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Cave quod optas.
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Libro electrónico377 páginas5 horas

Cave quod optas.

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Información de este libro electrónico

Soledad.
El pueblo carmesí.
Robert.
Fortuna.
Proyecto Ícaro.

Estas cinco historias independientes conforman el interior de 'Cave quod optas'. Cada una con sus propias tramas, narrativas y personajes.
Perfecto para los devotos de género de terror, pero también para aquellos que buscan disfrutar de truculentas historias con un denominador común: no dejar a nadie indiferente. 

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 dic 2022
ISBN9798215326343
Cave quod optas.
Autor

Cristian Romero de la Torre

Nacido en 1995, en Burjassot, Valencia.Pero es irrelevante, lo importante creo que es justificar porque escogerme a mí y no a otro de los tantos escritores de gran calidad que hay. Y no voy a tratar de convencer a nadie, pero si me preguntan cuál es el motivo por el que escribo, lo tengo claro. Me gusta provocar emociones, sea una sonrisa, un escalofrío o una lágrima. Esas reacciones que yo mismo he experimentado con la literatura y me han cautivado. En mis novelas cambio radicalmente de género y estilo, no se pueden encontrar dos iguales. Yo mismo no seria capaz de leer un solo tipo de novelas y aplico ese mismo principio sobre mis escritos. Espero que si depositas tu confianza en mis libros, recibas una experiencia diferente, entretenida, y quien sabe, incluso enriquecedora, si lo consigo, habré logrado el mejor de los objetivos.Como dijo el gran Edgar Allan Poe: 'durante la hora de lectura, el alma de lector esta sometida a la voluntad de escritor'.Cristian Romero de la Torre.

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    Cave quod optas. - Cristian Romero de la Torre

    Cave quod optas.

    Cristian Romero de la Torre.

    Por orden cronológico:

    Soledad.

    El pueblo carmesí.

    Robert.

    Fortuna.

    Proyecto Ícaro.

    Nota del autor:

    Como bien especifica la propia sinopsis son historias independientes, el orden en que las leas puede ser aleatorio en todo momento. Espero que disfrutes con esta lectura y con las particularidades y misterios que esconden sus páginas.

    Portada y diseño — Rebeca Aguilar Walkley – Diseño de portada y cubierta.

    Contacto: www.ra-aw.com

    Autor — Cristian Romero de la Torre.

    Soledad.

    I

    No sé qué me empuja a escribir estas líneas, ni que sentimiento de mi interior me lleva a narraros mi peculiar historia. Supongo que es una manera de desahogarme y librarme de los intensos complejos y miedos que me zozobran en la mente. Esos pensamientos moran en mi cabeza cómo una manada de lobos acechando a su presa. No sabría decir si soy un loco, o si todo lo que ha pasado es real. Por eso lo dejaré a vuestra elección.

    Todo empezó un diez de enero. Empezó cómo un día cualquiera, con los vaivenes propios de la rutina diaria que colmaban mi vida. Igual que una cadena de montaje donde día tras día se ejercían los mismos y automatizados movimientos una vez tras otra en un círculo interminable. Nada me hacía presentir la cadena de infortunios y quimeras que se sucederían en mi vida.

    Perdón, pero creo que primero debo presentarme, mi nombre es Jack Vinin. Soy de descendencia galesa e irlandesa. Actualmente tengo casi treinta y tres años, aunque mi relato comienza cuando acababa de cumplir los treinta y uno.

    Mi oficio es el de escritor, y aunque me gane la vida mediante la conexión intrínseca de palabras he de reconocer que disfruto creando mis obras. Gozo profundamente definiendo personajes a partir de la nada y creando complejas tramas narrativas. Pienso que desde mi adolescencia sentí algo especial en mi relación con el lenguaje, cómo un matemático que intenta resolver un teorema cautivado por un enigmático flujo de ecuaciones. Procesaba por las palabras lo contrario que sentía con las personas de mi entorno. No puedo negar que las relaciones personales nunca fueron mi especialidad, pero no debo dejar a un lado que siempre he disfrutado de la soledad y los placeres que trae consigo.

    Siempre he escrito sobre fantasía, terror y drama, jugando con la muerte y la desesperanza como recurso fácil para suscitar el interés de mis lectores. Trivializando el horror y la desdicha hasta ser casi incapaz de reconocer el verdadero significado que albergaban.

    He vivido en Canadá gran parte de mi vida, emigre a las afueras de un pequeño pueblo situado al norte del país. Nunca encaje con el resto de seres humanos y por ello decidí recluirme donde nada ni nadie pudiera encontrarme.

    Me encantaba el gran norte blanco, nunca he sido friolero y disfruto en paisajes que quizá a otros les podrían parecer inhóspitos y yermos. La fauna del entorno constaba básicamente de árboles maderables, siendo en la mayoría de su superficie pinos y cedros. El basto bosque que rodeaba mi vivienda era mí única compañía. Aunque a veces recibía la visita de una felina de pelaje negro que venía a mí en busca de alimento o también buscando cobijo en los días más fríos. Su compañía me resultaba agradable a pesar de que para ella yo no era más que una manera de sobrevivir con facilidad.

    Vivía en una amplia casa de estilo rustico, una construcción que me vendió un exitoso abogado a un excelente precio. El hombre en cuestión parecía más muerto que vivo y nunca interactuamos sobre nada que no fuera relativo a la casa. Constaba de dos pisos, un cálido salón con chimenea, una minúscula y funcional cocina y un baño en la parte inferior, la segunda planta que se separaba por una escalera en forma de L, tenía dos habitaciones: una que utilizaba como dormitorio y la otra que usaba como despacho; también había arriba otro baño, este era más completo con una robusta bañera de color blanco huevo.

    Mi historia comienza mientras estaba sentado en el despacho de mi casa, tenía un cigarro humeante en mi mano izquierda y una pluma estilográfica en la derecha.

    En este momento, que ya me conocen un poco mejor, creo que es hora de empezar con la historia en cuestión. Cómo ya les adelanté, todo empezó un diez de enero. Era un día gélido, de esos que el vaho que emana por los labios es abundante y espeso. Fuera la vegetación que rodeaba mi casa estaba cubierta por una capa superficial de nieve. Yo me desperté cómo cualquier otro día, aunque algo soslayo mi atención, el piar habitual de los pájaros no resonaba en el exterior. Todo se mantenía en un inmutable y perturbador silencio. A pesar de eso no me cuestione la insólita conducta de las aves que como yo formaban parte del bosque.

    Baje las escaleras y fui hasta la cocina, me prepare un café caliente y fui hasta el sillón del comedor. Me acomodé y me quedé inmerso en mis pensamientos, embebido en la trama de mi próxima novela. De vez en cuando dedicaba una mirada a la ventana cómo acto reflejo. Algo dentro de mí me decía que estaba sucediendo algo que era incapaz de discernir. Pero ese sentimiento no turbaba mi calma. Cuando terminé mi bebida cogí la libreta y mi pluma y seguí creando el argumento y la evolución de los personajes.

    Cuando estaba sumergido en la indescriptible belleza que hay detrás de la escritura, un fuerte estruendo me sobresalto. El ruido en cuestión provenía de la cocina. Sin perder un segundo fui para ver por mis ojos la causa que originó el sonido.

    Me sorprendí al encontrar la ventana de la cocina abierta en su plenitud. Miré desconcertado en busca de una respuesta que justificará la obertura, pero no encontré conciliación. Pensé que quizá era yo quién se había dejado el vidrio alzado, aunque era incapaz de recordar cuándo y por qué podía haberlo hecho. Posiblemente cuando me preparaba el café matutino, pero no recordaba la acción en sí. Todavía no había encontrado la procedencia del estallido, pero me auto convencí de que no sería nada. Me asomé sacando levemente la cabeza por la ventana, pero no observe nada inusual. Cerré debidamente y regresé al comedor para proseguir con mi labor.

    Ese inexplicable ruido solo fue el principio. Los siguientes días sentía sensaciones extrañas, cómo si alguien me vigilara, cómo si algo me observara de cerca acechando entre las sombras. Lo que más me enfurecía era la ausencia del canto de las aves, desde aquel día había dejado de oírlas. Cuando salía al cobertizo en busca de leña no era capaz de ver ningún animal, todo permanecía en una desesperante quietud. A pesar de todos esos indicios y sensaciones opte por ignorar lo que sucedía y seguir centrado en la que iba a ser mi nueva novela.

    La novela en cuestión trataba de un hombre que despertaba en el hospital, sin recordar nada por un fuerte traumatismo en la cabeza, el personaje en cuestión no tenía identificaciones y nadie iba al hospital a recogerlo. Era incluso paradójico, aunque por distintas causas, ambos estábamos solos en el mundo.

    La escribía sin detenerme, pasaba la mayor parte del día escribiendo, rara vez hacía paradas que no fueran para comer o ir al baño. Cuando empezaba con cualquier texto me obsesionaba acabarlo a la mayor brevedad posible. Me exigía a mí mismo la máxima concentración y dedicación.

    El día trece de enero, sentía una jaqueca terrible, era tan fuerte que era incapaz de escribir, casi no podía pensar con claridad. Decidí que lo mejor era tomar medicación y eso hice, cogí un antiinflamatorio potente y lo mezcle con una amplia copa de mi mejor ‘bourbon’. Me tumbe en el sofá y saque mi móvil del bolsillo, accedí al navegador en busca de algo que me distrajera para intentar ignorar la intensa migraña que padecía. Fue raro, es cierto que a veces el internet llegaba ralentizado debido al emplazamiento de mi casa, pero esta vez no era cómo las otras. No había señal, ni cobertura, ni ningún tipo de conexión. Me pareció algo irrelevante, meses atrás las fuertes nevadas había hecho caer uno de los repetidores cercanos y había pasado algo similar. Encendí el televisor, seguía convencido en encontrar algo con lo que distraerme, pero igual que con el Wi-Fi la señal no arribaba. Pensé que debía ser una avería grande para que no hubiera ningún tipo de conexión. Pero decidí no preocuparme, permanecí tumbado en el sofá, cuando el medicamento hizo efecto me causo somnolencia y no pude evitar caer rendido. No sé con certeza cuanto tiempo pase durmiendo, pero al despertar tenía el cuerpo entumecido y cierto malestar en la nuca, seguramente por dormir en mala posición. Estaba amaneciendo, por lo que sin duda debía haber estado durmiendo más de doce horas.

    Al levantarme hice algo que no hago regularmente, cogí un cigarro de un paquete de tabaco que estaba sin empezar sobre la mesa del comedor y salí a tomar el aire. Al estar fuera note que el clima era inusualmente cálido. La nieve que cubría el entorno se estaba deshaciendo, sin duda era algo que me perturbada, si por algo se caracterizaba el invierno en esta zona era por ser gélido y aterido, tanto que era difícil permanecer en el exterior sin la ropa adecuada.

    Prendí el cigarrillo y miré alrededor en todas direcciones, seguía sin ver a las aves, ni a ningún otro animal de la gran variedad que poblaba el ecosistema. Esta vez el único humo que brotaba de mi interior era el proveniente del cigarro. Cuando lo terminé lo apagué contra la madera que revestía mi porche. Estire mi cuerpo poniéndome de puntillas y alzando mis brazos. 

    Después de un rato decidí regresar dentro para comprobar si mi móvil ya disponía de cobertura, hacía mucho que no hablaba con mis padres y me parecía una ocasión perfecta para telefonearlos. Pero igual que el día anterior seguía sin ningún tipo de señal. Por si acaso comprobé el televisor, pero tampoco había cambiado la situación respecto al día anterior. Lo que realmente llamo mi atención fue cuando mire el reloj analógico que estaba sobre la chimenea. Se había detenido, a las ‘4:20’ de la madrugada. Puede parecer algo trivial, pero estaba seguro de haber cambiado la pila de su interior hacía muy poco tiempo.

    Ignoré todos los extraños acontecimientos de mi alrededor y desbloqueé mi portátil para continuar con mi novela. Escribí durante horas hasta quedar exhausto. Luego fui a la cocina me preparé dos pechugas de pollo y me las comí sentado en sumo silencio. No tenía ningún filme ni serie descargada en mi portátil, acostumbraba a usar cuentas online para ver todo tipo de variedades, pero esta vez no era una alternativa. Después de comer hice lo mejor que podía hacer, seguir escribiendo. Y así seguí durante todo el día y también el día siguiente. La situación de mis numerosos aparatos tecnológicos no varió en ningún momento.

    Habían pasado semanas desde que no visitaba el pueblo y mi despensa estaba menguando en cantidad y variedad. Pensé que lo mejor sería ir a comprar y preguntar en cualquier sitio sobre lo que estaba sucediendo con la línea.

    Me desperté temprano esa mañana, el alba se personificaba y el cielo empezaba a clarear. Lo primero que hice fue tomar zumo de naranja y comer unas rodajas de piña. Luego me duché, me vestí y me aseguré de llevar todo lo necesario: la cartera con mi documentación y el dinero, el teléfono móvil, las llaves de casa y del coche.

    Mi vehículo era una camioneta de dos plazas con un extenso maletero abierto. Tenía más de quince años y el color rojo que cubría su carrocería estaba desgastado a tal punto que parecía anaranjado. Nunca he sido fan de los automóviles de alta gama y solo requiero que sea funcional.

    Revisé que todas las ventanas estuvieran cerradas y cerré la puerta con llave. Caminé hasta el coche, abrí la puerta de manera manual y emprendí la marcha. El camino que conectaba mi casa con la carretera más próxima está en mal estado. El pavimento estaba dañado por baches y en el fructífera todo tipo de vegetación. Su extensión es de menos de dos kilómetros, después conectaba con una rotonda donde comenzaba el asfalto. Desde ese lugar hasta el pueblo había catorce millas de distancia, una carretera de doble sentido y línea recta con múltiples curvas. Intenté conectar la radio del salpicadero, pero fui incapaz de sintonizar ninguna emisora. Durante el trayecto me sorprendió la ausencia de más conductores, la vía siempre solía estar muy transitada y concurrida, pero en esta ocasión no había nadie más. Miraba constantemente por la ventana en busca de las aves que tanto añoraba, pero no había ninguna sobrevolando el cielo. Cuando llegué a la entrada del pueblo me asombré por la falta de actividad. Es cierto que todavía era muy temprano, pero lo habitual era que los transeúntes poblaran la calle desde recién empezado el día.

    A medida que fui avanzando por las diferentes avenidas mi desazón aumentaba. Ni un solo vehículo, ni un solo sonido, la más absoluta calma y el más pulcro de los silencios eran mis únicos acompañantes. Decidí que lo mejor era ir a preguntar a la cafetería-restaurante más concurrida del pueblo. Estacioné mi furgoneta en la misma calle donde estaba el local. Pulse el pasador y baje. Desde fuera se veían las luces del interior, todo me parecía cómo siempre y nada me hacía presentir lo que estaba a punto de pasar.

    Al entrar mi sorpresa fue inmensa, no había nadie. Todo parecía cómo siempre, el local estaba impoluto, pero no había nadie tras el mostrador, ni clientes, ni empleados. Mi zozobra no me dejaba pensar con claridad. No podía dejar de cuestionarme lo que estaba viviendo. ¿Acaso estaba soñando? Por mucho que buscaba un razonamiento que pudiera explicar lo insólito de la situación no lograba imaginar que podía estar pasando.

    ¿Dónde estaban todos? Era la pregunta que suscitaba todo mi interés. ¿Acaso era posible qué hubieran evacuado la zona? ¿Una catástrofe quizá? Pero yo no había percibido nada previo a lo que sucedía. ¿Cuál podía ser la causa de este abandono?

    Salí del establecimiento hacia mi furgoneta con una fuerte angustia en mi interior. Abrí la puerta, apoyé mi mano sobre el claxon y pite una y otra vez de manera consecutiva. Sólo buscaba que alguna persona se asomara al escuchar el escándalo que estaba generando. Mis intentos por llamar la atención fueron en balde. Fui hasta la casa más cercana y toqué al timbre, ante la falta de respuesta insistí repetidamente. Seguía sin obtener resolución alguna, mi angustia aumentaba y repetí todo el proceso con todas las viviendas que conformaban la avenida.

    Comencé a gritar como loco, poseído por un temor que provocaba temblores y espasmos en toda mi anatomía.

    Una explosión acaparó mi atención. No la escuche con claridad era más cómo un eco resonante en el silencio que me acompañaba. No sabía si estaba sugestionado o lo que percibía era real hasta que una columna de humo y ceniza se elevó en el cielo.

    Sin perder un segundo regresé hasta mi camioneta, arranqué el motor con presteza y me encaminé con dirección a la humareda.

    Al principio del trayecto no discernía con claridad donde se originaba el fuego, pero conforme avanzaba tenía ligeras sospechas de que se había producido cerca de mi vivienda. Al llegar al camino de tierra no tenía duda alguna de que así era. Aceleré más a pesar de los baches y grietas del camino. Al llegar al final sentí mi corazón detenerse. Era mi casa lo que ardía ferozmente, las llamas se habían propagado con virulencia por toda la construcción.

    Permanecí inconsolable dentro del coche mirando como todo lo importante de mi vida se convertía en ceniza ante mis ojos. Todas las fotos que tenía, y que contenían mis más bellos recuerdos. Mis novelas escritas y por escribir, todas y cada una de mis posesiones y los valores añadidos que tenían para mi persona. Todo acabo en nada en cuestión de minutos. Estaba paralizado, no entendía que había podido pasar. En primer momento pensé en un cortocircuito. Después discerní que tal vez alguien había provocado el incendió. ¿Pero quién? Yo apenas tengo relaciones sociales, y mucho menos personas que me quieran dañar. Es absurdo como en un abrir y cerrar de ojos todo puede desvanecerse inexplicablemente.

    No sé cuánto tiempo pase ahí quieto, en el asiento, con una profunda tristeza que me consumía igual que las llamas que engullían mi casa.

    El sol estaba próximo a ocultarse y fue entonces cuando logré regresar de mí ensimismamiento. Ahora no tenía cama, ni donde descansar, ni comida, ni absolutamente nada salvo lo que portaba encima. Es particular que en un momento tan delicado me consolara que aún tenía mi vieja camioneta. Aun podía ir al motel del pueblo y pagar con tarjeta. Lo que me tenía más furioso era la falta de asistencia, ni los bomberos, ni sanitarios, ni tan si quiera un oficial de policía. El incendio se veía desde kilómetros por la extensa columna de humo y nadie había acudido.

    Decidí dejar de atormentarme y volver a pueblo, estaba fatigado, y mi estómago rugía con sonoridad. Encendí el motor y di la vuelta realizando el camino al pueblo por segunda vez en un mismo día. Durante todo el trayecto mantuve la esperanza de encontrar las calles llenas de gente, de que lo sucedido antes sólo hubiera sido una broma o una casualidad macabra.

    De nuevo la entrada de la localidad me esperaba desierta, conforme avanzaba por las avenidas comprendía que mi peor pesadilla se confirmaba, no había absolutamente nadie. Estacioné el coche frente al supermercado de forma precaria y salí raudo. Pensaba que si entraba y me llevaba algo sin pagar alguna persona saldría para detenerme. Al entrar el establecimiento estaba vacío, la comida permanecía intacta, todo permanecía cómo estaría puesto de manera habitual. Lo único estrambótico del entorno eran la falta de empleados y clientes.

    Cogí de la entrada una de esas cestas de plástico duro con ruedas y paseé por los pasillos.

    Fui llenando la cesta con todo lo que me llamaba la atención, o simplemente me apetecía comer.

    Cuando no cabía ni un solo envase más me dirigí a la salida con total naturalidad. Las barreras de seguridad contra hurtos de los laterales comenzaron a pitar con insistencia. Me detuve en espera de que alguien acudiera, pero de nuevo no apareció nadie.

    Salí de la tienda y me detuve junto a la furgoneta. Cogí de la cesta un paquete de galletas saladas y empecé a comer. ¿Qué otra cosa podía hacer? Supuse qué había pasado uno de mis primeros razonamientos, habían evacuado el pueblo entero y se habían olvidado de mí. Era la explicación más plausible teniendo en cuenta que todo estaba intacto y lo único anómalo era la falta de personas y seres vivos. En ese momento recordé que algunos animales podían prever las catástrofes naturales. Lo que más me inquietaba era el motivo por el cual todos se habían marchado. ¿Podía haber algo en el entorno perjudicial? ¿Podía ser algún tipo de advertencia meteorológica? Todo eran, meras especulaciones, pero no podía parar de conjeturar.

    Cuando me cansé de esperar subí la comida al asiento del copiloto y di la vuelta para subir al coche. No demoré y arranqué, me trasladé hasta la puerta de un motel a unas pocas calles de distancia. Durante todo el trayecto persistí tocando la bocina por sí acaso así obtenía respuesta.

    Al llegar ascendí el auto a la acera y lo dejé aparcado de forma precaria sobre el césped. Bajé y anduve hasta el vestíbulo. Miré tras el mostrador y vi que las llaves de las habitaciones continuaban ahí. Las conté minuciosamente, sin duda estaban todas. Las habitaciones más lujosas eran de la 14 a la 21, opte por ir a la 16. Antes de ir a la habitación pasé por la furgoneta de nuevo para coger comida. Escogí como cena una botella de vino, la más cara del supermercado, y un paquete de queso. Regresé y continúe desviándome por el pasillo de la derecha, fui hasta el fondo que conectaba con la segunda planta. Después de las escaleras me plante frente la puerta 16. Abrí la puerta y sentí una gran decepción, la habitación era decadente. El papel pintado de las paredes era lo contrario al buen gusto. Las sabanas que cubrían la cama estaban desgastadas y el mobiliario parecía que fuera a resquebrajarse en cualquier momento. Ignoré estos hechos y fui a sentarme en una de las sillas junto a una temblorosa mesa de madera. Abrí lo mejor que pude el vino y bebí a morro de la botella. No necesitaba vaso ni pan para el queso, solo quería estar distraído del duro varapalo que había supuesto ver mi casa arder hasta los cimientos. Cuando terminé la botella estaba más optimista, pensé que sólo había sido un mal día. Lo único que retumbaba en mi cabeza era haber dejado un escrito sin terminar. Pasado un rato me tumbé sobre la cama y visualicé en mi cabeza como era mi casa antes del incidente.

    Me desperté descansado, tenía menos tensión en los músculos que el día anterior, incluso podía decir que estaba con actitud positiva. Llegados a este punto solo quería ver a otro ser humano, oír las palabras amables de mi madre, sentirme conectado a alguien, a cualquiera. El maldito teléfono móvil seguía inoperativo, tampoco escuchaba ningún tipo de sonido en el exterior. Decidí que lo mejor que podía hacer era conducir hasta dar con otro ser humano. Seguir la carretera hasta el siguiente pueblo he informarme de que estaba pasando en la zona. Salí de aquel mugriento hostal hasta la furgoneta, fui a la puerta opuesta a la del conductor y revisé la comida. Primero bebí de una botella de agua y luego la derrame sobre mis manos para asear mi cara. En la cesta también había galletas de chocolate pensé que sería un agradable desayuno.

    No tarde en ponerme en marcha, aunque primero me detuve en la gasolinera del pueblo para rellenar el depósito de la furgoneta. Debo reconocer que fue muy satisfactorio usar el surtidor sin tener que pagar. Cuando terminé volví al auto y proseguí el camino, el siguiente pueblo estaba apropiadamente a un cuarto de hora, unas diez millas de distancia. Fui a más velocidad de la establecida pero total que mal podía causar, yo era el único automóvil transitando la carretera.

    II

    A mi llegada pude ver como se cumplían mis peores delirios, no encontré a nadie en la calle. Accioné la bocina una y otra vez mientras conducía por las calles, pero no hubo éxito. Nada, ninguna respuesta salvo el más inquietante mutismo.

    Detuve la furgoneta en una calle al azar y me mantuve ahí parado durante un largo periodo. Pero nada, cómo ya os podéis imaginar en este momento, estaba solo. Supuse lo mismo, este pueblo también habría sido evacuado por las autoridades. Me cansé de perder el tiempo y decidí seguir hasta la ciudad, que estaba a más de treinta millas de trayecto.

    Durante el recorrido no me topé con nadie, ningún automóvil ni ningún ser humano. Miraba de vez en cuando por la ventana en busca de aves sobrevolando el cielo, pero no lograba divisar ningún animal aéreo. ¿Era posible que algún desastre hubiera afectado a los pájaros? Sin duda yo cada vez estaba más paranoico y asustado.

    A pesar de no ser algo práctico, mientras conducía consultaba la cobertura en mi móvil. Tenía la esperanza de que cuanto más me alejara más fácil seria recibir señal de los múltiples repetidores junto las carreteras.

    Cuando llegué estaba acobardado, no entendía que sucedía ni que acto podía haber provocado semejante aberración. De todas las personas que poblaban la ciudad no había absolutamente ni un alma en el lugar. Estaba confuso, ¿cómo podían haber trasladado a tantas personas? No era lógico, no podía ser real… No podía…

    Estacioné la furgoneta frente a la puerta del ayuntamiento, mentiría si no recalco que llegado a este punto estaba totalmente desmoralizado. Me costaba profundamente mantener la calma. Salí del auto y anduve desorientado por las calles cercanas. No sabía que estaba haciendo, solo necesitaba el impulso de mitigar mi desdicha.

    Después de un rato caminando entre a un bar, no sé el motivo exacto, pero supuse que si estaba ebrio no sentiría tan intensa congoja e impotencia dentro de mí. Al entrar como ya supondréis no había nadie. Un detalle de la pared me produjo una inquietante zozobra. El reloj se había detenido, a las ‘4:20’ igual que el reloj de mi casa antes de que esta ardiera. Ignoré la aflicción que esa peculiaridad me producía e ignoré la inusitada coincidencia que suponía.

    Fui detrás de la barra y rebusqué la mejor botella de ‘Bourbon’, en seguida di con ella tras un discreto armario.

    Pensé en lo paradójico de la situación, probablemente alguien había mantenido esta botella como un tesoro esperando un momento propicio para degustar el líquido del interior; y ahora yo, un desconocido, iba a beberla para aliviar mi tristeza. Que casualidades tiene la vida.

    Con la botella en la mano y una elegante copa me trasladé a una de las mesas. Tomé asiento y destapé el ‘Bourbon’ para rellenar el refinado recipiente.

    Siendo honesto en mi primera interacción no llegue a saborear el exquisito matiz que tenía. Simplemente quería alcanzar la paz lo más rápido posible. No fue hasta la tercera copa cuando me detuve a disfrutar, el jugo tenía cuerpo, un gran aroma y un sabor agradable a su paso por la garganta.

    Con suma facilidad termine con tres cuartos de la botella. No sé sí mi cara exhibía mi embriaguez, pero ahí estaba yo con una severa enajenación y una cogorza de dispares dimensiones.

    ¡Donde estáis! ¡Salir a beber conmigo! Exclame sin ningún sentido, supongo que solo quería escuchar mi propia voz, cada segundo en silencio me dificultaba más recordarla.

    ¡Vamos este bourbon merece compañía! ¡No seáis tímidos! Estuve persistiendo, aunque en ese momento ya tenía absolutamente claro que nadie respondería.

    Cuando me cansé de mi absurdo soliloquio cogí la botella y terminé con ella.

    No sé con claridad que estimuló o pasión turbó mi mente, pero lance la botella vacía contra el reloj y casualmente mi descarga atinó de lleno en el objetivo. El ruido del cristal quebrándose y el reloj resquebrajándose y cayendo me alentó enormemente. Cómo tantos otros, podría culpar al alcohol de mi conducta,

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