y, justo antes de chocar contra la mesa del televisor, volvieron a girar, dándome el tiempo justo para entrever en el gran ojo gris el reflejo de la mesa, una mitad del sofá y un atisbo de mí mismo en medio del giro.
Y la cosa siguió igual, repitiéndose los giros en la cama y en el televisor con, en el medio, los mismos medidos pasos, hasta que, en uno de los recorridos, al llegar junto a la cama, en el medio del giro, se doblaron las piernas y, con suavidad, me dejaron sentado en el colchón. Se lo agradecí, comenzaba a estar cansado.
Eché un vistazo alrededor, como si no conociese el lugar. Tenía delante el gran armario donde guardábamos abrigos, botas y cualquier cosa que no cupiese en otro sitio. Era grande, marrón, de dos puertas y con unas cortas y recias patas que lo mantenían medio palmo por encima del suelo. Me quedé quieto, como si estuviese escuchando o esperando aunque, que yo supiese, no estaba haciendo ni una cosa ni la otra.
Después de un rato, sin embargo, comencé a sentir algo, aunque era difícil decidir lo que era. Podía ser un ruido, o el resto de un recuerdo, o un amago de dolor. No se notaba bien. Por curiosidad, le seguí la pista, fui detrás de él. Tuve que insistir, se escurría, pero terminé por darme contra él en medio de mi propio pecho, como quien bate contra un poste de teléfono. ¡Pumba!
Quedé atontado un instante y, cuando me recuperé, constaté que, como era de esperar, no era un poste de teléfono. Pero seguía sin estar claro lo que era y, sin embargo, era obvio que, en cierto sentido, era yo, pero mezclado con algo inapropiado y difuso, algo a medio camino entre el cadáver de un pajarillo y el saludo de un extraño.
Me quedé tieso, sentado en el borde de la cama, mirando sin ver para el armario que tenía delante, no sé cuánto tiempo, y puede que aún siguiese allí, esperando a que el Sol acabase de quemar sus reservas de hidrógeno, si no llega a ser por unos golpecillos que comenzaron a sonar en el interior del armario.
Me pareció obvio que llamaban y que lo educado era responder así que levanté el cuerpo de la cama, fui hasta el armario y abrí una de sus puertas. Entre los faldones de los abrigos colgados y los zapatos y botas que se acumulaban sin orden en el piso del armario, se veían unas piernas dobladas que hablaban de alguien allí sentado.
—¡Ya era hora! —escuché.
—Perdón. No sabía que había alguien dentro —acerté a decir.
—¡Ya, siempre decís lo mismo! —respondió la voz, que aunque pretendía sonar a queja, no lo conseguía.
Las piernas se replegaron con la evidente intención de levantar el cuerpo que debían de llevar habitualmente encima e, inmediatamente, se abrió delante de mi nariz la otra puerta del armario, dejando a la vista, encajado en medio de anoraks y gabardinas colgados de sus perchas, un viejito menudo de rostro afilado y ojos claros y sonrientes.
Sacudiéndose las mangas y faldones que lo enganchaban, sacó una pierna, la llevó con cuidado hasta el piso de la habitación y, cuando la sintió bien firme, movió el resto del cuerpo hasta allí, trayendo luego la pierna que se había quedado en el armario, que por un momento pareciera que se iba a quedar olvidada en el medio de la ropa.
Ya lo tenía enterito delante de mí, mirándome a los ojos desde un palmo por debajo de los míos.
—¿Y pues, chaval, qué fue? —saludó.
No fui capaz de responder.
—No hace falta que pongas esa cara de tonto...
—Oiga...
—¿Qué fue? —preguntó curioso.
—Lo de la cara de tonto —le expliqué, que por lo visto no lo había pillado.
—La tienes —confirmó neutramente.
—No, si ya me lo dice mi mujer a veces... —reconocí.
—Claro. Las mujeres son listas —sentenció antes de arrancar a caminar.
Primero dio dos pasos decididos hacia el fondo de la habitación y, cuando se dio cuenta de que por allí no había salida, se dio la vuelta y tiró por el pasillo adelante. Cerré las puertas del armario, automatismo propio de mi espíritu ordenado, y fui detrás de él mientras comenzaba a pensar que quizás la forma en la que me estaba comportando no era la más apropiada para la situación.
Cuando llegué al salón lo encontré clavado en el centro, con las manos ciñendo su estrecha cintura, como si quisiese medirla, y curioseando los objetos que por allí veía. Movía ampulosamente el cuello y la quijada para orientar la mirada, así que era fácil seguírsela. El cuadro de encima del televisor, las cortinas, el sofá, la mesa con las revistas esparcidas, la estantería de los libros... Se acercó a ella, movió las manos para dejarlas cogidas una a otra en la espalda y comenzó a repasar cada estante.
—Por cierto, decía yo... —empecé, irónico y decidido a aclarar la situación.
—¿Qué cosa? —me interrumpió y dejó de mirar el canto de los libros para volverse hacia mí con aire de sincera curiosidad.
—Pues, eso, usted en el armario... Ya sabe, no es muy frecuente, digo yo.
—Pues a mí me pasa bastante —comentó sin darle importancia al tiempo que retomaba la revisión de los libros.
—¿Sí? —y en mi pregunta no hubo ironía, porque su aparente naturalidad