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Kushim - Trilogía completa.
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Libro electrónico877 páginas14 horas

Kushim - Trilogía completa.

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La trilogía histórica definitiva, la cual abarca más de cinco mil años de nuestra biografía común. Mediante el relato de su vida podremos sumergirnos e indagar en nuestro pasado, pues quien no conoce la historia está condenado a repetirla.

ÉL YA VIVÍA ANTES DE LAS GUERRAS MUNDIALES, ANTES DE LA INVENCIÓN DE LA ​ELECTRICIDAD, YA VIVÍA ANTES DEL DESCUBRIMIENTO DEL CONTINENTE ​AMERICANO, ESTABA ANTES DE SACRO IMPERIO, ANTES QUE ROMA, ANTES QUE EL ​CRISTIANISMO, ANTES QUE LOS FILÓSOFOS GRIEGOS, ANTES QUE LA GRAN ​PIRÁMIDE DE GUIZA, ANTES QUE LA EXTINCIÓN DE LOS MAMUTS, ANTES DEL ​PRIMER FARAÓN...

5000 AÑOS PARA UN SER HUMANO ES UNA ETERNIDAD, PERO PARA KUSHIM, SOLO ​ES UNA VIDA..., ¿PREPARADO PARA CONOCER SU HISTORIA?

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 ago 2023
ISBN9798223632641
Kushim - Trilogía completa.
Autor

Cristian Romero de la Torre

Nacido en 1995, en Burjassot, Valencia.Pero es irrelevante, lo importante creo que es justificar porque escogerme a mí y no a otro de los tantos escritores de gran calidad que hay. Y no voy a tratar de convencer a nadie, pero si me preguntan cuál es el motivo por el que escribo, lo tengo claro. Me gusta provocar emociones, sea una sonrisa, un escalofrío o una lágrima. Esas reacciones que yo mismo he experimentado con la literatura y me han cautivado. En mis novelas cambio radicalmente de género y estilo, no se pueden encontrar dos iguales. Yo mismo no seria capaz de leer un solo tipo de novelas y aplico ese mismo principio sobre mis escritos. Espero que si depositas tu confianza en mis libros, recibas una experiencia diferente, entretenida, y quien sabe, incluso enriquecedora, si lo consigo, habré logrado el mejor de los objetivos.Como dijo el gran Edgar Allan Poe: 'durante la hora de lectura, el alma de lector esta sometida a la voluntad de escritor'.Cristian Romero de la Torre.

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    Kushim - Trilogía completa. - Cristian Romero de la Torre

    KUSHIM

    Trilogía

    Mil vidas en una.

    Cristian Romero de la Torre

    Quien no conoce su historia…, está condenado a repetirla.

    Cenizas.

    He hecho tanto, he vivido tanto… Es curioso, pero ya apenas tengo recuerdos nítidos de mis primeros años. Supongo que, a pesar de mis excepcionales dotes, la memoria humana tiene una capacidad muy limitada. De mi vida solo puedo rememorar a las personas más relevantes, los hechos particulares y algunas pocas situaciones cotidianas. He vivido momentos dulces como la miel, otros amargos como el vinagre; he tenido periodos frenéticos y otros de total inactividad.

    Mi existencia se podría considerar inigualable por algunos, próspera por otros y desdichada para la mayoría. Pero si algo tengo claro es que mi historia merece ser contada, y dejaré a juicio de cada uno como interpretarla.

    Hace siglos que olvidé en que época era mi cumpleaños, o como fue mi primer beso, ya ni tan siquiera recuerdo las caras de mis padres, si me concentro mucho logro ver sus siluetas y contornos, pero no consigo ver sus expresiones. Lo poco que consigo evocar es que ambos eran buenas personas, mi madre siempre tenía una sonrisa colmando su rostro y mi padre era la persona más generosa y respetable que he conocido en mi extensa vida.

    Por lo que puedo rememorar, cuando nací, ya había un par de generaciones de mi familia que se habían dedicado a la ganadería. Solo trabajábamos con ganado bovino; vacas, toros y bueyes. Vivíamos en una pequeña y arcaica casita, en lo que los historiadores apodaron como ‘el bajo Egipto’, cerca de lo que una vez fue Menfis, y que en la actualidad se conoce como el Cairo.

    Mi padre hizo lo propio y me educó para aprender el negocio familiar, proveyéndome de un porvenir para que heredase nuestro próspero laburo. No era algo que me entusiasmase especialmente, era un laborioso quehacer, pero también digno y prolijo.

    Estábamos asentados cerca del río y de el obteníamos toda el agua que necesitábamos. El Nilo es una maravilla, un vasto y fértil río, sus características son cuasi únicas y sumamente beneficiosas. En esa época distinguíamos entre tres estaciones anuales: inundación, siembra y recolección.

    Mi padre era un hombre respetado y un gran negociante, siempre sabía cuándo exigir más y cuando ayudar a alguien necesitado. Algunas veces incluso hospedada a viajeros en nuestra casa. Yo no entendía su conducta, hasta que un día le pregunté por qué lo hacía. Entonces me contestó que había que amparar a aquellos que no tenían nuestra misma suerte, que todos merecíamos un poco de ayuda en algún momento.

    Cuando inevitablemente mis padres dejaron el mundo de los vivos debido a los estragos de la edad, yo heredé todo lo que teníamos. Gracias a la instrucción y diligencia con la que me criaron podía valerme por mí mismo e incluso aprendí algunas técnicas de escritura de la época. En ese momento ya estaba casado con quién fue mi amor verdadero, Lilit. Y esperábamos al sol de mi vida, mi hija Azarath.

    Los años fueron aconteciendo, gracias al negocio familiar no nos faltaba de nada. Intercambiábamos la carne, la leche y la piel de nuestros animales, con el trueque obteníamos vegetales, huevos, vasijas, utensilios textiles y todo aquello que podíamos necesitar. Vivíamos una vida venturosa y más dichosa de lo que podíamos imaginar.

    Todo nos iba genial y pensaba que así seguiría, pero todo cambió con una anodina visita.

    Tres hombres se personaron en nuestra vivienda. Me ofrecieron un trato, querían carne y suministros, no obstante, no tenían nada con que retribuirnos, nada que intercambiar. Prometieron que si les ayudábamos nos devolverían con creces la inversión. Tonto de mí, y con la aprobación de mi amada esposa, acepté las condiciones y sellamos un pacto. Llegado el momento volverían para pagar su deuda con cebada, cereal y trigo. Una vez se habían provisto se marcharon. El tiempo se sucedió y no volvimos a tener noticias de ninguno de los tres.

    Durante meses olvidamos ese insustancial encuentro y continuamos con nuestras labores. Estaba convencido de que jamás volveríamos a ver a aquellos hombres, pero para mí desgracia, me equivocaba. Cuando regresaron a nuestra tierra no vinieron para saldar su deuda, llegaron con las manos vacías y más peticiones. Esta vez decliné sus proposiciones, no tenía intención de comerciar con ellos hasta que saldaran su deuda para con mi familia. Se enfadaron y frustraron con mi declaración, e insistieron, sin embargo, no tenían forma de convencerme, desistí una vez tras otra, hasta que finalmente se fueron.

    De nuevo pensé que todo había acabado y que no volvería a saber de ellos, pero fui un necio al pensarlo.

    Días más tarde estaba despiezando a un buey dentro de mi humilde morada, cuando escuché gritar a mi adorable Azarath. Al salir fuera vi a mi amada Lilit en el suelo, uno de los hombres la había apuñalado en el vientre con una daga. Corrí a toda velocidad, pero no pude llegar a tiempo.

    Antes de que pudiese intervenir, otro de los rufianes golpeó con una vara de madera a mi dulce niña. Azarath de desplomó junto a su madre. Mis gritos resonaron como un eco macabro, la furia que sentía era tan desmedida que incluso me mordí la lengua provocándome un pequeño sangrado. Ni tan si quiera pude llegar hasta mi familia, antes de aproximarme los tres hombres acometieron contra mí. Me golpearon con la maza en al abdomen y después en la pierna, no conseguí mantenerme en pie y ellos no dejaron de pegarme, ni aun cuando estaba recostado.

    El hombre que parecía el líder se reía a carcajadas mientras los otros me pegaban. Puntapiés, patadas, golpes con la vara. El susodicho solo paró de reír para declarar que debí haber cumplido con sus exigencias. Estaba exhausto y gravemente herido cuando el cabecilla hundió su daga en mi tórax. Al extraerla noté como la sangre caliente y líquida emanaba de la herida. Apenas podía respirar, casi no podía moverme. Los hombres se alejaron de mí y fueron en busca del ganado y de nuestras pertenencias. Lo único que conseguí hacer fue mirar hacia mi mujer y mi hija. Ambas permanecían una al lado de la otra, inmóviles e inconscientes. Hice un esfuerzo para intentar llegar hasta ellas y me arrastré por el suelo, pero fue en vano. No llegué, y pude percibir como la vida dejaba mi cuerpo. Mi vista se nubló y mis escasas fuerzas desaparecieron, sabía que ese era mi final.

    Pero no lo fue.

    Cuando abrí los ojos y vi el cielo añil sobre mí no podía creerlo, me preguntaba cómo era posible, aún estaba vivo. Al mirar a mi alrededor fue cuando las vi… A escasos metros yacían los cuerpos de Lilit y Azarath. Aturdido y alborotado, me levanté y corrí hacia ellas. Me arrodillé a su lado y exploté en un desconsolado e incesante llanto. Sus cuerpos estaban blanquecinos, sus labios morados, pero aun así tenían expresiones angelicales. La sangre que habían expulsado se había secado y sus cuerpos estaban entumecidos.

    Ellas eran lo que más valoraba en el mundo, más que cualquier posesión o que incluso mi propia vida. Lloré incansable hasta agotar las lágrimas que mis hinchados ojos podían emanar.

    Comprobé mi cuerpo y observé que las heridas que me habían infligido se habían curado milagrosamente. Parecía que no me hubieran tocado, como si la agresión nunca hubiese tenido lugar.

    No sé por qué lo hice, pero cargué entre mis brazos a mis dos bellos ángeles y los llevé hasta nuestro hogar. Primero a Azarath y luego a Lilit. Las introduje en sus camas y las cubrí con finas sabanas hasta el cuello. Al estar en el interior de nuestra morada me percaté de que se había apagado el fuego. Nunca dejábamos que se apagase, siempre lo manteníamos prendido para nuestras necesidades, sin embargo, ahora solo quedaban cenizas…

    No podía permanecer junto a ellas, apenas podía mirarlas dado su estado. Salí de casa y grité como un demente, maldecí furioso hasta desgañitarme la garganta. Fue entonces cuando me percaté de un detalle que lo cambió todo. El carro con el que transportaba algunas de mis mercancías no estaba. Tras observar detenidamente el perímetro encontré un rastro. Los necios habían cargado tanto el carro que las tablas inferiores habían dejado pronunciadas marcas sobre el pavimento.

    En un pequeño cobertizo colindante a mi residencia tenía un hacha. Era rudimentaria, una piedra muy afilada atada con cordel a una robusta vara de madera. Pero a pesar de su sencillez, era suficiente para mi propósito.

    Concentrado y con una cegadora furia me encaminé por la estela que habían dejado tras de sí. La seguí sin temor, ya no tenía nada por lo que vivir y si debía morir por la venganza, lo haría de buen grado. Se habían alejado bastante, tanto que anocheció mientras proseguía la búsqueda.

    Finalmente, y para mi satisfacción di con ellos, se habían cobijado en un saliente natural formado a los pies de una ladera. Habían elaborado una fogata y gracias a eso me fue fácil detectarlos desde la lejanía. Al aproximarme no albergaba ninguna duda, era mi carro el que aguardaba próximo a la hoguera. En aquella época la rueda no había llegado a Egipto, el carro era una pieza singular fabricada por mi abuelo. Con los tablones inferiores podía hacer que se deslizase a través terrenos áridos y por llanuras. Sólo podían ser ellos, no tenía ni un ápice de duda.

    Sin ningún pavor fui directo hacia esos rufianes, tonto de mí, grité como un vehemente, vociferé entre insultos y amenazas, alertándoles de mi llegada. Jamás había peleado con nadie antes, pero la ira no me permitía pensar con claridad. Los tres se agruparon y confusos esperaron mi arribada.

    Sus expresiones se desencajaron al verme, sus rostros palidecieron. Sin vacilar fui hasta el que tenía más cerca y acometí. Dada mi falta de práctica y mi nula destreza le fue fácil esquivar mi envite. Repetí el intento, pero de nuevo erré. Su superioridad numérica jugó un papel determinante.

    Uno de ellos me agarró por la espalda mientras los otros me desarmaban. El cabecilla que con anterioridad se había reído a carcajadas mientras los otros me golpeaban, usó mi arma contra mí. Con un potente impacto hundió el filo en mi pecho. Mientras la fría y afilada piedra seccionaba mi piel e inundaba mis pulmones de sangre, entendí que realmente yo había sido el necio, mi absurdo comportamiento me había privado de la única satisfacción que podía aliviar mi pérdida, la venganza.

    O eso creí en ese momento…

    Mis ojos se abrieron, esta vez no fue el cielo añil lo que vi, fue la noche estrellada y el inmenso juego de luces en el firmamento.

    Al mirar mi abdomen ya no había hacha, ni herida, ni nada. Me incorporé y observé que seguía en el mismo lugar donde esos rufianes me habían asesinado por segunda vez. Aprendí de mi error y en esta ocasión fui sosegado y silencioso. Los tres dormían a escasa distancia, me habían dado por muerto y me habían dejado, sin más, ni tan siquiera me habían alejado de su campamento.

    Con sumo cuidado y total delicadeza me acerqué a ellos. Dormían con total parsimonia, a ninguno parecía atormentar la culpa derivada de sus reprochables acciones. Entonces vi mi hacha, él que me sujetaba desde atrás la tenía a su lado. Me aproximé sigiloso hasta él y la agarré. Con precaución, para no alertar a los otros, golpeé el cráneo del susodicho con el arma. El filo se clavó en su occipital. Acometí con tal ferocidad que ni tan siquiera abrió los ojos, murió en el acto.

    Después abordé al siguiente, esta vez opté por atizarle en el cuello. Seccioné su yugular y la sangre comenzó a brotar vertiginosamente. A diferencia del primero, este sí que abrió los ojos. Me miró con incredulidad, de la misma forma que un ser humano miraría al propio diablo. Mi rostro fue lo último que divisó, en poco segundos falleció desangrado. Estaba tan acostumbrado a trabajar con la carne, los tejidos y las vísceras de animales, que ver semejante visión ante mí no me perturbó ni lo más mínimo. Al fin y al cabo, no somos tan diferentes de cualquier otro mamífero.

    Todavía quedaba uno… El cuál me causaba más repulsión que sus acompañantes, a ellos les otorgué una muerte rápida, pero con este iba a ser diferente. Primero me puse junto a él y lo observé. Luego le desperté con unos ligeros toques en el hombro y cuando vi sus parpados alzarse le aticé con el mango del hacha. Ahora que estaba inconsciente, podía ejecutar sobre él las represalias que considerase oportunas.

    Registré sus pertenencias y encontré sogas de lino, las utilicé y le até las manos a la espalda y también los pies. Me senté delante y esperé impaciente que despertase. Mientras aguardaba, pensaba en todas las cosas que quería hacerle y en como disfrutaría con su sufrimiento.

    Tras unas horas, con la llegada de alba, el facineroso se despertó. El terror en sus ojos al verme fue indescriptible, su cuerpo temblaba desbocado, su voz se entrecortaba, permutando entre suspiros de terror e incredulidad. Al verse atado, me suplicó, pidió mi clemencia, balbuceó e incluso lloró de impotencia. Me mantuve impasible, nada de lo que dijese o hiciese podía mitigar el dolor que sentía. Me había arrebatado el corazón, lo había extirpado de mi pecho, y aunque no pudiera hacerle sentir lo mismo, le haría experimentar el mayor calvario posible.

    Llevaba años despellejando animales, y la práctica me había convertido en un verdadero experto. Antes de comenzar, le enseñé el instrumento que iba a utilizar. Era su propia daga, la misma que había utilizado para acabar con la vida de mi querida Lilit… Tenía una buena hoja, pero más que por sus características, su uso me parecía poético. No hice esperar a aquel malnacido, con la daga en la mano fui desollando la piel de sus piernas. Nunca había hecho algo así, aparte de con animales bovinos, pero fui profesional, no quería que muriera rápidamente. Le seccioné la dermis desde los tobillos hasta los cuádriceps antes de que muriera, lentamente y recreándome. Gritó y rabió por el dolor, su rostro se desencajó, sus ojos casi parecía que fueran a escapar de sus cuencas. No me detuve hasta comprobar que había muerto. Su expresión al fallecer era terrorífica, la cara roja, los ojos inyectados en sangre, una expresión desencajada.

    Después de todo, y para mi desgracia, no sentí ningún regocijo. Como en otras tantas situaciones, pensarlo fue mejor que hacerlo. Estaba convencido de que aplicarle semejante castigo aplacaría mi sed de venganza, pero no fue así. No sentí alivio, ni dicha, solo un pequeño atisbo de justicia. Permanecí un rato largo junto al cadáver de aquel monstruo, sin embargo, viendo mis acciones comprendí que yo era tan despreciable como él.

    Con el imponente sol del medio día me marché. Dejé todo allí a excepción de la daga, no sé porque me la llevé, pero así lo hice.

    Mientras regresaba sobre mis pasos pensaba en lo sucedido y en cómo o porqué seguía vivo. Estaba convencido de que en ambas ocasiones las heridas que me habían infligido habían sido mortales, no obstante, ahí estaba, respirando…

    Al atardecer llegué hasta el que había sido mi hogar, digo ‘el que había sido’ porque sin mí familia ya no lo era, ni podía volver a serlo. No fui capaz de entrar, permanecí en el exterior, a la intemperie, dudando y debatiendo sobre lo que quería hacer.

    La idea de entrar y verlas… Solo pensarlo me desgarraba el alma… Yo seguía vivo, pero ahora para qué… Sin ellas no tenía ningún sentido.

    Después de reflexionar mucho, decidí lo que a mis ojos me parecía lo mejor. Entré al interior de la vivienda y fui directo hacia una pequeña caja de madera donde guardábamos pertenencias de la familia. Dentro guardaba dos piedras que utilizábamos habitualmente para prender el fuego las pocas veces que éste se apagaba. Era un método arcaico y bastante difícil, pero en aquella época era el más sencillo para nosotros. Al frotarlas y friccionarlas, la una contra la otra, creaban chispas, eso acompañado de matojo seco era suficiente para encender la hoguera. Me senté en el centro de la habitación y comencé a preparar el fuego. Tardé bastante en conseguir mi objetivo, pero el constante esfuerzo obtuvo resultado. Cuando había creado la llama aproximé leña para expandir su alcance. Una vez había conseguido mi cometido, prendí telas y las esparcí por todos lados; el motivo, hacer arder la vivienda. Con ello, no solo quemaría los cuerpos de mi familia, también tenía la esperanza de acabar con mi propia existencia.

    Me senté junto al cuerpo de mi pequeña Azarath y vi como el fuego se extendía incontrolable por toda la estructura. Primero empecé a sudar por el aumento de temperatura y a toser por el humo. Cuando las llamas llegaron a mí, grité, pataleé y experimenté un dolor inimaginable. El hedor que producía la dermis al quemarse era pestífero, un olor, que una vez has olido, jamás olvidas.

    Por suerte mi agonía apenas duró unos minutos más.

    Antes de arder, estaba convencido de que ese sería mi final, que nadie podía sobrevivir a algo así, pero de nuevo, me equivocaba.

    No sé cuánto tiempo me llevó, pero al final me desperté. Todo a mi alrededor se había reducido a cenizas, ya no quedaba nada, ni los cadáveres, ni mi casa, ni ninguna posesión, solo algunos pequeños objetos se mantenían intactos, entre ellos la daga del asesino de mi esposa.

    No entendía como podía estar vivo todavía, sin duda me había quemado, estaba completamente desnudo, entre los restos humeantes. Recordaba perfectamente el dolor de las llamas al abrasar mi piel. La combustión había incinerado mi pelo, cejas, cabello y bello corporal; todo había desaparecido, pero sin embargo mi piel estaba intacta, como si nada me hubiera pasado.

    Nómada.

    Al ver que seguía vivo, me enajené, la poca cordura que me quedaba se perdió entre los nefastos sentimientos que me embargaban. Sin saber el motivo exacto, comencé a caminar; sin rumbo, sin destino, sin un porqué.

    Las pocas gentes que encontré en el camino me observaban con pavor o con indiferencia, un hombre desnudo, sin un solo pelo, que andaba como alma errante. Yo seguí caminando, ajeno a todo lo que me rodeaba, en tan solo veinticuatro horas ya me había alejado de cuanto aquello que me era reconocible. Y continúe. Así permanecí durante días, caminando, y solo parando, para hacer mis necesidades, o cuando mis cansadas piernas no me permitían proseguir.

    No sabía si iba en línea recta, no sabía si estaba avanzando en círculos, no sabía nada...

    Dejé de comer y de beber, también dejé de asearme.

    Y así proseguí durante semanas... O meses... No puedo estar seguro, el tiempo era ajeno a mí. Mi bello corporal volvió a brotar y creció descontrolado, el sol ennegreció mi piel, la falta de alimento enflaqueció mi anatomía. Al principio pensaba que, si no podía morir hiriéndome, quizá podía hacerlo por desnutrición, pero al parecer tampoco es una opción.

    Padecía dolores, mareos, cansancio, pero ni la falta de agua parecía poder matarme. Tenía los pies llenos de ampollas y rozaduras, la mayoría de huesos se remarcaban bajo mi piel, mi estómago emitía rugidos ensordecedores. A veces me desmayaba y me precipitada sobre el suelo de forma súbita, pero siempre me volvía a despertar. Siempre...

    No sé por cuánto hubiera seguido de esa forma si no fuera por la incursión de un peculiar nómada.

    Tras uno de mis desvanecimientos, al abrir los ojos, le vi. Me pareció un espejismo, sin embargo, ahí estaba. Era un hombre mayor, sobre todo teniendo en cuenta la esperanza de vida de la época. Vestía una túnica improvisada, tenía el pelo canoso y una frondosa barba del mismo color. En su mano izquierda portaba una cesta hecha de papiro trenzado, en la derecha un cayado.

    Al despertarme ya estaba ahí, me miraba desde arriba, y yo hice lo mismo desde mi posición. Su primera intervención fue para preguntarme si podía levantarme. No sé por qué, no le respondí, pero sí me alcé. Aquel nómada se presentó, su nombre era Jahi. Yo seguía en silencio, pero él no dejaba de hablar. Una de las primeras cosas que hizo fue sacar de su cesta un ropaje similar al suyo y entregármelo. Me lo puse, y al hacerlo Jahi me sonrió. Una vez vestido, me hizo un gesto para que lo siguiese. Quizá era por que llevaba mucho tiempo sin contacto humano, o porque no tenía nada que perder, pero le seguí sin cuestionarme a dónde me quería llevar.

    Anduvimos unos cuantos kilómetros bajo el intenso sol. Me costaba mucho seguir su ritmo, a pesar de su edad estaba en un gran estado físico y su resistencia era admirable.

    Cuando llegamos al lugar yo estaba perplejo. Era un pequeño oasis, donde la vegetación brotaba como por arte de magia. Era tan hermoso y singular que parecía una ilusión óptica.

    Jahi se acercó a la orilla y lo seguí. Comentó en voz alta que el agua era perfecta para el consumo; acto seguido se agachó y bebió. Aunque ya había comprobado que no necesitaba beber agua para sustentarme, no iba a desperdiciar la ocasión. Me tumbé sobre el arenoso sueño e introduje toda la cabeza en el agua. Bebí de forma descontrolada, con ambas manos froté el líquido por mi rostro. Nunca antes beber agua y asearme me había causado semejante júbilo. Jahi me observaba en silencio, con una discreta sonrisa en sus labios.

    Una vez ambos habíamos saciado la sed, se sentó muy cerca de mí y de su cesta extrajo carne. No recuerdo que era exactamente, pero era salada y áspera. A pesar del sabor, lo disfruté como si fuera un verdadero manjar.

    Jahi comenzó a contarme muchas cosas, me habló de sí mismo y de sus costumbres. Yo estuve en silencio en todo momento, pero aun así Jahi no se desanimó. Me dijo que él siempre estaba en continuo movimiento, que no tenía una residencia fija y que dejaba que la naturaleza le proveyera de cuanto podía necesitar. Me parecía muy curioso su modo de vida. Me ofreció ir con él, me aclaró que podía declinar su propuesta o marcharme cuando quisiera, pero que le agradaría tener compañía en sus viajes. No sé el motivo, quizá fuera porque era la primera persona que se había preocupado por mí durante mi andadura, el caso es que acepté su oferta.

    Los primeros días apenas hablábamos, Jahi era parlanchín, sin embargo, yo todavía no estaba preparado. Con el paso de las primeras semanas congeniamos y empecé a ser más abierto con él.

    Normalmente pasábamos el tiempo trasladándonos de un lugar a otro, en constante desplazamiento, no obstante, algunos días nos deteníamos si el entorno era fructuoso y acampábamos.

    En nuestros viajes pude ver con mis propios ojos lo hábil y sabio que era Jahi. Me enseñó muchas cosas, a pescar, a cazar, a seguir los rastros de los animales, botánica e incluso a ampliar la mente.

    Algunas plantas, en las que yo jamás había reparado, resultaron tener todo tipo de beneficios. Algunas se aplicaban a las quemaduras de sol y aliviaban la quemazón, otras ingeridas mitigaban e incluso calmaban el dolor, otras al consumirlas en infusión producían un extraño bienestar. Jahi me enseño de flores, raíces y frutos. Con él descubrí que había mucho más a mi alrededor de lo que mis limitados ojos podían ver.

    Lo mismo me pasó con la pesca, hasta conocerle a él, solo sabía elaborar alimentos en base a animales mamíferos y carnosos, gracias a él, que me adiestró en el noble arte de la pesca, aprendí a obtener alimento mucho más rápido y con menos costes.

    Jahi tenía un artefacto, algo que jamás había visto antes y que ahora me parece indispensable, una caña de pescar. Era muy rudimentaria, pero efectiva, con paciencia y práctica terminé por dominarla. Pero eso no fue todo. Secamos raíces acuáticas al sol, y cuando eran los suficientemente resistentes las trenzamos. Creamos una red y la utilizamos para pescar en abundancia y de forma más sencilla. Puede que no tuviéramos un hogar, pero también puede que nosotros fuéramos el hogar, independientemente de dónde estuviéramos.

    No todo era perfecto, a veces las inclemencias del tiempo nos azotaban y teníamos que ingeniárnoslas para resguardarnos.

    También, al menos una vez al día, nos sentábamos en el suelo, cualquier lugar era óptimo, cerrábamos los ojos y meditábamos. Nos concentrábamos en los olores, en la brisa, en el aullido del viento y en el sol que calentaba nuestras pieles. Eran instantes muy confortantes. Jahi defendía la teoría de que esas pausas eran necesarias para mantener el equilibrio en la mente.

    Algunas veces me preguntaba por mi origen o por mi pasado, aunque yo la gran mayoría de veces no le respondía, ante mi ausencia de palabras no insistía, comprendía que el pasado es a veces una piedra que nos oprime.

    Él si compartía conmigo historias de su pasado. Había vivido gran parte de su niñez en el alto Egipto, nació en la época en la que el faraón Menes de la primera dinastía unió sendos reinos. Sus padres fallecieron por enfermedad cuando Jahi era muy pequeño y él por poco sufrió la misma suerte. Después lo crío el hermano de su padre, pero era malo con él y por eso decidió escapar de casa a temprana edad. No tenía dinero, ni un oficio, asique no tuvo otro remedio que aprender a valerse por sí mismo. Me contó que todo lo que sabía lo había aprendido con práctica y error, y que también había tenido un poco de fortuna. Sin duda, puedo decir que Jahi era realmente extraordinario.

    En uno de nuestros viajes llegamos hasta el mar Mediterráneo. Al territorio que en término actuales es conocido como Libia. Era mi primera visita a la costa, desde que nací, hasta que me marché, había vivido en la misma casa, en la misma tierra, y jamás pensé que llegaría a ver con mis propios ojos el mar. Lo hablamos y decidimos quedarnos un tiempo, teniendo en cuenta el buen clima y con todo el alimento que podíamos conseguir de las extensas aguas de Mediterráneo, parecía la mejor idea.

    Algunas noches nos sentábamos en la arena de la playa y mirábamos el cielo estrellado. A veces reflexionábamos, yo me preguntaba que habría más allá del mar y Jahi se cuestionaba que eran todas esas luces y colores que ocupaban la bóveda celeste. Su teoría era que eran las almas de todas las personas que habían muerto en el planeta, pasadas y presentes. Ahora que sé que son realmente, he de decir que prefiero la explicación de Jahi.

    Llevábamos ya varios años juntos de aquí para allá antes de llegar al mar. Yo no le había hablado de mi pasado, ni de la extraña condición que tenía. No tenía intención de hacerlo nunca, no obstante, y para mi sorpresa, el azar actuó en mi contra.

    Un día, al alba, mientras buscábamos unas peculiares plantas que Jahi quería, me pasó algo realmente desafortunado. De manera repentina emergió una serpiente de la arena, no tuve tiempo a reaccionar y me mordió junto al tobillo. Tras la mordedura grité y la pequeña cobra egipcia se escabulló. Jahi observó lo sucedido y entró en pánico. Resulta que ese tipo de cobras, también conocidas como 'Naja haje', son muy venenosas.

    Jahi me dijo que me quedase quieto, que si me movía el veneno se extendería con mayor rapidez. Él estaba frenético tras la incursión de la serpiente, me dijo que permaneciese quieto, que él iría en busca de una hierba, una que untada podía neutralizar la ponzoña del animal.

    Jahi se fue y obedecí sus instrucciones, me senté lentamente en el suelo y aguardé. Jahi no regresaba y cada vez me encontraba peor, tenía el contorno del tobillo hinchado y sentía una enorme abrasión. Poco tiempo después comencé a sudar, a sentir escalofríos y mareos. Mis fuerzas se desvanecían, hasta que finalmente perdí el conocimiento.

    Esta vez no lo había buscado, pero había vuelto a morir, y de nuevo me había despertado como si no hubiese pasado. Al abrir los ojos vi a Jahi, estaba llorando desconsolado. Al hablarle, y él ver que yo seguía vivo, se quedó pasmado. Aún atónito, se acercó a mí y me tocó la cara con ambas manos. No dejaba de repetir que no era posible, que estaba seguro de que había fallecido, que lo había visto y comprobado. Sus lágrimas pasaron rápidamente de la tristeza a la alegría. El alivio que sentía se percibía en su expresión. Jahi me preguntó cómo era posible, cómo podía estar vivo tras la mordedura. En ese momento sabía que no debía mentir, no debía y no quería, por eso le expliqué todo lo que me había sucedido antes de encontrarme con él.

    Me escuchó con atención y noté como su mirada se tornaba mohína y pesarosa. Cuando terminé, Jahi se acercó a mí y me abrazó. No sé exactamente porqué, pero al estar entre sus brazos y tras liberarme de la pesada carga, sentí un enorme consuelo.

    Los siguientes días fueron un poco extraños, Jahi se comportaba como siempre, sin embargo, algo había cambiado en su forma de mirarme. Era como si de pronto me viese como algo más que un ser humano, aunque yo no era diferente, y no soy diferente de cualquier otro. Algunas veces me hacía preguntas peculiares, sobre mi pasado. Creo que quería averiguar si me había sucedido algo para que desarrollase mi singular naturaleza. Así fue como me vinieron algunos instantes de clarividencia. No recordaba haber enfermado nunca, ni haberme herido de gravedad, ni tan si quiera tenía ninguna cicatriz en todo mi cuerpo. Al principio pensé que mi condición había sucedido de forma repentina, pero ahora pensaba que era posible que hubiese sido siempre así, que fuese algo innato. En ese momento solo podía cuestionarme el por qué yo.

    Pasamos muy buenos años, de aquí para allá, cargando solo con lo que nos era indispensable, y así me hubiese gustado continuar, pero la vida tenía otro plan muy distinto.

    Estando cerca de Menfis, Jahi se desmayó. No sabía cómo actuar, me acerqué veloz hasta él y lo zarandeé. Al tocar su frente percibí un intenso calor, sin duda tenía fiebre.

    Apoyé nuestras pertenencias en el suelo y cargué con Jahi. Anduve bastante hasta dar con un lugar indicado. Con cuidado bajé a Jahi y lo tumbé bajo la sombra de un enorme árbol. Una vez lo había acomodado fui en busca de nuestras cosas.

    Al regresar a su lado, Jahi continuaba inconsciente. Preparé un compuesto con algunas de las plantas que tenía, quería que Jahi lo ingiriera al despertar. Pasé varias horas junto a él, sin moverme de su vera. Al final se despertó y sentí un inmenso sosiego. Tenía mala cara y parecía exhausto. Le di el compost y se lo comió. Con el paso de las horas parecía estar mejor, pero ni tan siquiera podía ponerse en pie. Yo aproveché para montar un campamento. Encendí una hoguera y cociné los últimos pescados frescos que teníamos. Jahi apenas cenó.

    Su característico buen humor no estaba presente, eso me hacía sospechar que algo terrible le pasaba. Jahi y yo tuvimos una singular conversación esa noche. Creo que él sabía lo que iba a pasar y quería prepararme. Me habló de mi 'don'. Mencionó que era algo único y especial, y que debía aprovecharlo para hacer el bien. Casi me hizo prometérselo... En ese momento pensaba que solo estaba exagerando por estar enfermo, pero me equivocaba.

    Jahi pasó sus últimas horas platicándome sobre la bondad del ser humano, sobre cuanto bien podía hacer, sobre la enorme responsabilidad que tenía al ser un privilegiado. No me sentía excepcional, pero entendía perfectamente lo que me quería decir. Le dije que descansase y ahorrase energía, que pronto tendríamos que continuar nuestro camino. Si hubiese sabido que eso iba a ser lo último que podría decirle, le hubiera dicho cuanto lo quería y le habría agradecido todo lo que había hecho por mí. Pero así es la vida, a veces no podemos imaginar que algo terminará hasta que termina.

    Jahi me sonrió, respiró profundamente y se acomodó. Cerró los ojos y se durmió. Al poco yo hice lo mismo. Cuando me desperté a la mañana siguiente, Jahi estaba inmóvil, su tez blanquecina y sus labios amoratados. Solo con verle ya lo supe. Jahi me había hablado en algunas ocasiones de que cuando muriese quería devolverle a la naturaleza todo lo que le había otorgado durante su vida. Quería que su cuerpo sirviese de alimento a los animales salvajes, era un pensamiento muy particular, pero decidí respetar sus designios. Le retiré la ropa y lo dejé en reposo. Sabía que él hubiese querido que me quedase las pertenencias, y eso hice. Nada de lo que teníamos tenía un gran valor comercial, pero sí un enorme valor emocional.

    Estuve observándole un largo tiempo en silencio, hasta que al final no pude soportarlo más y decidí marcharme. Al principio fue fácil, pero a cada paso que daba, cuanto más me alejaba, más notaba su ausencia. Cuando estaba lejos, me desmoroné, me senté en el suelo y me quedé quieto. Jahi y yo habíamos pasado un lustro el uno con el otro, siendo compañeros y tratándonos como hermanos. Una vez más, tras su pérdida, volvía a estar solo.

    No tenía donde ir, no sabía dónde ir... Puede que, por instinto, o por la cercanía, pero decidí ir a mi antigua casa. Está claro que se había quemado y que allí no había nada para mí, no actuaba de forma racional, solo actuaba. Caminé durante todo el día y llegué antes de la noche. Estar en ese entorno me hacía sentir una mezcla entre nostalgia y alborozo. Me venían a la mente cientos de buenos momentos, pero también todo aquello que me había sido arrebatado. Mientras encendía una hoguera, a la luz de la luna llena, divisé un extraño reflejo. Al aproximarme para ver de qué se trataba no podía creerlo, era la daga de aquel rufián... La que utilizó con mi esposa... No podía creer que siguiese ahí después de tanto tiempo. No había un motivo, pero la agarré y me la quedé.

    Pasé la noche allí, comí, dormí y me repuse. Por la mañana me sentía mejor, al menos un poco. No tenía nada y aun así sabía lo que tenía que hacer... Tenía que honrar la memoria de mi familia y la de Jahi

    Senet.

    Los siguientes siglos, encomendé mi vida a la ayuda del prójimo. No creía en los dioses que los demás veneraban, Set, Ra, Horus, y toda esa retahíla de deidades no significaban nada para mí. Tampoco creía en los faraones, no entendía su influencia en el pueblo, aborrecía sus intrínsecas dinastías y sus ambiciones desmedidas. Lo único en lo que todavía tenía fe era en la bondad del ser humano, y todo gracias a Jahi.

    Él me enseñó que son los pequeños detalles cotidianos de la gente común los que mantienen el mal a raya..., pequeños actos de bondad y de amor. Por él me entregué de buen grado, dediqué mi existencia a practicar la benevolencia, quería ser un ejemplo de esa magnanimidad que algunos como Jahi exhibían.

    Me movía de manera constante por las diversas ciudades y agrupaciones de población, nunca me quedaba demasiado en un lugar, ya que podía ser peligroso para mí.

    Hieracómpolis, Abydos, Naqaba, Tebas, Menfis, Asuán, Buto, Dehenet, Edfu, Gebtu, Heliópolis; viví en todas ellas y en muchas más. Establecí diversas normas para conmigo y siempre intentaba cumplirlas. Una de ellas era no vivir más de una década por ciudad. A algunas regresaba pasados los años, pero siempre manteniendo la prudencia. Yo no envejezco y eso podía provocar que algunas personas hablasen de mí y concibieran teorías alarmantes y rumores varios.

    Durante mi estancia en la ciudad de Tebas tuve un problema relacionado. Mis vecinos me vieron herirme la mano de gravedad y en cuestión de horas la herida había desaparecido sin dejar ninguna cicatriz. El vecino pasó por mi casa para ver si estaba bien y se percató de la inusual curación. Eso les hizo sospechar de mí, yo les aseguré de que mi pronta recuperación se debía a ungüento que elaboraba con plantas medicinales, pero, aun así, después de ese encuentro, notaba como me vigilaban. Después de un lustro en Tebas, tuve que marcharme para poder vivir tranquilo.

    En esos siglos me convertí en pescador y recolector. Pescaba en el Nilo y en la costa, y lo compartía todo con los más necesitados. Lo mismo hacia con frutas y verduras. En los núcleos urbanos existía la prosperidad, pero no todos gozaban de ella. Huérfanos, ancianos, personas que habían nacido en la mayor inmundicia y muchos otros desfavorecidos. Todos merecían ayuda y una oportunidad.

    También me encargué de enseñar a leer a los más pequeños y de facilitar las recuperaciones de los enfermos con mis conocimientos de botánica. Siempre que encontraba a algún samaritano que necesitaba ayuda trataba de socorrerlo o facilitarle lo que tuviera a mi disposición. Incluso algunas veces regalaba mi propio sustento diario, me gustaba comer, pero otros lo necesitaban más que yo.

    Así viví el paso de varios siglos. Mientras ejercía mi labor me percaté de que estaba siendo un manuscrito viviente, viví y experimenté en mis propias carnes los avances que se sucedían en la comunidad y en toda la región. Un ejemplo que perdura aún en mi memoria, fue durante mi estancia en Saqqara. Por pura casualidad yo estaba allí cuando Zoser mandó construir la primera pirámide escalonada.

    Nunca imaginé que esa acción sería algo que arraigaría de tal manera en la cultura antigua y mucho menos que se convertiría en una usanza de las épocas venideras. Yo ni tan siquiera entendía la fijación que todos parecían tener con lo que había tras la muerte.

    Lo que más me sorprende es que a día de hoy se siga teniendo tanto interés, supongo que nunca deja de existir el miedo a lo desconocido, y nada es más turbado e inquietante que la perpetua no existencia.

    A decir verdad, después de morir tantas veces, nunca he experimentado nada. Solo la oscuridad, la no consciencia, el vacío y la oquedad de una cáscara deshabitada. Quizá por eso jamás he podido comprenderlo. En ese tiempo era casi enfermizo, la momificación, los monumentos fúnebres; incluso había personas encargadas de depositar comida en las tumbas de los más poderosos e influyentes, se tenía la teoría de que aún muertos necesitaban nutrirse para mantener la sintonía entre cuerpo y espíritu. Esto no era lo más espeluznantes, algunos siervos eran momificados con los faraones para servirles en la otra vida, e incluso se momificaban animales domésticos.

    Después de Zoser lo reyes venideros hicieron tumbas más hermosas que las casas de los vivos, dando más valor al nombre de sus antepasados que al de sus descendientes. Con todo lo que sé ahora, y con todo lo que he pasado, solo puedo pensar en que todo lo que hacían no eran más que delirios de personas que vivían desinformadas. Creo que, para algunos seres humanos, a veces, es mejor creer una fantasía que asumir una realidad.

    Aunque esa mórbida obsesión me aportó algunas satisfacciones, entre ellas conocer a Imhotep, el cuál fue el arquitecto que diseño la maravillosa pirámide escalonada. Su fama le precedía, sus dotes eran aclamados en gran parte de los territorios. Tuve en placer de conocerle en la propia Saqqara, no fue algo especial, una pequeña y amena charla. Al conversar con él me di cuenta de que sí era un verdadero erudito de la época. Hablamos sobre botánica y diferentes tratamientos para algunas dolencias. Fue muy estimulante. En cierto modo me recordaba a Jahi, porque al igual que él, era alguien adelantado a su tiempo.

    Durante esos siglos no quise tener relaciones personales de ningún tipo. Me relacionaba con muchas personas, sin embargo, nunca entablaba vínculos afectivos, me delimitaba al respeto y la cordialidad. No es que me gustase la soledad, es que sabía que mi condición era también una condena.

    Yo iba a sobrevivir a todos mis seres queridos, incluso a aquellos que todavía no habían nacido. Ese pensamiento era algo que me obsesionaba y que me hacía regirme por mis normas. Mis reglas funcionaron a la perfección, pero aun así acabé quebrantándolas en algunas ocasiones. No fue porque yo lo buscase, de nuevo el azar actuó caprichoso, ignorando mi voluntad.

    Todo empezó en el Nilo. Caminaba junto a la orilla, cargado con mi caña y con un canasto, como tantas veces antes, tenía la intención de pescar, y mientras buscaba el lugar idóneo fue cuando lo advertí.

    Había un niño chapoteando en la lejanía. La corriente era menos brava en esa área, pero el niño no parecía ser capaz de poder escapar de la fuerza del agua. Sin pensarlo dos veces, dejé caer mis objetos al suelo y corrí a toda velocidad en su auxilio. Me zambullí y nadé hasta él lo más rápido que pude. Cuando estaba muy cerca el joven se hundió. Me sumergí, y con más fortuna que maña logré atraparlo. Lo agarré y pasé su brazo por mi cuello, con todas mis fuerzas comencé a nadar hacia la orilla.

    Para mí fue un esfuerzo titánico, salí jadeando y exhausto del agua, pero ni podía ni debía detenerme todavía. Recosté al pequeño de lado y le golpeé suavemente la espalda. Una vez tras otra, pero sin ningún éxito. Volví a recostarlo y presioné su pecho con ambas manos. No sabía muy bien que estaba haciendo, no obstante, funcionó. El muchacho empezó a expulsar, abrupto, el agua por su boca y su nariz, una vez la expelió logró comenzar a respirar.

    Estaba asustado, cosa normal, pálido y agitado, pero vivo. Me senté a su lado y mi respiración comenzó a estabilizarse, entonces una mujer apareció frenética desde la lejanía. Gritaba despavorida mientras corría hacia nosotros. Al llegar se lanzó sobre el pequeño, esa mujer resultó ser su madre.

    El crío estaba conmocionado, miraba aturdido a su madre mientras esta lo achuchaba. Al verme a mí se deshizo en halagos. Me agradeció entre lágrimas mi intervención. Yo le resté importancia, pero ella hizo lo opuesto. Me pidió encarecidamente que la acompañase a su casa, que me pagaría a modo de retribución por mi valor. Me negué en rotundo, no había actuado para obtener una recompensa. Aún con mi negativa, la mujer insistió, concluyó diciendo que al menos debía permitirle que me invitase a un plato caliente. No sé exactamente porqué, pero respondí que sí.

    El pequeño ya se encontraba mejor y no tuvo problemas para ponerse en pie, cuando lo hizo nos marchamos los tres juntos. Durante el trayecto hasta la ciudad la mujer se presentó y me habló de su familia. Ella se llamaba Kytzia, y el pequeño, era Yafeu. Me contó que tenía otros dos hijos, pero que ellos estaban con su padre. Me explicó que Yafeu era muy activo y siempre necesitaba estar ocupado. Era algo fácil de percibir, el pequeño no paraba de moverse, aun cuando hacía algo tan simple como caminar, lo hacía moviendo el cuerpo mucho más de lo necesario. Era un crío poco hablador y muy introvertido, pero muy vivaz.

    Abidos era la localidad más próxima, en la que ellos vivían, estaba situada muy cerca, así que fue fácil llegar hasta la ciudad.

    Caminamos por sus calles, las pasamos hasta llegar a una construcción alejada de la aglutinación residencial. Al llegar me sorprendí enormemente.

    La arquitectura había avanzado lenta pero progresivamente durante los siglos, las casas más usuales estaban fabricadas con ladrillos de adobe y recubiertas con capas de yeso. No existía el vidrio, pero algunas tenían ventanas cubiertas con barrotes para evitar incursiones de ladrones o animales salvajes. Algunas ya incluso tenían cerraduras simples, muy rudimentarias, con llaves de hueso o madera. Los vestíbulos eran la estancia más ornamentada, y en las viviendas con más recursos tenían hornos en las cocinas para elaborar su propio pan. Pero esta casa distaba muchísimo de lo que estaba acostumbrado a ver. Era más un palacio que una casa. La mayoría de sus paredes eran de piedra, una particularidad solo reservada para templos y personas influyentes de aquel entonces. Estaba pasmado, lo último que esperaba al despertarme aquel día era acabar en un lugar tan ostentoso.

    Después de tantos años residiendo en viviendas destartaladas, algunas abandonadas e incluso en campamento improvisados a la intemperie, me resultaba muy extraño estar en semejante lugar.

    Kytzia me guio por varias habitaciones y corredores hasta llevarme a un elegante salón. Me pidió que esperase sentado y eso hice. Ella y el crío se fueron y tras un breve momento regresaron. Al volver los acompañaba una mujer mayor, una anciana en aquella época. Portaban consigo varios canastos y vasijas. A pesar de que disponían de múltiples siervos, me atendieron personalmente, entre los tres fueron rellenando la mesa. Les aseguré que no era necesario que se molestasen, pero Kytzia persistió. Carne de diferentes tipos, verduras y frutas, pan e incluso postres, todo acompañado de cerveza y vino. Comí y prácticamente devoré todos los alimentos. Todo estaba excelente y disfruté comiendo como hacía tiempo que no lo hacía.

    Cuando terminé me levanté dispuesto a marcharme, pero de nuevo Kytzia intervino. Me trajo ropajes que ella misma tejía para su marido y me hizo probármelos. Se marchó para concederme intimidad y retornó a mi señal. La ropa me estaba ligeramente holgada, pero los tejidos eran de muy buena calidad, muy superiores a los que yo solía usar.

    Mientras Kytzia arreglaba los bajos del pantalón, Yafeu y yo aguardábamos. El pequeño me miraba como si algo en mí le interesase, me observaba atentamente, pero sin decir nada. De pronto escuché pisadas cerca e instintivamente miré en esa dirección. Del pasillo que conectaba la habitación con el resto de la vivienda emergieron tres personas más. Uno era un hombre, tosco y de complexión musculosa, tenía una descomunal y densa barba negra que distaba mucho de su cabello, que era extremadamente corto. El segundo era un muchacho, bastante más mayor que Yafeu, era delgado y lampiño. La tercera fue quién acaparó mi atención, casi sufrí una epifanía al verla. Al pasar la puerta, y tenerla más cerca, se erizó el bello de mis brazos y sentí un escalofrío en las piernas. Era increíble lo semejante que era a Azarath. El mismo pelo ondulado y azabache, lo mismos ojos grandes y despiertos, la misma sonrisa. Era casi como tenerla otra vez frente a mí. En cuanto pasaron al interior de la habitación, Kytzia se levantó y le relató a su esposo lo sucedido. Él hombre barbudo era su marido, y los dos jóvenes eran sus hijos mayores.

    Tarik era el nombre del hombre, Adio el del primogénito y la chica se llamaba Urbi.

    En ese momento me costaba hablar, ver a Urbi me había conturbado. Al enterarse de los sucedido Tarik se aproximó y me agradeció mi intervención. Fue lisonjero conmigo, alabó sobre todo mi valentía. Me excusé alegando que cualquiera habría hecho lo mismo y eso hizo que Tarik esbozase una escueta sonrisa. Les pidió a su esposa e hijos que nos dejasen a solas y al servicio que trajesen vino. Intenté rehusar su oferta, no obstante Tarik era uno de esas personas que no permiten un 'no’ como respuesta.

    Cuando Urbi se marchó fue como si yo recuperase la cordura, cuando ella estaba no podía dejar de mirarla con disimulo, pero en su ausencia volvía a pensar con claridad.

    El empleado volvió cargado con una jarra y dos vasos. Los posó sobre la mesa y los rellenó. No tenía del todo claro que estaba sucediendo, ni las intenciones de Tarik, estaba realmente confuso con la situación.

    Tarik comenzó hablando de sí mismo mientras las copas de vino se sucedían una tras otra, en cuanto terminábamos una, el sirviente retornaba a llenar los recipientes.

    Tarik hizo una declaración que respondió a muchas de mis dudas. Resulta que él era nada más y nada menos que el normarca designado en Abydos. Los nomos, también conocidos como 'Sepat', eran divisiones territoritoriales, así como hoy en día se puede considerar una ciudad y su extensión. Él solo tenía que responder ante el faraón, que, si no recuerdo mal, era Nebkara por aquel entonces. Las funciones de un nomarca abarcaban diferentes frentes, era responsable de la irrigación, del rendimiento agrícola, recaudar impuestos y fijar los límites de las propiedades después de la inundación anual, entre muchos otros desempeños. Cuando me informó de eso entendí como podía poseer una residencia de semejantes características.

    Tras una breve narración por su parte, cambió drásticamente el devenir de la conversación y fue él quien empezó a preguntar. Me preguntó de dónde era, si tenía familia, cómo había acabado en Abydos. No tenía motivos para mentir y fui honesto en casi todo. Le dije que venía de Menfis, que ya no tenía familia y que ahora vivía como un nómada. Al escuchar que mis esposa e hija habían sido asesinadas le cambió la expresión. Me dio sus condolencias y comentó que ni podía ni quería imaginar lo doloroso que tenía que haber sido. Yo asentí y apuré mi vaso, en cuanto lo hice, el sirviente lo volvió a rellenar. Habían pasado ya muchos siglos desde mi pérdida, sin embargo, el dolor no había desaparecido, aunque era más soportable.

    Me preguntó si sabía leer y escribir, le respondí sí. Me preguntó si tenía algún talento especial. Quizá fue la embriaguez por el vino, pero con cierta pedantería afirmé que tenía muchos. Tarik sonrió descaradamente al escucharme. Pero tras una breve risita por su parte, su expresión cambió a una imperturbable seriedad. No sabía que podía esperar, fue entonces cuando Tarik me preguntó por qué había rescatado a su hijo. La pregunta me causó desconfianza, pero aun así le contesté. Me limité a responder que lo hice porque podía. Su ceño fruncido desapareció y su sonrisa volvió. De nuevo Tarik realizó una pregunta que me desconcertó. Esta vez me preguntó si yo creía en el destino. Antes de que le contestase comentó que él si lo hacía. Y que estaba seguro de que el encuentro no había sido casual. Le escuché con atención, yo no creía en el destino, pero me interesaba saber dónde quería ir a parar con sus insinuaciones.

    Curiosamente todo concluyó con una oferta de trabajo. Tarik deseaba un empleado leal, alguien en quién pudiese confiar ciegamente, alguien sin ambición ni codicia. No tenía la intención de aceptar su propuesta, pero por mera curiosidad le pregunté en qué consistía el trabajo. Según me explicó Tarik, en ese momento solo quería alguien que le ayudase con sus labores como padre y como normarca de Abydos.

    Tras escucharle le aclaré cortésmente que agradecía su proposición, pero que la rechazaba. Al oír mi negativa su expresión se transformó, parecía indignado con mi declaración. He de recalcar que cuando Tarik estaba serio tenía una expresión muy intimidante. Con una voz tosca y lacerante comenzó a avasallarme. Me preguntó si alguien me esperaba, y respondí no, me preguntó si tenía una casa que atender o un trabajo que realizar, y de nuevo dije no. Entonces se encogió de hombros y me preguntó el motivo por el cuál no quería aceptar su ofrecimiento.

    En ese instante no supe que decir, el vino había emponzoñado mis sentidos y mi pensamiento. Tarik, con gran obstinación, continuó insistiendo. Me aseguró que siempre tendría cobijo en su hogar, que nunca me faltaría un plato en la mesa y que podría irme cuando quisiese. Lo último que me dijo fue que probase, y que si no estaba a gusto retomase mi camino. Puede que fuera su insistencia, sus palabras o incluso que fuese por Urbi, el caso es que terminé por aceptar. Le dejé claro que mi intención era permanecer tan solo unos días y que después tomaría una decisión. Al oírme volví a ver la alegría en su rostro.

    Al día siguiente me desperté en una mullida cama, me dolía un poco el cuerpo por el exceso de vino durante la noche, pero no demasiado. Al salir de la habitación había un sirviente esperando tras la cancela. Era peculiar, a mí en ningún momento me trataron como a uno de sus sirvientes, yo contaba con privilegios evidentes. Era más un invitado que un empleado.

    Mi primer día con Tarik fue frenético. Tras desayunar con toda la familia Tarik, Adio y yo nos marchamos. Uno de los criados nos acompañó cargado con múltiples instrumentos bélicos; lanzas, arcos, flechas. Y es que, por las mañanas, Tarik entrenaba a su primogénito en el arte del combate.

    Desde el primer día yo formé parte de ese ritual. Tarik comenzó a enseñarme a mí también. Pelear con una lanza podía ser engorroso al principio, no obstante, cuando dominabas su complejo manejo se tornaba un arma muy útil. El arco y las flechas fueron más difíciles de domeñar, pero la práctica constante puede convertir al más incompetente en un verdadero experto.

    Con tantos entrenamientos desarrollé un estrecho vínculo con Adio. Él era un joven capaz, hábil y muy maduro para su edad. Tarik era muy exigente con él, pero porque esperaba que algún día ocupase su puesto, como el propio Tarik había hecho con su padre.

    Mientras nosotros entrenábamos, Kytzia se quedaba en casa y se encargaba de la instrucción de Yafeu y Urbi, rara vez podía estar con ellos, aunque algunas veces lo hacía. Ella les enseñaba a leer y escribir, cultivaba sus mentes igual que había hecho con Adio cuándo éste era un crío. A Urbi la enseñaba a cocinar y a tejer, a Yafeu le adiestrada en el arte de la creación, tanto como de objetos cotidianos como vasijas y jarras, como en la confección de la madera. Eran una familia extraordinaria, pero cabe recalcar que también se debía a sus riquezas y a su posición social. Ellos podían dedicarse a sus hijos porque tenían casi una decena de sirvientes a cargo de las labores más fastidiosas. Por supuesto, yo no tengo nada en contra de la riqueza, pero siempre he pensado que son un matiz a tener en cuenta.

    Por las tardes Tarik y yo caminábamos por la ciudad, también tenía agregados para gestionar los impuestos y el cumplimiento de las normas, aunque prefería comprobar por sí mismo que todo funcionaba según lo previsto.

    Por las noches cenábamos todos juntos, los más jóvenes se iban temprano a la cama, y la mayoría de veces Tarik y yo nos quedábamos bebiendo cerveza.

    En pocos meses desarrollé una gran estima por ellos. Con todos tenía algo en común, o compartía inquietudes.

    Con el paso del tiempo Tarik decidió que ya estábamos preparados para entrenar solos. Tanto Adio como yo alcanzamos un gran nivel, sin duda nuestras prácticas matutinas obtuvieron sus frutos, a la vez que eran divertidas y estimulantes. Algunas mañanas cuando Tarik no estaba organizábamos competiciones de puntería.

    Urbi y yo teníamos una costumbre, pasase lo que pasase todos los días jugábamos al 'senet'. Ese fue el primer juego de mesa que utilicé en mi vida.

    El objetivo era sacar las piezas del tablero antes que el adversario, avanzando tus propias fichas, capturando y bloqueando las piezas del oponente.

    El tablero consta de tres filas paralelas con diez casillas cuadradas cada una, el que nosotros usábamos tenía diez fichas para cada uno. Urbi siempre elegía las fichas cónicas de color verde y yo las cilíndricas de color azul. Es muy entretenido por la cantidad de posibilidades que ofrece. Al principio Urbi siempre me ganaba, pero con el tiempo las partidas se volvieron igualitarias y muy apasionantes.

    Mi relación con Urbi siempre fue muy especial, durante su adolescencia me buscaba para hablar de aquellas cosas sobre las que sus padres no querían conversar. Sus cuestiones, sus miedos y precauciones, todo me lo contaba a mí, me convertí en su mejor amigo y en su confidente.

    Yafeu compartía conmigo lo que aprendía y después me lo enseñaba. Resultó tener una gran habilidad para trabajar con las manos. Con él elaboré mis primeros objetos íntegramente de madera. Al principio eran pequeños, escuetos y de poca importancia. Tallábamos figuras e incluso nos atrevíamos con algunos muebles simples. Yafeu muchas veces replicaba el aspecto de los dioses, yo prefería emular animales y otro tipo de representaciones mundanas.

    Algunas tardes me iba con Kytzia a pasear y recogíamos flores, que después utilizábamos para decorar la casa y llenar las estancias con sus diversos y placenteros aromas.

    Tarik acabó por convertirse en un hermano para mí, y creo firmemente que él también me veía del mismo modo. Nuestra fraternal relación se podía percibir en el trato del uno con el otro, no teníamos miedo de compartir nuestras opiniones por muy distantes o dispares que fueran.

    Fue muy revelador poder compartir mi vida con ellos, después de perder a mi familia había asumido que nunca volvería a tener algo parecido. Todos ellos hacían que me sintiese uno más de la familia, que sintiese que estaba donde debía estar.

    Los años avanzaron y yo volví a lograr lo que más había añorado, un hogar. Aun así, tenía que mantenerme siempre alerta y cumplir mis normas. Una parte de mí estaba segura de que si compartía mi secreto con ellos lo entenderían y nada cambiaría, no obstante, mi otra parte me decía que no debía arriesgar lo que tenía, que debía hacer todo lo posible por conservar a mi familia.

    Con el paso del tiempo los muchachos crecieron mucho. Adio se convirtió en todo un adulto y cada vez tenía más responsabilidades que atender. Urbi creció y se volvió una mujer inteligente y bella, trabajaba como escriba para su padre y era respetada por todos en la ciudad. El pequeño Yafeu ya no era tan pequeño, era un mozo muy capaz, se convirtió en artesano y siempre hacia lo posible por ayudar a los más pobres.

    Una de las hazañas de Yafeu que más me enorgullecieron fue cuando fabricó cañas de pescar y las repartió entre los necesitados, para que así nunca les faltase el sustento. A mí también me regaló una, la mía fue más especial, la adornó con bordados en la madera del mango y utilizó el hilo más resistente de los tantos que poseía.

    Fueron años maravillosos... Pero por desgracia, todo lo que empieza está condenado a terminar. Pasado mi octavo año en Abydos, la situación se complicó de forma imprevisible, el origen fue algo que ningún ser humano podrá controlar nunca, la naturaleza.

    Ese año no hubo grandes precipitaciones y en la época de inundación no se pudieron cosechar algunas de las tierras fértiles. La población se crispó, pero Tarik consiguió apaciguar los ánimos. Algunos no querían pagar los impuestos, ya que no tenían suficientes ganancias por la falta de agua. Tarik fue comprensivo y con la ayuda de Urbi rebajó los impuestos. Durante ese año hubo falta de recursos, sin embargo, la población se mantuvo unida y juntos superamos el desafío.

    Recuerdo bastantes cambios durante ese año, Adio se casó con una mujer de la ciudad y organizamos un gran festejo para conmemorar el acontecimiento. Le insistí a Tarik en que lo mejor era una celebración escueta dado el difícil año que atravesaba la ciudad, pero desoyó mi consejo. La gente habló mucho de aquel evento, pero solo fueron eso, habladurías.

    La joven esposa de Adio era una mujer de origen humilde, muy agraciada, pero también era tremendamente improductiva. Ella y su madre se instalaron en la vivienda familiar donde pasaban la mayor parte del tiempo sin hacer nada. Había

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